Cualquiera que se haya enamorado sabe que este arrebato de las narices suele hacer que nos enamoremos de la persona menos indicada en el momento más inoportuno. Tal hecho constituye, a mi entender, todo el meollo del asunto. Dicen los psicólogos que el enamoramiento consiste en un comportamiento adaptativo. En efecto, al amor de nuestras vidas lo descubrimos al llegar a un sitio nuevo o al encontrarnos en una situación nueva con alguien que ya conocíamos. Esto me lleva a pensar que, en contra de lo que suele decirse, sí podemos enamorarnos a voluntad, a lo mejor no de una persona concreta, pero sí que nos cabe elegir el momento. Si no me cree, haga lo siguiente. Dedíquese a dormir menos de la cuenta. No le pido que se pase una semana sin dormir, más bien se trata de ese proceso por el que el cansancio se va acumulando progresivamente, quiero decir, dormir una o dos horas menos de lo habitual durante días. Añada a eso una mayor intensidad en su trabajo. Tampoco se trata de someterse a una presión brutal, pero sí de incorporar una cantidad limitada de estrés inexistente hasta ese momento en su vida. Múdese de piso, de ciudad o de país o bien cambie de profesión. Procure hacer esto en esas semanas en las que es evidente que se avecina una nueva estación del año, últimos días de verano, el otoño o, mejor aún, la primavera. Si ha llegado hasta aquí, tiene elevadísimas probabilidades de enamorarse o, cuando menos, de obsesionarse con alguien a quien hasta ahora no le había prestado atención o que acaba de entrar en su vida. Eso sí, le garantizó que esa persona no le convendrá para nada.
Si por su profesión, por su familia o por su vecindario, se relaciona Ud. con trescientas mujeres diferentes al cabo del mes, acabará enamorado de la que más le puede hacer sufrir. Una persona cariñosa, leal, dispuesta a cambiar por nosotros, atenta, reúne todos los rasgos de una persona que nos deja fríos. A los seres humanos nos interesa toda aquella persona de la que tenemos la certeza absoluta que nos puede chulear con cierta frecuencia. Volvemos así a un tema sobre el que ya hemos hablado en este blog: los seres humanos hacemos todo lo posible para huir de la felicidad. Ningún modo mejor para conseguirlo que enamorarnos de alguien de quien tenemos la seguridad que no nos va a echar la menor cuenta o, mejor aún, que nos prestará atención únicamente para fustigarnos con su látigo. Todo lo demás, ni da morbo, ni resulta sexy, ni nos atrae. Por eso nos gusta tanto el amor, por eso nos quedamos atrapados en la miel de su recuerdo cual golosos moscardones, por eso nos parece insípida una vida sin amor, porque se trata de la descripción perfecta de una vida feliz y a nada le tememos tanto como a la felicidad. No, hay que enamorarse, enamorarse mucho y de alguien que nos pueda hacer pasar penalidades sin cuento. Y si al final resulta que esa persona parecía algo que acabó no siendo, si resulta que sus miradas insultantes escondían el deseo ardoroso de estar con nosotros, ya nos encargaremos nosotros mismos de hacerle pagar por sus pecados y convertir la relación en un infierno porque “he cambiado”.
Bien, supongamos que les digo que aprendemos a amar del mismo modo que aprendemos otros comportamientos y, por tanto, que también podemos aprender a desenamorarnos. Sí, sí, puede desembarazarse de esos sentimientos cuando quiera, como ya hemos visto que puede adquirirlos. Todo se halla bajo su control. Aún más, resulta extremadamente fácil si podemos evitar ver con frecuencia a la persona de la que nos hemos enamorado. Sacar a una persona de sus pensamientos, incluso de sus sueños, puede hacerse si uno realmente lo desea, se trata de una simple cuestión de voluntad. Una vez se ha dado este paso, lo demás se sigue de suyo. Si consigue dejar de ver a una persona, de pensar en ella, de soñar con ella, aún más, si tiene la voluntad de borrar su número de móvil, su correo electrónico y sus fotos, los sentimientos que un día despertó se irán al cabo de poco de tiempo, como lágrimas en la lluvia. Volverá a verlo/a y se preguntará: ¿de verdad yo me enamoré de éste/a? Pero, claro, he pasado de puntillas por el obstáculo mayor que existe para todo esto: querer. Sólo hay algo más común y poderoso que el deseo de enamorarse, el deseo de no perder el amor por esa persona que no puede o no quiere ser nuestra. Diría aún más, el amor nos atrae tanto, por el riesgo que implica de lo que, en realidad, más le gusta a los seres humanos en este mundo: sentirse desgraciados por amar. Quien considera que la persona a la que ama resulta inalcanzable se aferra a ese sentimiento como un náufrago a un salvavidas, piensa que al fin ha encontrado lo que tanto andaba buscando, algo que le permita mantenerse eternamente alejado de la felicidad. Y si no me creen, no tienen más que recordar esa situación que todos hemos vivido. Todos hemos tenido ese/a amigo/a destrozado/a por un amor imposible, ese amigo antes alegre, chistoso, que ahora tiene siempre las lágrimas aflorando en sus ojos, ese amigo que anda sin poder levantar la cabeza del suelo... Y cuando llevamos dos meses consolándolo, intentando que no se emborrache cada día, vigilando que no se tire a las vías del tren, llega ese momento en el que uno ya no puede más y le suelta: “Mira, Pepe, tu novia era fea, muy fea, de hecho, era más fea que cualquiera de las tías que están bebiendo los vientos por ti, así que haz el favor de sonarte el moquillo y enrollarte con cualquiera de los bombones que hay en esta discoteca que ya no te aguanto más, hombre”.