Nadie sabe más de música celestial que los encargados de administrar los bienes de la otra vida. La cejijunta interpelación de: “¿para qué me voy a poner un preservativo si tú puedes abortar?”, es lo que subyace a la posición de la iglesia católica y sus violentos monaguillos. El eslogan “la vida humana comienza con la fecundación” es tan disparatado que ni quienes lo vociferan se lo creen. Si de verdad se lo creyeran, emplearían la mitad del dinero que dedican a sus campañas de prensa en otra lucha que no debiera ser menos importante para ellos, exigir el humano entierro de todas los cuerpos que tuvieron humana vida, esto es, óvulos fecundados y fetos expulsados del cuerpo de su madre por abortos espontáneos. De hecho, si la iglesia católica creyese de verdad en lo que grita, habría de tener pilas bautismales en el interior de los paritorios. Su praxis, sin embargo, es mucho más acorde con la tradición, el sentido común y las ideas de algunos de sus filósofos más admirados. A este respecto hay que recordar que, para San Agustín, no se puede llamar homicidio el aborto de un feto menor de 40 ó 45 días y que en esta línea de pensamiento fue seguido nada menos que por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, entre otros. Aunque todos ellos iniciaban, a partir de aquí, una larga disquisición que concluía en la condena del aborto (no vaya a ser que pudiéramos disfrutar del sexo sin castigo), ninguno fue tan tonto como para sostener la idea de que la humanidad comienza con la fecundación. Idea, por cierto, que sólo se convirtió en doctrina de la iglesia bien entrado el siglo XX.
¿Por qué entonces defiende la iglesia ideas que van contra sus prácticas habituales y contra los fundadores de su doctrina? La intención de nuestros curitas es demoníacamente retorcida. Saben que prohibiendo el aborto le “cortarán el rollo” a muchos hombres, a quienes les saldrá más caro pagar un aborto clandestino que ponerse el consabido preservativo. Meter a Dios entre los cuerpos desnudos, convertirnos a todos en actores porno al servicio del divino voayeur, castigarnos por disfrutar del sexo, ha sido siempre el objetivo de la iglesia. Ahora podemos ver con claridad lo que debía haber sido obvio desde el principio, aquello con lo que deberían comenzar todos los debates sobre el aborto, si no lo impidieran el griterío de unos y otros, las vallas publicitarias y los anatemas lanzados con tonos suaves: que el aborto es un método de control de la población. Control de la población no sólo porque se controle su número. Control de la población, sobre todo, porque se ejerce un control muy real sobre la vida sexual de la población y cuanto más pobres, mayor control. Aquí no hay derechas ni izquierdas, no hay progresistas ni retógrados, no hay creyentes ni masones. Todos ellos están igualmente interesados en saber qué hacemos en nuestros tálamos.
La ideología de la que hablaba el Sr. ministro no es su ideología, es la ideología común a todos los que aspiran al poder, la ideología que los lleva a autorizarnos o prohibirnos tener una vida privada que no quede más tarde o temprano atrapada en un modelo de informe. La prueba de cuanto vengo diciendo, a saber, que la visión que existe sobre el aborto no depende de posturas políticas, sino del simple hecho de tener o no acceso al poder, es que el mismo aborto que se percibe como una liberación para la mayoría de un país, es visto como una amenaza por las minorías étnicas de ese país. El mismo aborto que permite vivir a las mujeres con embarazos que implican riesgos para ellas, es el aborto que mata sistemáticamente a niñas en culturas en las que éstas son consideradas una carga. El progresista derecho al aborto fue la obligación de las atletas chinas para que progresaran en la consecución de marcas olímpicas.
Cualquiera que pretenda obligarnos a responder con un sí o un no al aborto, pretende, de un modo u otro, nuestra colaboración en el eterno juego del dominio de las mujeres por los hombres, de las minorías por las mayorías, de los que no tienen nada por los que lo tienen todo. Si no queremos colaborar con que las mujeres sigan siendo “libres” pero agredidas, con que la razón esté necesariamente de parte de los que suman más, con que sólo se oiga la voz de quienes tienen medios para que resulte atronadora, debemos plantear la cuestión en otros términos. Y la cuestión del aborto nunca puede ser sí o no, la cuestión es ¿aborto para qué o para qué no? ¿Para que decaiga el uso de preservativos? ¿para controlar mejor a las minorías? ¿para traer al mundo niños cuya vida sólo puede ser un calvario de sufrimientos? ¿para que las mujeres violadas se vean obligadas a criar al hijo de su agresor? De este modo aparece, diáfana, la única respuesta posible a esta cuestión, una respuesta que no cierra el debate, muy al contrario, lo abre a un nuevo horizonte, a saber, que no existe motivo alguno, ni siquiera la caridad cristiana, para prohibir un aborto dirigido a no aumentar el sufrimiento en el mundo.