La policía no tardó mucho en localizar a Abdullakh Anzorov. Él se niega a seguir sus instrucciones y les hace frente con las pistolas de plomillo y un cuchillo bastante más pequeño del que había utilizado contra Samuel Paty. Los agentes reconocen rápidamente la naturaleza casi inofensiva de las armas que lleva. El cadáver de Anzorov presentará nueve orificios de bala. Será repatriado al pueblo de origen de su familia, en el que no nació, del que esta tuvo que salir huyendo y en el que él, de haberse criado allí, con sus simpatías islamistas, no hubiese alcanzado la edad adulta. Todo el pueblo acudirá al sepelio. Nadie más porque la policía acordonó la localidad. Durante el mismo, el alcalde lo declaró “héroe del mundo islámico”. El padre de Anzorov, en una entrevista a una revista chechena, se dirá orgulloso del comportamiento de un hijo sobre el que había perdido todo control muchos años antes. Será detenido junto al abuelo de Abdullakh, su hermano pequeño, los amigos que lo acompañaron en las horas previas al asesinato, los escolares que ayudaron a identificar a Paty y, después de tantos intentos infructuosos, Abdelhakim Sefrioui. Hoy resulta fácil encontrar páginas web en diferentes idiomas que lo ponen como ejemplo del odio de Francia hacia el Islam, que le impidió recibir la medicación que necesitaba durante algunas semanas, que va a condenarlo por un delito con el que no tuvo nada que ver y pese a las “numerosas lagunas en la investigación”. Lo describen como un hombre enérgico, entregado a la comunidad. No mencionan una palabra de su puntillosa dedicación a extender el odio contra un profesor de instituto. Brahim Chnina, por boca de su abogado, dio a conocer una declaración un año después de los hechos en la que afirmaba “haber sido un imbécil”. Su exacerbada reacción, decía en ella, se debió a su resentimiento contra un centro escolar que había expulsado repetidamente a su hija. Debía a toda Francia y a la familia de Paty esa verdad. Abdullakh Anzorov fue uno más de los que se pusieron en contacto con él en aquellas fechas y no recordaba por nada en particular el intercambio de mensajes que tuvo con él.
A Samuel Paty también lo han declarado héroe, pero, en este caso, del laicismo y la libertad de expresión. Los que intentaron sancionarlo, una vez muerto, lo han convertido en un símbolo, dicho de otro modo, como todo símbolo, en un capote con el que ocultar la realidad. Da nombre a colegios de localidades donde gobiernan alcaldes de derecha deseosos de mayores responsabilidades y a emotivos memoriales en localidades gobernadas por el Frente Nacional. Da nombre a una plaza de París, cerca de la Sorbona. La propuesta de dar su nombre a muchos centros educativos, entre otros, aquel en el que trabajaba, fue rechazada por padres que se han creído que es necesario llamar la atención de los descerebrados para convertirse en una de sus víctimas y a los que preocupa mucho más dormir tranquilos por las noches que dar ejemplos a sus hijos de lo que significa la libertad de expresión. Hay que entenderlos, calladito se vive mejor. La izquierda, que no tiene ningún interés en nada parecido a la verdad, prefiere ignorarle. Ellos tampoco hubiesen dudado en sancionarlo u homenajearlo, dependiendo de qué reportase más votos.
Una encuesta aparecida un año después de su asesinato mostraba para qué sirven los símbolos. Ell 79 % de los franceses opinaba que “el islamismo ha declarado la guerra” a Francia, el 87% “que el laicismo estaba en peligro", el 78 % consideraba “justificado” que los profesores utilizasen caricaturas para burlarse de las religiones, el 60% juzgaba que el gobierno no implementaba “todos los medios necesarios para luchar contra el terrorismo”. Samuel Paty quería alumnos que pensaran, que reflexionasen, que comprendiesen que siempre había otra cara del problema, que oyeran al otro y sus opiniones. Como símbolo, es símbolo de que el terror es extremadamente útil para acallar el pensamiento libre. Unos lo mataron y otros sepultaron su mensaje con enorme alegría.
La misma encuesta daba cuenta de todo lo que los políticos no quieren que vea el buen pueblo de Francia. El 60% de los profesores ha vivido algún intento de censura de los contenidos de sus asignaturas por motivos religiosos. Más de la mitad de ellos reconocen haberse autocensurado para evitar problemas. Un tercio ha vivido disputas a propósito de la igualdad de género, de los valores morales, de historia o de biología. Desde la prohibición de llevar velo o símbolos religiosos, el 71% de los docentes públicos se han enfrentado a algún incidente, entre otras cosas porque ninguna ley los ampara ante la posible respuesta de las familias. La administración ha demostrado con hechos su propensión a sancionar a los docentes en cuanto dan muestra de ejercer ciertos gestos que delatan un pensamiento autónomo, como le pasó a Jean-François Chazerans, como ocurrió en Lyons y como le hubiese ocurrido all propio Samuel Paty. El 77% de los docentes franceses considera que no se ha aprendido nada desde la muerte de este último y que la administración sigue gestionando de modo penoso ese tipo de hechos. Se equivocan, el Estado sabe muy bien cómo gestionarlo. En los días posteriores a la muerte de Paty, el Ministerio de Educación envió un correo electrónico a los centros públicos para que promovieran clases de reflexión sobre lo acontecido y que los profesores hicieran listas de todos aquellos alumnos cuyos comentarios pudieran considerarse indicativos de radicalización. Ya nadie podrá culpar a los servicios de información de la policía de haber pasado por alto a esta o aquella aguja en el inmenso pajar de lunáticos que pueblan cualquier país, habrá un culpable mucho más asequible, los docentes. A ellos los alumnos los señalan, el Estado los culpabiliza, los padres los demonizan y, con un poco de mala suerte, acaba apareciendo el alucinado de turno que consigue adornar su miserable vida con unos segundos de fama.
Samuel Paty pertenecía a una generación de profesores franceses que cree de verdad que el Estado les paga para formar ciudadanos críticos, que las familias delegan en ellos la educación de sus hijos para que los eduquen en los valores de la República y no en los que cada familia considera oportuno, que Platón se equivocó y que los prisioneros de la caverna mostrarán agradecimiento a manos llenas por su liberación. ¡Pobres ilusos! En España, lo tenemos ya mucho más claro. Quienes compartían creencias tan ilusorias, se acercan en oleadas a la jubilación y han comenzado a llegar nuevas generaciones, me parece a mí, mucho más concienciadas de que son funcionarios como cualesquiera otros, encargados de administrar papeles, papelotes y papelajos y no saber. Afortunadamente, dentro de poco, no habrá en las aulas quienes consideran parte de su rutina laboral forjar ciudadanos capaces de pensar por sí mismos, capaces de poner coto a la barbarie. Afortunadamente para todos, gracias a nuestros políticos, a sus preclaros asesores y a cursos intensivos de pedagogía lobotomizadora, dentro de poco, aquí no quedarán sabuesos del infierno.