domingo, 9 de enero de 2022

El corazón de la astracanada (2 de 3)

   Cuando terminé de ver Negación, se había hecho muy tarde, pero decidí cambiar de canal un par de veces antes de apagar el televisor. Y, entonces, ocurrió la catástrofe. Me topé de manos a boca con una producción de la que, no sé cómo, había oído hablar y había decidido no ver de ninguna de las maneras. Pero a las dos de la mañana, un poco intoxicado ya por Negación, caí en esa situación en la que uno no quiere mirar pero no puede apartar la vista de la pantalla. Ante mis ojos había aparecido “El corazón del imperio”, serie “documental” sobre la antigua Roma. Concederé que no vi comenzar ni terminar el capítulo, así que le daré el beneficio de la duda y supondré que al comienzo o al final aparece el famoso cartelito de “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. La serie pretende narrar “otra” historia de Roma, aunque el resultado se describe mejor diciendo que narra la historia de otra Roma, no de la que realmente existió. Las partes dramatizadas se han rodado “en latín”, cosa un tanto llamativa porque, obviamente, no hay registro alguno de cómo sonaba el latín del siglo III. Tal y como suena en la serie el “latín” parece lo que sale de la boca de un español cuando lee, medio en guasa medio en serio, un texto en italiano. A partir de este momento todo va a peor. Heliogábalo, he aquí el eslogan publicitario de este capítulo, “protagonizó la primera boda gay de la historia”. A él se debió la admisión, también por primera vez en la historia, de dos mujeres en el Senado y, por supuesto, el patriarcado romano encarnado por los senadores, se escandalizó hasta el punto de acabar rápidamente con él. Y ya directamente en el n’importe quoi hermenéutico, se califica a Heliogábalo también de  transexual. Hasta aquí nada que merezca mucho la pena dado que el director de la serie se ha hecho famoso escribiendo novelitas de romanos que el público español ha bendecido como parte de la “verdadera” historia de Roma. El problema radica en que en el metraje de esta serie aparecen (seré bueno y diré) numerosos historiadores proporcionando supuesta seriedad a la dislocada narración de la misma.

   Recapitulemos. Como “Heliogábalo” se conoció, mucho después de su muerte, a Vario Avito Basiano, nombrado sumo sacerdote del dios El-Gabal de Emesa (la actual Homs de Siria) durante su infancia. Su abuela, Julia Mesa, sobornó dos legiones y su madre se inventó que había nacido de una relación ilegítima con Caracalla para que se lo nombrase emperador a la edad de 14 años. Así llegó a Roma aquel hijo de Oriente que por poco si provoca una sublevación de las tropas que lo acompañaron hasta allí por su declarada intención de eliminar todo el panteón de dioses romanos y sustituirlo por el culto a El-Gabal. La serie y sus sesudos historiadores, toman por la verdad absoluta lo que se narra en la Historia Augusta, un conjunto de escritos, quizás de diferentes historiadores, que comenzaron a circular dos siglos después de la subida al trono de Heliogábalo. Los expertos coinciden en que mucho de lo que se narra en la Historia Augusta sólo merece el calificativo de ficción. Contiene todo tipo de exageraciones, inexactitudes y distorsiones, pero, para diferentes etapas históricas, constituye el único documento que las narra, así que los historiadores (los que de verdad merecen ese nombre, claro), tienen una relación de amor/odio con ella. Existen, al menos, otras dos fuentes documentales sobre los cuatro escasos años que Heliogábalo ocupó el trono, aunque ninguna de ellas nos ofrece información de primera mano de lo que realmente ocurrió en los entresijos del poder. 

   Sin duda, para las generaciones de Tik-Tok, acostumbradas a entender por “historia” puras narraciones noveladas, cuando no filmadas, ver a un emperador romano ataviado de mujer casándose les inducirá a entender de dónde y por qué venía el escándalo del Senado. Para quienes vimos a John Hurt interpretar a Calígula vestido de odalisca, la “primera boda homosexual de la historia”, casi que nos parece un síntoma de recato y moderación y otro tanto le debió parecer al Senado. Históricamente, cosa que los “historiadores” de la serie parecen ignorar, no hay datos que confirmen fehacientemente dicha boda. Sí hay constancia histórica de que Heliogábalo se casó cinco veces con mujeres en los cuatro años que ocupó el trono imperial y que a todas ellas las utilizó como juguetes ocasionales. También consta que una de esas bodas, insisto, con una mujer, causó el escándalo del Senado que la serie le atribuye a la “boda gay”, la que consumó con la vestal Julia Aquila Severa, para “producir niños parecidos a dioses”, según recoge Dion Casio en la Historia romana, (LXXX, 9) y que en la serie no se menciona ni por equivocación para no manchar de realidad los disparates que se cuentan. La vestales romanas, refresquemos la memoria de subvencionados “historiadores”, entraban a su sagrado servicio entre los seis y los diez años. Hijas de patricios y de singular hermosura, debían mantenerse vírgenes y consagrarse al estudio de los rituales propios de los dioses. Caso de demostrarse su falta al voto de castidad a ellas se la enterraba en vida y a su amante se lo torturaba hasta la muerte. Puede entenderse el escándalo que causó en el Senado esta boda, más si tenemos en cuenta que Heliogábalo abandonó a Julia Severa para casarse con otra mujer, aunque unos meses más tarde, volvió con ella. A la guardia pretoriana, aunque acostumbrada a proteger a los emperadores, y, por tanto, harta de ver de todo, tampoco le debió gustar mucho semejante boda. Probablemente también tomaron como muestra de recato y mesura su “boda gay”, pero, al parecer, los pretorianos no soportaban que Heliogábalo llamara a uno de sus esclavos, con el que no se casó, “mi marido” o que se refiriera a sí mismo como “la reina” de dicho esclavo. Para empeorar las cosas, menudearon todo tipo de rumores acerca de que el emperador buscaba por las noches locales en los que emplearse como prostituta y que había ofrecido una enorme fortuna al médico que le dotara de órganos sexuales femeninos. En base a semejantes rumores, ciertos sectores del transexualismo lo reclaman ahora como un precedente histórico. Los “historiadores” de la serie (por llamarlos de algún modo), no dejan escapar tan jugosa anécdota y, como hemos dicho, en un cambio de plano, Heliogábalo “el gay” se transforma en Heliogábalo “el transexual”, una identificación lo suficientemente frívola como para alentar las sospechas de que la serie oculta un discurso tránsfobo.

   No hay nada de malo en calificar de “gay” o de “transexual” el comportamiento de Heliogábalo… a menos que uno quiera entender algo. Esa división entre heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad, tan bonita y todos esos floridos derivados que ha engendrdo este siglo XXI, proceden del siglo XIX europeo. Transportarlos a otra época y a otros continentes muestra la cerrazón de mente que produce el eurocentrismo, nada más. Los ejércitos antiguos fomentaban las relaciones sexuales entre los soldados como una forma de mantener la disciplina, no hay más que abrir la Ilíada para tener noticia de las prácticas en Grecia y las inclinaciones públicas y privadas de alguien como Julio César, por no mencionar casos como los de Tiberio o el ya citado Calígula, han formado parte del cotilleo habitual de los historiadores de Roma. Pese a ello, de Calígula se cuenta que organizó una fiesta en la que obligó a prostituirse a todas las patricias romanas para recaudar dinero con el que llenar las arcas públicas. Por eso se me pusieron los pelos como escarpias cuando a cierta “historiadora” jovencita que aparece en la serie se le hace la boca agua con el menú de una de las bacanales de Heliogábalo y comparte con los espectadores con qué gusto habría participado en ella. Pues, ¿qué quieren que les diga? por mucho que me protegiese el patriarcado romano, yo no hubiese participado en la bacanal de un emperador ni por todo el jamón del mundo.

domingo, 2 de enero de 2022

El corazón de la astracanada (1 de 3)

   Hacer zapping puede producir efectos alucinógenos. Se me ocurrió la otra noche echar un vistazo a lo que transmiten las cadenas televisivas de esos mundos de Dios y me tropecé con Negación, la película que narra el juicio por libelo promovido por David Irving contra Deborah Lipstadt y Penguin Books. El Sr. Irving, bien conocido en España por tener aquí numerosos amigos (incluyendo algunos en sitios que no cabría sospechar), por haber recibido invitaciones numerosas veces para dar conferencias y por haber trabajado en la base de Torrejón de Ardoz, pertenece a esa clase de personas cuyo autoconcepto no tiene nada que ver con el concepto que cualquiera que lo conozca puede formarse de él. Alguno de sus progenitores debería haberle dicho “eso no tiene ni p… gracia, David” o “para soltar semejante cagada, mejor te callas, David”. Pero no, nadie se lo dijo en su momento y el Sr. Irving va por el mundo agrediendo verbalmente a judíos, inmigrantes, “no arios”, mujeres, homosexuales y minorías varias, creyendo que con ello da muestras de su “ingenio”. “Ingenio” de verdad tiene más bien poco y ni siquiera sus sesgos, tergiversaciones y falsedades las lleva a cabo con más interés o sutileza que la media de los “ingeniosos” que lo rodean. Durante años ha publicado todo tipo de libros “demostrando” que la genialidad de Hitler no le alcanzó para saber lo que hacían los que, teóricamente, se hallaban bajo su mando y que éstos, en contra de los deseos expresos del Führer, por su cuenta y riesgo, como tantísimas cosas que se hicieron en la Alemania nazi por cuenta y riesgo de quien las hacía, se dedicaron a asesinar judíos. Considera uno de sus “sensacionales descubrimientos” que en los campos de extermino no murieron seis millones de judíos, sino “dos o tres”. Llegó a la conclusión de que en Auschwitz no se practicaba el exterminio, Auschwitz funcionaba como un centro de “reasentamiento”, vamos, que se trataba de una urbanización residencial en la que se le daba parcelitas a gente que después, por motivos no especificados, enfermaban y morían a mansalva. Pero no contento con malgastar la vida de hermosos árboles con un discurso que no merecía ni el estiércol que los hizo crecer, el ingenioso Sr. Irving se sintió ofendido cuando Lipstadt lo llamó “negacionista”. Ciertamente, Lipstadt erró al aplicarle semejante calificativo. Lo de Irving va mucho más allá del negacionismo. Niega, por supuesto, el holocausto, pero también niega que lo haya negado, niega que haya negado que lo ha negado, niega que la sentencia del caso le fuera desfavorable, niega todas esas negaciones y pasa sus días tan ricamente escribiendo conferencias dedicadas a negar lo que en ellas niega. Hasta tal punto llega su negacionismo que se negó a que el caso contra Lipstadt y Penguin Books lo juzgase un jurado, se negó a recurrir a un abogado y acabó negando que hubiese hecho una oferta para resolverlo extrajudicialmente. Durante el juicio su “ingenio” tropezó contra los tozudos hechos que, una y otra vez, los expertos llamados a declarar por los acusados le tiraron a la cara, incluyendo un informe de 700 páginas de un arquitecto que desmontó todas y cada una de sus afirmaciones sobre Auschwitz. Irving podría haber echado mano de la hermenéutica y afirmar que “todo son interpretaciones” y que las suyas parecen tan buenas como cualesquiera otras, podía, en nombre de los procedimientos hermenéuticos, haberse carcajeado de la pretensión de uno de los historiadores que declararon contra él que afirmó que “los historiadores se preocupan por hallar la verdad”, podía haber citado el “todo vale de Feyerabend” o el eslogan de la filosofía vigesimica, n’importe quoi, pero el “ingenio” de Irving no daba para tanto. En realidad, toda su aspiración consistía en que se lo tomase como un historiador “serio”. Consideró un triunfo poder encararse con historiadores respetables, por más que éstos lo trataran como a la basura, y por eso ni se le ocurrió esgrimir argumentos que socavan la “seriedad” de la historia en particular y de las ciencias humanas en general. Se limitó a reconocer “ciertos errores”, habituales en otros “colegas historiadores” y a invocar el derecho a la libertad de expresión, derecho que no reconocía a su antagonista, la Sra. Lipstadt, para llamarlo “negacionista”. Muchos herederos de la filosofía vigesimica, muchos historiadores feyerabendianos, muchos hermeneutas, se rasgaron las vestiduras ante las cámaras hablando de esa misma libertad de expresión de que disfrutan en exclusiva quienes van por ahí embistiendo verbalmente contra los demás, aunque, eso sí, se negaron a subir al estrado para declarar a favor de Irving. Las trescientas páginas de la sentencia no dejaban lugar a muchas dudas, los demandados tenían razón al califcar a Irving de racista, antisemita, pronazi, tergiversador, falsificador, malinterpretador y claro apologeta de un extremismo político bien reconocible y no de la verdad histórica. 

   Dejé a “Deborah Lipstadt”  (Rachel Weisz) exponiendo una duda que siempre me ha atormentado, la de lo fácil que reuslta decir hoy día, en medio de una sociedad más o menos democrática, cómo nos hubiésemos comportado si hubiésemos vivido en la Alemania nazi, pero que, en realidad, habría que ver qué hubiésemos hecho de haber vivido en ella. El camino del héroe queda muy bien en la pantalla, cuando ya ha transcurrido y todo el mundo reconoce en él un héroe. Mientras llega ese momento la soledad lo rodea, muchos, muchos de sus amigos, casi todos sus familiares y conocidos, miran para otra parte. Su heroicidad depende de que alguien, algún día, pueda reconocerla y el héroe, con frecuencia, muere sin llegar a ver ni el más remoto vestigio de que se hallaba en el camino justo.

domingo, 26 de diciembre de 2021

Delirio.

   Ya he explicado un par de veces aquí que, en medio de una pandemia, debemos ejercer una severa autocrítica sobre todos nuestros deseos, pensamientos y acciones. En unas circunstancias como estas, imperceptiblemente, el miedo se cuela en nuestros procesos racionales y genera un inevitable sesgo. De modo habitual, este sesgo puede evitarse comparando nuestro comportamiento con el de los demás, pero si los demás son víctimas del mismo miedo, entonces nos vemos conducidos hacia una forma más o menos grave de delirio. El único criterio que nos queda es comparar nuestro comportamiento con el que hubiésemos seguido hace tres o cuatro años. No hace falta dar muchas vueltas para concluir que la mayoría no ha tomado tal precaución ni por asomo. La explosión de contagios que se ha producido en España durante el mes de diciembre lo prueba. Su origen no requiere muchas indagaciones. Buena parte de las empresas de este país decidieron adelantar la tradicional cena navideña por el temor de que las autoridades sanitarias impusieran restricciones. La "lógica" de tal decisión parece clara: "van a impedir que corramos riesgos innecesarios, luego, ¿qué debemos hacer? Claramente, adelantarnos y correr riesgos innecesarios antes de que nos lo impidan". Una vez tomada la peor de las decisiones viene la justificación, "pero nos haremos un test antes de acudir". Como dijo el capitán del Titanic cuando decidió no cambiar de ruta, "total, ¿qué puede pasar?" Desde un punto de vista médico a los intentos para detectar virus sólo se les concede fiabilidad si se trata de dos pruebas en sangre realizadas con varios días de separación. Todo lo demás son probabilidades, especialmente cuando hablamos de test fabricados en tal cantidad que parece difícil comprobar que siguen estándares rigurosos. Con ellos, a lo sumo, puede concluirse que, en el momento de efectuar la prueba, no había en el organismo una carga vírica suficiente como para que diese positivo, quiero decir, la “prueba” vale tanto como la promesa de un político. Conclusión "lógica": hay que formar largas colas, preferentemente, pegaditos los unos a los otros, para hacerse pruebas que permitan organizar cenas masivas. Los resultados de estas muestras de "sensatez", incluso entre el personal sanitario, no se han hecho esperar. Mientras los medios de comunicación alertaban de la catástrofe que suponía la llegada de la contagiosísima variante ómicrom, una masa ingente de españoles ha hecho todo cuanto estaba en sus manos para conseguir generar una catástrofe con las viejas variantes.

   Afortunadamente tenemos a nuestras sabias y cautelosas autoridades. Tras un pormenorizado estudio del caso, hace seis meses, de Chile, en el que el aumento de la población vacunada vino también acompañado de una explosión de contagios, nuestros gobernantes decidieron dar una respuesta a la altura de las circunstancias y entregarse al más disparatado de los delirios. Para empezar, "recomendaron" al personal sanitario que no organizara cenas masivas. Parecían razonar que, si el 1% de la población, se protegía, todo iría bien. Sin embargo, por motivos que, obviamente, escapan a sus entendederas, la cosa fue a peor. Podían haber cerrado bares y restaurantes, podían haber exigido que la gente entrara en ellos con mamparas y guantes, podían haber suspendido las celebraciones masivas, podían, en definitiva, haber tomado medidas verdaderamente efectivas, pero, como dijo nuestro amadísimo y queridísimo Sr. presidente del gobierno, Pedro “el hermoso”, "las restricciones son el pasado, las vacunas el futuro". Se decidió, pues, administrar la tercera dosis al "personal esencial", ya se sabe, una masa suficiente de población como para poner un dique al contagio masivo, algo así como… ¿el 7% del total? Por supuesto, nada de vacunaciones sistemáticas en los centros de trabajo, que cada uno se busque la vida como pueda y vuelva aún más delirante la situación de nuestro sistema sanitario. He presenciado enfermeras echándole la bronca a grupos de profesores por hacer las cosas como otras enfermeras les habían dicho que tenían que hacerlas, seguratas, encargados de mantener el orden y las buenas formas, delirando "perlas de sabiduría" a voz en grito, gente que ya lleva en su cuerpo tres vacunas de tres fabricantes diferentes, quienes han decidido pasar en esta ronda, docentes rebotados de unos centros de vacunación a otros, grupos de ellos que colapsaban centros en los que un mensaje de whatsapp decía que se podían vacunar sin cita porque la aplicación que, teóricamente, las da, no las ofrece, etc. etc. etc. En medio del caos, por supuesto, nadie se para a pensar. ¿Para qué sirve la tercera dosis de una vacuna cuyas dosis anteriores se han mostrado ineficaces a la hora de parar los contagios? La “lógica” aquí es la típica de las malas soluciones: más, si una vacuna no es eficaz hay que inyectarla más veces. Afortunadamente, los males parecen menos si uno mira los que sufren otros. Ahí tenemos el caso de Israel, país, todo hay que decirlo, que no puede considerarse un paradigma de sensatez. Sin embargo, en este mes de diciembre han batido todos los récords, ofreciendo a la población mayor la cuarta dosis de la vacuna mientras que los intocables ultraortodoxos (alrededor del 15% de la población), se niegan a recibir ni siquiera una. 

   Inocular una y otra vez las mismas vacunas es el requisito imprescindible para fabricar la tormenta perfecta. Por una parte, estamos ejerciendo una presión selectiva sobre el virus, orientándolo en una dirección nítida, la primera variante que difiera significativamente de los blancos de los que protegen las actuales vacunas, tendrá la posibilidad de contagiar, literalmente, a todo el mundo. Se necesitan, y se necesitan cuanto antes, nuevas vacunas que protejan contra una pluralidad de sitios reconocibles del virus o, mejor aún, vacunas fabricadas con virus sin material genético. La insistencia de Pfizer, Moderna y demás en que sus vacunas siguen teniendo utilidad, demuestra que no están por la labor. Hemos ganado la primera batalla contra el virus más bien por los pelos, las farmacéuticas, su codicia y sus lacayos, que inundan los gobiernos, los órganos médicos de decisión y la intelectualidad, van a conducirnos a una estrepitosa derrota en la batalla que se desarrollará, con toda probabilidad, el próximo año. Esa derrota puede tener un enorme costo en términos de vidas, de dinero y de consecuencias sociales y políticas. Una población en plena campaña de tercera o cuarta vacunación que comience a tomar conciencia de la utilidad real de lo que se le está inyectando, puede volverse reacia a cualquier género de vacunación. Aún peor, hará lo que históricamente ha hecho siempre, buscar quien le diga que los problemas que pocos comprenden, dada su complejidad, tienen soluciones extremadamente fáciles que todo el mundo puede entender. El delirio dará entonces paso al delirium tremens, el que sufren los alcohólicos que escriben pancartas en las que puede leerse "libertad sí, vacunas no" con el mismo fundamento con que podían haber escrito "libertad sí, comida vegana no" o "libertad sí, carreteras no" o "libertad sí, Facebook no" y que demuestran entender (es un decir) por "libertad", "elegir el lugar donde recibir mi dosis de alcohol".

   Haríamos, sin embargo, muy mal, entendiendo el "delirio" como una fantasía caótica y sin significado. Del mismo modo que el borracho acaba soltando cosas que tenía guardadas en su interior desde muy antiguo, el delirio revela tabúes primigenios. Lo hemos podido ver estos días cuando el govern catalán no sólo decidió instaurar el toque de queda en el territorio del futuro país vecino, sino que reivindicó también su derecho a imponerlo en toda España. Muy pocos entienden la diferencia entre el independentismo catalán y el vasco. Los vascos querían/quieren que el País Vasco no sea gobernado desde Madrid, los catalanes quieren que se gobierne desde Barcelona… España entera. El independentismo catalán se hizo cargo en el siglo XIX de las reivindicaciones de la corona de Aragón, así que la pugna entre "España" y "Cataluña", en realidad, es la misma pugna de siempre entre Castilla y Aragón por dominar "el imperio". Demostrarlo resulta muy fácil, en pleno delirio, el primero en seguir los dictados de Cataluña ha sido el muy nacionalista (español) gobierno de Murcia. Pero no porque lo que ha dicho el govern encierre algo de sensatez, no, lo han hecho porque unos y otros están de acuerdo en que no necesitamos reforzar nuestro sistema sanitario, ni cambiar los objetivos de la industria farmacéutica, ni, mucho menos, impedir la alcoholización de nuestra sociedad, lo que necesitamos, nos corean a una, es el delirio, ahogar en imágenes la realidad del virus.

domingo, 19 de diciembre de 2021

Ecce librum

   Escribí Follar y filosofar, todo es empezar. La filosofía bien introducida entre 2.006 y 2.007. Lo publiqué en Google Libros en 2.008. Nunca ha aparecido en ninguna lista de “los libros que tienes que leer”. No hay ningún sitio en Internet, ningún youtuber que lo recomiende. Ninguna publicación filosófica ha mencionado jamás su existencia. Ni siquiera hay un enlace a él en mi página web o en este blog. Se lo encuentra por casualidad o te lo menciona una persona a la que conoces, no hay otra manera de hallarlo. A fecha de ayer, 18 de diciembre, Google contabilizaba 102.369 accesos a este libro, de ellos, 96.246 habían incluido la lectura de un total de 540.313 páginas del mismo (algo así como 6.070 lecturas completas) online. Estas cifras son sólo una fracción del total. Se lo puede descargar de modo íntegro y gratuito, así que múltiples repositorios se lo han apropiado sin pedirle permiso a nadie y me consta que una parte importante de sus lectores proceden de ahí. Con toda probabilidad, se trata de la introducción a la filosofía en español más leída de la historia. Cada cierto tiempo, lectores, más o menos entusiasmados, se ponen en contacto conmigo, algunos me preguntan dónde pueden adquirirlo en papel (no se puede). Incluso recibí una oferta para convertirlo en serie audiovisual, aunque este proyecto parece haber quedado en nada.

   He dicho “escribí”. La realidad es que aporreé las teclas de mi portátil con ferocidad hasta que, molido a palos, me entregó el fichero con este texto. Mi anterior libro, ¿Por qué el terrorismo? había recorrido todas y cada una de las editoriales de este bendito país llamado España. Una de ellas, tras hacérmelo reescribir tres veces, se había desentendido de él. Seguí entonces la máxima de Piero Marzoni, “si quieren mierda, mierda tendrán”. Pero no, Follar y filosofar recorrió exactamente el mismo circuito y cada copia enviada me fue rebotada en el tiempo que se tarda en trasladar el contenido de un sobre recibido a un sobre enviado. Comprendí que el problema de mis libros, los pobres, no estaba en lo que decían sino en quien los firmaba. Si lo hubiese escrito un catedrático de universidad o, mejor aún, un presentador de televisión, las editoriales españolas se hubiesen dado de bofetadas por él. Pero no trabajo de una cosa ni de la otra, tengo un empleo como profesor de instituto de un pueblo de Sevilla y no por vocación o por deseo. Lo hago porque seis tribunales de oposición decidieron que no reunía las competencias básicas para impartir clases en la universidad. Semejante veredicto me pareció inapelable en su momento y me lo sigue pareciendo hoy, un cuarto de siglo después. Ni poseo competencias básicas para ser profesor de universidad, ni las he poseído nunca, ni las poseeré jamás. El hecho de que quienes obtuvieron plaza en esas seis oposiciones tuvieran a los directores de sus tesis doctorales como miembros de los tribunales que los eligieron y yo no, demuestra claramente mi incapacidad. Yo sólo tengo un portátil, una conexión a Internet y una cierta resistencia para seguir trabajando cuando el sueño, el cansancio y el hastío habría vencido a muchos otros. Con el tiempo he aprendido que cada frase, por azar, bien construida, que cada centímetro de territorio nuevo ofrecido a la filosofía mientras la gente ahoga mis pensamientos en gritos y conversaciones espúreas, que el deseo de aprender algo cada día, sirve para que un padre resentido por las notas de su hijo, para que un compañero con complejo de inferioridad al que tu simple existencia le ofende, para que el macaco de una comisión evaluadora de méritos, lo haga un rollito y te lo meta por esa parte del cuerpo que no se debe mencionar. Con el tiempo he aprendido a que mis libros, mis artículos, mis ponencias, mis entradas en este blog, se  queden justamente en la puerta de mis clases. Nadie habla de ellos cuando atravieso ese umbral. No existen. Cerceno cualquier invitación para hacerlos pasar en menos de un minuto. Allí dentro soy uno más de los que imparten contenidos estandarizados con el fin de que nuestros jóvenes acaben pensando exactamente lo mismo, lo autorizado, lo correcto. Desde luego, no puedo tragarme todo mi orgullo y guardo un rescoldo de algo que me permite seguir mirándome al espejo. A diferencia de muchos de mis compañeros, no creo, no me imagino, incluso, no intento, ser el mejor profesor del mundo. Yo fracaso, fracaso continua y repetidamente, y, al final, alguno de los que pasan por mis clases no salen de ellas con las estandarizadas anteojeras adecuadamente colocadas. Bien al contrario, alguno sale viendo la filosofía y sus problemas por todas partes, salvo en los libros donde todo el mundo cree haberla enjaulado.

   Siempre me he hecho a la ilusión de que Follar y filosofar, puede leerse de muchas maneras. Puede leerse como un libro sobre sexo, en el que se habla de sexo sin rodeos y con anécdotas jugosas acerca del sexo. Pero si ése es su mérito, leerlo gratuitamente como todo el mundo puede hacer, ya sería pagar demasiado por él. Hay miles de libros y de sitios en Internet donde profesionales, en uno u otro sentido, hacen eso mismo muchísimo mejor de lo que yo lo hice. Puede leérselo también como un libro de chistes, como una visión irreverente de todos y de todo, como una inmensa carcajada acerca de cualquier cosa que alguien pueda tomar como sagrado. Sin embargo, por mucho que haya quien opine lo contrario, no soy un monologuista frustrado, no pretendo sustituir cualquier certeza por la burla del cínico y, desde luego, no aspiro a hacer dinero anegando en chanzas la honradez intelectual de otros. La sonrisa que ese libro aspira a despertar va dirigida contra todas esas cosas a las que tanta importancia otorgamos porque, en el fondo, sólo esconden nuestras inseguridades, llámense Dios, heterosexualidad o pene. Pero es otra lectura la que me obliga a no renegar de él, la lectura que, lo sabía desde que lo escribí, nadie haría por demasiado escandalosa, peligrosa y difícil de digerir, la lectura que denuncia las vergüenzas de esa tradición filosófica llamada “hermenéutica” y a la que la filosofía del siglo XX dedicó gran parte de sus esfuerzos. Es el único libro en el que trato de dar interpretaciones de textos filosóficos y, a la luz de las cifras de lectores ofrecidas más arriba, esas interpretaciones gozan de mayor aceptación que las que pululan por las revistas del sector. Esa lectura implica que hay que rehacer la filosofía fuera de las componendas que han dado dinero en los últimos cien años, que hay amplios horizontes por descubrir, que sólo fuera de los clásicos círculos filosóficos puede hacerse filosofía sin concesiones, aún peor, que cualquiera, incluso un profesor de filosofía de instituto, un profesor de filosofía de instituto de pueblo, un profesor de filosofía de instituto de pueblo andaluz, podría tener algo nuevo que aportar. Y eso, como digo, es escandaloso, peligroso y difícil de digerir. En este país la filosofía se fragua en Madrid o, mejor aún, en Barcelona, muy cerquita del poder y el dinero, pero no en Andalucía. Así que les hablo a los filósofos de que he encontrado lo imposible y me responden que debo apuntarme a una conspiración para quitarle el cargo a noséquién. Les señalo la Luna y creen que estoy haciendo una analogía con mi dedo. Les digo que hay un vasto continente por explorar y me piden que les traduzca un texto. Lo confieso, como todo joven que entraba en la carrera de filosofía, yo también aspiraba a ser un filósofo famoso y respetado. Pero ahora llevo mil páginas leídas de A Companion to the Philosophy of Language y sólo consigo encontrar en ellas denodados esfuerzos por no entrar en contacto con la realidad. Voy, otra vez, por la página 235 de las Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica de Husserl y no hago más que preguntarme qué sentido tiene dar tantísimas vueltas para concluir que la tierra no se mueve. Me pregunto si de verdad Merleau-Ponty y Karl Popper fueron grandes filósofos y anticomunistas o si cierta agencia muy inteligente no se las apañó para convertirlos en filósofos famosos precisamente porque eran anticomunistas. Ya no sé qué tengo en común con la gente de ese gremio. Ellos están obsesionados con el ser y yo con olvidarlo, ellos hablan de las esencias y yo del sexo, corean todos a una que el ars inveniendi es imposible y yo he descrito cómo funciona.

   Parece que después de 10 años, 560 entradas y más de 1500 páginas, por fin me he rendido y he hablado en este blog de mí. Sólo lo parece, no soy tan interesante como para que se me dedique ni una línea. En realidad no he hablado de mí, he hablado de ese compañero de profesión, al que no conozco personalmente y al que han sancionado por recomendar Follar y filosofar en clase. He hablado de que él también creía que la filosofía debe tratar de las cosas que preocupan a los jóvenes, él también creía que los filósofos deben insuflar vida a la filosofía y no asfixiarla, él también creía en el poder subversivo de la risa, él también creía que la asignatura de filosofía debe evitar los estándares de pensamiento, él también creía que se puede hablar libremente de un libro porque su contenido parece interesante con independencia de quién lo ha escrito. Se equivocó. 


domingo, 12 de diciembre de 2021

Contra la subjetividad del tiempo.

   La naturaleza del tiempo siempre ha intrigado a los filósofos. Como casi todas las preguntas filosóficas, esta también parece infantil y de respuesta obvia… hasta que se intenta formularla. De un modo inmediato observaremos cómo cada intento adquiere rápidamente un carácter insatisfactorio y, en el caso concreto del tiempo, la insuficiencia de todos ellos desvela nuestras más profundas vergüenzas. Podemos empezar, por ejemplo, con la respuesta del imperio, quiero decir, suponer que el significado de la palabra "tiempo" es su uso. Por tanto, el tiempo significa una cosa diferente en cada juego del lenguaje, en cada forma de vida. Hay un tiempo ligado a la forma de vida de los multimillonarios y otro tiempo propio de las favelas de Rio de Janeiro; un tiempo cuando el dentista juega con nuestros molares y un tiempo cuando jugamos a los médicos con nuestra pareja; y si nuestro jefe nos pilla practicando el solitario en tiempo de trabajo, siempre podremos argumentarle que, entre el tiempo por el que nos paga y el que nosotros perdíamos, sólo hay un "parecido de familia", por lo que no tiene motivo para enfadarse. En un sentido muy claro no hemos avanzado mucho, pero en otro sí lo hemos hecho, porque hemos descubierto una de las suposiciones habituales sobre el tiempo, a saber, que le atribuimos un carácter "universal". Suponemos que todos compartimos un marco de referencia llamado "tiempo". Al fin y al cabo, un sentido elemental del tiempo para los seres humanos lo constituye el "tiempo de vida", el "tiempo que nos queda", el ser-para-la-muerte que decía Heidegger. 

   Heidegger intentó asaltar el problema del tiempo en su famoso Sein und Zeit, pero pocos de los que se afanan por citarlo recuerdan que constituye el relato de un fracaso. Heidegger tenía por objetivo la relación entre el ser y el tiempo, pero no consiguió ir más allá de explicar el modo en que un ser cualquiera, un Da-sein, vivencia el tiempo entendido, al cabo, como ser-para-la-muerte. Dicho de otra manera, para Heidegger, como para tantos otros antes que él, el tiempo "universal" quedó como un horizonte inasible y tuvo que contentarse, algo que ya hizo San Agustín, con una descripción del tiempo tal y como lo vivenciamos, del tiempo como transcurre para un miembro cualquiera de nuestra especie. Ahora bien, este tiempo "para nosotros", no posee la “universalidad” que solemos atribuirle. La cuestión no radica en que el tiempo dependa del sujeto que lo tome en consideración. Por supuesto, difícilmente el tiempo puede suponer lo mismo para una mosca que vive 24 horas que para una tortuga centenaria. Incluso hemos experimentado cómo el tiempo parecía transcurrir mucho más lento en nuestra infancia que en nuestra juventud. La cosa va mucho más allá. Como ya descubriese San Agustín, cada uno de nosotros ni siquiera comparte el tiempo en el que vive consigo mismo. No vivenciamos el tiempo de trabajo como el tiempo de ocio, no duran los mismos minutos una clase aburrida y el apasionante capítulo de nuestra serie favorita y ni siquiera pasa el tiempo del mismo modo durante ese trepidante partido de la final y durante ese en el que nos marcaron cinco goles en los primeros diez minutos. Como absolutamente siempre, los filósofos creyeron solucionar el problema distinguiendo entre dos ámbitos, el del tiempo que vivimos los seres humanos y "otro" tiempo, el tiempo del universo o de la naturaleza. Se esperaba que, aunque "nuestro" tiempo, el tiempo subjetivo, careciese de uniformidad y universalidad, el "otro", el tiempo "físico" sí la tuviera. Newton partió de la idea de un tiempo con estas características y Kant no dudó en hacerlo parte del modo en que los sujetos construían la realidad, obviando la heterogeneidad patente con que lo vivimos. Debemos mostrar indulgencia con semejante olvido pues, al fin y al cabo, los días en Königsberg de alguien como Kant no debieron ofrecer muchos motivos para diferenciarlos unos de otros. En cualquier caso, Einstein dinamitó todas las esperanzas por encontrar un tiempo objetivo más homogéneo, universal y compartido que el tiempo subjetivo. El hecho de que lo que puede llamarse "simultáneo" dependa del marco de referencia deja muy claro que tampoco hay nada "universal", fijo y necesario en el tiempo "objetivo". Pero muy pocos han sacado la obvia consecuencia de que aquí hay un motivo para sospechar la inexistencia de esos dos ámbitos de esa  dualidad de tiempos. Por el contrario, se ha retorcido esta consecuencia palmaria para convertirla en apoyo de una de las propuestas más extendidas y populares, la de que el tiempo sólo puede tener un carácter "subjetivo". No hay nada en la naturaleza equiparable al tiempo tal y como lo vivencian (¿los seres humanos?) Este planteamiento tiene un rancio abolengo teológico y puede encontrarse ya en la escolástica medieval. Recordemos que la eternidad de Dios no consistía en "perdurar por siempre" como su omnipresencia consiste en "estar en todos los lugares". La realidad de Dios le sitúa más allá del tiempo, literalmente no hay tiempo para Él. Para Dios, presente, pasado y futuro tienen la misma realidad porque no hay en ellos ningún transcurrir (anotemos de pasada que ciertas corrientes de la filosofía anglosajona han redescubierto este Mediterráneo como la más novedosa de las soluciones al problema del tiempo). El tiempo pertenece a las criaturas y la aparición del mundo significó la aparición del tiempo. Por tanto, si ese transcurrir sí existe para nosotros significa que nosotros lo introducimos. Como ya hemos señalado Kant se apuntó a esta solución, postulando que el sujeto ordena la experiencia poniendo el tiempo en ella y muchos otros lo han seguido por aquí, hasta el punto de que menudean todo tipo de bravatas en contra de la existencia de cualquier tiempo "objetivo", situando en la subjetividad del mismo el fundamento único y último de su realidad. Sin embargo, esta "explicación" del tiempo, presenta un enorme flanco abierto que muy pocos han señalado: ¿por qué, de acuerdo con Kant, ponemos el espacio precisamente en nuestra experiencia externa y el tiempo en la interna? si hay un vínculo entre la experiencia interna y el tiempo ¿por qué no percibimos el paso del tiempo por nuestra identidad personal? ¿por qué el tiempo no afecta a la subjetividad trascendental? Por otra parte, si hay una experiencia, la interna, sin espacio, ¿no podría haber también una experiencia interna o externa sin tiempo? ¿por qué no? ¿por qué introducimos el tiempo precisamente en nuestra experiencia del mundo? ¿por qué no introducimos el tiempo en nuestro modo de entender los conceptos? ¿por qué los conceptos no cambian con el tiempo? ¿por qué no lo hacen los teoremas matemáticos? ¿por qué no introducimos el tiempo en las entidades matemáticas, en nuestro trato con ellas, en nuestra experiencia de las mismas? ¿qué señales, qué marcas, qué indicios nos llevan a iniciar el comportamiento de "poner el tiempo"? Y, si los hay, ¿por qué nadie los ha identificado? ¿no deberíamos considerarlos el verdadero fundamento del tiempo y no "a la subjetividad"? Y si no los hay, ¿introducimos arbitrariamente, aleatoriamente el tiempo? En cuyo caso, ¿por qué todos acertamos a dividirlo de la misma manera en presente, pasado y futuro? ¿por qué ninguno de los cuerpos humanos que viven en este momento tienen mentes para las que Julio César sigue mandando sobre las legiones romanas? ¿por qué nadie ha detectado inconmensurabilidades temporales como las que hay en la designación de los toros? La "solución" de que el tiempo "es subjetivo", en el fondo, no significa otra cosa que “es así porque a mí me da la gana” y encierra el mismo problema contra el que ya se estrelló Heidegger, a saber, que no hay tiempo en el ser. Más allá de eso ni aporta ninguna explicación de por qué tenemos necesidad del tiempo y no de cualquier otra cosa ni, mucho menos, de por qué lo aplicamos a algunas de nuestras vivencias y no con otras. Todavía más, ¿qué ventaja evolutiva podía conllevar añadir algo a nuestras representaciones del mundo que no puede hallarse en el mundo mismo? Dicho de modo resumido, la solución del tiempo subjetivo sólo sirve, una vez más, para ocultar nuestra ignorancia o, mejor aún, nuestra incapacidad para habérnoslas con el tiempo. 

   No se trata del único aspecto de la realidad con el que nos llevamos mal. También nos llevamos fatal con las probabilidades. Fallamos a la hora de razonar sobre ellas todos los seres humanos y, particularmente, los habitantes del siglo XX y, dentro de ellos, muy particularmente, los filósofos, para quienes "probabilidad" significa o imposible o necesario. Entre otros procesos físicos, la termodinámica señala claramente una flecha del tiempo. El calor pasa de los cuerpos calientes a los fríos, los floreros rotos no se recomponen por sí mismos y la información se degrada conforme se retransmite. Efectivamente, todos estos procesos esconden una mera cuestión probabilística. Existe un minúsculo porcentaje de probabilidad de que los cuerpos fríos den calor a los calientes, de que los floreros se recompongan por sí mismos y de que la información mejore conforme se repite. Pero de aquí se derivan tres consecuencias que los seres humanos nos negamos a sacar. Primero que “mayor” y “menor”, nos pongamos como nos pongamos, indica una dirección, una flecha, un signo “>” con una cierta orientación. Ahora bien, segundo, que nuestro tiempo “subjetivo” sigue precisamente esa dirección e, incluso, reproduce las rupturas y heterogeneidades que la física ha descubierto en ella, lo cual sólo puede deberse a una afortunada coincidencia o a que el tiempo “subjetivo” se ha copiado, abstraído u obtenido por algún procedimiento perfectamente explicable de otra cosa, del mundo. Y, tercero, “casualmente” una explicación probabilística del tiempo permite explicar la asimetría entre el pasado, en el cual las cosas tienen una probabilidad inevitablemente igual a 1 ó a 0, por tanto todo existe como necesidad; el futuro, al cual sólo podemos aproximarnos en términos de estimaciones porcentuales; y el presente, el instante mágico en que la moneda vuela en el aire.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Lenguaje y realidad (y 3)

   La literatura psiquiátrica muestra que el esquizofrénico describe y explica lo que se le demanda, pero nunca de modo que al psiquiatra le pueda parecer satisfactorio. En sus descripciones y explicaciones faltan elementos clave, faltan las regularidades que permiten proyectar predicciones en la comunicación y, como ya señalamos, suelen aferrarse a un significado concreto de las palabras o de las expresiones. El tránsito desde ese significado a otro relacionado con él, que un hablante medio realizaría sin problemas, implica para el esquizofrénico un salto al vacío que sólo puede completar creando neologismos. A todas luces parece que el significado, como quería Wittgenstein, cambia con el juego del lenguaje para los esquizofrénicos, quiero decir, para los otros, para quienes utilizan reglas pragmáticas diferentes a los hablantes mayoritarios. Los psiquiatras describen muchas de sus producciones como un puro farfulleo ininteligible y de referencia elusiva. Las palabras y/o frases se combinan en base a reglas reconocibles pero no compartidas con el psiquiatra, tales como las coincidencias fonológicas o semánticas. El psiquiatra encuentra en ellas una y otra vez la confirmación del presupuesto con el que ha ido al diálogo, a saber, que habla con sujetos insanos por incoherentes, con facultades perturbadas por alucinatorias, prototipos, al cabo, de una etiqueta común llamada “esquizofrenia”. Aquí, al fin, psiquiatra y esquizofrénico, alcanzan una unidad de entendimiento porque el primero ha conseguido entrar también en alucinación, la alucinación de que las alteraciones del lenguaje son alteraciones del pensamiento, que la mismidad del ser sirve como el pivote sólido en torno al cual se atan lenguaje y pensamiento, las palabras y las cosas. Ningún filósofo del lenguaje contemporáneo denunciará semejante comportamiento alucinatorio por la simple razón de que lo comparte. Sin embargo, resulta extremadamente simple demostrar este carácter alucinatorio de lo que los filósofos del lenguaje contemporáneo llaman su “realismo”. En los procesos comunicativos de los hablantes mayoritarios, parece existir un mecanismo de supervisión que introduce modulaciones y adiciones cuando considera que no se ha expresado adecuadamente lo que se quería decir y que, en casos extremos, aunque muy habituales, lleva a la autocorrección. Obviamente, si existe un mecanismo corrector de las prolaciones lingüísticas, toda pretendida identificación del lenguaje con el pensamiento resulta manifiestamente ridícula. ¿Con qué pensamiento hemos de identificar lo dicho? ¿con el pensamiento original que dio lugar al intento comunicativo o con el que supervisa el modo en que se produce? ¿con ninguno de los dos? ¿con ambos? y, en caso afirmativo, ¿cómo sabemos que coinciden? ¿o no coinciden? Pues bien, el esquizofrénico se comporta tal y como lo hacen los sujetos ideales que sirven de ejemplo a todas las discusiones de la filosofía del lenguaje contemporánea: jamás se autocorrigen. Los psiquiatras no constatan en su discurso ningún género de corrección, siempre parecen acertar con aquello que querían decir. Aún más, ni siquiera se atiende a las correcciones del otro. Desde luego, podemos concluir que en los esquizofrénicos, en quienes consideramos los "otros", los "enfermos", pensamiento y lenguaje se correlacionan perfectamente; que la coincidencia plena de lenguaje y pensamiento constituye un síntoma de enfermedad, no de racionalidad. Pero no habremos agotado semejante conclusión si no entendemos que los motivos de este comportamiento esquizofrénico conllevan algo todavía más letal para la filosofía del lenguaje contemporánea. En efecto, sus rimas y aliteraciones, sus “ensaladas de palabras”, sus descarrilamientos semánticos, sus farfulleos, pueden describirse también diciendo que los esquizofrénicos hacen gala de un lenguaje privado, precisamente, lo que Wittgenstein calificó de “imposible”. 

   Merece la pena que nos detengamos un poco en este síntoma de esa patología llamada “filosofía del lenguaje”, “las argumentaciones contra la existencia de un lenguaje privado”. Si procedemos a analizar los supuestos argumentos (el paradigma de lo que el psiquiatra podría llamar “coherencia”) que los filósofos del lenguaje contemporáneos realizan para demostrar que no existen semejantes lenguajes privados, podremos encontrar en todos ellos una forma común. Parten de que todo en el lenguaje tiene que poder intercambiarse con otro, a continuación, constatan que no hay nada intercambiable en un lenguaje privado y concluyen que un lenguaje privado no podría tener valor en ese mercado llamado "lenguaje". Dicho de otro modo, si el lenguaje pudiera tratarse como una mercancía, entonces, habría que calificar de imposibles los lenguajes privados. Pero semejante “demostración” no demuestra nada, salvo si asumimos el presupuesto que la esquizofrenia derrumba. Por supuesto, se puede intentar escamotear el veredicto de los hechos señalando que ellos, los filósofos del lenguaje, no afirman que un lenguaje privado "es imposible", simplemente afirman que "no sería sano", que carecería de estabilidad, que no podría usarse. Esta línea argumentativa me parece maravillosa porque eso significa que existe un criterio para distinguir los juegos del lenguaje "sanos" de los no sanos, los estables de los inestables, los utilizables de los inutilizables. Podríamos establecer comparaciones entre todos ellos, hacer una jerarquía y, por supuesto, dar una definición de "juego del lenguaje". Ahora bien, nada de eso puede hacerse según Wittgenstein.  

   En el lenguaje del esquizofrénico los psiquiatras reconocen reglas nítidas de construcción de discursos, pero, desde luego, reglas no compartidas, no comunes. El psiquiatra puede reconocerse en los fonemas, los morfemas y los lexemas del esquizofrénico, pero no en las reglas que utiliza para combinarlos. El psiquiatra puede reconocer las palabras empleadas por el esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas palabras. El psiquiatra puede reconocer el significado de las expresiones del esquizofrénico, no reconoce las reglas combinatorias en que entran dichas expresiones. Por tanto, puede reconocer la existencia de un discurso, no puede reconocer el significado, el sentido, el referente último de ese discurso. Nada de esto puede entenderse desde la identificación del significado con el uso. La esquizofrenia, diríamos siguiendo estrictamente las ideas de los filósofos del lenguaje contemporáneos, constituye un simple juego del lenguaje y, aprendiendo cómo funciona, podemos aprender los significados de sus elementos y, por ende, cómo piensan quienes lo practican. Basta para ello reconocer las reglas de uso y simular su utilización. Por contra, los psiquiatras parecen comportarse como si existiesen  significados más allá del uso, significados subyacentes al modo en que se emplean morfemas, lexemas, palabras, oraciones y discursos, significados que se combinan según ciertas reglas y que sólo pueden combinarse de acuerdo con ciertas reglas, porque estas reglas parecen ancladas en ellos, como si hubiese posiciones sólidas a las que se anudan. 

   En definitiva, los fallidos intentos de comunicación de los psiquiatras con los esquizofrénicos nos muestran la enorme distancia que separa la filosofía del lenguaje contemporánea de la praxis cotidiana de los hablantes de cualquier lengua, el obstáculo insalvable que supone aferrarse como un dogma a la idea de que "el significado es el uso", la imposibilidad de alcanzar la realidad si uno se refugia en el lenguaje para no mirarla.


domingo, 28 de noviembre de 2021

Lenguaje y realidad (2)

   Antes de la primera mitad del siglo XX, la psiquiatría ya había llegado a la conclusión de que el discurso esquizofrénico presentaba rasgos que permitían distinguirlo del discurso que los psiquiatras desarrollaban en su vida cotidiana. Aprehender las razones últimas de tal divergencia resultaba, sin embargo, molestamente elusivo. Desde el punto de vista sintáctico, los psiquiatras apreciaron notables rasgos característicos en el lenguaje de los esquizofrénicos, pero no hubo manera de conceptualizar y mucho menos de cuantificar estas diferencias. Por contra, parecía muy fácil encontrar ese criterio en lo que se refería a la pragmática. Los esquizofrénicos muestran una notable incapacidad pragmática, no logran comunicar al otro lo que quieren decir, no consiguen aportar explicaciones inteligibles y no trasmiten descripciones comprensibles. Si enarbolamos la teoría wittgensteniana, según la cual el uso agota el significado, inevitablemente habremos de concluir que un trastorno que destruye las habilidades pragmáticas de los individuos en lo que se refiere al lenguaje, eo ipso, aniquilará sus capacidades semánticas. Sin embargo, si leemos la reconstrucción del discurso esquizofrénico que realizan los psiquiatras, encontraremos que en dichos pacientes reconocen esfuerzos semánticos aceptables, que muchos les atribuyen habilidades semánticas parcialmente satisfactorias y que, de hecho, hay quienes conceptualizan como rasgo de la esquizofrenia, una semántica que cabría calificar de “demasiado buena”. En efecto, aquí viene una nueva bofetada para los filósofos del lenguaje. Si “el significado es el uso”, entonces el uso en diferentes “juegos del lenguaje” de una misma palabra constituirá un anecdótico “parecido de familia”, al que no merecerá que la filosofía del lenguaje contemporánea le dedique ni una línea. Sin embargo, en la literatura psiquiátrica sobre el lenguaje esquizofrénico, se menciona una y otra vez, que los pacientes parecen aferrarse a un único significado de las palabras, negándose a permitir que oscilen, que no reconocen ese “anecdótico” “parecido de familia”. La ceguera ante los “parecidos de familia”, lógica, absolutamente racional y, en resumen, “saludable”, si uno adopta el punto de vista de Wittgenstein, queda registrada en los textos psiquiátricos como síntoma patológico. Los psiquiatras, encarnando la voz de la “normalidad”, parecen indicar que hay algo pertinente en reconocer que un mismo significado aparece bajo diferentes formas en diferentes juegos del lenguaje, que algo permanente, constante, independiente del uso, subyace en todo significado.

   Mucho menos auxilio debe esperar un filósofo del lenguaje contemporáneo si acude a los presupuestos últimos bajo los que se desarrolla el diálogo entre el psiquiatra y el esquizofrénico. En efecto, por formación, el psiquiatra llega a ese diálogo sin esperanzas de encontrar en el otro lógica, coherencia y, mucho menos, creencias compartidas. Ningún principio de caridad, de veracidad, ninguna presuposición de vivir en un mundo común, alumbra los intentos de diálogo entre psiquiatra y esquizofrénico. Desde el punto de vista de la filosofía contemporánea del lenguaje sólo puede concluirse que el psiquiatra no quiere hablar con el esquizofrénico y, por supuesto, el esquizofrénico, para quien el psiquiatra debe aparecer como una amenaza o como un intruso, muy probablemente, tampoco quiere hablar con el psiquiatra. Y, sin embargo, dialogan. Ciertamente, se trata de un diálogo fracasado, pero como ya expliqué, del mismo modo que el libro más instructivo para un empresario no debería tratar de “cómo me hice millonario”, sino de “cómo arruiné mi empresa”, muchas más enseñanzas pueden extraerse del fracasado intento de diálogo del psiquiatra con el esquizofrénico que de los felices logros del John de los filósofos del lenguaje que acaparan los ejemplos "empíricos" con que apoyan sus teorías.

   Terminamos la entrada anterior afirmando que nos hallábamos a las puertas de “dos importantes cuestiones”, pero sólo enunciamos una. Dejamos sin enunciar la otra, de hecho, la más importante y que subyace a la primera, a saber, ¿en qué consiste esa regularidad de la que hablábamos allí? ¿cómo podemos reconocer una disposición para comunicarse con nosotros en alguien con quien no compartimos cultura, creencias ni idioma? ¿qué presupuesto “trascendental” hace posible en última instancia cualquier intento de comunicación? ¿en qué se basan las expectativas que la propician? La literatura psiquiátrica sobre los esquizofrénicos lo deja meridianamente claro. El psiquiatra, que, de acuerdo con los filósofos contemporáneos y aún con el sentido común, no comparte realidad con el esquizofrénico, reconoce de inmediato la dificultad de su intento. Todo indica que, de hecho, sí comparte un acervo de reglas con ellos y que constata rápidamente el incumplimiento de las mismas. En los textos psiquiátricos se deja puntual registro de dónde se hallan esas reglas “trascendentales”: en el “lenguaje corporal”. Los esquizofrénicos no presentan, antes ni durante el diálogo, ningún tipo de orientación hacia el interlocutor, se colocan a distancia inadecuada respecto de éste, carecen de expresividad facial, contacto visual, sus risas van situadas en lugares impredecibles del discurso, presentan rigidez motora, etc. Desde muy pequeño, el niño aprende que quien le mira intenta comunicarse con él y que debe mirar y orientar todo su cuerpo hacia su interlocutor si quiere obtener una comunicación exitosa y que debe acompañarla de ciertas expresiones faciales. Incluso en esa fase en el proceso de adquisición del lenguaje en la que palabras y oraciones con sentido se mezclan con sonidos ininteligibles, el niño ya muestra una plena habilidad para garantizar esos presupuestos conversacionales, que los adultos comprenden, aunque la comunicación resulte infructuosa. Esa orientación, ese contacto visual, esa sonrisa colocada en el sitio oportuno, esa expresión en el rostro, garantizan la creación de las primeras expectativas, el desarrollo de la idea de que se puede predecir el comportamiento comunicativo de nuestro interlocutor, de que recibirá de buen o de mal grado nuestra propuesta comunicativa, el canal a través del cual va a transitar todo lo demás aunque no compartamos creencias, mundo y ni siquiera idioma. Y no, no tienen un carácter “trascendental”, tienen un carácter puramente físico, corporal. Claro que, por lo mismo, también tienen un carácter universal, como ya han constatado diferentes estudios psicológicos centrados en los gestos que se les hacen a los niños en las etapas de comunicación prelingüística. Todo eso ha desaparecido entre el esquizofrénico y el psiquiatra, aunque, por supuesto, han desaparecido más cosas.