domingo, 10 de octubre de 2021

Little Britain

   Originalmente, Little Britain fue un programa de radio escrito por Matt Lucas, David Walliams y Andy Riley, aunque Riley, autor, entre otros, de El libro de los conejitos suicidas y que procedía del Spitting Image, quedó un poco en la sombra cuando el programa saltó a la televisión y Lucas y Walliams dirigieron y protagonizaron las cuatro temporadas de la serie. Cada capítulo se componía de sketches de humor costumbrista y escatológico, que retrataba a personajes de los que se pueden encontrar en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera del Reino Unido y algunos personajes no menos movidos por bajas pasiones, pero que ocupan altas esferas del poder. Emitido en principio por una cadena de pago, se convirtió, pese a ello, en programa de culto y acabó en la BBC One, no sin sufrir la censura de la primera temporada entera. El humor era, en el mejor de los casos, irreverente y, en la mayoría de ellos, chabacano hasta lo asqueroso. Lo peor es que muchas veces, conteniendo las arcadas, uno no podía evitar reírse. La verborrea nauseabunda de Lucas y la repugnancia que causaba Walliams, ocultaban en realidad dos talentos naturales, hasta el punto de que este último, Walliams, se ha convertido en uno de los más renombrados autores de literatura infantil del momento. Entre ambos, con poco disimulo, escupían a la cara del público el mensaje de que si un día Gran Bretaña fue una potencia imperial, sólo queda ya de ella latones dorados, porque económica y, sobre todo, moralmente, la mayor parte del país se halla hundido en la miseria y exige mirarse a la cara para un cambio radical y profundo. 

   Me acuerdo mucho de los personajes interpretados por Lucas cada vez que veo a Boris Johnson. Tiene un poco de cada uno. Su línea política es como la respuesta que daba la adolescente y madre soltera Vicky Pollard a cualquier pregunta: “Yes, but no, but yes, but no, but yes…” Cada vez que tiene un problema, por nimio que parezca, Johnson actúa como el hipnotizador Kenny Craig: "Look into my eyes, look into my eyes, the eyes, the eyes, don't look around the eyes, don't look around the eyes, look into my eyes, one, two, three... you're under!". En su afán de destacar respecto de todo el mundo recuerda a Daffyd Thomas, el sufrido galés que cuenta sus penalidades por ser el “único” gay de un pueblo plagado de gais. Johnson se presentó, igual que Ting Tong, como la persona ideal, pero poco a poco descubrimos que la novia tailandesa encargada por Dudley Punt es en realidad un transexual de Londres que convierte la casa de Punt en un restaurante y lo echa a la calle. Hasta tal punto Johnson se parece a los personajes de Lucas, que él, un egresado de Oxford, ha acabado protagonizando un sketch en el que trata de comerse un fish and chips sin poner cara de asco y casi lo logra durante ocho segundos. Mientras tanto, su país se acerca más y más a lo reflejado en la serie. El Brexit, la gloriosa salida de la Unión Europea que proporcionaría libertad, grandeza y gloria, ha vaciado los supermercados, obligado a racionar la gasolina y amenaza con sumir las navidades en un caos de desabastecimiento. Se inauguró con una propuesta de asumir no importaba cuántos millones de muertos por la Covid-19 hasta alcanzar la inmunidad de rebaño, algo garantizado por una eminencia epidemiológica dispuesto conseguir sus cinco minutos de gloria aunque con ello condenase a la tumba a familias enteras. El 60% de contagiados bastaría para alcanzarla, afirmaron los expertos (en medrar). En abril Reino Unido sobrepasó el 70% de personas vacunadas o que habían sufrido la enfermedad, a fecha de hoy tiene una tasa diaria de 34 casos por cada 100.000 habitantes (unos 34.000 casos semanales), lo cual lo coloca a la cabeza del mundo, sólo sobrepasado por países como Cuba, Barbados o Mongolia.

   Sorprendidos, los pescadores británicos que votaron en masa por el Brexit, han descubierto que no tienen a quién venderles su pescado. Otro tanto ha ocurrido con viveros, librerías y fábricas. El problema de Irlanda del Norte, esencialmente solucionado porque, de facto, la frontera con Irlanda había desaparecido y hasta los protestantes se habían acostumbrado a ir a jugar al golf en los campos de la república, se ha recrudecido y amenaza con volver a su salvaje forma primitiva. Resulta que los trabajadores europeos que iban a “robarles los puestos de trabajo” a los británicos, en realidad trabajaban allí donde la población británica se negaba a hacerlo, por no hallarse preparada o, con mucha más frecuencia, porque los salarios eran demasiado bajos para sus estándares. Gran Bretaña se ha quedado sin camioneros, sin carniceros y, si aplicaran con rigor lo prometido, sin médicos ni enfermeras. Hospitales existen en los que los únicos británicos son los pacientes. Johnson, ha recurrido al ejército, a 200 soldados que conducirán los 20.000 camiones que se han quedado sin conductores, ha apelado a que los empresarios “paguen más y formen mejor” a los trabajadores y se centra cada día en lo mejor que sabe hacer: chistes sin gracia y bravuconadas de matón de feria. Se lo puede permitir porque no tiene oposición. Entre los laboristas ha cundido la idea de que el que apuñale a todos los demás se quedará con el partido y nadie parece darse cuenta de que lo hará porque en ese momento el partido será él. El sistema bipartidista deja muy lejos del poder a los liberales y, en cualquier caso, los conservadores no tendrían muchos problemas para cooptarlos. Las élites económicas confían en que uno de su casta jamás los traicionará, que en las estanterías de Fortnum & Mason jamás faltará de nada y que la inminente puesta de la máquina de hacer billetes a pleno rendimiento los seguirá dejando a flote cuando de la clase media no quede nada y la masa del país se haya sumido en la miseria. Mientras tanto, el partido tory, se parece cada día más al abnegado Lou Todd, ayudando en todo a un Andy Pipkin que no merece semejantes esfuerzos y al que sólo lo distancia ya de su ídolo, Naranjito Trump, perder unas elecciones.



domingo, 3 de octubre de 2021

Entre colinas.

   Escuché hablar por primera vez a Paul Kagame en 1993, en una emisora de radio alemana. Me sorprendió que en una época en la que la tribu, el clan, la horda y la patria de nuestros antepasados se habían vuelto a convertir en la excusa principal para matar a los vecinos, él definiera su lucha como “política” y no como “étnica”. Se ultimaba por aquel entonces el que acabaría siendo el acuerdo de Arusa entre el gobierno multipartidista de Habyarimana y el Frente Patriótico de Ruanda de Kagame para poner fin a la guerra civil iniciada en 1991. Pero los sectores más radicales del gobierno no estaban para muchos pactos. Desde hacía años, la estación “De las mil colinas” vomitaba odio contra los tutsis, promoviendo el racismo y alentando infatigablemente el genocidio, tanto de los miembros de dicha etnia (a la que pertenece Kagame) como de los hutus (etnia a la que pertenecía Habyarimana) moderados. De modo casi diario, melodiosas voces atravesaban las hondas hertzianas incitando a que los hutus se asegurasen de la muerte de cada niño tutsi del país. El 6 de abril de 1994, dos misiles derribaron el avión presidencial en el que viajaba Habyrimana y su homólogo de Burundi Cyprien Ntaryamira, país con la misma división étnica que Ruanda. El doble magnicidio dio la señal de inicio de la carnicería. No menos de 800.000 tutsis y hutus moderados murieron a manos de los Interahamwe e Impuzamugambi, grupos paramilitares surgidos de las ramas juveniles de los partidos hutus más radicales. Recuerdo haber leído declaraciones de un alcalde hutu diciendo, con toda normalidad, que en su pueblo habían solucionado el problema de las luchas étnicas: mataron a todos los tutsis y arrojaron sus cuerpos a un pozo. Los medios de comunicación internacionales cubrieron los acontecimientos, pero, dado que se trataba de dos países pequeños y pobres, el mundo miró para otro lado… excepto Francia, naturalmente. Envió un cuerpo expedicionario para establecer un área de salvaguardia en la que encontraron refugio los miembros del ejército y la administración hutu dispuestos a marcharse al exilio. Porque Kagame y su FPR, iniciaron una marcha sobre la capital que el ejército, de mayoría hutu, enfrascado en las matanzas, se mostró incapaz de repeler. Tras una orgía de sangre de cien días, Kigali cayó en manos del FPR. Allí encontraron un hotel, el hotel “De las mil colinas”, repleto de ciudadanos tutsis a los que su director, Paul Rusesabagina, su familia y unos pocos empleados, todos ellos hutus, se habían jugado el pescuezo para salvar de la carnicería mientras la empresa dueña de las instalaciones, sita en Bruselas, les denegaba auxilio una y otra vez. Su extraordinario gesto le valió reconocimiento internacional cuando en 2004, una película, Hotel Rwanda, lo dio a conocer al mundo.

   Hay quien cuenta que los hutus eran los habitantes tradicionales de lo que hoy conocemos como Ruanda y Burundi y que los tutsis, un pueblo dedicado a la ganadería y al pastoreo, llegó allí en el siglo XIV. Hay también quien cuenta que todo eso es un mito insuflado durante la colonización belga del país, que los belgas llamaron “tutsis” a los miembros ricos y poderosos de la población existente, a los cuales asimilaron como empleados de la administración colonial y consideraron “hutus” a todos los demás. Al igual que ocurre con cualquier diferencia étnica, religiosa o nacional, lo importante no es su fundamento histórico (siempre ridículo), lo importante es el odio que se logra crear y cuánto tiempo perdura. Para ser sinceros, Kagame nunca ha hecho demasiado por propagarlo. Su primer gobierno lo encabezó un hutu, mientras él, siempre cuidando su imagen de asceta, se quedó con la vicepresidencia. Se permitió el regreso de la población hutu que había huido con el avance del FPR, incluso olvidando ciertos crímenes. Se instauró un periodo de reconciliación y hubo una colaboración activa con el Tribunal Penal Internacional para Ruanda. El país creció económicamente en la siguiente década, la tasa de pobreza decreció, la mortalidad infantil se redujo y Ruanda se colocó en la cola de los indicadores de corrupción. En la actualidad, el parlamento ruandés tiene el mayor porcentaje de mujeres del mundo. Pero detrás de esta cara idílica, hay otra Ruanda.

   La milicia del FPR pasó a integrar el ejército ruandés, uno de los mejor adiestrados y con más experiencia en combate de la zona. Kagame no dudó en utilizarlo con destreza en las sucesivas guerras del vecino Congo y, cuando ya resultaba demasiado descarada su intervención, entrenó y financió milicias proxy que le permitieron extender su poder por regiones del país vecino mucho más amplias que la propia Ruanda. Parte de su renacer económico se debió al comercio con el coltán, del cual no hay ni una sola mina en territorio ruandés, pero sí en las zonas controladas por milicias tutsis en el Congo, como ocurre con los diamantes y muchas otras materias deseadas por Occidente. En el interior la misma oscuridad reina bajo las luces de los macroindicadores. Existe pluralidad de partidos y elecciones cada cierto tiempo, pero la crítica a Kagame y a sus sucesivos gobiernos acarrea, para quien la practica, sorprendentes rachas de mala suerte, aunque se llame Paul Rusesabagina. Un tribunal de Kigali lo ha condenado esta semana por “terrorismo, incendio intencionado, secuestro y asesinato, perpetrados contra civiles desarmados e inocentes en suelo ruandés”. Varios libros aparecidos últimamente han revisado su actuación durante la masacre y han convertido los contactos que le permitieron ocultar a las posibles víctimas en pruebas de sus vínculos con el régimen criminal. Casualmente esta semana también ha sido condenada por “incitación al levantamiento, publicación de rumores, denigrar los actos conmemorativos del genocidio, resistencia a la autoridad y agresión a un agente” una youtuber crítica con el gobierno. Y Kagame no se ha quedado quieto. Culminada la operación para defenestrar a Rusesabagina, el único ruandés con más crédito internacional que él mismo, ha dado paso a un intento por ganarse el afecto de una Francia que siempre lo miró con desconfianza. Como ya explicamos en este blog, amplias áreas de Mozambique se hallan bajo el control efectivo de grupos islamistas cercanos a al-Qaeda. De particular interés para los ideales democráticos resultan las zonas ricas en gas y petróleo sobre las que ha obtenido derechos la empresa francesa Total. A Kagame le faltó tiempo para enviar mil soldados antes de que llegaran los efectivos de la Comunidad para el Desarrollo de África Meridional, desplegarlos como vanguardia y lanzarlos a la reconquista de Mocimboa da Praia. Si sus primeras victorias se prolongan, pocas dudas hay de que logrará que la comunidad internacional acepte como única realidad, la impecable imagen que suele proyectar de sí mismo, olvidando los numerosos pecadillos que ha ido escondiendo bajo ella. No hay nada como un yhihadista para convertir a cualquier dictadorzuelo de manual en paladín de la democracia.

domingo, 26 de septiembre de 2021

Criptomundo (2. ¿Quiere ser criptomillonario?)

    La regla número uno de los negocios dice: si no entiendes en qué consiste, no te metas. Si esta regla se aplicase al mercado de las criptomonedas el 95% de quienes han puesto su dinero en él tendrían que sacarlo. Lo más que ha llegado a entender el inversor medio es: “dinero, mucho, rápido y fácil”. “Blockchain” significa para ellos el milagro de los panes y los peces, “DeFi” es el nombre del rey que convertía todo lo que tocaba en oro y “oráculo” el sinónimo de generación espontánea de billetes. Los últimos meses han ofrecido pruebas abundantes de lo que digo. En abril de este año, Elon Munsk originó un terremoto vía Twitter al anunciar el fin de la compra en bitcoins de coches Tesla y apostando por una moneda-meme. Unas semanas después, el gobierno chino prohibió el minado de bitcoins en su territorio y la moneda cayó desde su récord de 63.000$ a poco más de 28.000$. En julio pasado entró en vigor el decreto del gobierno de Nuevas Ideas de El Salvador de convertir al bitcoin en moneda oficial del país. Dicen las malas lenguas que el decreto se aprobó a toda prisa porque el partido Nuevas Ideas y su cara visible, el presidente Nayib Bukele, tienen fuertes sumas de dinero invertidas en bitcoins. El caso es que este acontecimiento histórico se inició con pie cambiado. No sólo la plataforma creada por el gobierno de El Salvador para negociar con bitcoins se colapsó a las primeras de cambio (algo, por otra parte, previsible), sino que el bitcoin inició una de sus tradicionales caídas en picado. El banco central de El Salvador intervino y logró que subiera hasta los 52000$, algo que no alcanzaba desde la caída de abril. Este mismo mes, la implosión de Evergrande, la segunda inmobiliaria china, provocó un nuevo desplome del bitcoin. Un par de semanas más tarde, el gobierno chino prohibía cualquier inversión en criptomonedas de sus ciudadanos, lo cual provocó un nuevo desplome, muy cacareado por la prensa, pero que apenas si duró 24 horas. Pongámoslo todo junto. 

   El primer y más significativo cataclismo del año lo provocó, un tuit emitido no se sabe después de cuántos porros y de qué calidad. Si China prohíbe el minado, eso debería provocar un alza en la moneda, no una caída de la misma, pues la hace más escasa y difícil de conseguir. El banco central de un país que ocupa el puesto 102 en el ranking de PIB per cápita del mundo, logró una subida espectacular. La relación entre una inmobiliaria china y las criptomonedas escapa a cualquier explicación posible. Y mucho más difícil resulta comprender cómo una prohibición que, en teoría, expulsa a uno de cada ocho tenedores de bitcoins del mercado, provoca una perturbación que dura menos que la originada por el conocido fumeta. Nada de esto puede explicarse si no se entiende que en el mundo de las criptomonedas, como decía Nietzsche, no hay hechos, datos ni realidad alguna, todo son interpretaciones. Y en un mundo en el que sólo hay interpretaciones, todas valen lo mismo, con independencia de cuán peregrinas puedan parecer. Por tanto, no existe modo alguno de distinguir entre la realidad y el deseo. La inmensa mayoría de los inversores oscila del pánico absoluto a la euforia desbordante y vuelta a empezar, sin términos medios. Lo que en el argot se llaman “las ballenas”, los grandes compradores y vendedores, apenas si serían tristes sardinillas comparadas con las corporaciones mundiales que nadan en la bolsa, pero no les cuesta el menor trabajo iniciar un movimiento en cascada hacia arriba o hacia abajo. Lo diré de otro modo, a día de hoy, cualquiera, cualquier conglomerado de pequeños inversores coordinados desde las profundidades de Internet, una empresa cualquiera de las que existen miles, el gobierno de cualquier país, puede alzar hasta los cielos o hundir en los infiernos la más poderosa de las criptomonedas.  

   La inmensa mayoría de quienes llegan a este mundo lo hace porque ha oído hablar de ese tonto al que le dio por invertir en algo que no conocía de nada y que, de un día para otro, se hizo millonario. Pero, olvidando cualquier detalle, cualquier matiz, todo lo que ha leído sobre el asunto, para no diferenciarse de los demás, acude a comprar bitcoins. Hasta donde yo sé, existe la voluntad expresa por parte de unos cuantos de que bitcoin llegue a valer 100.000$. La cuestión es qué pasará después. Mientras tanto la diferencia entre los aproximadamente 40.000$ que vale hoy y los 100.000 que se supone que valdrán un día, significa multiplicar por 2,5 el dinero invertido, así que, a menos que piense invertir medio millón de dólares en bitcoins, no, el bitcoin no le hará millonario. Hizo millonarios. Hizo millonarios a quienes se arriesgaron a invertir lo que tenían en una moneda de 2 euros vendida en sitios oscuros de Internet, hizo millonarios a quienes cambiaron sus ahorros por largas ristras de números y letras a 800€ la unidad, pero esos días ya pasaron. Por supuesto hay otras posibilidades. Del medio millar de monedas existentes algunas valen 0,00000000000000001$. Un día, a lo mejor sólo por unos minutos, valdrá 0,000000000001$. Difícilmente habrá apreciado la diferencia entre estos dos precios, pero si compró 1000$ de ella al primero, enhorabuena porque, ese día, a lo mejor sólo por unos minutos, será millonario. De modo que, en efecto, Ud. puede hacerse millonario en este negocio, basta con que acierte con la combinación ganadora en la lotería de las criptomonedas. Desde luego, aquí hay menos combinaciones posibles que en la bonoloto, eso sí, comprar una papeleta cuesta bastante más.

domingo, 19 de septiembre de 2021

Criptomundo (1. Fiesta de fin de curso)

   No sé muy bien cómo se hace hoy día, me imagino que por crowdfunding o algo semejante, pero en mis tiempos, parte del dinero para los viajes de fin de curso se obtenía por fiestas celebradas en los propios centros escolares. En muchas ocasiones, recaudar algo que mereciera la pena significaba tener el menor número de manos posibles tocando el dinero pues, como todos sabemos, la humedad de la barra de un bar, con frecuencia, hace que los billetes se peguen a las manos. Para evitarlo se fabricaban unos vales que, en ocasiones, equivalían a los servicios que proporcionaban. Digamos que había papeletas que llevaban impreso “pincho de tortilla”, “refresco”, “cerveza”, etc. Dos, tres personas, se encargaban de venderlos por el precio establecido y, por tanto, sólo esas dos o tres personas se hacían responsables de lo que al final apareciera en la caja. La contabilidad resultaba transparente si se sabía el número de papeletas fabricadas con cada producto. Imaginemos un centro de enseñanza en que el dinero recaudado no sólo se utilizara para el viaje de fin de curso sino también para mejorar las instalaciones del mismo e, incluso, para contratar personal, cocineros y hasta actuaciones para las siguientes fiestas. E imaginemos que los vales sirviesen de un año para otro porque han conseguido hacerlos infalsificables, aunque, obviamente, sólo sirven dentro de los límites del recinto escolar. Si las fiestas fuesen cada vez mejores, la comida cada vez más rica y el colegio tuviese mejores instalaciones, sin duda, más personas querrían acudir a él y, como consecuencia, a sus fiestas. El centro podría permitirse pedir más por cada uno de los productos servidos durante las mismas. Muy pronto un grupo de despabilados encontraría la manera de hacer dinero comprando los vales y vendiéndolos al año siguiente o al otro, incluso algunos de ellos los guardarían durante años con la esperanza de que se revalorizaran de modo proporcional al tiempo pasado. En esencia una criptomoneda no es nada diferente de esos vales. Sirven para pagar servicios (pinchos de tortillas, refrescos, cerveza...) prestados en ciertas plataformas (fiestas de fin de curso), pero no los compran únicamente quienes desean estos servicios sino que, en previsión de que aumentarán sus demandantes, hay quienes lo acumulan durante un cierto tiempo para venderlos cuando juzgan que su demanda ha llegado a un tope. Debe quedar claro que, de acuerdo con nuestro ejemplo, tiene que celebrarse una fiesta, quiero decir, tiene que haber eventos clave que marquen con nitidez el aumento gradual de los asistentes o la esperanza de que los haya y si un día deja de haber fiestas, los vales, las criptomonedas, no valdrán nada. Aclaro esto porque el ejemplo que he puesto no sirve para todas las criptomonedas. Existe un caso particular de monedas constituido por aquellas en las que ni hay fiesta de fin de curso ni parece que vaya a haberla nunca. Simplemente, alguien ha impreso vales que equivalen a platos de comida tan exóticos y originales, que a la gente le ha hecho gracia y ha comenzado a comprarlos o, por seguir nuestro ejemplo, alguien ha decidido imprimir vales para la fiesta de fin de curso de los perros de una academia de adiestramiento. Digamos que, inicialmente, los compraron los dueños de dichos perros como guasa, pero pasado el tiempo mucha gente se ha sumado a la broma. En consecuencia los vales han alcanzado cierto precio no porque alguien vaya a intercambiarlos por el pincho de tortilla correspondiente, sino porque tiene la seguridad de que la tendencia seguirá y podrá venderlo en cualquier momento por un valor superior al de compra.

   Hay tres detalles más de suma importancia para caracterizar el mundo de las criptomonedas. El primero es que, aunque existen más de 5.000 y que a esta cifra se le añade otra media docena cada día, en la práctica todo lo decide una, bitcoin. Por ser la primera, por haber adquirido un valor icónico y por capitalización, cuando el bitcoin sube, todas las monedas suben y buando bitcoin baja, todas las demás lo hacen. De aquí se derivan dos consecuencias de extremada importancia si ha pensado alguna vez en invertir en criptomonedas. Por una parte, el consejo habitual en el mundo de las finanzas de diversificar las inversiones, no sirve en el mundo de las criptomonedas. Da igual que se haga con una cartera de doce, de doscientas o de dos mil monedas diferentes, el día en que el bitcoin baje todas bajarán y el día en que suba todas subirán, por supuesto, en diferentes medidas y con diferentes velocidades, pero, al final, todas seguirán la tendencia marcada por bitcoin. Por otra parte y en consecuencia, si bien se puede determinar el valor de una moneda por su comparación con bitcoin, no hay modo de determinar el valor de bitcoin. Aunque se basa en la tecnología blockchain, aunque esa tecnología será omnipresente más pronto que tarde, aunque cada vez cuesta más trabajo producir bitcoins y aunque su cantidad total tiene un límite, nada de eso permite comparar su valor con otra cosa, por ejemplo, con el dólar norteamericano. No hay cálculo, no hay teoría, no hay hecho económico alguno que permita decir si el bitcoin se halla en estos momentos sobre o infravalorado y, mucho menos, en cuánto. Por tanto, segundo detalle, el mercado de las criptomonedas es puramente especulativo, sin que exista valor tangible alguno al que se pueda remitir ninguna de ellas. Si una empresa se hunde, quedará su solar que puede valer algo. Si un banco se hunde, supuestamente, hay un fondo de compensación para los ahorradores. Si una criptomoneda se hunde, no queda ni un papel para utilizar como marcapáginas en el libro que esté leyendo. El tercer detalle consiste en que si ha entendido todo lo que llevamos dicho hasta aquí, sabe ya más de criptomonedas que el promedio de las personas que tienen todos sus ahorros invertidos en ellas. Estos tres detalles permiten una caracterización sucinta pero exacta del mercado de criptomonedas: es explosivamente volátil. 

domingo, 12 de septiembre de 2021

¿Es inhóspita la F1 para las mujeres?

   No soy precisamente un aficionado de los deportes de motor. Tengo que haber dado muchas vueltas por todas las cadenas sin encontrar nada para acabar viendo algunas vueltas de una prueba y para llegar a eso tengo que tener mucho tiempo libre, lo cual no ocurre más de un par de veces al año. La conjunción de astros se produjo el otro día y acabé contemplando un rato una prueba con vehículos que parecían de la Fórmula 1, pero en la que no reconocía ninguno de los apellidos que recordaba como parte de ese circuito. La infografía me resultaba enigmática y no eran los vehículos de Fórmula 3 que yo recordaba. Desde luego, mis conocimientos del mundillo son bastante limitados, pero había algo que no encajaba, así que esperé hasta el final. Entonces comprendí lo que ocurría. En una televisión, no sé si norteamericana o rusa, estaban transmitiendo una prueba de la W Series, "la fórmula 1 para mujeres". Hace tres años una escudería de Fórmula 3 decidió crear una competición para mujeres piloto, cuya presencia en la Fórmula 1 nunca ha pasado de testimonial. La idea generó una fuerte polémica. Para algunos suponía una posibilidad de que las féminas accedieran a una competición automovilística relevante, permitiendo visibilizar a las mujeres piloto. Para otros suponía la creación de una especie de reserva india para ellas, que las alejaría aún más de los volantes de la competición reina. Particularmente críticas se mostraron las pilotos que han competido en la IndyCar (que tampoco es que haya habido tantas) y que sugirieron que el dinero invertido en esta competición hubiese hecho más por las mujeres dedicado a becas y programas de ayuda a las jóvenes que destacan en las  karting y el resto de pruebas inferiores. En ellas casi hay paridad entre hombres y mujeres. El problema comienza con las GP y la WS. En estas puertas de entrada al gran circuito, los vehículos carecen de dirección asistida y se inicia una exigencia física que se multiplica en la competición estrella. Los vehículos de Fórmula 1 sí llevan dirección asistida, pero la suavidad de la misma depende de otros parámetros, ajustados en función de la prueba. Los pilotos son muy sensibles a esos cambios y desatan una tormenta en cuanto el volante se pone un poco más duro de lo normal. Entre las muchas cosas que no se ven en las pantallas, una de ellas es lo que sufren las cervicales con las curvas o la cantidad de líquido que se pierde en unos habitáculos casi cerrados, continuamente al sol o a lo que venga y dentro de unos monos ignífugos que no están pensados para transpirar. Uno de los pilares que asentaron el mito de Ayrton Senna fue haber ganado una carrera en la que se le rompió el tubito que lleva el agua desde el depósito hasta la boca del piloto. En teoría nadie resiste mucho en esas condiciones sin desmayarse. Todavía me acuerdo de un Nigel Mansell, ya bastante talludito, incapaz de sostener el trofeo que le correspondía por la victoria después de los kilos que había perdido durante la prueba. Muchos hombres, muchos buenos pilotos, se quedan por el camino por las exigencias físicas, pero eso no explica que en estos momentos, las dos mujeres que más cercanas se encuentran a un volante de Fórmula 1 sean las probadoras Tatiana Calderón y Carmen Jordán.

   Susie Stodart (ahora Susie Wolff), superó todos los obstáculos físicos que, se suponía, la alejaban de la Fórmula 1, hizo varias pruebas con Williams en 2014-5 y se quedó a unas décimas del segundo piloto del equipo, pero cuando Williams necesitó un piloto tras la lesión de Bottas, no la llamó a ella sino a un hombre. Sólo cinco mujeres han llegado a competir en la Fórmula 1, sólo dos puntuaron, hace 30 años que ninguna lo intenta. Es, apenas, la punta de un iceberg. En una encuesta realizada por ESPN los equipos de la Fórmula 1 reconocían tener en sus plantillas, digamos, “de trabajo”, menos del un 9% de personal femenino. En las secciones de expertos legales y, sobre todo, de relaciones públicas, sí, la mayoría del personal son mujeres, un vestigio de cuando “promotoras” de cara bonita y cuerpos espectaculares proporcionaban “placer visual” a los pilotos, según declaró Nico Hulkenberg, piloto por entonces de Renault, cuando se desató la polémica a propósito de su supresión en 2018. En los talleres, donde se toman las decisiones que afectan directamente a las carreras y a los resultados, allí, la representación femenina cae hasta mínimos. Siempre cabe apelar a otra situación no menos preocupante. Puede que la mayor parte de los ingenieros que hay en los equipos de carreras sean hombres porque los hombres dominan las facultades de ingeniería, en un fenómeno que no es fácil de explicar. Las ciencias biomédicas son ya un área mayoritaria de mujeres y éstas dominan igualmente en territorios limítrofes como bioingeniería y demás. Pero cuando se pasa a las ramas en contacto directo con la industria, la cosa cambia radicalmente. Según algunos testimonios la presencia de la mujer en las aulas de las diferentes ingenierías incluso está disminuyendo. Como digo, no hay muchas explicaciones para eso. Nos hallamos cerca del punto, si no lo hemos superado ya, en que las mujeres son mayoría en las carreras de ciencia. Sería extraño que las mujeres no fuesen más creativas que los hombres porque diferentes estudios de multitud de especies de primates demuestran que las hembras jóvenes son las primeras en introducir novedades comportamentales dentro de la manada. Así que los problemas no vienen por aquí. Como creo haber explicado en otro lugar, las mujeres dedicadas a las ciencias se enfrentan con un reto cuando intentan fundar una familia. El embarazo y el primer año de maternidad supone una ralentización en sus niveles de publicación que pocos tribunales o comités de  selección tienen en cuenta a la hora de comparar su valía con la de sus compañeros varones. Diferentes intentos por hacer la ingeniería más atractiva para las mujeres han pasado, precisamente, por invitar a charlas de divulgación a mujeres ingenieras y madres, dos términos cuya incompatibilidad no resulta obvia. En cualquier caso, mientras las mujeres comienzan a valorar este tipo de saberes como áreas en las que pueden realizarse, las cadenas de televisión ponen encima de la mesa no importa cuántos millones para quedarse con los derechos de transmisión de la competición masculina, mientras hay que irse a alguna cadena norteamericana o rusa para ver la Women Series. Y, créanme, sus carreras resultan tan aburridas como las de sus colegas masculinos. 

domingo, 5 de septiembre de 2021

Hacia la catástrofe.

   Dicen que para entender Etiopía hay que pensar en cuatro dimensiones. El único país de África que no sufrió colonización occidental si exceptuamos los cinco años de ocupación italiana (1936-1941), el segundo país más antiguo en declarar al cristianismo religión oficial, adquirió su forma actual tras una serie de anexiones, manu militari, llevadas a cabo por el emperador Menelik II a finales del siglo XIX. Aunque a Menelik se lo honra como el héroe nacional, los oromo, la etnia mayoritaria en la actual Etiopía, se llevaron la peor parte, sufriendo masacres de todo género. Los oromo (algo así como el 34% de la población) comparten país con más de 80 etnias y su idioma es uno entre otros noventaitantos. Las guerras civiles de los 70 y 80 del siglo pasado, el desvío de las reservas de agua para el tabaco y otros cultivos de fácil exportación y las consiguientes hambrunas, hundieron al país en los índices de riqueza, convirtiéndolo en uno de los más pobres del mundo. La caída del muro de Berlín y el cese de toda ayuda por parte de la URSS, acabaron dándole la última puntilla al régimen despótico de Mengistu Haile Mariam y una coalición de movimientos guerrilleros de diferentes etnias, encabezados por el Frente Popular para la Liberación de Tigray (TPLF) y de la que también formaba parte el Frente Popular para la Liberación de Eritrea, marchó sobre la capital poniendo fin a su gobierno. Aunque formalmente esa coalición mantuvo su nombre (Frente Popular, Democrático y Revolucionario de Etiopía), en esencia el TPLF se quedó con él y, a su antojo, marcó los tiempos, las formas y las instituciones que fueron creándose a partir de 1991. Nació así una Etiopía democrática, pero en la que casi todo el poder quedaba delegado en los diferentes territorios, configurados, más o menos, sobre bases étnicas. Muchos no quisieron ver en esta reconfiguración del Estado más que una maniobra preparatoria para que el TPLF ejerciera un control hegemónico en su propia región, la de Tigray. Incapaces de frenar al TPLF, el Frente de Liberación del Pueblo de Eritrea, promovió en 1993 un referéndum de independencia. Tampoco ellos querían conformarse con su estrecha franja costera y en 1998, el presidente de Eritrea, Isaias Afewerki, decidió que había llegado el momento de dejar claro quién mandaba allí. Con la excusa de que la frontera no había quedado delimitada, envió sus tropas a Badme, una parte de Tigray. Así comenzó la guerra etiope-eritrea, un bonito conflicto que acabó con la vida de más de 100.000 personas, en la que toda empresa occidental que se preciase vendió armas a ambos contendientes y que costó un millón de dólares diarios a los dos países más pobres de la tierra. Aunque ganó de largo las elecciones de 2000, el poder del TPLF quedó tocado y sólo pudo ganar las elecciones subsiguientes a costa de un incremento de la violencia política y las denuncias de fraude. En 2015 la situación había degenerado de tal manera, que una sucesión de protestas, reprimidas a sangre y fuego, terminaron con la renuncia del primer ministro Hailemariam Desalegn y la llegada al poder de un oromo,  Abiy Ahmed.

   Abiy, quien se enfada cuando se le recuerda su etnia, pues se dice encabezar un movimiento “de todos los etíopes”, inauguró su mandato con una visita a la capital de Eritrea que ponía fin al conflicto entre ambos países y que le valió el premio Nobel de la paz. Pero Abiy no es un hombre de paz. Su referencia, desde luego, no es Gandhi, sino, muy probablemente, Menelik II. El acuerdo con Asmara no iniciaba la paz, iniciaba la guerra contra el TPLF, a quienes les cortaba la vía más rápida de llegada de armas desde la costa. Sabiéndose fuertes en su territorio, el TPLF se replegó hacia allí, sin ocultar lo más mínimo su intención de esperar a que las circunstancias propiciaran su regreso a la capital o bien, si éstas, no se presentaban, de declarar la independencia. Decir que ésta es la guerra de Abiyi Ahmed es un buen ejemplo de lo que significa no pensar en cuatro dimensiones. Gran parte de la intelectualidad etíope, comenzando por los miembros de ésta identificados como oromo, consideraban el año pasado que la transición sólo se habría completado cuando los líderes del TPLF, o bien todos sus integrantes, estuviesen muertos o encarcelados. Ninguno de ellos criticó, por tanto, que su gobierno buscara el apoyo de Sudán o de diferentes milicias étnicamente basadas para asegurar una ofensiva exitosa contra la región de Tigray. Muchas fueron las voces que alertaron de lo que se les venía encima a los etíopes, pero encontraron pocos oídos dispuestos a escucharlas. Desde luego no en Occidente, encandilados por un presidente Nobel de la Paz y mucho menos entre los etíopes, embriagados ya por un discurso de revancha étnica que ha llevado a varios grupos oromo a masacrar a sus tradicionales vecinos somalíes. Tigray se conquistó con mayor facilidad de lo que todo el mundo pensaba, pero eso no ha evitado que tengamos que darle la razón a las voces más pesimistas. La pérdida del territorio no sólo no debilitó al TPLF, sino que ha comenzado a recibir reclutas procedentes de otras etnias a las que algunos de los aliados del actual gobierno, como los amhara, han comenzado a masacrar. Organizados como una guerrilla, conocedores del terreno y, sobre todo, pensando en cuatro dimensiones, han conseguido volver a ocupar Mekele, la capital de Tigray y adentrarse hasta Lalibela, destino turístico y de peregrinaje de Etiopía por excelencia. Aunque ambas operaciones se saldaron con un considerable número de combatientes del TPLF muertos, nadie duda del mensaje que envían: podemos seguir haciendo daño indefinidamente. Al fin y al cabo, como han declarado algunos de sus dirigentes, ellos no son etíopes, son “más que etíopes”.

   La respuesta del gobierno y del ejército a estos desafíos no se ha hecho esperar. Las comunicaciones con Tigray han sido cortadas, las ONGs declaradas suministradoras de armas a los rebeldes, al ejército eritreo se lo ha animado a intervenir y el presidente ha llamado a todo hombre en edad de combatir a alistarse para la ofensiva final. Los militares han aplicado una política de tierra quemada, incendiando los cultivos, matando el ganado y cortando o envenenando los suministros de agua. El 90% de la población de esa zona se halla en riesgo extremo de desnutrición, enfermedad o, simplemente, de caer bajo las balas de uno u otro bando. Todo esto parecerá un día nublado si las tensiones entre los amhara y los afar, los oromo y los somalíes, o las surgidas con el gobierno sudanés a causa de una frontera no delimitada por la que transitan decenas de miles de refugiados y campesinos etíopes que ocupan tierras de cultivo en Sudán, acaban desencadenando la tormenta que tantos vaticinan. 

domingo, 29 de agosto de 2021

Volver a empezar (2 de 2)

   La cuestión no está en si los talibanes van a hacer lo mismo que hicieron entre 1996 y 2001. La cuestión es cuándo lo van a hacer y cómo. Ha costado siete rondas de negociación con EEUU para convencerlos de que no resultaba pertinente entrar a sangre y fuego en Kabul. La guerra relámpago que los ha llevado hasta la capital sólo ha existido en los medios de comunicación. El modo de ir sumando provincias a sus conquistas ha consistido, una y otra vez en lo mismo: enviar una delegación de hombres prominentes a la capital y negociar su rendición. Conforme avanzaban, sin desgaste militar alguno, las posibilidades de resistencia disminuían y así han llegado a apoderarse de la práctica totalidad del territorio casi sin efectuar un solo disparo. El ejército afgano, como la democracia afgana, como el Estado afgano, como la administración afgana, existían en el sentido occidental del término, quiero decir, en imágenes. En los momentos de mayor presencia de la misión internacional, el gobierno de Kabul llegó a controlar la mayoría de las grandes ciudades. El territorio donde vive la práctica totalidad de la población, jamás dejó de pertenecer a los talibanes. Su presencia, tal vez, se mimetizó con el paisaje, pero los mismos clanes que ahora aparecen como el grueso de sus fuerzas, vendían piedras preciosas a los soldados de la coalición internacional cuando ésta hacía alardes de potencia de fuego. Decir que han mostrado resiliencia, resistencia o cualquier cosa parecida, resulta poco menos que un esfuerzo denodado para no entender nada. A la inversa, tampoco tiene mucho sentido preguntarles por el modelo de Estado que tienen en mente. En los cinco años que controlaron la práctica totalidad del país, no hubo nada así como la puesta en práctica de una política, un ideal de gobierno y, mucho menos, una administración talibán. Básicamente se limitaron a hacer gala de su presencia militar, imponer unas pautas morales/religiosas y poca cosa más. Ni siquiera intentaron desarrollar una Hacienda, una red de enseñanza o una policía. Lo más parecido a una política de Estado consistió en el control de los cultivos de opio, que alcanzaron su mínimo en este período. Por tanto, la incógnita, la gran incógnita del nuevo gobierno talibán no consiste en si volverán a lapidar a las mujeres violadas, que, por supuesto, lo volverán a hacer, la incógnita consiste en si el nuevo lavado de cara que les ha dado el servicio secreto pakistaní, que ha incluido el diseño de un enemigo mucho temido por Occidente que los talibanes como el ISIS-K, incluye también desarrollar un plan de gobierno que difiera de las monarquías medievales europeas. 

   Como dijimos, los servicios secretos pakistaníes, se han preocupado de que los talibanes negocien directamente con EEUU e, incluso, con China, con quien Pakistán está viviendo una luna de miel que, más tarde o más temprano, acabará rompiendo el control de Pekín sobre una parte de Cachemira. Esa negociación con China (“conversaciones exploratorias” se la llamó), duró en su última fase cuatro días  y culminó una larga serie de contactos encubiertos que Pakistán se molestó en promover para que Pekín diera el visto bueno a sus planes en el país vecino. A nadie se le escapó que otorgaron a los talibanes la acogida en la comunidad internacional, pero tampoco a nadie se le debió escapar el recelo de las autoridades chinas, que no saben de quién deben sospechar más, si de los talibanes o de sus actuales socios preferenciales pakistaníes. En cualquier caso, estas conversaciones dejaron claro que en la nueva llegada de los talibanes al poder no ha intervenido únicamente el ISI, sino que el gobierno de Imran Kahn la ha hecho suya. Mucho más difícil resulta decidir si a él se deben los nuevos odres en los que se ha vertido el viejo vino talibán o si se limita a interpretar el papel que le han adjudicado. En la mayoría de los países, cuando el gobierno no está de acuerdo con el comportamiento de los servicios secretos, se cambia a su director. Pero en Pakistán, si el gobierno no está de acuerdo con el comportamiento de los servicios secretos, su director cambia al gobierno. En cualquier caso, mucho más difícil les va a resultar a unos y a otros convencer a Putin de las bondades del nuevo gobierno de Kabul. El hecho de que Rusia haya llegado a un acuerdo de venta de armas con la India envía una señal muy clara a sus supuestos aliados de Islamabad. Porque India está rearmándose y está rearmándose como no lo había hecho desde hace décadas. Esa fue una de las condiciones que le puso a EEUU para aceptar el acuerdo norteamericano con los talibanes, que dieran luz verde a sus propuestas de compra de armas, que les permitieran abastecerse en otros mercados y, de postre, compartir los datos obtenidos por satélite que les pidiesen. EEUU, deseando salir de Afganistán cuanto antes y como fuese, no sólo aceptó esas condiciones, sino que les ha adelantado el dinero para que compren a su industria armamentística drones de última generación. Al fin y al cabo, en Washington comienzan a ver a la India como un contrapeso militar a China, lo cual, de rebote, deja a Pakistán fuera de juego en la cuestión de Cachemira a los ojos norteamericanos. Mientras tanto, mientras el gobierno de Modi se deleita en sus sueños de poderío militar en la región, su pueblo se muere de Covid y Occidente ha tenido que acudir con donaciones de material sanitario para tapar los agujeros que el dinero destinado a armas ha ido dejando aquí y allá.

   Queda una última incógnita sobre el futuro gobierno talibán. Como siempre, como ha venido ocurriendo desde toda su historia, tampoco ellos controlan todo Afganistán. El inaccesible valle de Panjshir, a 120 Kilómetros de Kabul, ha vuelto a quedar en manos de milicias tayikas a las que se han unido las pocas unidades del ejército afgano con voluntad de combate. Desde luego, a los talibanes les importa bastante poco esta minucia y ni las milicias tayikas ni sus refuerzos militares tienen capacidad de combate ni interés en marchar sobre la capital. Sin embargo, parece muy poco probable que sean los talibanes los únicos que han aprendido que aguantar las circunstancias adversas abre las puertas de la victoria. Seguro que los tayikos también saben que en cuanto los talibanes se conviertan en una molestia para cualquier país, vecino o no, comenzarán a afluir dinero y armas y ya tienen las cañas puestas, para cuando el río lleve aguas revueltas. Mientras tanto, mientras todas estas constelaciones geopolíticas se mueven a su alrededor, pocos, si acaso algún ciudadano de a pie de Afganistán puede otear el futuro con algo de esperanza. Llevan medio siglo sin más paz que la de los muertos, han visto pasar por sus caminos soldados de todas las partes del mundo, han contemplado la pantomima de una democracia de la que difícilmente habrán entendido algo más que los gritos y la corrupción y, finalmente, constatan la vuelta de quienes nunca se fueron. Ellos, sus desencantadas miradas, y no el caos del aeropuerto de Kabul, son el testimonio de nuestro fracaso.