domingo, 1 de marzo de 2020

Mal empezamos (1 de 2)

   Es norma de cortesía en política no comenzar las labores de acoso y derribo contra un gobierno hasta transcurridos, al menos, cien días desde su constitución. Esta norma suele respetarse, con mayor o menor rigor, dependiendo de las circunstancias. De modo general, se sigue si el principal partido de la oposición ha perdido las elecciones y, desde luego, no por cortesía, sino porque suele ser el tiempo que tarda en depurar responsabilidades por la derrota y tener nuevas caras que asuman el discurso crítico. Por contra, si el partido que no ha conseguido gobernar se halla cerca de hacerlo o si, como es el caso, el partido en el gobierno lo ha logrado por una coalición en el alambre, rara vez suele esperarse tanto tiempo. En ocasiones, como le ocurrió a Churchill, la propia toma del poder corre paralela a un desastre y, apenas sin tiempo para sentarse en la poltrona, tiene que afrontar una tragedia como la de Dunkerque. Cosa muy parecida le ha ocurrido a Pedro “el renacido”.
   El 8 de enero de este venturoso 2020 Pedro y Pablo formaban un gobierno al que muchos conocen como el gobierno Picapiedra, pues la popular serie de dibujos animados de los años 60 The Flintstones, la protagonizaban en España dos cavernícolas con dichos nombres. Once días después, ya tenía en Barajas su particular Dunkerque. Aterrizaba allí un avión fletado por el gobierno de Venezuela en escala técnica hacia Turquía. Lo esperaba a pie de pista el Ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, D. José Luis Ábalos. La primera versión oficial señalaba que su presencia se debía a que en el avión viajaba el Ministro de Turismo venezolano, Félix Plasencia. Tras unas revelaciones periodísticas, el Sr. Ábalos admitió que también se hallaba a bordo la vicepresidenta de Venezuela, Dña. Delcy Rodríguez a la que la Unión Europea ha prohibido, junto a otros miembros del gobierno venezolano, pisar suelo europeo bajo amenaza de detención. Según esta nueva versión oficial, el encuentro revistió un carácter “casual” y el Sr. Ábalos, sorprendido por el hecho, se limitó a saludarla brevemente sin que la Sra. Rodríguez llegara a pisar suelo europeo, dado que no se bajó del avión. En una tercera versión oficial, la mantenida días después en el Congreso de los Diputados, se señalaba que el Sr. Ábalos, héroe de la Patria, había realizado una delicadísima tarea diplomática en la que, sin desagraviar al gobierno de un país en el que numerosas empresas españolas tienen presencia, había evitado el incumplimiento del mandato europeo. A falta de una medalla al mérito civil, la bancada Picapiedra brindó un sonoro aplauso a un modesto Sr. Ábalos que se declaró dispuesto a cualquier otro sacrificio que la nación le reclame.
   Apañados vamos si este gobierno necesita tres intentos para conseguir algo así como la versión que defendió en sesión parlamentaria. Experta en temas de comercio y ejerciendo un cargo relacionado en el área de las políticas exteriores tenemos a la Sra. González Laya, a la sazón Ministra de Asuntos Exteriores. ¿No confía el Sr. Sánchez en ella o es que tenía hora en la peluquería? Y si el Sr. Ábalos posee cualidades que no posee la Sra. González, ¿qué hace en un ministerio tan gris como el de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana? Por otra parte este gobierno cuenta con vicepresidencias suficientes como para afrontar tareas delicadas con personajes de su mismo rango, así que no hay más remedio que concluir que esta tarea no se le encargó al Sr. Ábalos en tanto que Ministro de este gobierno, que lo es, sino en tanto que número dos del PSOE, algo que también es. Da la impresión, pues, que al avión en el que no debía estar él ni la persona con la que se entrevistó, no lo condujo un asunto de Estado, sino de partido. Semejante impresión resulta la única conclusión imaginable si tenemos en cuenta que el Sr. Ministro no acudió al aeropuerto en ningún vehículo del ministerio, sino en el coche privado de uno de sus asesores. Pero esta conclusión, como digo inevitable, conduce a otra pregunta igualmente inevitable: ¿qué cuestión de partido podrían tener que dilucidar el Secretario de Organización del PSOE y la vicepresidenta de Venezuela?

domingo, 23 de febrero de 2020

Reyes desnudos (y 3. Hasta que nos vacunemos)

   El cisne negro de Nassim Taleb constituye un buen ejemplo de cisne negro. Aparecido en el mercado en 2007, pocos podían haber previsto su volumen de ventas a partir de las dos publicaciones previas de Taleb: Dynamic Hedging: Managing Vanilla and Exotic Options (1997) y Fooled by Randomness: The Hidden Role of Chance in Life and in the Markets (2001). Derribó buena parte de las creencias populares en la econometría de principios de siglo y, echando la vista atrás, muchos se dieron cuenta de que podían haber escrito ese libro revisando la historia de la quiebra de Long-Term Capital Management, la empresa del otrora laureado Myron Scholes, co-autor de una fórmula que prometía acabar con el riesgo en las transacciones económicas. El propio Taleb ha dejado claro el potencial explicativo de su teoría que, de hecho, puede abarcarlo todo, desde la imprevista llamada de su jefe hasta el hundimiento del imperio maya, pasando por el día en que conoció a su pareja y su último estornudo. Y la razón por la que promete abarcar tanto y abarca tan poco en realidad se debe a que Taleb supone en todo momento que los cisnes negros aparecen de la nada, justo en el instante de levantar el vuelo, cuando, muy al contrario, se trata de delicadas criaturas que hay que incubar a la temperatura adecuada, cuidar y alimentar durante tiempo considerable para que, finalmente, puedan exhibir su sorprendente plumaje. Taleb consiguió, eso sí, algo mucho más modesto, denunciar que el cálculo del riesgo tal y como se entiende habitualmente en economía implica una contradicción, pues riesgo, riesgo real, lo supone, precisamente, todo aquello que no se puede calcular, esos fastuosos trajes que nos negamos a aceptar que han nacido de la vanidad de nuestra inteligencia. 
   Vanos han resultado los intentos del Partido Comunista Chino por mostrar una imagen de sofisticación acorde con este primer cuarto del siglo XXI. La emergente potencia mundial parece seguir gobernada por emperadores encerrados en la Ciudad Prohibida, que encargan a virreyes, sin más control que el necesario en tiempos de crisis, la gestión de los territorios imperiales. No han conseguido extirpar ni el tradicional comercio de especies exóticas en todo el meollo de una megalópolis. Y, ante la catástrofe, reaccionan con el gran encierro que ya se pusiera en práctica en la Francia del XVII, una medida cuya ineficacia profiláctica se ha demostrado reiteradamente a lo largo de la historia, pero que evidencia un poder barroco y excesivo. En esa imagen de poder absoluto, que encierra, castiga y vigila, radica lo que puede entenderse por "curación", por "salud" o por "bienestar de los ciudadanos". China constituye el modelo, el modelo de capitalismo sin ni siquiera una democracia liberal hacia el que vamos todos de cabeza y un gobierno supuestamente progresista y enfrentado al fascismo de Salvini, no ha dudado en imponer medidas semejantes en cuanto ha detectado los primeros casos… a la italiana, claro. 
   La reina de la salud mundial, esa punta de lanza de las empresas que controlan los reyes de la economía, el big pharma, ha llegado a calificar de “ejemplares” las medidas del gobierno chino y ha santificado cada cifra que éste le hacía llegar. El mismo gobierno chino que hace apenas un par de meses exhibía los números de un sistema sanitario en vertiginoso despliegue, de un asombroso descenso de las enfermedades infecto-contagiosas, del prodigio de hospitales levantados en diez días. El mismo gobierno chino que esta semana ha cambiado tres veces los criterios para contabilizar enfermos, haciendo inservibles todas las estadísticas presentadas hasta ahora y que se construyan a partir de este momento. A estas alturas ya nadie sabe si la enfermedad continúa expandiéndose o si retrocede, si hay más muertos o más curaciones o ambas cosas o ninguna. Pero eso, realmente, no importa. Una vez más, hablamos de estadísticas, de gráficas, de presentaciones, de imágenes, así que todo el mundo las asimilará como hechos sin preguntar si hay algo detrás de ellas. Incluso en los períodos álgidos de las epidemias de gripe, sólo un tercio de los pacientes presentan el virus de la gripe en sangre. Nunca sabremos cuántos pacientes tienen coronarivus circulando por su sangre porque la fascinante China ante cuyo músculo económico tantos gobiernos se pliegan carece de personal cualificado para utilizar cualquier test para detectarlo, de empresas capaces de fabricar el kit necesario y hasta de locales donde pudieran llevarse a cabo las pruebas. Nos contaron que había que deslocalizar la producción porque habíamos sobreprotegido a nuestros trabajadores, porque cobraban demasiado, porque implicaban el pago de cotizaciones y producían demasiado poco. Una economía moderna, la economía del nuevo siglo, debía mudarse a países a cuyos gobiernos les importase un bledo la salud de los empleados.... Ahora la fábrica del mundo ha cerrado por enfermedad. ¿Cuánto tiempo aguantará el stock de nuestras deslocalizadas empresas? ¿cuánto sobrevivirán encogiéndose de hombros cada vez que sus clientes les pregunten por la fecha de llegada de sus pedidos?
   Los reyes neoliberales nunca entendieron qué beneficios conllevaban los sistemas de sanidad pública. Juzgaban la salud de los ciudadanos como un lujo, como un bien, como un deseo de asemejarse a los ricos que debían pagar de sus bolsillos. Se aplicaron criterios mercantiles a los hospitales, se exigieron beneficios y reconversiones en todos los niveles sanitarios, se expandieron los seguros privados. Cada oleada de recortes se aplicó con saña a lo que de estado del bienestar había dejado el gobierno anterior. Como resultado, las salas de urgencias de países como España viven cada día al borde del colapso, las listas de espera se prolongan hasta el límite de negar de facto los tratamientos y las tasas de curación de algunas enfermedades se mantienen sin el menor progreso desde hace décadas. La situación, sin duda, presenta peores aspectos allí donde nunca llegó a haber verdaderamente sistemas de sanidad públicos y donde cualquier virus se hace endémico llevándose por delante generaciones enteras. Afrontamos una plaga que quizás no mate mucho pero que exige hospitalizar a una masa de población como la que anualmente contrae la gripe. Desde luego, Occidente cuenta con una red de atención primaria mejor que China e, incluso, con una extensa maraña de hospitales a nivel comarcal y provincial, que pueden atemperar el impacto. No obstante, dado que se van a crear extensísimos reservorios de la enfermedad durante años en Asia, en África y en América, tendremos que soportar sucesivos embates hasta que un día haya una vacuna efectiva, una vacuna efectiva contra tantos estafadores que se llevan lo poco que tenemos a cambio de vendernos el lujo de trajes inexistentes.

domingo, 16 de febrero de 2020

Reyes desnudos (2. Cómo criar cisnes negros)

China carecía de un sistema de sanidad universal semejante a los europeos hasta 2009. El modelo actual se implementó en tres años a partir de esa fecha y, de hecho, se crearon no uno sino dos sistemas sanitarios, el rural y el urbano. Esta duplicidad tenía como objetivo frenar la migración desde el campo hasta la ciudad pues, el traslado de expediente entre ambos sistemas resulta extremadamente costoso. Sus efectos reales sobre la migración, sin embargo, no se han podido constatar y existen enormes bolsas de campesinos que, de modo irregular, viven en las ciudades, frecuentemente ocupando los empleos más bajos y peor pagados, tales como taxistas o mensajeros, sin cobertura sanitaria. Con todo, ninguno de los dos sistemas ofrece atención gratuita. El paciente tiene que pagar un cierto porcentaje del coste de los medicamentos y de las pruebas que se le efectúan. Qué porcentaje concreto depende de la región y aún de la localidad, correspondiendo a las autoridades que las rigen establecer ese porcentaje. En los hospitales rurales no suele sobrepasar el 40%, pero en algunas ciudades el paciente puede tener que pagar de su bolsillo el 75% de la factura total y en las consultas externas no baja del 50%. El dinero recaudado se reparte entre el hospital y los médicos, por lo que no existe incentivo para un tratamiento riguroso de los historiales médicos. Resulta habitual que cuando un paciente tiene que ir dos veces al hospital y le atienden dos médicos diferentes, se le repitan pruebas ya realizadas con objeto de multiplicar los beneficios, aunque ello sature los departamentos correspondientes y genere, con frecuencia, diagnósticos contrapuestos. Por otra parte, las familias con suficientes recursos suelen empeñar fuertes sumas de dinero en el mantenimiento con vida de parientes mayores hasta los límites de lo que en Occidente se consideraría ensañamiento. Y, para acabar de rematarlo, no faltan los médicos que recomiendan tratamientos caros y poco eficaces para enfermedades triviales. Todo esto resulta más comprensible si tenemos en cuenta que en los tres años en que se implementó el modelo de sanidad existente, como resulta natural, no dio tiempo a que se licenciara la cantidad de personal sanitario necesario, con lo que se optó por integrar en el sistema a muchos médicos que practicaban, con mejor o peor fe, la tradicional medicina china. Además, la aparición de una red de hospitales completamente privados, sobre todo en las grandes urbes de las zonas especiales, ha arramblado con el personal más preparado y de mayor experiencia, lo cual ha ido en detrimento del sistema público.
En cualquier caso, las condiciones de los profesionales de la medicina en China, se hallan bastante alejadas de lo ideal. La escasez de personal se ha suplido con jornadas laborales interminables, la tópica paciencia oriental, desaparece cuando se trata de esperar sin hacer nada a que llegue el momento de que se los atienda y resulta normal que los pacientes aguarden apoyados en el marco de la puerta abierta de la consulta en la que el médico atiende a otro paciente. El tiempo de atención se reduce, en consecuencia, a unos pocos minutos. Las amenazas y agresiones al personal de los hospitales se han multiplicado en los últimos años hasta convertirse en una auténtica plaga y apenas constituye la punta del iceberg del descontento popular. De todos modos, aunque tengan que esperar largas horas ante el mostrador de admisión, aunque tengan que pagar pruebas por duplicado y aunque la atención recibida no siempre cumpla unos mínimos, los pacientes prefieren recorrer decenas de kilómetros para que se les trate una gripe en el hospital antes que acudir a los centros de atención primaria. El Estado dejó de financiar estos centros mucho antes de implantar el actual sistema y aunque se los ha reactivado, la falta de ingresos de unos pacientes que desconfían de ellos ha generado un círculo vicioso de personal poco cualificado, carencia de medios y escasa asistencia.
Ahora ya podemos resumir. Tenemos una masa de población migrante remisa a acudir a los hospitales porque eso podría iniciar el expediente para su deportación y que, por su trabajo, recorre las ciudades de una punta a otra mientras puedan mantenerse en pie. Tenemos una red primaria de asistencia inexistente. Tenemos unos hospitales cotidianamente saturados, en los que la intimidad brilla por su ausencia y el contacto con otros pacientes comienza ya en las colas de recepción. Tenemos el lógico deseo por parte de los directivos de esos hospitales de ahorrar cuanto se pueda en material fungible, como mascarillas y guantes, entre otras cosas porque la práctica totalidad del mismo se importa. Tenemos médicos que se guían más por los intereses pecuniarios que por los criterios diagnósticos. ¿Qué faltaba en este inmenso bosque seco para generar un pavoroso incendio?

domingo, 9 de febrero de 2020

Reyes desnudos (1. Los virus de la corona)

   Los coronavirus conforman una familia de virus cuyos ancestros nos acompañan desde el 3.000 a. de C. aproximadamente. Se trata de retrovirus, quiero decir, su material genético consta de una única cadena de RNA, que, en general, causan enfermedades más bien triviales como el resfriado común. Suelen mantener una cápsula proteínica fácilmente reconocible y transmitirse sin acumular demasiadas mutaciones. Su vía de contagio habitual la constituyen las pequeñas gotículas de moco  que el paciente infectado lanza al ambiente como consecuencia de la tos o los estornudos. Normalmente, éstas acaban en las manos del sujeto que va a recibir la infección, el cual, accidentalmente, las pone en contacto con su mucosa. Dicho de otro modo, el resfriado, cosa que no parece saber mucha gente, se transmite a través de las manos, con lo que una buena higiene de éstas evita más contagios que cualquier tipo de mascarilla.
   Hace unos años comenzaron a descubrirse familias de coronavirus mucho menos benignos de los que habitualmente nos aquejan. En noviembre de 2003 saltó a la fama el SARS Co-V, un coronavirus de contagio más bien difícil,  que infectó a más de 8.000 personas con una tasa de mortalidad en torno al 10%. La Organización del Miedo Sistemático (también conocida como WHO, Whole Hysteric Organisation) alertó a medio mundo sobre la terrorífica expansión de un virus al que pareció sentarle muy mal el clima de latitudes ajenas a Cantón, lugar donde apareció. Pero la caja de las alegrías para la OMS se había abierto. Un par de años después volvía a la carga con el espanto de una forma de gripe capaz de exterminar a media humanidad y transmitida por las pobres aves que han soportado vivir con nosotros. La terrible gripe A, por la que se sacrificaron miles de inocentes pajarillos, que iba a poner en un brete a los sistemas de salud de todo el mundo y que infló los beneficios de las compañías farmacéuticas gracias a una campaña de vacunación extra, pasó por nosotros con tasas de infección y de mortalidad en niveles simplemente inapreciables. De ella, sin embargo, se extrajo la conclusión de que mejor volver a los coronavirus.  Ocho años más tarde apareció el MERS, enfermedad de contagio más bien improbable, aparentemente incapaz de vivir lejos de los mocos de los camellos de la península arábiga, pero que no por eso se libró de que la OMS lanzara sus apocalípticas campanas al vuelo.
   Desde principios de este año la OMS ha encontrado otra ocasión para provocar el pánico mundial. Cómo no, se trata de un coronavirus que, de nuevo, provoca un tipo de neumonía particularmente grave. Rápidamente los sesudos expertos le atribuyeron contagio “por el aire”, los periódicos se apresuraron a dar cifras de muertos en bruto y los medios de comunicación mostraron gráficos que exhibían brutales tasas de expansión. En lo que parecía un acto de prudencia, la OMS se negó a declarar la pandemia, ante la “ejemplar” reacción de las autoridades chinas. Pero cuando éstas enclaustraron a los 11 millones de habitantes de Wuham, el organismo internacional “se vio obligado” a alertar a todo el mundo de la catástrofe que se nos venía encima. China, mostrando la envidiable capacidad productiva que la ha convertido en una potencia mundial, ha levantado unos cuantos hospitales en diez días ante el asombro del mundo y la ira cada vez menos disimulada de sus ciudadanos. Mientras los medios más “alternativos” intentan vincular el surgimiento del nuevo virus con la guerra comercial con los EEUU y los gobiernos de diferentes países ponen a trabajar los laboratorios financiados con dinero público con objeto de conseguir una vacuna que comercializarán las empresas privadas, el público en general ya sabe más de la nueva enfermedad que de su vecino y hablan de coronavirus hasta los/as alumnos/as de los parvularios.
   Si en medio de toda esta histeria uno analiza fríamente los datos que van llegando, la realidad que se descubre no cuadra mucho con la reacción que se ha logrado generar. En primer lugar hay que constatar que la noticia del surgimiento de este nuevo virus ocupó las portadas de los medios de comunicación desde los primeros días, cuando los infectados no sobrepasaban la treintena, algo, sin duda, bastante sorprendente. En segundo lugar, si, contamos no las cifras de muertos en bruto sino en comparación con las cifras de afectados, aparece una enfermedad que mata a menos del 2% de todos los que infecta, lo cual supone una tasa de mortalidad por debajo de la gripe común. En tercer lugar, si se compara su expansión no con el SARS o con el MERS, enfermedades, como ya he dicho, poco contagiosas, resulta que ésta se expande más lentamente que, de nuevo, la gripe común. En cuarto lugar, a un ritmo de unos 1.000 infectados por día, habrá alcanzado a la totalidad de la población china en algo así como... ¿un millón de días? En quinto lugar, parece que necesita, como mínimo la misma intimidad con quien ya se halla infectado que la gripe para que se transmita, lo cual hace que las medidas de confinamiento más bien refuercen su capacidad de contagio que su aislamiento. En sexto lugar, todo induce a pensar que hay un número desproporcionado de contagiados entre el personal médico chino. En definitiva, ¿qué ocurre realmente en China? ¿a qué viene todo este escándalo, todo este alboroto, toda esta ira? ¿por qué tenemos que habérnoslas ahora precisamente con esto y no con cualquier otra cosa?

domingo, 2 de febrero de 2020

Genios.

   Me gustaría decir que leo con provecho Origin of Genius. Darwinian Perspectives on Creativity, libro que publicó el muy distinguido profesor de psicología Dean Keith Simonton en 1999. Pero, apenas uno comienza su amena lectura, comprueba que la amenidad ha ido deslabazando el rigor y deshilachando la lógica. Simonton va agregando anécdotas, números y teorías, creyendo que con ellos construye un entramado de fundamentos, cuando apenas amalgama los típicos tópicos de siempre. Un ejemplo lo constituye su lista de “genios” que perdieron a sus padres en la primera o la segunda decena de vida. Sin duda, la abundancia de nombres, aturde lo suficiente como para pensar que ahí hay algo. Pero basta poner las cosas del revés para descubrir que apenas si hemos cogido un importante puñado de nada: ¿cuántos “genios” no vieron morir a uno de sus progenitores en esas décadas de su vida? O, dicho de otro modo, ¿qué porcentaje representan los mencionados respecto del total? Por supuesto, sale a relucir la disparatada historia del cociente intelectual y de qué mide exactamente, pues un número muy significativo de quienes han alcanzado a destacar de alguna manera no puntuaban demasiado alto en él y, a la inversa, hay mediocres de toda laya cuyo mayor logro consistió en obtener significativas puntuaciones en el correspondiente test. Simonton recurre al fácil criterio de considerar genio a todo aquel que ha marcado nuevos caminos para la humanidad, criterio éste que conduce a la paradoja de que corresponde a todos esos seres humanos que ni por asombro llegan a la categoría de genios, reconocer en quien posee tan singular cualidad alguien a quien seguir. El "genio", por tanto, debe hacer algo comprensible, repetible, en cierto modo, por la masa o, al menos, por los expertos del ramo, cosa que, habitualmente, lleva tiempo. Por tanto, el genio, preferentemente, tiene que haber muerto o, al menos, haber alcanzado esa edad en la que uno se vuelve indefenso. "Genio", en definitiva, constituye una categoría que sólo se reconoce a lo ya inocuo, a lo domesticado y digerible por la masa. A cambio, una vez se acepta que alguien "es" un genio, por muy deleznable copia de sí mismo que produzca, no dejará de recibir genuflexiones. Pero lo sorprendente, lo que sorprende de toda esta historia, radica en la naturalidad con que todos aceptamos como obvio que tiene que haber genios.
   La “genialidad” no constituye una cualidad innata fácilmente reconocible, cuyos orígenes se puedan remontar a la noche de los tiempos por alguna mutación extraordinaria de nuestro DNA. De hecho, no había genios antes del siglo XVIII o, por decirlo con mayor precisión, no había genialidad antes de Kant. Antes, en la época de Wolff, de Leibniz, de Descartes, de Bacon o de Llull, se aceptaba de modo general que la capacidad de los seres humanos para crear nuevos productos intelectuales procedía de la utilización adecuada de un método para ello. A ese método se lo conocía desde los tiempos de Cicerón como el ars inveniendi y se consideraba requisito imprescindible para reconocer en un algoritmo el ars inveniendi, precisamente, el hecho de que cualquiera pudiera utilizarlo, sin necesidad de poseer ninguna traza especial en su vida, en sus genes o en su cerebro. 
   En Los progresos de la metafísica desde Leibniz y Wolff, Kant concluía que la metafísica no había realizado progreso alguno desde esos tiempos porque la metafísica, en realidad, nunca había podido realizar progresos, su naturaleza no consiste en progresar. De un modo semejante, Kant concluirá que el ars inveniendi no había realizado progreso alguno desde los tiempos de Cicerón y que no los había realizado porque tal ars inveniendi constituía una suerte de ideal trascendental, una maravillosa idea que los seres humanos no pueden evitar perseguir pero que, de ninguna, de las maneras puede construirse, al menos, no científicamente. Todavía mejor si Leibniz planteó la posibilidad del ars inveniendi en su tesis doctoral, la Dissertatio de Arte Combinatoria, Kant parece emperrado en acabar con ella desde la suya, la Nova Dilucidatio, pese a que por aquel entonces tenía como razones poco más que vagas sospechas. El Kant posterior, el Kant "crítico", no puede llamar en su ayuda la falta resultados tangibles del ars inveniendi, pues se trataría entonces de una pura cuestión empírica fácilmente refutable en cuanto apareciera algún logro. Por eso Kant alude al hecho de que un ars inveniendi no podría ampararse ni en las matemáticas (que sólo tratan con números) ni en la lógica (que no permite conocimiento sintético y, por tanto, no puede implicar novedades). 
   A cambio, Kant nos legó su teoría del “genio”, ese domeñador del tenebroso ámbito de lo “en sí” que todos llevamos dentro y que, sin regla alguna, nos otorga nuevas reglas con las que pintar la realidad. Espíritu atormentado, lucha contra un género humano ajeno a los inefables motivos que le han conducido a obrar de esa manera y se mantiene, por tanto, muy cercano al loco, que usa la lógica sobre bases ajenas a la realidad. La teoría del genio cuadraba magníficamente con el espíritu de un naciente romanticismo que la adoptará como bandera y, todo hay que decirlo, con un naciente capitalismo que, a falta de poder atribuirle a sus héroes creatividad o inventiva, encuentra en la teoría del genio una manera de reconocer en ellos alguna cualidad laudable. Desde entonces, seres humanos de variada procedencia han dedicado sus vidas a acercarlas cuanto resultara posible a la imagen del genio de Kant y han adoptado la pose enfermiza y el enfrentamiento con el mundo como guías certeras de la cercana genialidad. Todo el mundo quiere que se le reconozca como genio y el mundo otorga la genialidad a cualquiera de sus triunfadores sin preguntarse si acaso los que no triunfaron no tenían los mismos rasgos que aquellos a los que se le reconoce la genialidad. Y, sobre todo, sin que nadie pregunte si de verdad Kant tenía razón, si de verdad el ars inveniendi no conduce a ninguna parte y si de verdad resulta imposible construir un algoritmo de la creatividad. ¿O sí se lo preguntó alguien? ¿alguien, tal vez, que no figura en los libros de filosofía del siglo pasado? ¿alguien, incluso, alejado del capitalismo?..

domingo, 26 de enero de 2020

Una de espías.

   Las novelas, el cine y la televisión han envuelto en una aureola de glamour el mundo de los espías. Pintados como héroes románticos desengañados, pistoleros extraordinarios y amantes incomparables, sus vidas parecen llenas de aventuras, de escenarios exóticos y de hazañas increíbles. Es cierto que ha habido espías así. La vida de Sidney Reilly, por ejemplo, supera con mucho cualquiera de estas notables características. Como buen espía, ni siquiera hoy se sabe con certeza cuándo nació ni cómo y dónde murió. “Sidney Reilly”, fue la identidad que adoptó tras casarse con una dama británica cuyo marido “casualmente” murió una semana después de modificar un testamento previo para dejarle a ella toda su fortuna. Por aquel entonces ya se había visto envuelto en otro turbio incidente que implicó la muerte de un agente anarquista y la desaparición de los cuantiosos fondos para la causa que custodiaba. Reilly trabajaba desde bastante antes para los servicios secretos zaristas, pero por aquella época había comenzado a hacer lo propio con los británicos. Poco tiempo después obtuvo cuantiosos beneficios ayudando a los japoneses a atacar Port Arthur dando inicio a la guerra ruso-japonesa de 1904-5. A partir de ese momento prácticamente no hubo escándalo, complot o incidente diplomático con el que no se haya relacionado a Reilly. Se lo sitúa tras las  líneas alemanas durante la Primera Guerra Mundial a la vez que promovía actos de sabotaje en los EEUU para que entrasen en el conflicto y se esforzaba por descarrilar la revolución bolchevique. Reilly, que nunca había tenido más ideales que los saldos de sus cuentas corrientes, encontró en la destrucción del comunismo ruso un motivo por el que jugarse la vida más allá del beneficio económico que pudiera proporcionarle. A principios de 1918 complotó para matar a Lenin y promover un golpe de Estado, pero los socialistas revolucionarios se le adelantaron y el plan se vino abajo. Felix Dzerzhinsky, el jefe de los servicios secretos bolcheviques, lanzó entonces una feroz campaña de persecución contra los opositores en general y contra Reilly en particular. Cuentan los agentes británicos que contactaron con él por aquel entonces que, en medio de redes que se desmoronaban por los golpes policiales y con fotos suyas colgadas en cada poste de Rusia, Reilly lucía tranquilo, sin preocupación aparente y controlando en todo momento la situación. Lograron sacarle sano y salvo, pero ya no dejó de pensar en esta, que bien pudiera considerarse su única operación fallida y en los que habían quedado atrás por su culpa. Volvió a Rusia en 1925 para no regresar jamás. Hay testigos de su ajusticiamiento en un bosque, pero su última esposa aseguraba tener pruebas de que seguía con vida en 1932 y existe quien especula con que el carácter chapucero de su actuación en el complot para matar a Lenin respondió, en realidad, a un cambio de bando que se habría sellado con su retorno. Casualmente o no, en esa época los servicios secretos rusos dieron un sorprendente salto en eficacia y sutileza. De poco más que defender lo que tenían a mediados de los años 20, a principios de los 30 habían echado el anzuelo en las sociedades secretas de la Universidad de Cambridge. De allí salieron Donald Maclean, Guy Burgess, Anthony Blunt, John Cairncross y, por supuesto, "Kim" Philby. 
   Reclutado por el servicio secreto británico cuando ya trabajaba para el KGB, el primer destino de Philby fue España. Aquí anduvo, en plena guerra civil, entre Sevilla, Córdoba y Lisboa, pasando información a los soviéticos sobre el alto mando franquista. Eso no impidió que Franco, con la perspicacia que lo caracterizaba, impusiera personalmente sobre su solapa la Cruz Roja del Mérito Militar en 1938. Pero Philby no era Reilly ni un héroe de película. Aunque el KGB pensó utilizarlo para asesinar a Franco, desecharon esa posibilidad por el escaso arrojo de Philby. El valor de Philby radicaba en algo mucho más útil para un espía y que lo hace poco susceptible de aparecer en una gran pantalla: su discreción. Aunque difícilmente podía ignorarse su existencia cuando estaba presente, su capacidad para deflectar las sospechas sobre sus verdaderas actividades rozó lo funambulesco. De una lista de actividades dudosas, un agente de la CIA encargado de escrutar el comportamiento de Philby no fue capaz de señalar ni una. Tras un primer interrogatorio y que se le apartara de cualquier actividad, el servicio secreto británico acabó desdiciéndose, limpiando su historial y asignándole un nuevo puesto en Beirut. Incluso cuando resultó evidente su deserción a la URSS, muchos no pudieron evitar sentirse sorprendidos. 
   No obstante, estas dos figuras señeras del espionaje y muchos otros casos semejantes que pudieran citarse a este respecto, debe evitarse el sesgo que introducen. Si de Philby, si de los cinco de Cambridge, si de Reilly, se ha escrito y filmado tanto, se debe precisamente, a que de ninguna de las maneras constituyen el caso estándar. Por definición, un espía es la persona a la que no ves ni aunque la tengas delante. Su aspecto debe ser anodino, su modo de actuar trivial y su vida cotidiana debe carecer, en apariencia, de cualquier aliciente. Ni un tono de voz, ni un acento, ni un gesto, ni una gota de sudor, debe en ningún momento hacer sospechar del sentido de sus actuaciones. La inmensa mayoría de ellos pasan la vida alejados de la acción directa, de los teatros de batalla y de las grandes hazañas, rodeados de papeles, de ordenadores, de hastío y de soledad. Quienes los conocen bien no suelen describirlos con mucho cariño. Con frecuencia su obcecación supera a su inteligencia, su capacidad para adular a los superiores a sus capacidades de análisis, sus dotes para seguir la corriente a su creatividad. Más burócratas que héroes, hay algo que, sin embargo, todos ellos deben tener si quieren seguir en activo y, en ocasiones, vivos: la habilidad de narrar.

domingo, 19 de enero de 2020

Marketing y filosofía (1)

   Decía Gilles Deleuze que allí donde existe estilo puede hablarse de filosofía. Deleuze constituye un puerto imprescindible para quien quiera llenar su bodegas de algo más que palabrería recorriendo los procelosos mares del saber filosófico del siglo pasado. Desgraciadamente, ésta, quizás la más espúrea de sus aportaciones, ha pasado a dominar el acervo común y ahora tenemos “filosofía” hasta en la sopa. Hay la filosofía de tal o cual entrenador de fútbol, la filosofía de contratación de jugadores, la filosofía del cine y, por supuesto, la danza, el flamenco y el marketing pueden identificarse con géneros distintos de filosofía. Hemos llegado a esta situación, entre otras cosas, me temo, porque ha habido un complot deliberado para reducir a los filósofos a una especie de reservas indias, de las que, a cambio de aportar comida con cierta regularidad, se espera que se abstengan de salir, ocupándose de problemas reales y molestando con sus impertinencias. Con objeto de que los demás no noten demasiado la reclusión, se ha procedido a multiplicar la palabra, ya vacía de contenido, caracterizando el discurso de quienes, en nuestro presente inmediato, han asumido la tarea de procurar nuevos conceptos, nuevas realidades y nuevas teorías con las que orientar a la humanidad.  De entre todos los nuevos forjadores de pensamiento, como ya he ido dejando claro por aquí, siento particular predilección por los especialistas en marketing. 
   En principio, filosofía y marketing se presentan como dos disciplinas esencialmente en fuga la una de la otra. Esos filósofos que llevan un siglo preguntando por el sexo de las interpretaciones, siguen aferrados a la idea de que, aunque efectivamente “todo son interpretaciones”, ellos se hallan en pos de cierta cosa “verdadera”, en pos de cierta “esencia”, a punto de levantar el velo de Maya, por mucho que jamás se permitirían hablar de sus íntimos anhelos en semejantes términos. El marketing trata de la moda, de lo trivial y aparente, de aquello que, por definición, no debe preocupar a un filósofo... Y mientras tanto se preocupan de ir vestidos a la última, acudir al concierto del artista más publicitado del momento y de realizar ese viaje de ensueño que han visto en anuncios explícitos o no. Estas pobres gentes que se creen herederos de Nietzsche se aferran, incluso con desesperación, a su fe en el “ser”, en las medicinas y en las inmunitas sin tener la menor idea de cómo tales ideas, que componen la realidad en la que viven, han llegado a sus cabezas. 
   Puede comprenderse, por lo que vengo diciendo, que las “inmunitas” me fascinan. Lea las siguientes dos palabras y trate de evitar completar los puntos suspensivos: L. Casei... ¿Ha conseguido evitarlo? Hasta los médicos recomiendan la marca de leche fermentada en cuestión porque “refuerza nuestro sistema inmunitario”. Existe, incluso, una patente que protege las “inmunitas”. Pero, aunque haberlas haylas, como las meigas, nadie las ha visto ni las verá nunca. Las “inmunitas” las metió en nuestra cabeza una extraordinaria campaña publicitaria de la todopoderosa empresa alimenticia Danone, hasta el punto de volvernos ciegos para preguntas obvias como: si las “inmunitas” refuerzan nuestro sistema inmunitario, ¿por qué no se venden en farmacias? ¿por qué no las financian los sistemas de salud pública? ¿por qué se compran en supermercados como vulgares yogures? Apenas podemos entrever más allá de nuestras anteojeras habituales y las preguntas comienzan a multiplicarse: ¿cuántas "inmunitas" pueblan nuestra realidad cotidiana? ¿sólo hacen referencia a lo que comemos, a lo que bebemos, a lo que ingerimos? ¿por qué nos resulta tan difícil verbalizar qué buscamos en esta vida y, sin embargo, enunciamos como verdades inamovibles la marca de pilas que dura más, el detergente que, científicamente, ha comprobado lavar más blanco o la marca de coches más seguros?
   Acudan a los libros de psicología intentando responder a la cuestión de qué motiva a los seres humanos, de cómo pensamos, de  qué despierta nuestras emociones. Se encontrarán con teorías interminables, de mayor o menor base empírica, pero que no parecen mostrar el menor progreso en décadas y que, por encima de todo, ofrecen una utilidad práctica escasa o nula más allá de un par de recetas que mi abuela ya me habría dado si se las hubiese pedido. Acudan con las mismas preguntas a un libro de marketing, por muy penoso que pueda parecer, no sólo le pondrán un puñado de ejemplos brillantes de cómo han llevado a decenas de clientes a pensar que necesitaban cosas que dudosamente podrían necesitar algún día, no sólo le explicarán cómo han despertado emociones en gente que no lloró ni el día que se les murió la madre, no sólo le aclararán qué motiva a los seres humanos, sino que, además, le ofrecerán el modo en que puede hacerse todo eso en países culturalmente muy alejados de nosotros, tanto que la filosofía del siglo pasado trató de convencernos de que existía una barrera de inconmensurabilidad levantada entre ellos y nosotros. Va acercándose la hora, si los filósofos no quieren contemplar el fin de su estirpe refugiados en sus cómodas reservas, de abandonar nuestras altiveces metafísicas y acudir con humildad a los especialistas en marketing suplicando enseñanzas.