“La bella inútil” constituye el calificativo más habitual que se le adjudica a la historia. La historia, la mayor parte de las disciplinas humanas, “no sirven para nada”, “no producen plata” como ha afirmado recientemente esa luz de la ilustración llamada Bolsonaro. Resulta muy fácil hablar acerca de las razones últimas de su alergia a esta materia, pero no menos alergia presentan físicos, matemáticos, biólogos y médicos, quienes suelen comenzar a ejercer creyendo hallarse en posesión de verdades que surgieron cual brillante Minerva de la cabeza de un oscuro Saturno. Mejor no digo nada acerca esos filósofos que tanta tinta han vertido sobre la tecnología sin tener ni la más remota idea de cómo llegó a sus manos la que utilizan. Nietzsche nos pidió una historia de la locura, de la enfermedad, del resentimiento y hace cinco años, el profesor Richard Bach Jensen nos ofreció una pieza magnífica de historia del terrorismo, de sus entresijos, sus mentiras y sus siniestras verdades. The Battle against Anarchist Terrorism. An International History, 1878-1934 (Cambridge University Press, 2014), nos ofrece un retrato lúcido y erudito de la superficie de afloramiento de nuestra época de “nuevos” terrorismos. Bach Jensen nos habla de globalización, de las redes conspirativas internacionales, de las luchas contra los lobos solitarios, de las medidas para defender nuestras aterrorizadas sociedades sólo que en tiempos que no calificaríamos de “nuestros”, de hecho, del tiempo en que nuestros tiempos se configuraron.
Usamos Instagram pensando que las fotografías se inventaron ayer, tuiteamos creyendo que nunca antes hubo modo de enviar mensajes cortos a todo el mundo, colgamos vídeos en YouTube, suponiendo que jamás tuvimos otra manera de crear canales de comunicación y olvidamos, como siempre, que hace ya mucho tiempo que existen seres humanos deseando, haciendo y viviendo como nosotros. Quienes habitaron la segunda mitad del siglo XIX bien pudieron describir la época que les tocó vivir como “la era de las comunicaciones”. El perfeccionamiento alcanzado por las imprentas permitió la extensión a nivel mundial de periódicos que competían por proporcionar a los lectores noticias lo más recientes, sensacionales y exóticas posible. Muy pronto, a su estela, comenzaron a proliferar publicaciones de otra naturaleza. Muchas de ellas tenían una existencia efímera e irregular, pero otras, como La Révolte, el más importante periódico anarquista de París hacia 1880, tiraba 8.000 ejemplares por número. Les Temp Nouveaux inició su andadura con 18.000 copias y no bajó de las 7.000. Aunque el bonaerense La Protesta no alcanzó semejantes niveles de difusión, presumía de hallarse en contacto directo con una red de publicaciones anarquistas de todo el mundo. Sin embargo, tuvo que afrontar una importante competencia. La circulación de publicaciones anarquistas españolas en Argentina se hallaba tan extendida que algunos grupos intentaron reclutar nuevos miembros insertando anuncios en El Productor, editado en Barcelona. La Questione Sociale, con españoles en su comité de redacción, aunque escrito en italiano, se imprimía en Paterson, New Jersey, se distribuía a lo largo de los EEUU y sus ejemplares solían alcanzar todos los países con emigración transalpina.
Historiadores hay, sin embargo, que afirman que el dinero para financiar tan vasta cantidad de publicaciones más o menos clandestinas no procedía de sus suscriptores ni de las arcas, siempre exangües de las agrupaciones libertarias, sino de la policía. Hablamos de una época en la que la palabra “terrorismo” iba seguida, inmediata y automáticamente no por “islamista” sino por “anarquista”. Pese a ello, las relaciones entre “terrorismo” y “anarquismo” resultan tan complejas como las que une este término con cualquier otra forma de ideología. Efectivamente, como ya expliqué en otra parte, la década de los 70 del siglo XIX vio surgir el concepto de “propaganda por la acción”, que consideraba que un asesinato, una bomba en un café, constituían el modo perfecto de llevar el mensaje revolucionario a las masas. Pero para la corriente principal del anarquismo, la que emanaba de Kropotkin y Bakunin, las masas no necesitaban ni de guías, ni de directores. La violencia que consideraban más o menos inevitable resultaba de arrebatarle el poder a las élites y sólo podía ejercerla la masa desheredada, sin que nadie tuviera derecho a apropiársela. Pese a ello, de modo habitual, los medios anarquistas defendieron la causa de este o aquel terrorista que había atentado contra tal o cual símbolo del poder, llegándose, en muchos casos, a endiosarlos como mártires o justicieros. Claro que en esto no andaban solos los medios anarquistas, The New York Journal, propiedad de William Randolph Hearst, publicó en 1901 un editorial y un poema aprobando el asesinato del presidente McKinley, al que Hearst detestaba (pág. 241). En cuanto a los terroristas mismos, muchos de los autores de atentados “anarquistas”, en realidad los cometieron instigados por policías infiltrados, en nombre de los ideales del socialismo revolucionario o por simple deseo de venganza por agravios personales. El “anarquismo” de la mayoría de ellos se reducía al puñado de publicaciones anarquistas que aparecieron entre sus pertenencias. Pocos pasaron por la periferia de los círculos anarquistas y ninguno tuvo contacto más o menos indirecto con los grandes líderes de dicho movimiento. O, por decirlo de un modo que hoy entenderemos con facilidad, la mayoría de los terroristas anarquistas del XIX “se anarquizaron rápidamente”.