domingo, 18 de agosto de 2019

Cachemira sagrada (y 2)

   Se llama interculturalidad a la maldita costumbre que tenemos los occidentales de no enterarnos nunca de nada. En Juegos Sagrados, Chandra pone un ejemplo. Un occidental pasea por el malecón de Bombay. Tres niñas le rodean y comienzan a gritar “¡hambre! ¡hambre!” en el idioma del turista. Un grupo de niños que va a unirse a las niñas pasa por delante de una lugareña sin prestarle atención. Ella piensa con malevolencia que el occidental pagará el tributo que le corresponde “por tener la piel tan blanca”. Después el extranjero se sentirá agobiado y huirá a su habitación de hotel, huirá de Bombay, huirá, quizás, de la India, pero ya no perseguido por los niños sino por su mala conciencia.  Tal vez se trate de un alemán, de esos que sermonean a los niños que piden limosna en las estaciones de tren de su país, pero en Asia se siente culpable. Ella tiene una posición económica desahogada y sus ropas lo muestran, conoce los nombres de los niños y, de vez en cuando, charla con ellos, pero no le van a pedir nada. A su corta edad saben invertir su tiempo, con la precisión de un agente de bolsa, en lo que más réditos puede proporcionarles.
   Ya casi no se encuentran textos en los que se hable de “Bombay”. Da igual al país que se acuda, casi inevitablemente, se encontrará el término “Mumbai”, como Lleida, Girona, A Coruña o Donostia. “Se trata de mostrar respeto por su cultura”, bala el progresismo interculturalista que con tanta facilidad se cacarea desde todos lados. Parece, sin embargo, que la cultura norteamericana, británica o alemana no merecen el mismo respeto, pues nadie utiliza New York, London o München, sino Nueva York, Londres y Múnich. Como “Mumbai” se rebautizó a la antigua Bombay en 1996, recuperando el término original en lengua marathi. Lo hizo el partido en el gobierno en aquel momento, el Shiv Sena, que llegó al poder con su feroz retórica antiinmigración, defendiendo la segregación de las comunidades por su etnia y/o religión, exigiendo una India para los hindúes y despreciando la multiculturalidad de Bombay. Ni tamiles, ni bangladesíes, ni sijs, ni, por supuesto, musulmanes, especialmente la gran cantidad de ellos que han hecho carrera en el cine, se han reconocido nunca en el discurso descaradamente xenófobo del Shiv Sena y cuyo rostro más visible lo constituye el rebautizo de la ciudad. Todos ellos siguen prefiriendo el "Bombay" colonial. A eso, a esa narrativa del odio, le rendimos culto los occidentales cuando hablamos de Mumbai, creyendo mostrar respeto por una cultura milenaria, cuando en realidad sólo mostramos nuestra ignorancia y nuestra mala conciencia, mientras le damos la espalda, precisamente, a todo lo que de verdad deberíamos apoyar.
   Las alarmas saltaron cuando la ultraderecha alcanzó el gobierno de Austria y suenan cada vez que el Frente Nacional acaricia la presidencia de Francia. Sin embargo, nadie en occidente parece haberse alarmado con las sucesivas victorias  del Partido Popular Indio (BJP), apenas un retoño del Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), organización paramilitar implicada en numerosas revueltas sectarias contra musulmanes y cristianos, entre otras, la demolición de la mezquita de Babri. Ningún gobierno democrático le ha hecho ascos a la mano de Modi, miembro del RSS y que, en ningún momento ha ocultado sus deseos de “hinduizar” la multicultural India, aumentar el presupuesto militar de un país con bomba atómica y “resolver” el asunto de Cachemira. A finales de febrero, cuando la prensa pakistaní llevaba ya tiempo hablando de la nueva “guerra híbrida” lanzada por India, las fuerzas aéreas de dicho país bombardearon supuestos campos de entrenamientos de milicias cachemires en Pakistán en respuesta a una emboscada en la que habían muerto 42 policías indios. La represalia no acabó demasiado bien, pues un avión resultó abatido y su piloto tuvo que lanzarse en paracaídas acabando en manos del ejército paquistaní. Antes de que nadie lograra preguntarse si realmente los acontecimientos se habían desarrollado de acuerdo con los deseos del gobierno indio, el primer ministro paquistaní, la otrora leyenda del criquet y actual político anti-establishment  Imran Khan, dio orden de liberarlo sin condiciones, en un sorprendente gesto que desactivó una situación potencialmente explosiva. En aquel momento, muchos medios occidentales hablaron de la llegada de una nueva época en las relaciones indo-pakistaníes. Pero el BJP tenía otros planes, como venían advirtiendo los medios de comunicación de sus vecinos.
   A finales del mes pasado 25.000 soldados se sumaron a los 800.000 ya desplegados en Cachemira antes del arresto domiciliario del gobierno autónomo y de la suspensión de la autonomía el día cinco de este mes. Sin duda, habrá occidentales interculturalistas que verán aquí sombras de un 155 asiático sin prestar atención a las palabras de Modi. “Un país, una Constitución”, ha dicho este miembro de una formación, el RSS, que se negó a reconocer la Constitución india por no emanar de la legislación recogida en los textos sagrados hindúes. “Un país, una Constitución”, amenaza a otras varías autonomía recogidas en el texto fundacional, igualmente conflictivas y sobre las que pende la amenaza, ahora materializada en Cachemira, de la codicia de quienes financian el BJP. La clave no se halla en los acuerdos entre China y Pakistán para la tan ansiada "nueva ruta de la seda", sino en que, a partir de ahora, las concesiones, las ventas de terreno y las licencias de construcción dependerán del gobierno central, sin las cortapisas de una ley fundamental que entregaba a la autoridad autónoma la última palabra en estas cuestiones. Algo parecido, pero a mayor escala, de lo que cuenta Chandra en Juegos Sagrados, cómo, en los días posteriores a la destrucción de la mezquita de Briba, las “multitudes enfebrecidas por el sectarismo religioso", escoltadas por miembros de las “autodefensas” y mafiosos, asaltaron barrios musulmanes enteros, matando a los hombres, violando a las mujeres y rociando los niños de gasolina para meterles fuego, porque esos terrenos ya se hallaban en manos de promotores inmobiliarios y había que “desalojar a los inquilinos” sin que se notase de qué iba el asunto. Y, mientras se iniciaban los trabajos de construcción de modernos bloques de pisos, sesudos occidentales interculturalistas se dedicaron a interpretar los acontecimientos como una demostración más de la inconmensurabilidad entre Islam e hinduismo. 

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