Según el hinduismo, el yoga ha existido siempre y forma parte de sus seis dárshanas o doctrinas clásicas. Sin embargo, el hallazgo de un sello con una figura antropomórfica datado en el siglo XVII a. de C. ha dado lugar a la reiterada afirmación de que se trata de una disciplina con más de 3.000 años de antigüedad. El yoga tiene como objetivo la moksha, la liberación de las cadenas que nos atan a este mundo y a todos los anteriores y posteriores, de aquí que en diferentes escritos hinduistas aparezca descrito como “ecuanimidad”, “supresión de la actividad de la mente”, “nirvana” o “percepción de la realidad”. Puede verse que se trata de términos con los que habitualmente se describe también la meditación y, en efecto, con frecuencia se lo trata como una serie de técnicas corporales para alcanzar altos niveles de meditación. En el yoga, se supone, debe conseguirse la unión de mente, cuerpo y divinidad o, mejor aún, recuperar el estado original en el cual estos tres elementos se hallan unidos pues, realmente, no hay nada que los separe salvo el velo de maya, la apariencia cotidiana en la que vivimos. A partir de este sustrato común surgen las divergencias.
Los elementos textuales hacen imposible discernir si el yoga nació dentro de la tradición budista, de la hinduista o si se trata de una corriente diferente a ambas y de la cual ambas se aprovecharon. Sólo puede constatarse que cuando Alejandro Magno llegó a la India, los griegos reconocieron ya la existencia de diferentes escuelas de yoga. Un siglo después, el Mahabharata, mencionaba tres tipos y hoy día los expertos suelen hablar de seis troncos principales que se ramifican en una infinidad de formas de yoga más o menos conectadas con sus supuestos orígenes históricos. Las alambicadas distinciones entre ellos no se basan en los principios filosóficos o religiosos de las escuelas ni en los objetivos que se dicen perseguir, sino en las técnicas o, mejor aún, en los ejercicios que se practican, de modo que, en esencia, quien inventa una nueva serie de posturas se dice creador de un nuevo tipo de yoga. Eso sí, todas las modalidades del yoga tienen un rasgo común: considerarse el único yoga auténtico. Por si la cosa pareciera poco liada, durante el siglo XX el yoga abandonó el subcontinente indio para comenzar a extenderse por el mundo, hasta que, en los años 80 del siglo pasado, llegó hasta nuestros famosillos, produciéndose una auténtica explosión.
Yoga significa en Occidente una serie de ejercicios físicos para mantener la elasticidad, por tanto, una manera de perseverar en la juventud, de perpetuar el velo de maya que el yoga en el sentido hindú pretendía romper. Como no hay muchas más posturas nuevas que adoptar, ni muchas más síntesis posibles de las antiguas tradiciones, las nuevas formas de yoga buscan recrear un entorno novedoso para las viejas prácticas, una vez más, prestando especial atención a aquello que el yoga intentaba olvidar, este mundo. Así tenemos, el Power Yoga enfocado no a suprimir la ilusión del cuerpo, sino, como dice cierta página web, a “los alumnos que buscan prácticas mucho más exigentes a nivel físico”. La desnudez de algunos yoguis indios, muchos de los cuales iban semidesnudos por el mundo, ha tenido oleadas de aceptación en los EEUU. Los gimnasios que se han sumado a ella han razonado su implantación de un modo que no resuena demasiado a los yoguis: evita que los practicantes se critiquen unos a otros por cómo van vestidos. Mención aparte merece el Brikam Yoga, que exige una sala a 40,6º de temperatura (105ºF) con un 40% de humedad. No he encontrado ningún razonamiento de por qué se alcanza “la liberación” a los 105ºF y no a los 104ºF, pero quienes lo practican aseguran que pierden peso y pueden doblarse como un elástico, cosas ambas que parecen acercarles de un modo radical a “la liberación”. El nombre procede de quien lo inventó, Bikram Choudhury, que tampoco alcanzó la liberación con él porque en 2016 lo condenaron por acoso sexual a una exempleada.
Muchos piensan que el yoga no es compatible con sudar, por ejemplo, quienes llevan el Active North Camp, en los alrededores de Byske. Proponen la práctica del yoga en mitad del campo, en mitad de la noche, en mitad del silencio más absoluto, apenas roto por el canto de algún pájaro despistado y el sonido de las hojas de los árboles y, como digo, sin sudor, pues en esa parte de Suecia, los días de más calor, el termómetro apenas si alcanza los 20ºC. Claro, que llegados a este punto, ¿por qué no perseguir la máxima elasticidad para nuestros hijos? Cierto investigador ruso, el padre de los partos bajo el agua, ha enriquecido las técnicas del yoga con una serie de ejercicios que se practican en algunas tribus africanas, volteando a los niños de pocos meses como si se tratara de pelotas, haciéndolos girar a toda velocidad. Del mismo país proviene también una novedosa técnica que consiste en introducir reiteradamente a los bebés en el agua agarrándolos por los tobillos.
Ahora nos hallamos en condiciones de entender que el yoga para los occidentales, que, llámenme pesado pero lo volveré a decir, nunca nos enteramos de nada, va de cuerpos lindos, de sitios inusuales donde practicarlo, de postureo, en definitiva, va de lo que constituye la realidad cotidiana en la que nos movemos, de imágenes. En este contexto resulta mucho menos sorprendente la noticia de que una joven mexicana, hija de una familia de medios en un país con más de 3.000 fosas clandestinas reconocidas, en el que los padres de niños con cáncer protestan por la falta de medicamentos, con casi 100 muertes violentas al día, se cayó desde una altura de 25 metros mientras practicaba yoga colgada de la barandilla de su terraza para lo que iba a constituir una nueva entrada en su canal de YouTube. Podrán pensar de ella lo que quieran, pero, a mí me parece que, después de romperse más de 110 huesos de su cuerpo y pasar 11 horas en el quirófano, esta jovencita ha conseguido acercarse mucho más a la liberación que todo el resto de los occidentales que han practicado yoga.