domingo, 24 de diciembre de 2017

Vencedores...

   Me gustan las noches electorales porque, a diferencia del resto del año, todo el mundo es feliz, todo el mundo ha ganado y todo el mundo ha cumplido sus objetivos. Cualquier majadero que no ve más allá de sus narices, puede proclamar: “la República Catalana ha derrotado a la monarquía del 155" y la legión de papagayos repetirán la consigna convencidos de que así ha sido... así ha sido, en efecto, como se han ocultado los hechos detrás de tantas "victorias". 
   Les voy a contar un secreto que los independentistas desconocen por completo: Ciudadanos ha ganado sus primeras elecciones y resulta fácil augurar que no serán las últimas. Ha ocupado el espacio político del PP, ha atraído el voto de los aterrorizados por el procés, ha demostrado que puede movilizar a los abstencionistas y ha alcanzado unas cotas que muy pocos podían imaginar cuando Albert Rivera consiguió entrar en el Parlament con un discurso que por aquel entonces muchos consideraban extremista y que hoy todos asumen. Su éxito es tan memorable que ni ellos mismos se lo creen, de ahí un error estratégico que, probablemente, les ha perjudicado. En la fase final de la campaña, movida, con toda seguridad, por sus analistas, Inés Arrimadas se dedicó a atacar al PSOE en su deseo de arañarle votos. Como han demostrado los resultados, la mayoría de sus votos no salían de ahí, sino de todos esos votos que sus analistas no contabilizaban porque no se habían producido hasta ahora. Sin ese error, sus resultados podían haber sido incluso mejores. En cualquier caso, semejante triunfo consiste en poco más que un brindis al sol que no le permitirá gobernar. Sin embargo, en esta debilidad estará su fuerza, pues la carencia de poder ejecutivo real que tiene hasta ahora Ciudadanos, ha impedido que veamos si y en qué pueden diferenciarse sus políticas de las de otros, lo cual constituye para ellos una enorme ventaja.
   El vencedor moral de la noche resulta difícil de identificar. ¿Quién ha vencido? ¿el PDeCat? ¿Junts per Catalunya? ¿Puigdemont? ¿Los tres? ¿Ninguno? Muchos se esfuerzan por asegurar que, como el misterio de la Santísima Trinidad, se trata de tres personas en una, pero eso es lo que los psicólogos llaman personalidad múltiple y suele requerir un arduo tratamiento para que la cosa no se desmande más allá de lo pintoresco. En el PDeCat se habían tomado en serio lo que Puigdemont había repetido de no presentarse a las próximas elecciones y habían llegado a confeccionar un programa electoral centrado en la economía y con ligeras alusiones independentistas. Craso error. Como todo el mundo sabe, con Puigdemont nunca se sabe. Vive en el brumoso mundo paralelo que caracteriza la capital comunitaria. Su autoproclamación como candidato no fue demasiado mal recibida. Más de uno esperaba quedar por detrás del PSC, como decían las encuestas, para sacar los cuchillos y hacer limpieza. Hay que recordar que el PDeCat está plagado de gente acostumbrada al reparto generalizado de poltronas, que vio como cierto mal transitorio, tener que compartir las prebendas con ERC y gente ajena a las procelosas aguas de los partidos políticos. Ahora se encuentran con que “el mal transitorio” se convierte en la costumbre. Los despachitos se van a repartir en función de hasta qué punto puedan aparecer en la foto como los bobblehead del President y no en base a la jerarquía del partido o del trabajo realizado en él, pegando carteles, organizando mítines o haciendo la pelota al cacique de turno. El propio grupo parlamentario tendrá 19 miembros ajenos al PDeCat, cuya organización en absoluto está claro si va a correr a cargo del partido o se va a realizar directamente desde Bruselas. Por si fuera poco, hay mucha labor por realizar de esa que los independientes no son capaces de hacer. La “mayoría absoluta” de los independentistas no pasa de ser virtual. Han perdido dos escaños respecto de las pasadas elecciones y ocho de sus correligionarios se hallan en la cárcel o disfrutando de la cerveza belga. Van a tener enormes trabas legales, primero para configurar la mesa del Parlament y, después, para conseguir sacar adelante una investidura. Como poco necesitarán la abstención de Cantalunya en Comú. Se imponen, pues, negociaciones arduas y alambicadas, de ésas a las que están acostumbrados los profesionales de la política y que difícilmente se pueden hacer por videoconferencia. Puigdemont tendrá que echar mano, pues, de un partido al que viene ninguneando sistemáticamente pero con el que no puede romper porque no sería nada sin él. Resulta, sin embargo, muy fácil adivinar qué va a hacer: lo que sea más indigerible para quienes se han sentido los triunfadores morales de la noche electoral.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Contra el sesgo de género en los cuentos (3 de 3)

   Incluso en “El lobo y los siete cabritillos” a los hombres se nos pone a caldo. Como no podía ser menos, el hombre de la casa se halla ausente. El que, en este caso, sea el macho de la cabra y que, por tanto, ésta haya tenido algo que ver en que se marchase para entregarse al consumo de hierba, ni se menciona. Es ella, valerosa, emprendedora, la que asume la responsabilidad de alimentar y proteger su prole, aunque eso le suponga correr el riesgo de dejarlos solos en casa. Aquí tenemos, de nuevo, al taimado lobo, dispuesto, en cuanto se presenta la menor excusa, a travestir su voz y hasta maquillarse para dar rienda suelta a sus perversiones ensañándose con los pobres cabritillos. ¿Quién ayudará a la compungida cabra a rescatar a sus tiernas criaturas? ¿Un macho bravío? ¿el primogénito tal vez, al que la testosterona empieza a fluirle por las venas? No, le ayuda un cabritillo recién salido del armario o del reloj de pared, que, como es natural, empatiza con el dolor femenino. Entre ambos van a buscar al lobo, que, de nuevo, se ha guardado toda la comida para él, sin pensamiento de compartirla con sus crías, ni con la loba de su mujer y duerme una merecida siesta tras una jornada en el andamio. Por supuesto, el cuento termina, como no podía ser menos, con la cesárea ritual que hace pagar al macho todas las penalidades causadas.
   Vayamos ahora a los cuentos con dos protagonistas. Uno será un alma bella, hermosa, dotada de virtuosas cualidades tales como la empatía, la compasión, la inquietud intelectual y demás. ¿Corresponderá esta alma bella al personaje masculino? Ni por asomo. El personaje masculino es egoísta, cruel, inmisericorde, dado a la venganza, el vocerío y el ejercicio de la violencia, una mala bestia, vamos. Y si se trata de que el protagonista sea, por fin, masculino, el macho de alguna especie, ¿qué lo convertirá en el eje central del cuento? ¿su habilidad para cambiar bombillas y arreglar desperfectos eléctricos? ¿sus conocimientos acerca de cómo desinstalar programas del ordenador cuando causan problemas? ¿sus aciertos a la hora de diagnosticar lo que le ocurre al coche o a la hora de efectuar chapuzas de albañilería? No, va a protagonizar la historia por ser feo. Pero no feo, como esos patitos que por feos son hermosos, no. Es feo, feo, feo. Tan feo que cuando comía maíz creían que era un murciélago comiendo limón. Tan feo que la gente en lugar de echarle miguitas de pan le tiraban cacahuetes. Tan feo que su pata madre le decía: “no me sigas, no me sigas”. Una vez fue a un concurso de patitos feos y lo expulsaron por asustar al resto de participantes. Cuando una pata, hablando de él, le preguntó a otra: “¿tú cuántos años le echas?” la otra le respondió: “¿yo? La cadena perpetua, ¿has visto lo feo que es?” ¿Qué se hace con un patito al que su fealdad denota como macho antes incluso de escuchar su tono de voz? Pues reírse de él. Los machos son tan feos que causan risa. Eso sí, si quiere llegar a ser elegante, si quiere conseguir que lo respeten, si quiere levantar admiración, deberá renunciar o bien a ser pato o bien a ser macho, deberá ser un cisne, como esos que marcan el pas de deux con un tutú en el lago que les procuró Tchaikovsky. Por cierto, que esta es otra historia que se las trae, con un príncipe rarito donde los haya, en este caso por la vía zoofílica.
   Cuando por fin nos encontramos con un cuento en el que, desde el protagonista hasta los secundarios pertenecen al sexo masculino, se trata de un rosario de sadismos cada cual más virulento, por mucho que no estemos hablando propiamente de un cuento popular. Pinocho, en efecto, es un embustero patológico, tallado por un carpintero gruñón, misógino y que, por mal progenitor, acaba encarcelado. Hay algo equívoco en el hecho de que el apéndice de Pinocho crezca cuando miente, pues todo el mundo sabe que en los hombres el proceso ocurre exactamente al contrario, en cuanto nos crece el apéndice mentimos como bellacos. En cualquier caso, Pinocho se ve conducido inevitablemente al mal camino, asesinando a un grillo, quemándose los pies y siendo ahorcado por dos congéneres masculinos. De todos sus encuentros el único que le procura algún bien es (¿lo adivinan?) el de una niña-hada. Y menos mal, porque cuando en el cuento no aparecen féminas por ninguna parte, como en "El lobo y los tres cerditos", todo se reduce a una competición para ver quién la tiene más dura... la casa me refiero.
   Sí, desde luego, yo también creo que los cuentos tradicionales deben reescribirse, pero para borrar de ellos los denigrantes estereotipos sexuales que se le atribuyen a los hombres. Colocando estos estereotipos en las delicadas mentes infantiles, lo único que podemos hacer es inclinar a nuestros hijos a reproducir semejantes roles, por lo que es necesario extirparlos. O reescribimos los cuentos infantiles en pro de una verdadera igualdad,  o se los deja tal y como están, pues si han pervivido durante tanto tiempo quizás sea porque encierran una densidad de significados que las mentes infantiles perciben sin dificultad, pero que, obviamente, no alcanzan a comprender las adultas mentes del feminismo subvencionado.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Contra el sesgo de género en los cuentos (2 de 3)

   El cuento de Blancanieves, no trata mucho mejor a los hombres. Para empezar tenemos un padre que, antes de que su tálamo pudiera enfriarse, ya le buscó sustituta a su difunta esposa, un pibonazo impresionante. Por supuesto tras el matrimonio, la gachí, comenzó a prestarle más atención a su espejo que a él, así que el padre se pasa todo el cuento ausente, bebiendo con el padre de Caperucita en el bar. Mientras, su esposa intenta deshacerse de la pobre Blancanieves, la cual, una vez más, frente a los personajes masculinos de los cuentos, es un dechado de virtudes físicas y morales. Blancanieves acaba encontrándose con lo que parece ser un after hours de puretas, pues no hay un hombrecillo que merezca la pena. Los siete que encuentra son cortos de estatura, además uno es mudo, el otro gruñón, el otro un sabiondo, el otro parece tener alergia al oxígeno, el otro tiene timidez patológica y los dos últimos son adictos, uno a la heroína, que lo mantiene perpetuamente adormecido, y el otro a la cocaína, que le provoca una persistente risa nerviosa. Entre los siete apenas componen medio hombre, pero como Blancanieves está un poco desesperada, decide irse a vivir con ellos. Descubre que siete hombres no son suficientes para coserse un botón, tener una cocina en condiciones y, en definitiva, llevar una casa, así que asume ella misma las tareas, pues, aparte de bella, generosa, inteligente y demás, también posee una extraordinaria capacidad de trabajo. Falta para completar tan penoso elenco masculino el príncipe, un guaperas que al principio no entendemos qué hace vagando por el bosque, hasta que comprobamos el ansia que se asoma a su rostro tan pronto como ve a Blancanieves, más blanca que la pared, yacente y sin respirar. La profunda necrofilia que padece lo lleva a morrearla con lengua, atrocidad que permite desatascar el trocito de manzana que se le había atragantado a Blancanieves y, para desencanto del príncipe, la revive.
   La pandilla de borrachines del bar “Érase una vez” no estaría completa sin el padre de Cenicienta. Una vez más, un cabeza de familia que no se entera de nada y que, en los momentos clave, se halla ausente. Pero éste ya riza el rizo. No sólo le faltó tiempo para sustituir a su mujer, además, se buscó una viuda, divorciada o separada, de bruscos modales, con tres hijas y que, si hemos de juzgar por los genes que éstas portan, es fea, gorda y con verrugas. La historia de Cenicienta no es una historia de mujeres, es una historia entre mujeres, pues Cenicienta despierta rápidamente la envidia de su madrastra y sus hermanastras por su belleza, candidez y buen hacer. Sabido es que los hombres no criticamos a los hombres que son más guapos que nosotros... harta desgracia tienen con ser maricas. El caso es que Cenicienta, por la intervención no de un mago o de un hechicero, no, sino de una hada madrina, acaba cumpliendo su sueño. Los magos, los hechiceros, siempre son malos, oscuros y liantes. Si uno quiere un poco de magia buena, tiene que acudir al hada madrina, que digo yo que ya va siendo hora de que en los cuentos aparezcan también hados padrinos, ¿no? Total, que Cenicienta se planta en el baile del príncipe, el cual, al verla se queda prendado de ella. Pero no se queda prendado de su bello rostro, de su hermosa figura o de su precioso porte como haría cualquier hijo de vecino. Cuando Cenicienta desaparece, al príncipe no se le ocurre ir por las calles intentando ver a su amada. De su cara ni se acuerda. Hasta aquí no hay nada anormal. Una chica con talla noventa de sujetador no debe esperar que su novio se acuerde del color de sus ojos, por lo menos hasta el día de la boda. Pero el príncipe no va por ahí pidiendo que las damas de su reino se prueben un sujetador. Todo el tiempo que ha estado con Cenicienta no ha hecho más que mirar sus zapatos, uno de los cuales reconoce en cuanto lo ve en todo ese montón de zapatos que suelen quedar desperdigados cuando acaban las fiestas... por lo menos las fiestas a las que yo voy. Aquí tenemos de nuevo a un príncipe, podófilo o fetichista, no se sabe qué es peor, dispuesto a casarse con la primera dama que tenga un pie como aquellos de los que se ha enamorado, hasta el punto de que no le importa el carácter ni las verrugas de las hermanastras de Cenicienta. Si sus pies hubiesen cumplido las reales expectativas, habrían acabado casadas con el príncipe. Al final, como es lógico, se reencuentra con Cenicienta y el príncipe puede pasar sus días bebiendo champán en sus zapatos, que para eso el hada madrina los hizo de cristal, cosa que lleva a sospechar que esta hada conocía ya el fetichismo del príncipe, tal vez de cierto negocio regentado por ella que aquél visitaba con frecuencia.

Contra el sesgo de género en los cuentos (1 de 3)

   Ha venido imponiéndose, hasta casi convertirse en el discurso único, un cierto relato según el cual la mitad de la humanidad, a saber, la que no compite por ver cómo de lejos llega su pipí, ha sido sometida, vejada, humillada, maltratada y negada culturalmente por la otra mitad. Afortunadamente, continúa ese discurso, en nuestras sociedades de capitalismo feroz, de mercado libre, de democracias de funcionamiento impecable, de gobiernos preocupados por los más pobres, de estados que repugnan cualquier forma de violencia, esa mitad de la humanidad se halla próxima a su plena liberación. Frente a tal discurso único se levanta la patética diatriba de unos cuantos que, aceptando efectivamente ser de la mitad privilegiada, cree necesario patalear para conservar sus supuestos privilegios, causando pudor ajeno y contribuyendo a la imposición del discurso único. Nos hallamos, en boca de unos u otras, ante una historia de blanco y negro, de opresores y oprimidos, de buenos y malos, que machistas y feministas comparten, aunque desde posiciones estratégicas diferentes. A semejante modo de plantear las cosas no lo amparan los hechos sino la plétora de papanatas que cree que repetir lo que les dicen es tener ideas propias. Siempre que alguien se empeña por insistir en una historia con semejantes características tenemos derecho a poner en duda su estado mental, sus intereses, a veces nada ocultos, o ambas cosas. La realidad, la historia, los hechos, son de otra naturaleza, tienen una rica paleta de matices y, por encima de todo, nunca son fáciles, ni simples. 
   Un ejemplo de cuanto vengo diciendo lo tenemos en los cuentos infantiles. Con el poco disimulado empeño por ponerle copyright a lo que siempre han sido narraciones de propiedad pública, se han ido lanzando todo tipo de intentos por hacer caja con la excusa de la defensa de las mujeres oprimidas. Como cabía esperar, ni la originalidad les pertenece. Plagian descaradamente los Cuentos políticamente correctos con los que James Finn Garner ya trató de advertirnos contra el dislate hacia el que nos encarrilábamos. Los cuentos populares encierran un sesgo machista que debe ser eliminado de ellos si queremos crear generaciones de mujeres emancipadas, se nos sermonea de cotidiano. Como todo sermón, éste tampoco está libre de contradicciones. Nos hallamos ante cuentos, originalmente, de transmisión oral. Por tanto, el narrador de tales cuentos debió ser quien introdujera en ellos los estereotipos de género que contienen. Ahora caben dos opciones. La primera es que esos estereotipos fueran puestos ahí por hombres, con lo que su papel en la educación de los hijos ha sido tradicionalmente mayor de lo que las feministas nos quieren hacer creer. La segunda opción es que esos estereotipos fueron puestos en los cuentos por las mujeres, que siempre han cargado con la crianza de los hijos, en cuyo caso las feministas deben concluir que tales mujeres fueron tontas de capirote por perpetuar estereotipos que las desfavorecían, juicio con el que no mostrarán desacuerdo alguno cuantos machistas corren por este mundo. 
   La verdad, como digo, tiene siempre sus matices. Ciertamente los cuentos fueron transmitidos por mujeres que, precisamente por eso, introdujeron un clarísimo sesgo en ellos. Los cuentos infantiles vocean estereotipos acerca de los hombres, clara información acerca de su poca valía y una vergonzante y vergonzosa imagen de los mismos. Si hemos de creer los cuentos populares, los hombres somos irresponsables, violentos, mentirosos, taimados e irremediablemente dados a la perversión en lo sexual. No digo yo que muchos hombres no sean así, pero no todos. Algunos de nosotros no caemos en tales categorías... somos aún peores.
   Tomemos el cuento de Caperucita. Como muchos otros, es un cuento de mujeres, los hombres apenas si aparecen incidentalmente. El padre de Caperucita, para empezar, está ausente. Se desliza con pocos miramientos que el hombre de la casa, como todos los hombres, está de copichuelas en el bar mientras ocurren las cosas importantes. Lo más parecido a un personaje masculino de relevancia en este cuento es el lobo. El lobo, que no la loba. Caperucita se ocupa de alimentar a su abuelita enferma, la cabra va a comprar comida para sus cabritillos, pero la loba, ésa no caza, ni descuartiza tiernas niñas, ni devora cerditos, es vegana y se esfuerza por alimentar de verduras y frutas a su prole mientras el fiero lobo se lo come todo sin aportar a casa ni un miserable pinrel de la abuelita. Lo que sí hace es vestirse con sus ropas, primera muestra inequívoca de que todo hombre encierra cierta perversión oculta y, por supuesto, se pone tan nervioso cuando Caperucita le pregunta acerca del tamaño de sus atributos que se lanza sobre ella y la devora también. Afortunadamente en ese momento llegan dos figuras igualmente masculinas, dos leñadores a los que los gritos les han impedido disfrutar del partido de fútbol que estaban viendo y, mostrando la naturaleza iracunda de los hombres, sin mediar palabra con el lobo, ni pedirle explicaciones y ni siquiera sopesar las pruebas de su felonía, se vengan de un modo que sólo puede haber maquinado alguien del sexo femenino: practicándole una cesárea.

domingo, 26 de noviembre de 2017

El capitalismo y la ciencia

   A finales de los años 20, la prensa soviética comenzó a llamar la atención sobre el trabajo de un ingeniero agrónomo llamado Tronfim Lysenko. Apoyándose en la “vernalización”, Lysenko desarrolló el Michurinismo, improbables nombres con los que ocultaba una mezcla de lamarkismo y darwinismo de segunda mano absolutamente tóxica y ajena a cualquier cosa que merezca llamarse ciencia. El estalinismo vio en él la personificación del campesino ilustrado, crítico con el mundo académico en el que Stalin nunca confió, mucho más centrado en la praxis que en la teoría, en la motivación de las masas que en los experimentos, en las necesidades inmediatas que en las explicaciones. Lysenko cogió onda y comenzó a defender la influencia del medio por encima de la herencia de los caracteres genéticos a los que acabó considerando una desviación capitalista, un corolario del “mito” del ADN.
   En Occidente, el lysenkoísmo siempre se ha visto como el desvarío que se produce cuando el poder se inmiscuye en la ciencia, la deriva inevitable de las dictaduras del pensamiento de las que nos protege la libertad del mercado. De hecho, éste ha constituido uno de los presupuestos típicos del pensamiento del siglo pasado, la idea de que libertad de mercado y ciencia libre constituían sinónimos. Quizás el ejemplo más palmario lo podemos encontrar en los escritos de ese fabuloso embaucador llamado Karl Popper. Popper propuso una explicación ridícula acerca del funcionamiento de la ciencia para, a continuación, en La sociedad abierta y sus enemigos, mostrar cómo un análogo de ese procedimiento constituía la base de las sociedades democráticas y libres. Muchos criticaron la absoluta carencia de base de sus teorías acerca de la ciencia, pero muy pocos discutieron el vínculo entre ciencia, democracia burguesa y capitalismo que se deducía de sus planteamientos políticos. La ciencia, si quería merecer el título de tal, debía poseer el mismo carácter “abierto” que las sociedades democráticas y ambas, ciencias y democracias, habían de regirse por principios de libre competencia exactamente igual que nuestros mercados. 
   Sin embargo, como ya he comentado reiteradamente, cuando el mercado goza de libertad, nadie más disfruta de ella. Un mercado libre no quiere ideas originales, quiere ideas que vendan, dicho de otro modo, que le plazca a una mayoría dispuesta a comprarlas. Un mercado libre no quiere verdades, quiere cosas que parezcan verdaderas o, mejor aún, que parezcan auténticas, como la máscara de Darth Vader, la auténtica crema rejuvenecedora que no puede rejuvenecer eternamente o el medicamento que, mejor que curar, alivia los síntomas. Un mercado libre no soporta lo único, prefiere con mucho lo repetible, lo reproducible, aquello de lo cual se pueden fabricar tantos ejemplares como para maximizar los beneficios. Y, por encima de todo, un mercado libre no tolera individuos que rehuyan los estándares, las categorías, los procedimientos trillados para hacer las cosas. Ciertamente, la ciencia debe utilizar procedimientos estandarizados, debe basarse en experimentos repetibles y no busca la verdad, sino el conocimiento comprobado. Pero por aquí podemos atisbar ya la existencia de un conflicto: la ciencia intenta hallar la mejor explicación posible de los hechos, el mercado busca lo que pueda parecer mejor a los compradores potenciales. Dicho de otro modo, la ciencia quiere perdurar, el mercado la obsolescencia programada.
   El problema se agudiza si mencionamos otra característica de la ciencia: la publicidad. Para que una teoría científica pueda considerarse tal hay que hacerla pública, debe alcanzar a todos los que poseen un conocimiento potencial en la materia. Sólo si se hace pública puede resultar criticable, puede intentarse la búsqueda de alternativas, de comprobaciones o de errores. Sin carácter público no hay ciencia. Ahora bien, desde el siglo XIX, la ciencia ha avanzado a tal ritmo que esta aspiración no puede verse colmada por los libros, demasiado lentos en su aparición y divulgación. De aquí la proliferación de publicaciones científicas en los diferentes campos, en forma de boletines y revistas de diferente periodicidad. En los últimos años, incluso ellas se han vuelto demasiado lentas y han visto  sustituido su papel por sus correspondientes versiones electrónicas.
   El mundo de las publicaciones científicas tiene características muy peculiares. Por una parte, su mantenimiento exige una cantidad significativa de dinero. Se necesita pagar a todos o a parte del comité de redacción, del personal encargado de las revisiones, además de los costes de maquetación, de impresión y de distribución. Obviamente, ninguna revista científica tiene un público amplio dispuesto a sufragar lo que cuestan. Más bien sus posibilidades de subsistencia se hallan en  un procedimiento contrario, subir su precio hasta el punto de que los suscriptores particulares no puedan pagarlo. Entran entonces en juego los suscriptores institucionales, bibliotecas y departamentos, a los cuales se les puede exigir cada año más dinero sin un límite claro. Estas suscripciones apenas si lograrán mantener a la revista en cuestión en el nivel de la más pura subsistencia, en la incertidumbre constante de si habrá fondos para publicar el próximo número o no, a menos que la revista en cuestión goce del apoyo de alguna institución... o pueda introducir publicidad. Por definición, esta segunda posibilidad queda prácticamente excluida en el caso de las revistas de humanidades o definitivamente “teóricas”. Sin embargo, conforme nos vamos acercando a la praxis, la publicidad adquiere cada vez mayor importancia. Y así llegamos a una ciencia decididamente práctica como la medicina y a esas impresionantes revistas que se gastan en las que tan bien quedan los anuncios de las empresas farmacéuticas. ¿Cuánto tiempo podría subsistir una de estas revistas sin los ingresos de semejantes anuncios?  Por tanto, los artículos “científicos” que aparecen en ellas deben cumplir con los requisitos propios de la ciencia y con los intereses de los anunciantes que garantizan la existencia misma de la revista y de la posibilidad de que los avances científicos se hagan públicos, quiero decir, de la ciencia misma. La “ciencia” queda así sometida a los libres designios de un mercado que ha encumbrado a un puñado de empresas al nivel de poder decidir lo que se publica o no. Sin embargo, no se entenderá la situación en la que nos encontramos, si se piensa en tal poder como una simple censura. Ocurre exactamente lo contrario. Las empresas farmacéuticas, como todo régimen represivo, hace proliferar los discursos acerca de aquello que le interesa, publicando supuestos estudios redactados por sus departamentos de marketing y firmados por prestigiosos especialistas del sector, aireando informes acerca de los beneficios de medicamentos que no han superado la fase clínica y sembrando la alarma sobre los sectores en los que se halla próxima a comercializar medicamentos. De este modo, la industria, el capitalismo, la “libertad del mercado” ha conseguido corroer la supuesta objetividad de la ciencia hasta dejarla vacía de contenido. El problema radica en que Lysenko se dedicaba a sembrar trigo, la industria farmacéutica nos suministra los supuestos remedios contra nuestras enfermedades.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Hipertensos todos

   Vivimos en un mundo tan triste y con tantas malas noticias que me emociono cada vez que leo una buena, aunque afecte a un número muy reducido de personas. Y si se trata de que ese reducido número de personas lleva años luchando ferozmente para conseguir un objetivo y, al fin, lo ha logrado, casi no puedo evitar que se me salten las lágrimas. Eso me ocurrió el viernes. Ese día, cautivada y convencida la Asociación Americana del Corazón, el big pharma, alcanzó su objetivo de fijar la definición de hipertensión arterial en unos valores de 130/80 mm Hg. Una guerra ha terminado... Ahora empieza otra. Mientras tanto, la vanguardia de los defensores de la salud que conforman los altos directivos y accionistas mayoritarios de las grandes empresas farmacéuticas brinda con champán, no por la cantidad de vidas que van a salvar, desde luego, sino por la lluvia de millones que se les viene encima. Se lo tienen merecido. Han peleado con su habitual tenacidad, empleando todo tipo de métodos, desde la presión informativa al puro y simple soborno, para expandir su mercado desde un tercio de la población hasta casi la mitad de ella. Porque, en efecto, desde ayer la mitad de la humanidad se halla presa de la plaga del siglo XX (y XXI). No hemos de olvidar que al 46% de personas cuya tensión se sitúa en los umbrales del 130/80, hemos de añadir el 10-15% de personas hipotensas. Tampoco hemos de olvidar que la Asociación Americana de Cardiología, recomienda comenzar la vigilancia de la tensión arterial a los tres años. Y, finalmente, no hemos de pasar por alto que uno no “hipertensiona”, ni “tiene la tensión alta”. Si en un par de ocasiones las mediciones de su tensión arterial han sobrepasado los umbrales marcados actualmente, de modo automático, se dice de Ud. que “es hipertenso”. Se “es hipertenso” todo el tiempo que las cosas “son”, quiero decir, se “es hipertenso” todo el tiempo que se “es hombre o mujer”, “Darth Vader es el padre de Luke Skywalker”, o que “dos más dos son cuatro”. Por tanto, si le han controlado la tensión desde los tres años y con catorce unos pandilleros del barrio le dan una paliza en la esquina y el matón del instituto la toma con Ud. en el recreo y sus padres se separan, hará bien en tomar pastillas contra la tensión alta durante los siguiente 65 años de su vida. Si no me creen, hagan la prueba. Vayan a su médico y explíquenle que tuvieron una etapa en la que su tensión subió por encima de los 130/80, pero que de ese período han pasado 15 años, sin que hayan vuelto a tener la tensión alta. Pregúntenle si pueden dejar de tomar la pastillita diaria y obtendrán la misma respuesta inmisericorde: “tú sigue tomándola por si acaso”. Su médico se ahorrará terminar la frase aunque Ud. no dejará de oírla resonar en su cabeza “... porque tú eres hipertenso”.
   Ya tenemos aquí al filósofo loco de siempre diciendo las tonterías que sólo un filósofo puede decir. ¿Acaso no sé que la hipertensión aumenta el riesgo de sufrir infartos de miocardio? ¿Acaso nadie me ha explicado que los infartos constituyen la principal causa de muertes en occidente? ¿Qué pretendo, que la gente renuncie a un fácil medio a su alcance de evitar la muerte?  Me gustaría pensar que sí, que realmente pretendo el disparate de evitar que la gente renuncie a un fácil medio de evitar la muerte, me gustaría no saber que los infartos constituyen la principal causa de muerte en occidente y me gustaría no haberme preguntado nunca si la hipertensión aumentaba los riesgos de infartos de miocardio. Los filósofos del siglo XX creyeron que en nuestras cabezas hay los pensamientos provocados por ciertas moléculas que fluyen por nuestro cerebro, después se tomaban sus pastillas contra la tensión y nunca llegaron a preguntarse si acaso no pensarían todos lo mismo porque tomaban las mismas pastillas. A mí me gustaría haberme tomado también sus pastillas y pensar como piensa todo el mundo y creer lo que todo el mundo cree y leer lo que todo el mundo lee. Pero no, un día se me ocurrió leer el informe de 1985 en el que se decía que de cada 850 hipertensos medicados, uno se libra del infarto y eso con los estándares de hipertensión manejados en 1985. Con los aprobados el viernes, la cifra se puede rebajar a uno de cada mil y pico.
   Se me ocurrió leer la historia de Vioxx, el fármaco contra la hipertensión de Merck, que mató a más de 140.000 personas por infarto, efecto secundario que la empresa conocía desde las pruebas clínicas y que ocultó, pues, de acuerdo con las máximas de la industria farmacéutica, no debes dejar nunca que unas cuantas muertes te arrebaten un buen negocio. Merck ganó con Vioxx 2.500 millones de dólares y ha pagado hasta ahora 970 en indemnizaciones. En la fecha de su retirada, la empresa había comenzado a financiar estudios que demostraban su eficacia en el tratamiento del acné.
   Se me ocurrió, en fin, informarme de que la hipertensión no existe en las sociedades de cazadores-recolectores ni en las centradas en el pastoreo y que la hipertensión, como los infartos, afectan, sobre todo, a personas sometidas a discriminación, bajo estatus social y trabajos estresantes. La hipertensión no constituye la causa última del infarto, constituye únicamente una señal de alarma. Señal de que vivimos una vida muy diferente de la que vivieron nuestros antepasados, de lo que hasta ahora se había considerado una vida humana. Así pues, sólo me quedaron dos opciones, o concluir que el etiquetado como hipertensos de la mitad de los seres humanos constituye una estrategia descarada por hacer caja y que acabará por enfermarnos a todos gracias a los efectos secundarios de los modernos hipotensores o concluir que tratan de ocultarnos la morbidez de nuestras sociedades occidentales a base de empastillarnos.

domingo, 12 de noviembre de 2017

PNC

   El principio de no contradicción (PNC, en su abreviatura típica en español), constituye uno de los pilares básicos de la lógica clásica desde los tiempos de los eléatas Parménides y Zenón, que lo usaron con soltura. Dice que no se puede predicar de algo, a la vez, una cosa y su contraria. Para los griegos debió constituir un regocijante logro haber hallado algo que parecía una evidencia matemática referida a realidades no matemáticas. Proporcionaría algo así como la certeza última de que todo se hallaba organizado racionalmente, de que existían verdades eternas a las cuales uno se podía aferrar por mucho que los escépticos pretendieran mover el árbol del conocimiento. No obstante, tal y como lo utilizaron, más que un principio, constituía una herramienta para desenmascarar embusteros, pues si se llegaba a una contradicción, resultaba evidente que habríamos de negar las premisas de las cuales partimos.
   La expansión de las religiones monoteístas cambió sensiblemente el panorama. Un Dios omnipotente difícilmente podía ver con buenos ojos algo tan inmutable fuera de sí mismo. La cuestión se transformó, pues, en si Dios podría crear algo contradictorio, un día con luz solar, un triángulo con cuatro lados o un hombre no vanidoso. Como cabía esperar, la polémica se inclinó hacia la idea de que sí, que la omnipotencia de Dios se hallaba por encima de cualquier principio lógico, de modo que Dios podía crear lo que le viniera en gana. El mundo habría resultado de su entero arbitrio sin tener en cuenta ley, norma o principio alguno. Tal opción no dejaba de producir vértigo ya que implicaba que asesinar debía calificarse como algo malo porque Dios lo había querido así y no porque hubiese nada malo en el acto mismo de asesinar a alguien. Mientras que teológicamente la disputa enfilaba esta dirección, en lógica comenzó a formularse un argumento no menos sorprendente y que encontramos enunciado en Duns Scoto de esta manera: “Sócrates corre y no corre, luego tú estás en Roma”. Se puede demostrar la corrección de tal argumento y, de hecho, constituye otra regla lógica, conocida como Ex Contradictione Quodlibet (EXQ), que quiere decir que si hemos llegado a una contradicción, a partir de ahí se puede extraer cualquier conclusión. Las repercusiones para la disputa teológica resultan evidentes. Colocado por encima del principio de no contradicción, Dios puede hacer lo que quiera. O, dicho de otro modo, si nos embarcamos en un discurso que, como el bíblico, hace caso omiso del principio de no contradicción, entonces la lógica, la razón, ya no nos sirven para entender las cosas y sólo nos queda la fe, “credo quia absurdum”, que decía Tertuliano.
   Parece, como todas las polémicas medievales, algo abstracto y alejado de la realidad cotidiana, ¿verdad? Pues apliquémoslo ahora a la política. Que se obtengan cargos y prebendas gracias a unas leyes a las cuales, ipso facto, se les niega toda validez; que se reciba dinero de un gobierno con el cual se pretende negociar de tú a tú; que un partido se diga anticapitalista y, a la vez, establezca un pacto indisoluble con la quintaesencia del capitalismo español (la burguesía catalana); que el inefable Oriol Junqueras aspire a ocupar el cargo de Puigdemont a quien no deja de reconocer como el President legítimo; que se rechace la vigencia de la Constitución, pero se acepte sin rechistar la aplicación de uno de sus artículos (el famoso 155); que se aliente a la lucha pacífica contra la aplicación de tal artículo mientras que quien lanza tal mensaje se dedica a hacer turismo por Bruselas; que se subraye la firme voluntad de permanecer en la Unión Europea pese a abandonar España y, al mismo tiempo, se busque refugio bajo el ala más nacionalista y euroescéptica del arco político comunitario; que alguien ejerza el cargo de presidente del gobierno catalán en el exilio mientras se presenta al cargo de presidente del gobierno catalán en el interior; todas estas constituyen otras tantas infracciones del principio de no contradicción, al cual, como al resto de leyes lógicas y jurídicas existentes, el independentismo catalán se ha puesto por montera. Los licenciados en historia de este país se hallan al borde de una epidemia de úlcera de estómago de tanto oír que el imperio romano se hubiese hundido diez siglos antes de no haberse apoyado en Cataluña, que a Colón lo parieron en los països catalans, que Els Segadors nació como un himno nacionalista, que en el siglo XVIII Cataluña sufrió no las consecuencias de la Guerra de Sucesión al trono de España, sino la invasión española, que Wilfredo el Velloso ejerció como presidente de la primera República Catalana Independiente, etc. etc. Semejantes desafueros, sin embargo, apenas si alcanzan el estatus de corolarios de las violaciones del principio de no contradicción.
   Ciertamente, muchos filósofos del siglo pasado me objetarían la relatividad de cualquier principio, el carácter eurocéntrico de la lógica clásica, incluso habrá quien invoque la desternillante dialéctica materialista para apoyar a los que tratan de quitar del tablero cualquier certeza última, cualquier verdad indudable. Ninguna de tales objeciones evita apelar a la regla Ex Contradictione Quodlibet y extraer como consecuencia que si el principio de no contradicción ha muerto, todo vale. Por tanto, los votantes de quienes tan vociferantemente han abjurado de él, no buscan un proyecto, un plan de futuro, unas nuevas normas de convivencia, se entregan, simplemente, al caprichoso arbitrio de los que, bajo el estandarte de la nueva fe, han de conducirlos a la tierra prometida, esa que se halla a los pies del precipicio.