Lo que habitualmente entendemos por vida consciente puede describirse como una trayectoria en un espacio analítico de amplísimas dimensiones cuyos ejes de coordenadas vendrían conformados por los estados posibles de las redes neuronales que resguarda el cerebro, que rodean el tracto digestivo y nuestro corazón, junto con el sistema inmunitario, el endocrino y nuestra microbiota. Entendida de semejante manera, habrá un conjunto de sistemas que den origen a ese espacio analítico, pero la desaparición de tales sistemas no implica la desaparición del espacio por ellos conformado. Tomemos un coche. Descompongámoslo en todas y cada una de sus piezas y configuremos con cada una de ellas una dimensión. En una se medirá, por ejemplo, el número de vueltas efectuadas por cada llanta, en otra los grados de giro del volante, el desgaste de las pastillas de frenos, el número de subidas y bajadas del pistón, la corrosión del tubo de escape, etc. A lo largo de su vida el coche irá describiendo una trayectoria en ese espacio analítico. Un día lo mandamos a un chatarrero. ¿Desaparecerá por ello el espacio analítico?
Una de las características de la conciencia consiste en negar los momentos en los que no se halla presente. La vida de los seres humanos viene conformada por un sin fin de huecos de los que no ha quedado ni rastro y con los que, sin embargo, nos sentimos muy confortables. Tome, por ejemplo, todos los recuerdos que tiene y sume su duración, ¿qué porcentaje del total de su vida conforman? Esto constituye la demostración suprema de lo erróneo de nuestra perspectiva habitual acerca de la muerte. Nos aterroriza el vacío absoluto, la ausencia completa de conciencia cuando, en realidad, ambos conforman nuestra vida cotidiana sin que sintamos terror alguno. ¿No deberíamos tenerle miedo a las horas muertas delante del televisor, a la inconsciencia que produce el alcohol, a la amnesia inducida por las drogas? No, paradójicamente, todo eso forma parte de lo que añoramos, de lo que buscamos a cualquier precio.
Tomemos el caso del sueño. Constituye una experiencia cotidiana. Cada día nos levantamos hablando de que nos hemos pasado "toda la noche" soñando. Sin embargo, nunca se sueña "toda la noche". Se sueña durante las sucesivas fases REM que pasamos cada noche. Con nuestra insuficiencia de sueño habitual, los occidentales rara vez alcanzaremos los 3 ó 4 minutos de sueños nocturnos de promedio. El horror al vacío de nuestra conciencia lo alarga ocupando las 5 ó 6 horas que llegamos a dormir. ¿Nuestra conciencia que tiene horror a reconocer su ausencia unas cuantas horas cada noche, que nos prepara un truco para evitar que nos demos cuenta de ello, no tiene también un truco preparado para la mayor de las ausencias?
Diferentes estudios realizados sobre personas que llegaron al borde mismo de la muerte y a las que después los médicos consiguieron recuperar, muestran testimonios muy curiosos. Los cristianos afirman haber llegado casi al final de un túnel en cuya salida se prefiguraban ya las alas de los ángeles, los musulmanes afirman haber oído la música de las odaliscas y los hindúes casi tocan el rabo de la vaca que había de conducirles al otro lado del río que separa el mundo de los vivos y el de los muertos. El profesor Yuri Serdivkov de la Universidad Estatal de Jabárovsk, presentó en mayo de este año una respuesta compatible tanto con los datos científicos como con la experiencia cotidiana. La idea se basa en la desconexión del cerebro que se produce en las etapas del proceso que lleva a la muerte. Primero se produce dicha desconexión respecto del resto de sistemas de procesamiento de información y, después, de sus partes constituyentes, pero de un modo que no puede calificarse de inmediato. Siempre que sufre una desconexión, el cerebro se dedica a producir realidad "con lo que tiene". ¿Qué tiene? Pues, cada vez menos. Primero los recuerdos de toda una vida, después los rasgos, las marcas primarias, esquemas generales de pensamiento, contenidos innatos procedentes de engramas básicos con los que nacemos, etc. Estos segundos de procesamiento resultarían esenciales para producir contenidos que nuestra conciencia podría alargar, de hecho, indefinidamente, pues ya no habrá señales que produzcan la reversión a otro estado, como ocurre durante el sueño nocturno. Y, sí, resulta bastante probable que, dependiendo de las marcas que hay en nosotros y que difícilmente se borrarían sin acabar con nuestra identidad, terminemos en el cielo, en el infierno, rodeados de odaliscas o fundidos con el universo en el estado de nirvana. Obviamente, no va a depender de lo que queramos. Depende de la convicción íntima que anida en lo más hondo de nuestros corazones o, teniendo en cuenta la capacidad de procesamiento de uno y otro sistema, quizás resultaría más apropiado decir en lo más profundo de nuestro colon. ¿Vivimos eternamente una alucinación? No, vivimos en una realidad de la que ya no salimos mediante cambios de estado mental inducidos por el resto de nuestro organismo. Por fin, vivimos exclusivamente de los productos de nuestro cerebro, prolongando un instante que para nosotros podría carecer de punto final y sobre el que no ejercemos más control que el que poseemos cada noche al soñar. Para más de uno, la posibilidad de hallarse en un estado dictado por lo que hay en lo más profundo de su cerebro, resultará aterradora o, tal vez, un consuelo. Creo que quienes han vivido una vida de violencia, odio, rencor y ambición tienen más motivos para lo primero que para lo segundo. En ningún caso creo que la posibilidad aquí esbozada deje de proporcionar sorpresas, pues no hay nada que el ser humano ignore con más frecuencia que su naturaleza íntima.
Hay varias cosas que deben quedar claras en lo dicho anteriormente. En primer lugar, podemos repetirlo de este otro modo: más allá de la muerte no hay nada, el vacío, la ausencia total de pensamiento, el "no-ser", el crematorio, el polvo y la desaparición... Pero quizás no llegamos nunca a ese momento y nos quedamos justamente en el paso anterior a él, prolongándolo indefinidamente. Ese instante eterno dibuja una posibilidad mucho más alentadora que las disparatadas formas de perdurar que buscamos los occidentales habitualmente.