domingo, 31 de agosto de 2014

NFL

   La única cosa buena que tiene la llegada de septiembre, es que comienza la liga de football americano. Mi interés por esta forma de espectáculo nació mucho antes de que hubiese ninguna cadena en España que transmitiera los partidos. Después pude contemplar uno o dos con cierta regularidad, después vinieron los resúmenes... El año pasado acabé viendo cuatro partidos cada semana, más otro de la liga universitaria y la totalidad de las Bowls. Al principio lo que atrae, por supuesto, son los trompazos que se pegan los jugadores. He visto alguno de los que no me cabe la menor duda, que me hubiesen matado de recibirlo yo. Tampoco hay lugar para mucho más porque, cuando uno comienza a contemplar partidos, tiene muchas dificultades para localizar el balón y entender lo que ha sucedido en la media docena de segundos que dura cada jugada. Poco a poco, con las repeticiones y si tienen suerte de oír buenos comentaristas, podrán ir entendiendo qué va pasando. No hay que desanimarse si uno se pasa toda una temporada en esta tesitura. A este nivel, el football americano aparece como el típico deporte de los EEUU, una pantomima para que todo se resuelva en el cara a cada entre dos jugadores. ¡Hasta han conseguido que el baloncesto se convierta en eso!
   El enganche se produce cuando uno se da cuenta de que, en realidad, estamos ante el deporte más en equipo de los que se practican en Norteamérica. En una jugada, cada jugador tiene una función específica, función que debe cumplir a la perfección si quiere que la jugada salga adelante. Ningún quarterback puede lanzar, ningún running back puede correr, si no hay media docena de jugadores que bloquean a los defensas rivales e impiden que los alcancen. Hasta los más alejados del balón tienen un papel que, de progresar la jugada, puede ser definitivo. Estos detalles, que yo alcancé a comprender sobre la tercera temporada que pude ver, tienen aún un trasfondo tras ellos. Existe, en efecto, otro nivel en el juego, un nivel que, más allá de los golpes y las jugadas espectaculares, lo hace definitivamente atractivo. En el fondo, todo es un juego psicológico o intelectual, una especie de endiablado ajedrez en cuatro dimensiones.
   La temporada de la NFL es la más corta de todos los juegos de masas. Un equipo que llegue a la final, apenas habrá jugado 20 partidos. En la primera semana de febrero todo ha terminado, hasta siete meses después. Pues bien, una de las tareas que acometen los equipos técnicos de cada equipo es revisar todas y cada una de las jugadas defensivas y ofensivas realizadas durante la temporada, así como las jugadas que han realizado el resto de equipos de la competición. Es un trabajo exhaustivo, meticuloso, que lleva a una serie de tomas de decisiones en la temporada siguiente. Si un equipo elije una jugada concreta en un momento concreto de un partido es porque hay toda una serie de razones para elegir esa jugada en ese momento concreto de ese partido y de esa temporada. Algunas se repiten insistentemente. Otras son casi secretas y aparecen en el momento más inesperado. La mayoría van orientadas a preparar una sorpresa para el rival. Hay quienes se quejan de que el juego ha convertido a los jugadores actuales en una especie de robots, con poca o ninguna capacidad de decisión sobre el juego. Es cierto, pero eso no lo empequeñece nada si uno lo toma como lo que son al fin y al cabo, peones de una partida de ajedrez con 20 asaltos.
   Una de las cuestiones que más echan para atrás a quienes tratan de iniciarse en este juego es la infinidad de reglas que lo controlan. Tengo entendido que el reglamento del football americano es más gordo que el Quijote. En cierta ocasión vi un partido en el que hubo una jugada. El reloj siguió corriendo, el minuto y algo que quedaba para el final del segundo cuarto se consumió y los jugadores se fueron al vestuario. Nadie se quejó, nadie protestó. Durante la semana se montó un enorme escándalo porque un periodista deportivo descubrió que, en ese tipo de situaciones, el reloj tenía que pararse, con lo que el equipo atacante hubiese tenido más posibilidades de anotar. Ni los miles de espectadores, ni los árbitros, ni los cuerpos técnicos, ni los comentaristas de la radio y la televisión se dieron cuenta. Conociendo el nivel de lectura medio de los norteamericanos, dudo muchísimo que los miles de espectadores que llenan los estadios en medio de un frío glacial, tengan un conocimiento exhaustivo del reglamento más allá de algunas reglas básicas.
   En esencia, lo que hay que saber es que en este deporte, a diferencia del rugby, está permitido lanzar el balón una vez con la mano hacia delante en cada jugada y que cada equipo tiene cuatro oportunidades para avanzar diez yardas. El resto, es simplemente cuestión de ver partidos (si tienen la posibilidad, con los magníficos comentarios que pueden oírse en las cadenas mexicanas), tener paciencia y, sobre todo, jugar al Madden NFL, jueguecito que sólo se diferencia del football real en que no duelen los golpes.
   Otro día, cuando estén enganchados a este espectáculo puro, ya les hablaré de los jugadores universitarios que ven truncada su carrera por una invalidez, de los ríos de esteroides que circulan por los vestuarios, de la cojera sistemática de todos los jugadores retirados o de las trifulcas entre los mismos. Aunque, en realidad, todo esto se lo pueden imaginar si les indico un detalle: es el deporte que más dinero mueve en el mundo.

domingo, 24 de agosto de 2014

Irak o de la codicia

   En 2003, Errol Morris dirigió The Fog of War, un documental largo, basado en una exhaustiva entrevista con Robert Macnamara (no confundir con su tocayo, Fabio, que cantaba con Almodóvar ataviados ambos con faldas), Secretario de Defensa de los EEUU entre 1961 y 1968, es decir, durante la escalada de la guerra de Vietnam. Macnamara, que venía de la Ford, llevó a las junglas asiáticas los procedimientos que habían permitido aumentar la producción de coches. Cuarenta años después, seguía mostrando su extrañeza porque el aumento de producción de muerte en Viertnam no hubiese conducido a la victoria. Menciono esto porque he visto anunciado un documental que pretende hacer algo parecido con Donald Rumsfeld. En él se puede ver al bueno de Donald sonriendo y encogiéndose de hombros mientras declara que, por errores de inteligencia, resulta que en Irak no había armas de destrucción masiva. Desde luego, es un ejemplo perfecto de “fog of war”, de niebla de la guerra, de cómo se puede seguir retorciendo una mentira, veinte años después, para que nadie se pregunte dónde está la verdad.
   Donald Rumsfeld y Dick Cheney son dos buenos prototipos de algo que todos conocemos, desalmados que entran en política con el único fin de hacer negocios. Si eso ocurre en un país como España, a lo que se llega es a que se le pase al Ayuntamiento de turno una factura de diez mil euros por poner un parquecito infantil con columpios que cuesta seis mil. Pero si de lo que estamos hablando es del Imperio, entonces el dinero se consigue a base de defenestrar países enteros y, con ellos a sus habitantes. Rumsfeld y Cheney llevaron a cabo un adelgazamiento brutal del ejército de los EEUU con el único fin de que muchas de sus labores fueran externalizadas en forma de jugosos contratos, particularmente hacia Halliburton, empresa que los ha tenido a ambos en nómina desde hace medio siglo. Obviamente, los réditos que podían obtener por ello se multiplicarían si, en medio de tal proceso, se declarara una guerra. Hicieron, pues, todo lo posible por encontrar una y, no hay que decirlo, la consiguieron. Convirtieron una dictadura feroz en una pesadilla sin fin.. Al primer acto de este proceso se le conoce como “guerra de Irak”. Rumsfeld llevó a cabo una incansable labor vendiéndola como una guerra barata, rápida y que proporcionaría un botín desbordante para todos sus amigos, desde la industria armamentística hasta las compañías petrolíferas, sin olvidar que Sadam Husein poseía un arsenal biológico que en cualquier momento podía usar, es decir, sin olvidar que también subirían las acciones de las empresas farmacéuticas con las que siempre ha tenido tan buenos contactos. El mismo “error” de disolver el ejército iraquí, tantas veces reseñado, fue, en realidad, un producto más de la codicia de estos personajes, que vieron en tal decisión la oportunidad para aumentar sus beneficios contratando empresas para formar y equipar al nuevo ejército. Y otro tanto cabe decir de la “arriesgada” decisión de equipar las tribus suníes del Norte.
   Los primeros enviados del gobierno norteamericano que llegaron a Irak intentando engrosar su curriculum y no su cuenta corriente, descubrieron muy pronto que era imposible lograr la menor apariencia de normalidad sin el beneplácito de Teheran, cuyos servicios secretos han penetrado hasta el tuétano la nueva administración iraquí. Desde entonces, los antaño archienemigos, tratan de buscar un terreno de entendimiento. EEUU quiere irse de Irak ahora que ya ha esquilmado todo lo que podía. La condición es que el país permanezca unificado para dar la apariencia de que no ha hecho lo que realmente ha hecho. A Irán la integridad o no de su vecino le importa relativamente poco. Lo que le interesa es que nunca más vuelva a ser un país estable. Más allá de la retórica acerca de la protección de los chiíes y sus santos lugares, temen a un rival con el que ya han tenido varias guerras y, sobre todo, la posibilidad de que los chiíes encuentren la manera de vivir en paz libres de la teocracia de los ayatolás. De ninguna manera puede desvincularse de los intereses iraníes la veloz retirada del ejército ante el avance del Estado Islámico. Un ejército, no lo olvidemos, formado en su mayoría por chiíes, bajo el mando de oficiales chiíes y de unas autoridades civiles chiíes. De hecho, ésta es la única manera de explicar ciertas bombas colocados en barrios ferreamente controlados por milicias chiíes y sistemáticamente atribuidos a suníes.
   Pero este bonito vals de los enamorados entre los antiguos enemigos es contemplado con preocupación por una serie de invitados que no quieren ser de piedra. Nuestros buenos amigos, las monarquías del golfo, han inspirado y financiado generosamente ese Estado Islámico cuyos métodos merecieron una reprimenda nada menos que de la dirección de Al Qaeda. No está claro si se ve en ellos lo que el wahabismo haría de no impedírselo las buenas costumbres o es que más terror que su salvaje proceder causa la idea de acabar teniendo frontera común con Irán. En cualquier caso, sólo los kurdos parecen ahora preparados para hacer frente a esta horda salvífica. Desde luego, sus servicios no serán gratis. Ya tienen los campos petrolíferos de Kirkuk y una salida al mar para su petróleo, conseguida gracias a arrojar a los cascos de los caballos turcos a sus correligionarios del PKK. Muy pronto tendrán la independencia, saludada con entusiasmo por todos aquellos que ven la oportunidad de renovar los negocios hechos en Irak a cambio de muertos.
  Si Ud. es un padre de familia iraquí, que sólo desea vivir en paz y que sus hijos vayan a la universidad, a estas alturas habrá visto su casa destrozada por los tanques norteamericanos, sus hijos reventados por los coches bomba de las guerras sectarias y la vida de lo que queda de sus seres queridos amenazadas con el degüello por quienes vienen ofreciendo el paraíso. Y todo con el fin de que las cuentas corrientes de Rumsfeld, de Cheney y de su camarilla pase de los cientos de miles a los cientos de millones de dólares.

domingo, 17 de agosto de 2014

Yo, por mi hijo, mato

   Hace un par de semanas, conducía de vuelta a casa en medio de una hermosa tarde veraniega. Paré al llegar a una rotonda porque en su interior había dos o tres vehículos, encabezados por uno de esos todoterrenos enormes que compra la gente que jamás pisa el campo. De pronto, el todoterreno frenó en seco. Su conductora, una señora ya entrada en años, había visto a una jovencita que esperaba en una acera a mi izquierda. La joven, tampoco sin correr demasiado, se acercó al todoterreno e inició el proceso de abrir la puerta para subirse. La maniobra me favoreció, porque pude continuar mi marcha sin esperar al resto de coches que pretendían hacer la rotonda, pero aquella situación me dejó pensando. La diferencia de edad entre las dos mujeres y ciertos rasgos físicos no dejaban mucha duda acerca de su parentesco. Al fin y al cabo, entre parar la circulación en una rotonda y que una joven tenga que dar cuatro pasos más para subirse al coche en medio de una tarde veraniega, no hay color. Rápidamente se me vino a la mente una afirmación repetida con frecuencia por estos lares: “yo, por mi hijo, mato”.
   En cierta columna de El País pude leer que esta afirmación, “yo, por mi hijo, mato”, es el principio del fascismo. Tenía razón, pero la idea no estaba bien desarrollada. Mucho más claro aparece en Platón. Platón, no lo olvidemos, era griego, conocía bien el significado de la familia en todas las riveras del Mediterráneo. Por eso no dudó en afirmar que la familia era el cáncer de cualquier Estado. Lleva a la acumulación de riquezas y de poder, a la corrupción y, sobre todo, a anteponer los intereses particulares sobre los intereses comunitarios. Tan convencido estaba, que no dudó en cortar por lo sano y en su república ideal, simplemente, no existía la familia. Los matrimonios eran temporales. Los hijos nacidos de ellos se entregaban inmediatamente al Estado que los educaba a todos por igual. Los padres no volvían a ver a sus hijos y, a lo sumo, podían identificarlos con una generación. Se creaba así la ficción útil de que todos ellos debían ser defendidos como si de sus hijos se tratase. A lo mejor fueron estos principios los que Platón trató de poner en práctica, por dos veces, en Siracusa y, claro, lo apiolaron.
   La sociedad española vive algo así como un platonismo invertido, en el que si no se mata por los hijos, es que uno, realmente, no los quiere. De este modo, si yo veo a mi hijo al pie de una rotonda o en medio de una calle, me paro y lo recojo. Obstaculizo el tráfico durante no importa cuánto tiempo, pero lo recojo. Y si mi hijo le ha pegado una pedrada a un adulto, que éste no intente decirle una palabra, porque yo me encaro con él y hago que le suplique disculpas a mi hijo, a mamporros si hace falta. A mi hijo, en todo caso, le reñirá su maestra... si tiene una grabación nítida en la que se ve claramente lo que ha hecho. Porque si lo único que tiene son pruebas circunstanciales, tales como que mi hijo estaba en la clase en la hora del recreo y ese día en esa clase, desapareció dinero de las maletas de sus compañeros, ya me encargaré yo de amenazar el centro con una denuncia si se atreven a acusarlo de algo. Yo, por mi hijo, mato. Mato a quienes él lesione, robe o agreda de algún modo. Mato a quienes quieran educarlo de otra manera que no sea divirtiéndolo, mato a quienes quieran inculcarle el menor género de regla moral de valor universal, mato a quien se atreva a ostentar ante él una verdad que le incomode lo más mínimo.
   Lo más sorprende de este modo de pensar es que se hace pasar por cariño paternal cuando se trata de simple egoísmo. Nadie tiene toda la razón del mundo por el hecho de ser rico, blanco, judío o mi hijo. Ponerse ciegamente de parte de alguien es adoptar la vía de la mínima resistencia, negarse a buscar la verdad, acatar una autoridad infalible para no tener que preocuparse demasiado. Durante la mayor parte del tiempo, es la manera perfecta de evitar problemas, confrontaciones y desagradables enfados. Aún mejor, cuando éstos son inevitables, resulta extremadamente fácil echarle la culpa al otro, al impaciente que nos pita desde el coche de atrás, a la ineficacia del centro en el que se educó nuestro hijo, al maestro que no cumplió el deber que yo tuve a bien inventarme para escabullir mis propios deberes o al mamarracho que se queja por la pedrada de un pobre niño que ya ve Ud. qué daño puede haberle hecho. En medio de la cálida condescendencia paternal, de esta dulce nube de irresponsabilidad, se va encubando el terrible huevo de una serpiente. Porque lo que no quiere apreciar ninguno de los que mata por sus hijos, de los que defienden lo indefendible, de quienes se paran en mitad de una calle o una rotonda para evitar que el tierno adolescente de una zancada más, es el mensaje que está trasmitiendo. Un mensaje, por lo demás, muy claro, a saber, que ninguna regla, ninguna norma, ninguna ley, vale nada cuando yo me encapricho en lo contrario. Y esto, amigos míos, es lo último que un padre debe enseñar a un hijo al que quiera, porque es, en estado puro, el ácido que disuelve cualquier forma de convivencia humana, incluyendo la familiar.

sábado, 9 de agosto de 2014

La tentación de la esclavitud

   En las dos entradas anteriores vimos cómo el determinismo genético, al igual que el resto de determinismos, lejos de basarse en “hechos científicos”, sigue a la espera de que aparezca algún hecho en la ciencia que le preste cierto apoyo.  La espera de los deterministas dura ya 25 siglos. No es exactamente una crítica. A mí me parece que un hombre debe luchar hasta lo imposible por aquello en lo que cree. Pero también me parece que un hombre debe saber cuándo, aquello por lo que lucha, es imposible. Veinticinco siglos de sospechas no confirmadas debieran haber bastado para abrirnos los ojos. Sin embargo, seguimos obstinándonos en que debe haber algo que determine nuestro comportamiento, como no determina el comportamiento de una partícula elemental. ¿Por qué?
   Decía Sartre que el ser humano tiene miedo a la libertad y que se inventa todo tipo de cadenas para evitar reconocerlo. No hay más que ver a un niño pequeño para comprender en qué consiste ese miedo. Puede alejarse algo de los seguros brazos de su madre para explorar el ancho mundo, pero en cuanto juzga difícil el regreso, corre angustiado al punto en que la dejó. No nacemos amando ni deseando la libertad. Nacemos con el deseo de seguridad, como desvalidos primates que somos. El amor a la libertad hay que enseñarlo, hay que inculcarlo en las cabezas, de lo contrario las sociedades se plagan de treintañeros que viven con sus padres.
   Sí, es cierto, quien más quien menos, habla de su libertad, de su derecho a tomar decisiones por sí mismo y todas esas cosas. Tómese la molestia en señalarle el correlato inevitable de la libertad, la responsabilidad, y podrá ver cómo demuda el color de sus mejillas. El miedo a la responsabilidad, el terror a ser responsables, no es sino otro aspecto de ese atávico miedo a la libertad de que hablaba Sartre. Nadie está libre de ese miedo. Hay quienes ambicionan cargos con capacidad de decidir, quienes dicen anhelar esa responsabilidad. Ninguno de ellos cuenta sus noches de desvelos ante la exigencia de tomar una decisión clave y, sobre todo, ninguno de ellos tardará más de dos minutos en echarle la culpa a otro de todo lo que ha ocurrido tratando de eludir esa responsabilidad que tanto ambicionaba. Y, aquí llegamos al punto clave. Haga un repaso somero de todos sus fracasos, de todas sus decisiones desastrosas, de todos los errores que ha cometido en la vida. Analícelos detenidamente. ¿De cuántos fue Ud. el único y verdadero responsable? La respuesta que acaba de dar es exactamente la misma que han dado todos los lectores que han llegado hasta este párrafo. De hecho, es la que yo daría. En el fondo, yo no fui responsable de engañar a mi mujer, ni de traicionar a mi mejor amigo, ni de arañar aquel coche. Fueron las circunstancias, las compañías, mis mejores intenciones, la emoción del momento, la sociedad, los funcionarios, el sistema, el mundo o el big bang. ¿No sería maravilloso que ésta fuese la realidad? ¿No sería maravilloso que, realmente, no fuésemos responsables de nada porque no fuésemos libres?
   La democracia directa es técnicamente posible. Bastaría abrir una página en facebook en la que colocar todas las propuestas de leyes que cada cual tuviera a bien inventarse. Se podría hacer lo mismo con el monto del dinero recaudado o con los tratados a firmar con otros países. Un gabinete jurídico se encargaría de ver el ajuste de lo propuesto con unos principios constitucionales mínimos, emitiendo un dictamen al respecto. Por supuesto, tal dictamen sería susceptible de revisión por quien quisiera hacerlo, presentando alegaciones al mismo. Una votación previa daría forma definitiva a la propuesta de ley o de gasto o de tratado para que ésta fuese votada antes de pasar automáticamente a entrar en vigor. La votación se realizaría a través de Internet. Se pondría una fecha tope para que todo el mundo emitiera su voto. Con certificados digitales, DNI electrónicos o cualquier otro procedimiento se podría garantizar la limpieza de la votación. Cada cuatro o cinco años se votaría la formación de un gobierno cuya única tarea sería garantizar la ejecución de lo aprobado. Ya tenemos nuestra democracia directa diseñada. ¿Qué ocurriría si entrara en vigor? Dígamelo Ud. ¿Cuántas veces visitaría esa página web para leer las nuevas propuestas legislativas o hacer las suyas propias? ¿Cuántas veces participaría en las votaciones correspondientes? Es más fácil ser dirigido, es más fácil ser gobernado, es más fácil estar sometido a un sistema corrupto y después quejarse por su corrupción sin hacer nada para cambiarlo.
   Juan Crisóstomo Arriaga escribió una ópera titulada Los esclavos felices y yo creo que es verdad, los seres humanos hemos sido educados para ser esclavos felices. Piénselo, un esclavo no tiene que preocuparse del futuro, no tiene que pensar en qué ocurrirá mañana, no tiene que apechugar con la responsabilidad de sus acciones, nada de lo que haga tendrá una consecuencia definitiva sobre su vida porque, simplemente, ésta no le pertenece. Entre tomar las riendas de nuestra vida y construirla a nuestro gusto sin tener en cuenta más que nuestra propia voluntad de decidir y agachar la cabeza ante lo dado y pensar que, hagamos lo que hagamos, las cosas sólo cambiarán si está escrito que cambien, ésta última es la mejor opción, la más simple, la más fácil, la más gustosa, la más... liberadora. 

domingo, 3 de agosto de 2014

Refutación del determinismo genético (y 2)

   La teoría de la evolución actualmente aceptada como estándar dentro del campo de la biología proviene de la década de los sesenta del siglo pasado. A Darwin se le añadió todo lo que él no llegó a conocer, básicamente, las leyes de Mendel y la deriva genética. Se suele citar también a los efectos del aislamiento, aunque, la verdad sea dicha, eso ya estaba en los escritos de Darwin. La deriva genética es el modo en que un gen se expande o desaparece de una población dada en la que había individuos portadores del mismo. Cuando se suma al aislamiento, produce lo que se llama especiación alopátrica o alopátrida. En efecto, tomemos una población a la que llamaremos E0. De ella vamos a sacar todos los individuos portadores del gen C que podamos identificar y los vamos a colocar al otro lado de una barrera geográfica. Crearemos así una población a la que llamaremos EC. La población original se habrá modificado y, por tanto, la llamaremos E0-C. Es obvio que en E0-C el gen C será inexistente. Incluso en el caso de que algunos individuos sigan portando ese gen C de modo recesivo (es decir, que no se muestre) o que, simplemente, hayan escapado a nuestra redada, ese gen acabará por hacerse tan minoritario que, con toda probabilidad, se volverá insignificante, a efectos estadísticos, en E0-C. Ahora bien, ¿qué ocurrirá en la población EC? Exactamente lo contrario. Todos los individuos lo portan. Si, por azar, un individuo o una pequeña subpoblación careciese de él, en pocas generaciones desaparecerían diluidos en un mar de individuos con ese gen C. Este fenómeno es el que puede provocar que, a partir de una población dada, surjan dos especies diferentes. ¿Qué probabilidad hay de que en EC acabe habiendo un porcentaje del gen C menor que en E0-C? Esencialmente ninguna. En realidad, sería absolutamente contrario a todas las teorías y observaciones de la dinámica de poblaciones.
   El determinismo genético o biológico sostiene que nuestro comportamiento es resultado de los genes y que el ambiente influye poco o nada en él. Ahora bien, si los seres humanos tenemos comportamientos que calificamos de criminales, tiene que haber un gen o genes que lo determinen. Supongamos que fuésemos por los barrios marginales más peligrosos, apresando a los peores delincuentes que en ellos viviesen. Serán, sin duda, personas con genes que les han conducido a comportarse de un modo abyecto. Hoy estoy un poco sádico, no nos conformaremos, pues, con esto. Vamos a hacerlos todavía más viles con objeto de que se supriman todos los individuos que tengan ese gen de la criminalidad en uno solo de sus alelos. Recluyamos a quienes así hemos capturado en la más sucia, maloliente y oscura bodega de un barco que podamos encontrar. Tendremos, de este modo, una jauría de ladrones, asesinos, terroristas, prostitutas y chulos, embrutecida hasta límites indescriptibles y férreamente controlados por la sociedad criminal que los moldeará y hará de sus mentes las más perversas que jamás hayan existido. Tomemos ese barco y hagámosle emprender una travesía larga como ninguna otra, en la que, a todas las penalidades antedichas, habrá que añadirle la falta de agua y de alimentos, aunque, eso sí, la abundancia de alcohol. Si este cargamento llegase a alguna costa ignota, ¿cuál sería la calidad humana de los que allí arribaran? No es bastante. Poblemos esos territorios de aborígenes que no tarden mucho en darse cuenta de la escoria con la que han de enfrentarse y que, por tanto, los capturen o maten en cuanto traten de escapar. Quitemos de esas tierras la vegetación, el agua, las lluvias, el suelo fértil, hasta hacer de sus vidas una lucha diaria por la supervivencia. ¿Qué más podemos hacerles? ¡Ah, sí! Hagámosles esclavos. No necesariamente para toda la vida, pero sí, digamos, por cinco, diez o quince años. Serán sometidos a la privación completa de libertad, tratados como cosas, vendidos, comprados o regalados como ganado. ¿Quedará algún rasgo de humanidad, de civilización, de moral, en estas gentes? 
   Ahora vamos a permitirle a nuestros determinista genético, que haga una predicción acerca de cómo sería una sociedad o un Estado nacido a partir de semejante colonia penal. Recuérdese, aquí está lo peor de lo peor, lo más vil y despreciable de una sociedad, sazonado por un inhumano proceso de embrutecimiento que los ha llevado desde oscuras bodegas a desiertos plagados de peligros. Todos y cada uno de ellos son portadores del gen (o los genes) de la criminalidad. El puñado de guardianes o de comerciantes que acaben asentándose allí, no tendrán el menor significado estadístico a efectos de genes. ¿Cómo será esa sociedad en un futuro? ¿cómo serán sus gentes? ¿habrá alguna ley que la gobierne? ¿Acaso no será la más criminal de todas las sociedades criminales?
   La respuesta a estas preguntas, la respuesta real, histórica y obvia, es que un par de siglos después de su fundación, esa sociedad  tiene índices de criminalidad por debajo de los que existen en el país del que salieron aquellos criminales. De hecho, es una democracia parlamentaria, la voluntad popular siempre ha sido respetada y, jamás, ha iniciado una guerra ofensiva contra nadie. En realidad, no hemos hablado de un caso hipotético, hemos descrito la fundación de Australia. La gran deportación de criminales se efectuó desde el Reino Unido que, a cifras del año 2013, tenía una población reclusa de 149 presos por cada 100.000 habitantes, a Australia que se mantenía en los 130 presos por cada 100.000 ese año. La inmensa mayoría de los 21 millones de australianos proceden de la población carcelaria británica. Bajo ningún concepto puede considerase que hayan dado lugar a una sociedad criminal ni en la que impere la ley del más fuerte. Tiene, como cualquier otro Estado, puntos bastante oscuros en su historia, en especial, relacionados con el trato que recibió la población aborigen. Por desgracia, el maltrato de las minorías no es patrimonio de quienes nunca han pretendido que por sus venas corra sangre “limpia”. 
   ¿Cómo puede explicar semejante anomalía en la dinámica de poblaciones un determinista genético? ¿Cómo puede ser, si los genes nos determinan, que los descendientes de criminales hayan mostrado un comportamiento más honesto que sus antepasados? ¿Cómo explicar que el gen o los genes de la criminalidad se diluyeran en la población en la que todos los individuos lo tenían y se reprodujera allí donde pocos debieron quedar con él? ¿Qué explicación darle a este fenómeno contrario a todo lo que se puede observar en el modo en que los genes se distribuyen dentro de una población en la naturaleza?
   No hay que ser demasiado inteligente para comprender que la criminalidad, como el resto de comportamientos humanos, hay que explicarlos por algo más complejo que la simple apelación a los genes.

domingo, 27 de julio de 2014

Refutación del determinismo genético (1)

   El determinismo genético o, al menos, biológico, es, actualmente, la forma de determinismo más en vigor. Es ampliamente espoleada por los medios de comunicación de masas, vitoreada por las ciencias sociales y poco menos que dogma en filosofía. Podemos definir de un modo estándar el determinismo genético y, en última instancia, el biológico, como la afirmación de que todo lo que somos, tanto desde el punto de vista de nuestro aspecto como desde el punto de vista conductual, es resultado de nuestros genes. Por tanto, nada hay en nosotros que no sea consecuencia directa de la información que está contenida en ellos. Dicho todavía de otro modo, somos el único resultado posible de nuestros genes. Demostrar que estas afirmaciones son paparruchadas resulta absolutamente trivial. No me gusta hablar de cosas triviales, pero, dado el coro de papagayos que se ha montado en torno a ellas, voy a exponer 21.000.250 casos que demuestran lo insostenible de tal planteamiento. Esta cifra, por supuesto, aproximada, es el resultado de sumar dos grupos de casos. El primero, el que expondré hoy, son alrededor de 250. Para el próximo día dejaré el segundo grupo, conformado, como digo por 21 millones de casos.
   Una consecuencia del determinismo genético o biológico (para lo que voy a decir aquí da igual un calificativo u otro) es que todos los individuos con los mismos genes deben tener apariencias y comportamientos absolutamente idénticos, dado que los genes y sólo los genes, determinan lo que somos. Por tanto, bastará con hallar un caso de apariencias y comportamientos heterogéneos partiendo de los mismos genes para haber refutado cualquier pretensión de determinismo genético. Para hallar un ejemplo tal sólo hay que querer buscarlo. La diversidad de comportamientos con la misma base genética es la norma en la naturaleza, ni siquiera una excepción. Hasta tal punto es la norma que, como digo, no voy a presentar un ejemplo contra la igualdad de apariencias y comportamientos partiendo de los mismos genes, voy a presentar unos doscientos cincuenta y dos. 
   Los macrófagos son grandes células del sistema inmunitario innato que miden desde los 10 hasta los 30 μm. Su estructura varía significativamente con el estado de su actividad. Penetran en el tejido conectivo, median en la reacción inflamatoria y pueden proliferar. Su función es la de fagocitar (engullir) sustancias extrañas al organismo y agentes infecciosos. Algunas partes de los mismos son presentados por el macrófago en la membrana celular para que otras células del sistema inmunitario las reconozcan y preparen una reacción contra ellas. A veces, cuando el objetivo a engullir es demasiado grande, varios macrófagos se unen para formar una célula polinucleada antes de comenzar la fagocitosis. Un macrófago suele presentar un núcleo de bordes irregulares y numerosas vesículas de gran tamaño encargadas de la digestión y procesamiento de las sustancias fagocitadas. La vida media de un macrófago es de cuatro a seis meses.
   Las neuronas han perdido la capacidad de dividirse o reproducirse de cualquier manera, de modo que cuando mueren, no son reemplazadas. A cambio, la mayoría de las neuronas viven tanto como los individuos cuya materia gris constituyen. Tienen tres partes claramente diferenciadas. Por un lado están las dendritas, prolongaciones del cuerpo celular, cortas, muy numerosas y con aspecto ramificado. Por otro, el cuerpo celular propiamente dicho, con un núcleo perfectamente redondeado y grandes cantidades de mitocondrias (orgánulos encargados, digamos, de producir energía). Finalmente, el axón es una prolongación del cuerpo celular extremadamente largo. Cada neurona tiene uno y es el encargado de establecer conexión con otras neuronas a través de la sinapsis, es decir, el espacio que queda entre la terminación del axón de una neurona y el comienzo de las dendritas de otra. La neurona presenta una enorme excitabilidad eléctrica hasta el punto de que la señal química enviada a través de la sinapsis provoca que se genere una corriente eléctrica que atraviesa el axón hacia la neurona inmediatamente vecina. Su tamaño es muy variable, pero pueden llegar a alcanzar los 150 μm sin contar el axon. Contándolo, algunas neuronas humanas miden más de un metro.
   Podríamos seguir con los linfocitos, leucocitos, glóbulos rojos, las células sinoviales, gliales, musculares, epidérmicas, etc. etc. Me permitirán resumir diciendo que cada tipo tiene su función, apariencia, comportamiento y longevidad característicos. Si quitamos algunas proteínas que aparecen en la membrana celular, mis macrófagos son idénticos a los suyos. Sin embargo, insisto, mis macrófagos son extremadamente diferentes de mis neuronas. Lo mismo cabe decir del resto de tipos de celulares. ¿Qué tienen en común mis macrófagos y mis neuronas? ¿qué tienen en común todas las células que me constituyen? Muy simple: su material genético. Es una obviedad que todas las células de un organismo adulto provienen de la división de un óvulo fecundado, por lo que todas las células de nuestro cuerpo tienen exactamente el mismo contenido genético. Sin embargo, un organismo adulto está conformado por una serie de conjuntos de células extremadamente diferentes entre sí. Supongamos que el código genético fuese un manual inequívoco de instrucciones de acuerdo con un determinismo férreo. ¿Cómo se podría producir esta diferenciación celular? Recordemos, todas las células provienen de una sola y, según el determinismo genético, todas las decisiones se toman en base, exclusivamente, al genoma. ¿Cómo podría ocurrir, por tanto, que unas células "decidan leer" una secuencia del mismo y otras no? Resulta obvio concluir que las células no se limitan a "leer" lo contenido en su ADN. Ocurre exactamente lo contrario. Lo que la célula “lee”, en primer lugar, son las señales que le envían las células que le rodean, establece la posición que ocupa como resultado de las primeras divisiones celulares y, en base a toda esa información, elige las partes del genoma que va a tomar en cuenta e inhibe el funcionamiento del resto. Y en este proceso de regulación de genes juegan un papel fundamental los transposones y toda su enorme carga de azar. Si se quiere hablar de determinación, ésta viene del modo en que la célula interpreta las señales de su entorno y del azar, no de los genes. En definitiva, la pregunta de si dos individuos con el mismo genoma pueden tener apariencias y comportamientos diferentes halla, a nivel celular, una respuesta trivial: por supuesto que sí.
   Nuestro determinista genético o biológico puede emprender ahora la tarea de demostrar que, si bien a nivel celular, el código genético puede dar lugar a comportamientos y apariencias diversos, a nivel de organismo pluricelular ocurre exactamente lo inverso. Si algún determinista se embarca en la tarea de demostrar eso, sólo me cabe desearle mucha suerte... La va a necesitar.

domingo, 20 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (y 4. ¿Qué queda?)

  Si repasa la primera entrada de este tema, podrá observar que me negué a definir la PNL como una “teoría”. Más bien se trata de una amalgama de observaciones, generalizaciones empíricas y técnicas diversas. Nunca se ha hecho gran cosa para sistematizarlas, más allá de esa “N” y esa “L” que figuran en sus siglas. La “N” pretende hacer referencia a la neurología, pero de ella apenas si se toma una confusa alusión a la formación de redes neuronales y el disparate, por lo demás, tan fácil de escuchar, de que los hemisferios cerebrales están especializados en determinadas funciones o aptitudes. En cuanto a la “L” se refiere a la lingüística o, para ser más precisos, a la corriente que en la época de su nacimiento dominaba por completo semejante campo del saber, la gramática generativa. Lo único que hay de gramática generativa en la PNL son múltiples metáforas construidas sobre la famosa distinción entre la estructura profunda y la estructura superficial del lenguaje, nada más. La verdad es que no siento pudor alguno en confesar que no soy capaz de resumir de un modo conciso qué teoría acerca del lenguaje sostiene hoy Noam Chomsky (algo que sí podría hacer y, muy fácilmente, si de sus teorías políticas se tratase). Bandler se dio cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos lingüísticos mucho antes y no tardó en alejarse de la gramática generativa con la excusa de que, bueno, en el fondo, tampoco había tanto de ella en la PNL. De modo que, después de todos los fuegos artificiales, sólo nos hemos quedado con la “P”, la cual, no deja de ser, una vez más, una metáfora, una vaga analogía, una alusión a un objetivo. ¿Merece, pues, cuatro entradas tanto humo? 
   Durante mucho tiempo, la cuestión de qué es la realidad y cómo la construimos, en quién y por qué confiamos, qué poder tienen las creencias, fueron cuestiones filosóficas. Alguien, durante el siglo XX, decidió que su existencia sería más fácil si desertara de tales cuestiones y se dedicase a hablar del ser de los entes o de cómo se usan las palabras. Las grandes cuestiones de la filosofía quedaron en manos de psudocientíficos de la mente, truhanes y especialistas en marketing (espero que me agradezcan haber intentado hacer distinciones entre unos y otros) que, dicho sea de paso, han avanzado más en esas cuestiones en un siglo de lo que la filosofía hizo en veinticinco. Ha llegado la hora de reclamarles la devolución de lo que es nuestro. Pero, para conseguir tal restitución, no estaría mal que primero nos informásemos de qué han venido haciendo hasta ahora. 
  La vida, por lo demás, bastante infeliz, de Richard Bandler, puede seguirse sin muchas complicaciones por Internet. Grinder ha llevado una existencia mucho más gris. Dicen las malas lenguas que la razón está en que fue reclutado por la CIA mucho antes de conocer a Bandler. La “pseudociencia new age” que ambos crearon se imparte con todo lujo de detalles en las academias para interrogadores del ejército de EEUU. Personal de seguridad de sus aeropuertos fue instruido en sus técnicas más básicas tras los atentados de 11 de septiembre de 2011. Se habla de cursos que adiestran en PNL a altos cargos de gobiernos de diferentes países, a espías, estrategas... Si uno lee algo sobre el tema, pronto empezará a recordar lo que ha leído apenas hable con personal de ventas u observe detenidamente algunos anuncios. Casi se puede oír la voz de Erikson a través del soniquete de las operadoras que ofrecen seguros por teléfono. Como siempre en la PNL resulta difícil distinguir qué es realidad y qué es ficción, qué es lo que estamos percibiendo y qué es lo que creemos percibir, qué está ocurriendo y qué es lo que queremos o tememos que ocurra.
  En 1961, William S. Burroughs, inició su Nova Trilogy, una serie de novelas en torno a la capacidad para controlar la mente por medios psíquicos, sexuales, farmacéuticos y subliminares, entre otros. En el segundo volumen, The Ticket That Exploded, aparece explícita la idea que movió toda su obra, a saber, que el lenguaje es un virus. Un virus que penetra en nuestros cerebros y atrapa nuestra existencia, provocando alucinaciones tales como la constancia de las cosas. Un virus sin el que no podemos ya entendernos, porque no deja de hablar y de hablarnos en un infinito relato interior, espasmódico, caótico y definitorio. Y es que, ese relato interior, nos constituye, porque el ser humano tiene miedo al silencio. Pese a ello, y durante mucho tiempo, ni para la filosofía, ni para la psicología, ni para la ciencia, ha existido. 
  En marzo de 2012, Gerd Kempermann del centro de Terapias Regenerativas de Dresde publicó un artículo titulado "Youth Culture in the Adult Brain", en la revista Science. Mostraba Kempermann cómo ratones genéticamente idénticos  se van diferenciando en su comportamiento por la experiencia adquirida. Aunque el entorno en el que vivían era el mismo, el jugar con unos juguetes y no con otros, meterse en unos laberintos y no en otros, iba creando configuraciones en sus cerebros que los predisponían para nuevos aprendizajes. Iniciaban así una deriva que los iba haciendo cada vez más diferentes. En realidad, se trataba, simplemente, de la confirmación de algo que Ramón y Cajal había dicho hace ya tiempo, que somos los arquitectos de nuestro propio cerebro. Y nuestro cerebro, no lo olvidemos, está continuamente creando una red, una malla, en la que desarrollamos nuestro comportamiento cotidiano. A esa malla solemos llamarla “realidad”.