domingo, 15 de diciembre de 2013

Retratos reales, reales retratos

  Esta historia es tan antigua como la propia historia del arte. Alguien con una buena fortuna, tiene la ocurrencia de que un personaje tan importante como él debería ser inmortalizado por cierto pintor de relumbrón. En realidad, a nuestro adinerado protagonista, le importa muy poco quién sea el pintor y cuál sea su estilo. Lo importante es tener un capricho que ninguno de sus conocidos pueda pagar. Las propuestas del pintor elegido le suelen resultar demasiado atrevidas. El quiere algo clásico, tradicional, reaccionario incluso, de hecho, algo que podría hacer, y mucho mejor, un pintor menos afamado. El pintor, por su parte, se encuentra ante una disyuntiva. Una posibilidad es plegar su arte a los deseos del garrulo de turno, cosa que le permitirá hacerse una clientela entre las amistades de aquél. La otra posibilidad es permanecer fiel a sus ideales estéticos, con la bronca consiguiente. Habitualmente ni el promotor de la obra ni su autor acaban satisfechos con el lance y, caso de que éste haya optado por la segunda posibilidad, el cuadro terminará en el rincón más oscuro de un palacete, hasta que alguien que entienda medianamente de arte, lo alabe ante su dueño, fecha a partir de la cual presidirá el salón principal.
  Una versión reciente de esta historia se ha vivido hace poco en Dinamarca, país del que sólo parecen salir imágenes escandalosas. La casa real quería un retrato modelno, actual, algo que alejase semejante institución de las oscuras tinieblas de la historia y la situase en el rabioso presente. El pintor elegido no podía ser otro que Thomas Kluge, enfant terrible del panorama artístico danés. Su última línea de trabajo son cuadros en los que las técnicas iluminísticas del XVII se aplican con enfoques extravagantes. Kluge no ha pintado realmente un cuadro de la familia real, sino un collage, en el que cada miembro o pareja, recibe un tratamiento independiente. Más que una composición, puede hablarse de una superposición de personajes, planos, puntos de luz y tamaños. Parece querer decírnos que la casa real danesa no es una familia, sino una pluralidad de individuos, con sus peculiaridades, sus ambiciones y sus intereses. El centro corresponde a un príncipe Christian, heredero al trono, solitario y aislado, al que el bueno de Kluge no ha tenido mejor idea que iluminarlo desde abajo.
Familia real danesa, Thomas Kluge, 2013
  Los seres humanos, por motivos obvios, tendemos a articular lo que percibimos como si estuviese iluminado desde arriba. Es un invariante perceptivo, una ley básica de la percepción, de carácter universal (al que, como otros muchos, tratan de ignorar los partidarios de la inconmensurabilidad cultural). El resultado es que cuando se ilumina un rostro desde abajo, nuestro cerebro insiste en hacer como si la luz procediera de arriba, resultado un rostro deforme, salpicado de sombras ininteligibles y, en definitiva, terrorífico. El príncipe Christian no escapa al efecto. Más que un príncipe parece el primo triste de Chucky el muñeco diabólico. Todo el cuadro, en realidad, oscila entre lo grotesco y lo terrorífico, adjetivos que, por otra parte, sirven para definir a cualquier casa real.
  Ni las técnicas ni las conclusiones que se pueden sacar de la obra de Kluge son nuevas. En realidad, tiene ilustres precedentes. Las alteraciones de la composición por motivos puramente estéticos, la pluralidad de focos de luz, el resultado tenebroso (y la consiguiente bronca de los representados) caracteriza nada menos que a La ronda de noche, de Rembrandt, pintada entre 1640 y 1642. 
La ronda de noche, Rembrandt, 1640-2
   En cuanto a lo de abofetear a la familia real con un encargo procedente de la misma, fue una de las señas de identidad de Don Francisco de Goya. El retrato de la Familia real de Carlos IV de 1800 dice todo lo que uno quiera saber sobre los entresijos de lo que estaba pasando en ella. El heredero, Fernando, poco menos que se está colando poco a poco en el centro del cuadro. A su hermado, Carlos María Isidro, le gusta más bien nada estar detrás del delfín. Carlos IV es un calzonazos bobalicón dominado por su mujer a quien Goya retrata fea, dominante y con un cierto aire casquivano. En las Meninas, Velázquez debaja claro su simpatía por los personajes menos rimbombantes de la corte. Goya no salva ni al apuntador que, en este caso, es él mismo, con pinta de sordo que va de oyente.
Framilia de Carlos IV, Goya, 1800

   Y, sin embargo, este cuadro se puede considerar comedido si lo comparamos con el Retrato de Fernando VII de 1814. 
Retrato de Fernando VII, Goya, 1814
   Siempre me he preguntado por qué Fernando VII no fusiló a Goya nada más tener noticias de este cuadro. Incluso siendo muy benévolo se llega fácilmente a la conclusión que estamos ante un chulo de playa, un borrico mezquino y vengativo, dispuesto a arruinar el país para acrecentar su vanidad. Quizás Fernando VII, no fusiló a Goya porque le gustaba verse así o tal vez porque los pintores, como en su día los bufones, son los únicos autorizados para decirle la verdad sin tapujos a los reyes.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Francia

   En cierta ocasión, un intelectual africano caracterizó la diferencia entre el colonialismo británico y el francés de la siguiente manera: los ingleses educaban a blancos y negros por separado, pero cada uno en su idioma natal; los franceses educaban a todos por igual, sin distinción de razas, pero todos en francés. Evangelizar, extender la civilización, luchar contra el salvajismo, fue para los británicos una simple excusa que ocultaba una lectura perversa de Darwin y un racismo poco disimulado. Los franceses, por contra, fueron mucho menos retóricos acerca de los valores de la civilización, de hecho, se los creyeron. En cierta medida veían sus correrías por África, Asia y América como una segunda oleada ilustradora tras la que protagonizó Napoleón en Europa. Esta diferencia fundamental marcó los respectivos procesos descolonizadores. La llegada de extranjeros a la metrópolis fue vista con recelos por los británicos que, con su habitual flema, siempre han guardado la secreta confianza en que, al final, asiáticos y africanos, acaben por admitir que no soportan el clima de las islas y se vuelvan a sus países. Los franceses acogieron poco menos que entusiasmados a todos aquellos que prefirieron la nacionalidad francesa a la correspondiente a su flamante país. Era una confirmación de que los ideales ilustrados conseguían atraer incluso a los habitantes de otras latitudes, una demostración de su valor y de lo justificado que había sido hacer posible que los conocieran muy lejos del París en el que nacieron. A los recién llegados, eso sí, se les exigía una prueba inequívoca de haber aceptado los valores republicanos, es decir, tenían que hablar un buen francés. El color de la piel, los rasgos exóticos, las nuevas costumbres eran bienvenidas siempre que se expresaran correctamente en la lengua de Voltaire.
   Con el paso de los años y la pérdida total de las colonias, más de uno se fue olvidando de cuál era el origen de esta tradicional buena acogida y el hexágono comenzó a poblarse de ciudadanos que sotto voce recelaban de los barrios de extranjeros, particularmente magrebíes, que se estaban formando. Hacia finales de los 70, un avispado político descubrió que se podía ganar un buen puñado de votos diciendo en voz alta lo que hasta entonces se consideraba de mal gusto decir en ese tono. Ese avispado político se llamó Jean-Marie Le Pen. Los partidos tradicionales fingieron taparse la nariz y hacerle el vacío o, dicho de otro modo, se alejaron prudentemente de él hasta ver cómo salía el experimento. Cuando descubrieron que el lepenismo había venido para quedarse, no dudaron en aliarse con él, encumbrarlo o criticarlo, según conviniese y, lo peor de todo, copiaron sus argumentaciones, objetivos y programa político para arañarle votos. El resultado es que la xenofobia se ha ido adueñando del discurso político hasta hacerse la tónica. De un punto del arco político a otro, es habitual oír comentarios, sarcasmos o, directamente, insultos, contra todo tipo de minorías.
   Hay que añadir que Francia no ha pasado un verdadero sarampión dictatorial, de modo que buena parte de la población siente la erótica de las bravuconadas, de la prepotencia, de los “caracteres fuertes”. Hace poco los franceses se enamoraron de un ridículo chulete de playa al que poco le faltó para montarse en un tanque como Yelsin y entrar a la carga en la banlieu, arrollando las barricadas levantadas por mozalbetes. No obstante, Francia sigue sin olvidar lo que fue, y sus propios votantes tardaron en avergonzarse de lo que habían hecho el tiempo de ver su primera foto en el Elíseo. Se fue como el presidente más detestado de la V República y eligieron al anti-Sarkozy por naturaleza, François Hollande. Ha pasado el tiempo suficiente como para que haya vuelto la cantinela de que la situación exige “una mano dura”, un gobierno que se atreva a tomar decisiones, un “carácter fuerte”. Una reciente encuesta demostraba el hartazgo de los franceses con sus políticos, Frente Nacional incluido. Sólo se salvaba la nueva estrella de la política gala, nuestro “compatriota” Manuel Valls, el Sarkozy de izquierdas. El Sr. Valls concilia en su persona todo lo que los franceses quieren ahora mismo. Es tan xenófobo, tan fascista, como el que más, pero, eso sí, es (supuestamente) de izquierdas y eso apacigua las mentes bienpensantes de los que quieren mantener los ideales republicanos. Pronto, quizás tras las próximas elecciones, descubrirán que el modelo Sarkozy, el modelo Valls, el modelo característico de cualquier dictadorzuelo de los que han llenado paginas en los libros de historia, no esconde altos ideales, no esconde propósitos claros, no esconde proyectos de país, es simple ambición de poder sin otro fin que el endiosamiento personal.

domingo, 17 de noviembre de 2013

¿Qué ha cambiado?

   Esta semana hemos vivido la confirmación oficial de algo que  se rumoreaba desde hacía algunas semanas: España (e Irlanda) ya no necesitan las medidas de emergencia que se adoptaron para ellas. Europa ha celebrado el éxito del rescate de estos dos países y el gobierno español ha obtenido la palmadita en la espalda que estaba buscando. El PP ha comenzado a colgarse medallas y hasta hay quien está empezando a vender optimismo. 2014 está ahí mismo y es el año de la recuperación. Si uno lee estas noticias y vive lejos de España pensará, sin duda, que la crisis ha comenzado a ser cosa del pasado y que ya sólo queda que las buenas noticias macroeconómicas lleguen a los hogares de una semana para otra. La realidad es muy distinta.
   La deuda pública se ha disparado en los últimos años. Cuando eso que se ha dado en llamar "crisis" nos alcanzó de lleno y el pánico cundió en los mercados, apenas suponía el 62% del PIB. En el tercer trimestre de 2013, alcanzó el 92,30%. Pocos dudan de que en los próximos años llegará al 100% e, incluso, puede superar esa cifra. Es extremadamente poco probable que tales porcentajes se reduzcan a medio plazo. Existen básicamente tres factores que han contribuido a este crecimiento geométrico. El primero es la necesidad del Estado de dinero para tapar el agujero que habían dejado en el sistema financiero las cajas de ahorro dirigidas por políticos retirados y otros en formación. El segundo es el aumento de los tipos de interés a pagar por culpa del aumento de la famosa “prima de riesgo”. El tercero es absolutamente incontrolable por parte del gobierno: la contracción brutal del PIB provocada por una retirada masiva de efectivo del mercado por parte del propio Estado. Evidentemente, si la  deuda se calcula respecto del PIB y éste no hace más que disminuir, el porcentaje aumentará. Así, desde 2008, la deuda pública per capita se ha duplicado (ha pasado de los 9.500 € a los 19.000) y otro tanto ha ocurrido en millones de euros (de 436 mil millones a 884 mil millones). En porcentaje, sin embargo, ha pasado del 40,20% al 86% del PIB.
   Exactamente el mismo problema podemos encontrar en el déficit público. Con una progresiva disminución del PIB, el objetivo de alcanzar un 4,5% este año apareció como imposible a las propias autoridades europeas. No obstante, el 6,5% en el vamos a acabar con toda probabilidad está por encima de lo que todo el mundo anunciaba. Claro que esto no es ningún problema si lo comparamos con lo que queda por delante. Europa nos exige estar por debajo del 3% del PIB en 2016. Con un crecimiento esencialmente nulo, estamos ante la exigencia de un ajuste al menos tan drástico como el que se ha producido en estos últimos años. Difícilmente se puede alcanzar un objetivo así sin recortar de nuevo el sueldo de los funcionarios, los servicios públicos, y las pensiones e incrementar los impuestos. De hecho, tras festejar la salida de España de la recesión, la Comisión Europea  ha advertido al gobierno que tiene que ir aclarando de dónde va a detraer los 35.000 millones que hay que quitar de las cuentas públicas de aquí a 2016. Por supuesto el gobierno se ha subido por las paredes. Si en 2011 España estaba gobernada por una mayoría absoluta que permitía hacer todas las barrabasadas que se propusiese sin problemas, 2015 es un año electoral y el partido gobernante no quiere llegar a esta cita con el anuncio de nuevos recortes fresco en la memoria de los electores.
   Falta un tercer elemento. Gracias a la última reforma laboral, la cifra de paro en España es descomunal. Casi uno de cada tres trabajadores potenciales está desempleado. Ni las previsiones más optimistas hablan de una reducción de esa cifra en el próximo lustro. Sin prestaciones por desempleo, sin ayudas, sin perspectivas de una mejora en su situación, viviendo de las pensiones de unos padres que acabarán por verse mermadas, la situación se puede tornar de aquí a poco en explosiva.
   El resumen de todo lo anterior es muy simple, la situación de España es hoy mucho peor que hace tres o cuatro años. Aún más, nada parece indicar que las cifras macroeconómicas vayan a mejorar a corto o medio plazo. Y, sin embargo, el diferencial con el bono alemán, es decir, la famosa “prima de riesgo” ha caído desde el 612 que alcanzó en el 30 de julio de 2012, al 215 del pasado viernes. En numerosas publicaciones económicas se está empezando ya a hablar de España como un país en el que existen grandes oportunidades para invertir y ha saltado a la primera página de los periódicos la entrada de Bill Gates en Fomento de Construcciones y Contratas, S. A.  Dicho de otro modo, todos los indicadores son iguales o peores que tres años atrás, la percepción que se tiene de nuestro país ha cambiado radicalmente. ¿Cómo explicar esto? Muy fácil, los operadores internacionales, los “mercados”, tienen hoy muy claro algo que hace dos, tres o cuatro años no tenían tan claro, a saber, que el inmenso agujero económico que dejó el despilfarro y la corrupción de políticos, banqueros y honrados emprendedores de la construcción, lo vamos a pagar todos aquellos que no participamos en el despilfarro y la corrupción. Es un hecho que los causantes de los males económicos van a quedar impunes financiera y judicialmente.  Aún más, sus ganancias y sus sueldos no han dejado de incrementarse en estos años de crisis. No obstante, en economía las promesas no valen de mucho. Los ciudadanos de a pie tenemos que pagar hasta el último céntimo que se dilapidó. Sólo entonces la economía comenzará a crecer, es decir, comenzará a montarse otra burbuja económica con la que puedan arrebatarnos lo que hayamos conseguido ahorrar quitándole el pan de la boca a nuestros hijos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Valor del trabajo y desempleo

   En una secuencia de Uno, dos, tres, genial película de Billy Wilder de 1961, los delegados comerciales de la URSS ofrecen al director de Coca-Cola en Berlín una caja de puros habanos. “Los cubanos nos envían puros y nosotros les mandamos misiles”, aclaran. Tras darle un par de caladas a uno de los puros, el americano lo tira violentamente al váter exclamando: “¡Pues les han engañado, estos puros son de la peor calidad!”. Con toda calma, uno de los miembros de la delegación soviética responde: “No se preocupe, nuestros misiles también son de la peor calidad”. Este diálogo encierra una de las paradojas típicas del modo en que se entiende en economía clásica el valor de un producto. Veamos, si un tendero vende un trozo de queso por 8€ es porque considera que el valor real de ese trozo de queso está por debajo de los ocho euros pues, de lo contrario, estaría vendiendo a pérdidas. Ahora bien, si el comprador considerase que 8€ es un precio superior al valor real del trozo que queso, no lo compraría. El modo habitual de resolver esta paradoja en economía clásica (marxista o no), pasa por aludir a la abundancia y escasez relativas de queso y de dinero en el caso del comprador y del vendedor o, dicho de otro modo, a sus necesidades objetivas cuya medida exacta sería el precio. En efecto, el equilibrio que se produce a la hora de fijar ese precio se rompe por un conatus derivado de la necesidad del tendero de vender para obtener dinero y del comprador para obtener alimento. El punto en que la escasez relativa de cada uno de ellos se encuentra, fija el precio justo de la mercancía.
   Apliquemos lo anterior al caso de los salarios. El empresario paga un sueldo a sus empleados por realizar un trabajo, pero, obviamente, el precio que paga está por debajo de lo que éstos producen, pues, de lo contrario, estaría abocado a las pérdidas. Pero aquí aparece una variante en nuestra paradoja: el trabajador no tiene la capacidad de ofrecer su trabajo por un precio que él considere superior al trabajo que realiza. La única variable que queda a su alcance es, una vez aceptado el contrato, ofrecer a cambio del salario un trabajo inferior al pactado. Como también el empresario está ofreciendo un precio inferior al que podría, las relaciones laborales se convierten en una partida de póker entre tahúres. El trabajador podría reclamar un salario acorde con su productividad si el empresario no tuviera más remedio que comprarle a él ese trabajo o si todos los trabajadores lo ofrecieran por el mismo precio. El elemento que garantiza que esto no sea así, es decir, lo que introduce un desequilibrio en nuestra paradoja original, es el desempleo. Si se tiene una masa de trabajadores en paro, el puro azar, es decir, circunstancias vitales y caracteriológicas, garantizarán que sus necesidades sean diversas, de modo que el empresario siempre podrá elegir a quién comprarle su trabajo y, por tanto, ser en última instancia quien fija el precio del trabajo.
   Aparece ahora una segunda paradoja, a saber, aquellas sociedades que logran fijar de un modo justo el precio de los salarios, es decir, aquellas sociedades cuyo mercado laboral funciona eficazmente son aquéllas que tienen una elevada tasa de paro. Sociedades donde el paro se sitúa por debajo de 5%, digamos, son sociedades en las que los empresarios se ven obligados a pagar el trabajo de sus asalariados por encima de lo que producen, por lo que tienen todas las papeletas para un colapso rápido y total de su economía. Dicho de otro modo, países como Japón o Alemania muestran mercados laborales extremadamente ineficientes y mejor sería no invertir en ellos pues no pueden tardar demasiado en hundirse. Por contra, países como España y Grecia muestran un modo de funcionamiento óptimo desde el punto de vista capitalista y, en cualquier caso, un mercado laboral extremadamente eficiente. Obviamente no es éste el modo habitual de considerar las cosas. Si la conclusión de nuestro razonamiento es errónea sólo puede deberse a que las premisas de las que hemos partido son erróneas. El precio de un producto no marca su valor porque éste es cualquier cosa menos objetivo.
   Volvamos al principio y sustituyamos nuestro queso por un coche. El vendedor puede haber calculado con bastante exactitud el precio de los elementos de su coche y el trabajo que ha costado ensamblarlo, pero a ello tiene que añadir una cantidad estimada que es la cantidad gastada en publicidad. Esa cantidad es estimada por varias razones. En primer lugar, no es fácil estimar cuántas ventas de un modelo concreto se deben a la publicidad de ese vehículo y cuántas a la publicidad de la marca en su conjunto. En segundo lugar el coste de la publicidad de ese vehículo ha de ser dividido entre el total de vehículos que se pretende vender. Y no se trata de una cuestión menor, hay estimaciones que sitúan el coste publicitario total por vehículo en torno a los 3.000 €. Por tanto, el precio que fija el vendedor depende de su percepción de las ventas futuras y del papel de ese modelo en el total de productos de la marca. Otro tanto cabe decir del comprador, está dispuesto a pagar un precio no por la necesidad que tenga de un coche, sino por la percepción que tenga del mismo, percepción que, en buena medida, viene constituida por la estimación que haga de cuáles son las percepciones que ese vehículo va a generar en su entorno. El punto en que las percepciones de uno otro confluyen, fija el precio en el que ambos están dispuestos a llegar a un acuerdo.
   Por supuesto que los individuos tienen necesidades, pero éstas, en nuestras modernas sociedades, no son necesidades biológicas más o menos objetivas, son necesidades creadas por el propio mercado. Son estas necesidades creadas las que aseguran que el empleado ofrezca siempre su trabajo por debajo de su productividad. En esencia, es una rata que corre sobre un tapiz rodante, intentando alcanzar una meta inexistente. Produce para satisfacer sus necesidades de ayer, a la vez que los objetos de su producción crean nuevas necesidades para mañana. Por eso, las sociedades más eficientes son las que mejor logran estimular a sus trabajadores con la ilusión de que la satisfacción de sus necesidades está extremadamente próxima, es decir, las que menores tasas de paro generan y mejores salarios ofrecen, a eso es a lo que Hull llamó gradiente de meta.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Miedo

   Acabamos de celebrar Halloween, estupendo ejemplo de cómo las culturas vivas proceden a copiar y pegar sin mayores tapujos. A la mañana siguiente, tras la fiesta infantil en la que se invita a reírse de la muerte, hemos acudido serios como un luto a limpiar las lápidas de nuestros muertos y a llevarles flores un día de difuntos más, tratando de negar que se fueron y dejaron de estar entre nosotros. En menos de una generación ambas fiestas se ensamblarán y pocos apreciarán la incompatiblidad de tradiciones culturales que se solapan ya en nuestros cerebros. Son dos formas contrapuestas de consolarnos ante el miedo que infunde la muerte. En realidad, el miedo es una de las emociones básicas de las que ha sido dotado cualquier ser vivo con un mínimo entramado neuronal. Su función biológica es muy clara. Por un lado, intenta preservar al individuo, permitiéndole reaccionar ante los peligros que puedan surgir a su alrededor. Por otra parte, activa todos los componentes fisiológicos que pueden facilitar esa reacción. Al miedo le acompañan, en efecto, una descarga de adrenalina que provoca el cierre de los capilares más cercanos a la piel con objeto de que la aportación de nutrientes y oxígeno se concentre en los músculos. Esto es lo que genera la palidez en el rostro. Por el mismo motivo, la respiración y los latidos del corazón se aceleran. Las pupilas se dilatan para captar mayor información del entorno y la propia actividad neuronal se dispara, preparando la respuesta fisiológica esperada y analizando todos los datos que vienen del exterior. En el caso de los seres humanos es una experiencia común el “pensar más rápido” cuando se tiene miedo. No debe extrañarnos. Resulta difícil imaginar hasta qué punto el miedo ha acompañado a nuestra especie desde que comenzó a caminar por la superficie del planeta. Aquellos seres de aspecto simiesco, con andar torpe y carentes de defensas naturales, debieron parecer condenados al exterminio cuando tuvieron la ocurrencia de bajarse de los árboles. Sin ojos dotados para ver en la oscuridad, se acurrucarían unos contra otros en lo más profundo de una oscura cueva, temblando ante la proximidad de cualquier depredador. Era realmente poco lo que podían hacer frente a él. Tal vez sólo les cupiese desear que su sueño no se viese interrumpido por la cruel dentellada. Aún peor, debían ser capaces de prever lo que se avecinaba cuando el Sol comenzaba a declinar, de anticipar otra noche de duermevela, de imaginar lo que sentirían cuando los feroces colmillos desgarraran su carne. Hasta tal punto debió llegar su terror que les permitió vencer el miedo más universal entre los animales, aquél del que todos están dotados sin excepción, el miedo al fuego. Por mucho que lo dudaran, al final su miedo a ser presas de alguna bestia salvaje, los hizo vencer el miedo a una muerte no menos horrorosa, la muerte achicharrado y se acercaron a él y lo dominaron. Sin duda, los primeros de nuestros antepasados que lograron instalar una hoguera a la entrada de su cueva y dormir, al fin, sin miedo a despertar entre las fauces de un depredador, debieron sentirse como dioses al amanecer y ya no dejaron de buscar nuevos trucos que acrecentaran su poder y su tranquilidad... Inútilmente, como descubrimos hoy. Porque el miedo es una emoción que, una vez desatada, ya no frena jamás su impulso. Propiamente, cuando el niño aprende a tener miedo, el miedo ya no deja de tenerlo a él. A lo sumo, algunos de sus miedos se irán desplazando, cambiando su forma y su desencadenante, pero ya lo acompañarán siempre. Sus miedos serán proporcionales a su imaginación. Cuanta más imaginación tenga, cuanto más capaz sea de crear mundos maravillosos, heroicidades y posibilidades futuras, mayores serán sus miedos.
   Quiero insistir sobre este punto, decir de alguien que tiene miedo a algo es un modo inapropiado de expresarse. La verdad es que, para los seres humanos, el miedo nos posee. Cuando el miedo aparece, los factores racionales se esfuman, la propia velocidad del pensamiento anula su sensatez y, lo que es más importante, las barandillas que nuestra conciencia va poniéndole al mundo para que podamos andar con comodidad se desmoronan. Cuando llega el pánico, los amigos se traicionan, los pacíficos se vuelven asesinos y los abuelos son capaces de saltar muros. No hay nada suficientemente sólido cuando aparece el pánico. Eso que llamamos realidad se desvanece y todo lo espantoso que podamos imaginar se convierte en una posibilidad a punto de cumplirse. En medio del pavor, los enanos se convierten en gigantes, los pocos en muchos, los sonidos más banales en presagios de lo peor, las sombras en monstruos y los ruidos en clamores. Básicamente ya no hay indicio que llegue hasta nosotros que no sirva para incrementar el miedo que se hallaba en al comienzo de todo.
   Lo anterior puede resumirse muy brevemente diciendo que un individuo que viva atemorizado, como una sociedad que viva atemorizada, es fácilmente manipulable. Se puede hacer con ella lo que se quiera porque, esencialmente, cualquier control racional ha resultado abolido. A poco que se agiten un poco los fantasmas consabidos, se la puede conducir hacia donde se quiera. Si el peligro es inminente, si está a punto de ocurrir un terrible atentado o una plaga se avecina o, de hecho, ya ha caído sobre nosotros una invasión silenciosa, poco más resta que señalar en una dirección para que turbas enfurecidas se lancen hacia ella. Hay algo aún mejor, como ya explicamos en otra ocasión, una sociedad atemorizada es una sociedad que gasta, que consume, que compra a unos niveles muy superiores a cualquier sociedad feliz. Ya sólo queda el último elemento y es que, como nuestros antepasados se acercaron al terrible fuego para disipar sus miedos nocturnos, una sociedad atemorizada acudirá a cualquier bestia feroz para que le permita dormir bien por las noches. El miedo es, por tanto, la herramienta que jamás debe faltar en el repertorio del buen manipulador, por muy disparatado que pueda ser..

domingo, 27 de octubre de 2013

Las causas de la corrupción

   Provoca un cierto estupor ver una lista de los países más corruptos del mundo y no encontrar a España en ella. El estupor da paso rápidamente al alivio y el alivio a la intriga, ¿cómo se  podrá vivir en esos países que sí figuran en la lista? El caso es que la percepción de los españoles roza la afirmación de que estamos en el país más corrupto de todos los posibles. Cuando consideramos las cosas de este modo, estamos obviando el factor que, probablemente, nos impide estar a la cabeza mundial de corrupción. Y es que, en España, encontrar funcionarios corruptos no es tan fácil como se pudiera sospechar. Pensemos en el caso de Hacienda. Se trata de una de las oposiciones más duras a las que pueda uno someterse. Quienes las aprueban en la escala básica son formados en la convicción de que pertenecen a una élite, que deben llevar a gala un cierto orgullo del cuerpo y una cierta ética del trabajo no exenta del culto a la honestidad. Por supuesto, eso no les libra de algunos garbanzos negros, pero éstos no representan al funcionario medio. La demostración es que a la mayoría de quienes son pillados en fraude fiscal ni siquiera se les ocurre “tantear” al equipo de inspectores que le ha caído encima. Incluso ha habido algún movimiento por parte de asociaciones de inspectores de Hacienda para protestar contra el exceso de rigor que se les exige contra los pequeños defraudadores mientras que las grandes bolsas de fraude gozan de una cierta impunidad.
   Otro tanto cabe decir del cuerpo de fiscales y jueces, en los que son un problema mucho más abundante las rencillas personales y el cantonalismo que la corrupción sistemática. El caso de las fuerzas de seguridad del Estado es algo más preocupante, pero es obvio que el cáncer no se encuentra ahí. El problema, el problema real, el problema en el que todos pensamos cuando hablamos de corrupción en este país, es la corrupción de quienes están situados por encima de los funcionarios, bien a nivel local, provincial, autonómico o nacional. No hay más que seguir las noticias para ver el menudeo de casos que están llegando a las fases finales de instrucción judicial y a ello hay que añadir lo que cualquiera puede oír en la calle de fuentes de primera mano. Entre ambos niveles, resulta difícil imaginar hasta qué punto ha llegado la corrupción de nuestra clase política. No se trata ya de que los grandes inversores internacionales hayan pagado el apoyo político prestado, cada empresa de medio pelo tiene su lista de políticos en nómina y no parece existir empresario que, tratando de montar desde un parque infantil hasta una pizzería, no haya tenido que tratar con el comisionista de turno. La extensión del problema es tal que no resulta difícil hablar de un sistema político corrupto en su integridad.
   Hace ya tiempo que Schumpeter y otros señalaron la posibilidad teórica de tratar al dinero como si fueran votos y los votos como si fuera dinero. Max Weber eximió al político del deber de la honestidad al encuadrar su actuación dentro del ámbito de la ética de la responsabilidad. Finalmente, Felipe González sacó el lógico corolario de ambas teorías: la responsabilidad por confundir lo democrático con lo crematístico debía ser una responsabilidad política, por tanto, el lugar último para dirimirla eran las urnas. Dicho de otro modo, a los políticos los deben juzgan las elecciones, no los jueces. Desde entonces el PSOE puso de moda dudar de las inclinaciones políticas de cualquier juez que hallase pruebas de su implicación en un escándalo, moda a la que se han sumado formaciones de todo el espectro parlamentario y, últimamente, las centrales sindicales.
  Es todo tan evidente y estamos todos tan de acuerdo que no puede corresponder sino a alguien proveniente del campo de la filosofía llevar la contraria. En efecto, en el siglo IV a. C. Platón ideó un sistema político cuyo punto de partida no era otro que la destrucción de la familia. Griego, es decir, mediterráneo, por tanto, buen conocedor de lo que hablaba, acabó acusando a la familia de todos los males humanos que previamente había achacado al cuerpo. En efecto, a uno y otro lado del mare nostrum, la familia es la institución que nos educa, nos da seguridad, nos protege, nos amortigua los golpes de la vida y, a cambio, nos controla, vigila y se sube a nuestras espaldas por el resto de nuestra vida. Pues bien, pregúntele a cualquier ciudadano de esos que sitúan como principal problema del país la corrupción política, qué haría si alcanzase un cargo y tuviese un hermano, cuñado o primo en paro. ¿No lo enchufaría? ¿No le daría un despacho con aire acondicionado a cargo del erario público? Ahora que ya ha conseguido que se sincere, presiónele un poco. Le confesará también que, de obtener dicho cargo, su objetivo principal no sería otro que llenarse los bolsillos tan rápido como fuese posible. La justificación que le dará es la corrupción misma hecha argumento: “para que lo hagan otros, lo hago yo”. Ya no tardará mucho en obtener la conclusión que lo aclara todo. Al español no le preocupa la corrupción política porque sea galopante, ni porque sea insostenible, ni porque sea inmoral, le preocupa porque no es él el que está robando. Los españoles no sienten desprecio ni repugnancia por su clase política, simplemente, sienten envidia.

domingo, 20 de octubre de 2013

Oprobio

   Se llama Leonarda Dibrani, tiene 15 años y su caso ha incendiado las redes sociales francesas. La noticia tuvieron que darla sus profesores de instituto. Los medios de información estaban mucho más interesados en desinformar acerca de los extranjeros que en dar cuenta de qué ocurre realmente con ellos. Dibrani fue sacada por la policía de un autobús escolar mientras realizaba una excursión con sus compañeros y deportada de modo fulminante. El alcalde de la localidad en la que residía llamó a su móvil y le ordenó que le pusiera con su profesora. A ésta se la conminó a detener el vehículo. Como la profesora se negó, el alcalde pasó el teléfono a un policía que, suponemos, relató a la profesora las leyes que quebrantaría si no daba orden de parar inmediatamente. Al final, accedió y su alumna fue detenida por dos agentes de la Policía de Fronteras delante de todos sus compañeros. ¿Su delito? ser extranjera en situación irregular. La carta abierta de sus profesores, obviamente publicada en un sitio web, recordaba que llevaba más de tres años escolarizada, que hablaba perfectamente francés, que su integración era plena y que estaba a dos meses de conseguir la naturalización. Pero, ¡ay! su padre había cometido un delito menor no especificado y eso, que para un francés significa una multa a lo sumo, para él significaba perder todos los derechos a recibir asilo político y ser reintegrado al infierno del que escapó. La familia podía quedarse en Francia sin el padre o reagruparse en su país de origen, Kosovo. La madre eligió lo segundo y a la policía le faltó tiempo para darle la patada a Leonarda y toda su familia.
   Kosovo es un bonito pseudopaís que declaró su independencia de Serbia unilateralmente y al que reconocen los EEUU, pero no la ONU. Su administración provisional hace como que gobierna, mientras serbios y albaneses hacen como que no se matan y las mafias hacen como que no controlan cada cosa que sucede. En medio de un odio interétnico sin fondo, todos están de acuerdo en algo: hay que darle una solución final al “problema gitano”. Quienes no quisieron quedarse esperándola, quienes no deseaban ser asesinados por ser gitanos, como los Dibrani, escaparon a Europa, a Italia, donde crearon campamentos de ilegales. En 2008, el gobierno del siempre impoluto Silvio Berlusconi, dio la orden de desmantelar esos campamentos, previamente incendiados por “honrados voluntarios”, porque "los romaníes son una etnia conectada a un cierto tipo de delitos. Robos, asaltos, e incluso, como en el caso de Ponticelli, rapto de personas". Antes que regresar a su país, la familia Dibrani pasó a Francia e inició un infructoso trámite cuyo objetivo era escolarizar a los menores, recibir garantías sanitarias y, en definitiva, lograr la integración (que eran los objetivos que Alfredo Mantovano, el sinvergüenza que autorizó el desmantelamiento de los campamentos en Italia, afirmó que tenían sus medidas). Ignoraban que los desaprensivos dispuestos a seguir manteniendo su opulencia a costa de destrozarle la vida a los más desprotegidos no son una exclusiva de Italia. Hace menos de un mes que el muy socialista ministro del Interior francés, el excelentísimo Sr. D. Manuel Valls, decidió subir sus índices de popularidad lanzando bravatas de feriante borracho contra los gitanos. Obviamente, los mandos policiales estaban deseosos de sacar pecho. Entre unos y otros se cruzó Leonarda Dibrani.
   No hay que engañarse, a esta adolescente se la expulsó por ser kosovar, por ser albanesa, por ser gitana y, lo peor de todo, por ser pobre. No estamos hablando de la víctima inocente de unas leyes draconianas. Leonarda Dibrani es el enemigo. Los pobres, los que tienen más fácil caer en la marginación, son siempre el enemigo de los poderosos, de los que pueden tomar lo que les plazca sin que la ley haga otra cosa que darles la razón. Y si son tan pobres que no tienen nada que se les pueda arrebatar, siempre se les podrá quitar la dignidad para que otros suban en las encuestas y puedan disfrutar unos días más de su poltrona, su chófer oficial y su amante cara. El champán sabe mejor cuando se puede tomar costeado por la sangre de unos cuantos gitanos. Queremos integrarlos y para eso los expulsamos. Queremos mantenerlos dentro de la ley y para eso los ilegalizamos. Queremos que coticen a la seguridad social y por eso no les permitimos que tengan un trabajo decente. Queremos que escolaricen a sus hijos y por eso convertimos las escuelas en una ratonera en la que podrán ser localizados a la hora de darles la patada. Queremos que se sientan orgullosos del país de acogida, que muestren respeto a nuestra cultura, que no nos miren siempre como si estuvieran resentidos con nosotros y para eso maltratamos del modo más humillante a sus jóvenes. La Europa que es  la cuna de los derechos, de las libertades, de la democracia, es la tierra del racismo, de la xenofobia, del exterminio sistemático y aplaudido por la inmensa mayoría.
   Pero, por encima de todo, esta Europa construida sobre el liberalismo, sobre la imagocracia, sobre la moneda única, sobre la acción comunicativa de los mercados, es una Europa de cobardes. Cuanto más ricos somos, más miedo tenemos. Estamos tan aterrados que alzamos murallas contra fantasmas, nos atrincheramos contra una invasión inexistente, entregamos nuestro futuro a bandas de psicópatas que sólo han demostrado su habilidad para manejar un miedo que ellos mismos han generado. La ultraderecha, la ultraderecha que causó Utoya, la ultraderecha que mató a Pavlos Fyssas, la ultraderecha que apalea y asesina impunemente en los campos de fútbol de toda Europa, condiciona nuestra vida política, de Suiza a Noruega, de Inglaterra a Francia, de Finlandia, Dinamarca o Suecia a Hungría. Y mientras tanto, mientras intentamos conciliar el sueño, nuestro pánico separa familias, humilla adolescentes y ahoga niños.