domingo, 6 de junio de 2021

Derechos básicos.

   Marx criticó en los derechos humanos la intrínseca hipocresía de todas las declaraciones burguesas. Se proclamaba la libertad de reunión, sin garantizar que hubiese un lugar para reunirse; se proclamaba la libertad de asociación, sin permitir los medios para sustentarla; se proclamaba el derecho a la libertad de expresión, sin procurar medios en los que todo el mundo pudiera expresarse; en definitiva, más que proclamar una serie de derechos, se proclamaba la obligación de quedar sometidos a las formas capitalistas de producción y reproducción. Marx no vivió para conocer la declaración de 1949 que promulga la libertad de acceso a la cultura… para todos aquellos que puedan pagarla. Pero no se entenderá la naturaleza del problema si la denuncia llevada a cabo por Marx de la hipocresía burguesa no se acompaña de otro elemento presente también en sus textos: que la hipocresía constituye el rasgo característico de la conciencia burguesa. No se trata, pues, de una cuestión de actitud, ni de voluntad de engaño. Necesariamente tiene que ocurrir así. Dicho de otro modo, toda declaración de derechos humanos, en un mundo en el que la libertad del mercado resulta más importante que la propia libertad de los individuos, necesariamente debe contener supuestos que hacen de ella algo muy diferente de lo que dice "ser". 

   Tomemos el caso de la Declaración de Derechos de Virginia de 1776. Esta declaración "la primera declaración de derechos humanos de la historia", la plasmación de los ideales revolucionarios de las colonias y en la que se puede leer que "todos los hombres son por naturaleza igualmente libres", vio la luz en uno de los estados norteamericanos más recalcitrántemente esclavistas, que no permitió por ley la emancipación de los ciudadanos negros hasta 90 años después de su famosa Declaración. Quien quiera quedarse en la epidermis de la cuestión verá aquí otro ejemplo de la hipocresía burguesa, pero si acudimos a lo que ocurre con las sucesivas versiones de la Declaración de Derechos de los Ciudadanos promulgadas en Francia a partir de 1789, podremos ver cómo, dichas declaraciones, cumplen una función nada ambigua ni hipócrita: definir qué es un ciudadano. Ahora podemos entender por qué la declaración de derechos de los seres humanos aparece por primera vez en un estado esclavista, porque tenía como finalidad decir qué pasaría a considerarse desde ese momento un ser humano. Y un ser humano, obviamente, debía de gozar de libertad, así que la mano de obra esclava, por definición, no la constituían seres humanos. De modo semejantes, quienes no tuvieran propiedades, ni derecho de voto, no podían considerarse ciudadanos. Y quien no tiene casa, ni tiene trabajo, ni tiene dinero para pagar la cultura, simplemente, no es un ser humano. Aquí no hay nada punible, no hay nada que un brazo militar de la ONU tenga que castigar, ni siquiera algo que un cuerpo jurídico deba garantizar. A lo sumo, todo el entramado de cortes penales internacionales deben juzgar si, individuos de los que se habla en ciertos artículos, por ejemplo, los que tienen recursos para pagar las costas de una apelación a semejantes instancias jurídicas, pueden considerarse humanos pese a carecer de otros propiedades constitutivos de la "humanidad". Insisto, no hay hipocresía, ni inconsistencia, ni contradicción por ningún lado, simplemente, puesta en práctica de una función concreta para la que esta colección de derechos se promulgó. Ahora podemos entender varias cosas. Primero que se "descubran" nuevos derechos, quiero decir, que cada día que pasa se añadan nuevos requisitos a los mínimos exigibles para atravesar el umbral de la humanidad. El caso del acceso universal a Internet lo demuestra de un modo palmario. De aquí a muy poco, únicamente se considerarán "humanos" aquellos seres que tengan presencia en el mundo virtual, porque el resto, a todos los efectos, no existirán. 

   Segundo, se puede distinguir entre dos géneros de críticas a los derechos humanos. Por un lado, quienes, como hago yo aquí, critican su utilización y, por otro lado, quienes critican lo que son. Son... eurocéntricos, burgueses, hipócritas, cristianos. En consecuencia, no pueden/deben aplicarse a… África, América, los regímenes socialistas, los países islámicos. Ocurre aquí lo mismo que con la democracia. Dos tipos de críticas contra ella se confunden con suma facilidad porque utilizan argumentos nominalmente idénticos con intención dispar: quienes la critican por cómo funciona y quienes la critican por lo que es. Dirimir cuándo tenemos que vérnoslas con un tipo de crítica o con otra resulta, sin embargo, muy fácil, basta con pedir que pasen la prueba de reformular sus argumentos sin utilizar el verbo ser

   Plantear que toda declaración de derechos humanos se utiliza para definir lo que ciertos seres humanos son en función de sus propiedades (por no decir, "posesiones"), permite entender aún una tercera cosa, a saber, por qué algunos de los derechos más básicos a los que con frecuencia apelan los seres humanos, no se hallan incluidos, ni por atisbo, en ellas. Uno de esos derechos lo vimos funcionar en la entrada anterior. Por encima de todas las cosas, los seres humanos hacen cotidianamente uso de su derecho a no saber, de su derecho a no aprender, de su derecho de no entender (adecuadamente) lo que se les dice. Desde la persona que insiste marcando el mismo número para hablar con alguien que no tiene ese número de teléfono a las hordas que asaltaron el Capitolio con camisetas en las que podía leerse "mi mamá dice que soy especial", los seres humanos consideran uno de sus derechos básicos no aprender, no saber, no reconocer la realidad que les abofetea. A él apelaron quienes se negaban a mirar por el telescopio de Galileo, a él apelan quienes acuden a bares y celebraciones para compartir virus y agradables momentos sin mascarillas, a él se aferran, como un derecho básico y elemental, quienes proponen como soluciones para los males de su país, "remedios" de cuyas catastróficas consecuencias la historia, precisamente de su país, ha dejado patente evidencia. Todos hemos visto y aún hemos hecho fanático ejercicio de ese derecho a la ignorancia, a la ceguera, a la memez y a la pacatería, cada vez que alguien nos ha azotado los belfos con algo nuevo, verdaderamente creativo y rompedor. Sin embargo, nadie ha propuesto jamás que semejante derecho pase a incorporarse en ninguna de nuestras grandilocuentes declaraciones de derechos. Sabemos el motivo, aunque difícilmente lo confesaremos: que lo definitorio de los seres humanos no consiste en quedarnos aferrados a los mismos troncos, rumiando las mismas hojas, cada vez más secas. A nuestra especie la ha definido siempre, desde el momento en que bajamos de los árboles, la búsqueda de nuevos horizontes.

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