domingo, 6 de enero de 2019

Para una filosofía de la psiquiatría (2. Transculturalidad)

   En la entrada anterior esbozamos apenas un mapa de la pequeña parcela del conocimiento psiquiátrico referida al afloramiento de sus categorías básicas. Una filosofía de la psiquiatría debería seguir el modo en que tales categorías se convirtieron en estándares para la fabricación de pacientes. Aquí no podemos aspirar a tanto. Nos contentaremos, pues, con poco más que esquematizar una aportación a tal objetivo, no trascendental pero significativa, la realizada por el relativismo cultural, primero en EEUU y, posteriormente, a nivel mundial. 
   En 1.934 apareció “Antropology and the Abnormal”, firmado por la famosa antropóloga Ruth Benedict, artículo aceptado para su publicación bajo la recomendación del padre de la antropología norteamericana Franz Boas. En él dejaba claro que la enfermedad se define desde el punto de vista de cada cultura, por lo que no pueden existir categorías psiquiátricas válidas para todo el mundo. Los indios Zuni de Arizona, señalaba Benedict, consideran, por ejemplo, la extrema pasividad y fatalismo que definen "nuestro concepto de depresión" como rasgos de un estilo de vida poco menos que admirable. Ni que decir tiene que estas ideas conquistaron legión de seguidores que se dedicaron a describir pueblos y culturas donde la “depresión” se vivencia de un modo muy diferente a como "hacemos nosotros", aunque para ello tuvieran que sugerir paralelismos inexplicables entre los ya citados indios de norteamérica y ciertos sectores, digamos, de la población cingalesa de Sri Lanka. De un modo más exótico se señaló que en China, la depresión tiende a somatizarse hasta el punto de que rechazan la idea de sufrir algún género de trastorno mental, entre otras cosas porque el aislamiento y el ensimismamiento resultan conductas altamente reprobables en su cultura. Aunque Horowitz y Wakefield no lo mencionan en The Loss of Sadness. How Psychiatry Transformed Normal Sorrow Into Depressive Disorder, un caso muy parecido pero aún de mayor interés lo constituye el de Japón. Durante todo el siglo XX, lo más parecido al “concepto occidental” de “depresión” lo representaba el utsubyo, una enfermedad crónica, tan grave como la esquizofrenia y que exigía internamiento hospitalario. Mencionemos, para terminar, a los Ifaluk de Micronesia, que experimentan, cuando sus seres queridos abandonan la isla, comportamientos que nosotros asociaríamos con la depresión.
   Cualquier relativista cultural, cualquiera de esos filosofillos del siglo pasado ganadores de premios y doctorados “honoris causa” (¡qué concepto tan apropiado!) enumerarían tales casos, si hubiesen tenido noticias de ellos, como ejemplos de la determinación que “la cultura” y “el lenguaje”, ejercen sobre el pensamiento, como si "cultura" y "lenguaje" constituyeran entidades del tipo de los conductores de autobús. Pero repasemos cuanto llevamos dicho más detenidamente o, mejor aún, pongámonos unas gafas contra la muy provechosa miopía de que hicieron gala los filósofos vigesimicos y miremos al mundo con ojos nuevos. ¿Qué resultará entonces? Si analizamos estos estudios podremos ver que en todos y cada uno de ellos se llama “depresión” o “concepto occidental de depresión” a lo que quedó recogido en los sucesivos DSM. De este modo, como vimos en la entrada anterior, una serie de decisiones políticas tomadas por consenso para salvar la cara a una instancia de poder como la APA, queda convertido por el arte de birlibirloque de los relativistas, en un rasgo definitorio de nuestra cultura. El “concepto occidental de depresión”, “nuestro concepto de depresión”, “lo que nuestra cultura llama depresión”, escapa así a cualquier posibilidad de crítica porque ya no consiste en un amaño del poder, sino en un elemento que nos constituye a todos nosotros y a quien tenga aún arrestos para lanzarse contra ella, en nombre del muy respetuoso relativismo cultural, se lo condenará, eo ipso, a la cuneta de los inadaptados, a un paso de padecer alguno de los síntomas listados en el DSM.
   Como señalan Horowitz y Wakefield el estudio de Catherine Lutz sobre los Ifaluk (1) resulta a este respecto preclaro. Lutz explica las situaciones en las cuales los ifaluks experimentan depresión, constata que aplicar a ellas la categoría de “depresión” tal y como la describe el DSM parece ridículo, pero no saca la conclusión lógica de que las categorías del DSM no describen nada objetivo, sino que crean una realidad. Por el contrario, buscando lo más fácilmente aceptable por su entorno académico, concluye que cada cultura construye el mundo a su antojo. Una vez iniciada la senda que menos ampollas va a levantar y más beneficios va a proporcionar, ya nada impide sentenciar la intraducibilidad de los términos destinados a describir enfermedades y la inconmensurabilidad de las culturas.
   Aceptemos por un momento la importancia trascendental de que existan elementos en una lengua no traducibles a otra; aceptemos, pues, la majadería de que existen inconmensurabilidades entre las culturas; incluso si aceptamos semejantes memeces, tenemos que tragarnos aún otra rueda de molino, a saber, la de que no necesitamos hacer ninguna pregunta más, que nos quedemos con estos dogmas de fe de nuestra tribu como las verdades últimas acerca de las cuales no se puede levantar ninguna cuestión ulterior. En efecto, decir que las culturas “son inconmensurables”, que las lenguas “son intraducibles”, ¿no debería haber llevado a la cuestión de qué hacer en la práctica a partir de tales supuestos? ¿no debería habérsenos aclarado cómo continuar a partir de aquí? ¿por qué nadie hizo semejantes preguntas y todos aceptaron éste como el final del camino? La respuesta resulta extremadamente simple. Vamos a ver, si existe inconmensurabilidad entre las culturas, si la intraducibilidad de algunas palabras sentencia la imposibilidad de traducir lenguas enteras, ¿podemos penetrar en la mente de un miembro de otra cultura? ¿aprender a pensar como él lo hace? ¿llegar a acuerdos con él? ¿convencerlo de algo? Si le hacen estas preguntas a cualquiera de los filósofos del siglo pasado, obtendrán una respuesta unánime: no, “es imposible”. Si le hacen esta pregunta a Coca-Cola, Pepsi-Cola, Burger King, McDonald's o a la industria farmacéutica, también obtendrán una respuesta unánime: sí, por supuesto. Obviamente uno de estos dos agentes miente. Queda la pregunta de por qué, a cambio de qué o, de un modo más exacto, a cambio de cuánto.


   (1) “Depression and the translation of emotional worlds” en A. Kleinman & B. Good (Eds.) Culture and depression, Berkeley, University of California Press, 1985, págs. 63-100.

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