Puede definirse a los hermeneutas como aquellos que creen desesperadamente en la traducción perfecta. Entienden por traducción perfecta, la que vierte, palabra por palabra, frase por frase, línea por línea, lo escrito en una lengua a otra. A poco que haya un desvío, un matiz, una función no completamente biyectiva entre un término y otro, desesperan de cualquier apaño y proclaman el infantil “¡nunca jamás!” respecto de la posibilidad de que los hablantes de una lengua entiendan propiamente lo que dicen los hablantes de otra. Creen los hermeneutas, que las lenguas “son”. “Son inconmensurables”, “son formas de vida”, “son lo mismo que la cultura”, “son limitadoras del pensamiento”. Las conciben, encerradas entre las tapas duras de los libros, perfectamente tangibles y delimitadas, ajustadas exactamente a los estrictos cajoncitos de sus limitadas molleras, como quienes las defienden en nombre de una patria. La realidad, por lo tanto, les parece demasiado compleja, los marea, así que se han dedicado durante medio siglo a darle vueltas al sexo de las interpretaciones mientras en el mundo real los bárbaros asedian las puertas del Capitolio. Para exorcizar sus demonios, vamos a dejar que las palabras hablen, que hablen de nosotros, que nos saquen las vergüenzas, que denuncien ellas mismas esos engaños por cuya proclama los filósofos vigesimicos recibieron notables emolumentos. Convoquemos, pues, algunas de esas palabras contenidas en webs maravillosas como https://www.infoidiomas.com/blog/6211/palabras-raras-en-espanol/, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/antiguas-palabras-castellanas/html/ o https://www.bbc.com/mundo/noticias-51156550.
“Bluyin”, por ejemplo. ¿Qué significa “bluyin”? ¿Tiene que ver con los niños a los que les roban el bocadillo en los recreos? No, más bien, “bluyin” tiene que ver con las Investigaciones filosóficas. Wittgenstein decía allí que se trataba de un semillero de ideas para pensar y, con bastante humildad, insinuaba que “para algunas palabras su significado es su uso”. Los filósofos del siglo pasado, incapaces de pensar mientras contemplaban, absortos, sus pantallas, lo tomaron por un recetario, recortaron la afirmación wittgensteniana, demasiado larga para recordarla, y se quedaron con que “el significado es el uso”. Cuando llegó la Transición española, la Real Academia encargada de velar por nuestro idioma, decidió que debía mostrar su progresismo, sumándose al cacareo generalizado de los filósofos, con el beneficio consiguiente de trabajar menos cobrando lo mismo. Se lanzó entonces a sancionar como correcto cualquier cosa que los hablantes usaran. Ya he explicado que constituye una buena propedéutica preguntarle a cualquier lorito que repita lo de que “el significado es el uso”, ¿el uso impuesto por parte de quién? ¿el uso impuesto con qué finalidad? ¿el uso por cuánto tiempo? Los académicos de la desdichada lengua española, obviamente, no llegaron a tanto. “Bluyin” entró al diccionario de la RAE como castellanización de blue jeans, con la excusa de que constituía el uso común. Bien, ya no constituye el uso común y, sin embargo, ahí se nos ha quedado este horrible palabro entre las sacrosantas páginas que definen qué debe entenderse por “español”.
La humildad de Wittgenstein al hacer propuestas provenía de que una parte trascendental de la vida de nuestros usos lingüísticos quedaba sin explicar en sus textos: su historia. De creerle, las palabras aparecen por generación espontánea y se extinguen por aniquilación divina. La competencia entre palabras por designar las mismas cosas y, todavía peor, la avaricia de las palabras por designar cosas distintas, apenas si podía describirla por ese “parecido de familia”, que, de tomarlo en serio, colocaría en el mismo árbol genealógico a las golondrinas y los aeroplanos. Por “avión”, en efecto, cabe entender en español, tanto a cierta simpática avecilla (delichon urbicum) como a un subgénero de máquinas voladoras. A Wittgenstein el "parecido de familia" le valía para no entretenerse demasiado y seguir avanzando en sus especulaciones, pero a quien quiera pensar desde él y no repetir sus consignas, le interesará saber que el segundo significado ha acabado arrinconando al primero porque “avión”, cuatro siglos atrás, designaba por igual a golondrinas, vencejos y aves semejantes, frecuentes en estas tierras. Y ahora, hagámosle la pregunta a cualquier hermeneutilla de esos que te zampa lo de “los tipos de racionalidad” antes de que se persigne un cura loco: si un autor del siglo XVI realizara la afirmación de que “en estos cielos abundan los aviones y en estas tierras las azafatas” y tuviésemos que reeditar dicho texto en nuestra época, ¿deberíamos dejar la palabra “avión” tal cual en el texto? ¿y la de “azafata”? Recordemos, no hay notas a pie de página. Una nota a pie de página indica que dos términos no significan exactamente lo mismo y que, por tanto, nos enfrentamos a una inadecuación entre lo escrito originalmente en el texto y el contenido del mismo que se hará circular entre nosotros. Sin embargo, una nota haría falta, al menos, para explicar que las azafatas de la época constituían un cuerpo al servicio de la Casa Real formado en su mayoría por viudas nobles.
Tomemos ahora una frase bizarra, pero bizarra en el sentido actual, “rara” o “extraña”, no lo que significaba en el siglo XVIII, “generosa”, “gentil”, o “lozana”, una frase del tipo:
“ese nefelibata subido en un burdégano que se ve a través del bocín, en realidad es un agibilibus”.
¿También deberíamos dejarla tal cual en nuestro texto? ¿no deberíamos añadir alguna notita a pie de página? Mejor aún, ¿no deberíamos sustituir sus sonoras palabras por una terminología algo más de uso común hoy día? Pero, ¿cómo lo haríamos? “Nefelibata” designa a una persona con aire soñador y, como “agibilibus” (persona ingeniosa, muchas veces en el sentido de “pícaro”), se han convertido en términos destinados a desaparecer de nuestro acervo lingüístico. El caso de “burdégano” resulta todavía mejor. Los burdéganos aparecen como consecuencia de cruzar un caballo y una burra, algo para lo que no hay ni nombre, ni experiencia, ni, dentro de poco, realidad designada. Y exactamente lo mismo ocurre con “bocín”, el hueco en los pajares para introducir en ellos la paja. Si tuviéramos que convertir en un texto destinado a circular por las pantallas de nuestros dispositivos, ¿por qué palabra del castellano que manejamos habitualmente sustituiríamos “bocín”, “besana”, “cilla”, “fonsadera”, “fumadga”, “infurción”, “merindad”, “morcajo”, “moyo”, “rabadán”, “toquilla”, etc. etc.? Porque, si algún hermeneuta respondiese que no existen palabras con exactamente el mismo significado por las que reemplazarlas, entonces tendría que conceder que entre el español actual y el que se hablaba dos siglos atrás hay la misma inconmensurabilidad que entre las lenguas europeas y el swahili.