Tras terminar su carrera de derecho, Descartes se enroló en uno de los ejércitos que combatía en la Guerra de los Treinta Años para, según dijo, “conocer el corazón de los hombres”. Desde luego, ningún lugar mejor que una guerra para conocer el corazón de los hombres, pero si no hay ninguna a mano, vale igual un parque infantil como el que tengo debajo de mi ventana. Los primeros inquilinos del barrio, tuvieron que enviar varios escritos al Ayuntamiento para que lo dotara. Pasaron varios años hasta que lo hizo. Colocó un tobogán para niños grandes y otro de pequeño tamaño para los infantes más tiernos, columpios para todos y un par de atracciones más para diferentes edades. Eso sí, como venganza por toda la guerra que habían dado los vecinos, en lugar de una cubierta de goma espuma, puso como suelo una gruesa capa de guijarritos pequeños. Muy pronto esas chinitas comenzaron a aparecer en las bocas, las orejas, la ropa interior, los dobladillos y, por supuesto, los puños de cuanta criaturita pasaba la tarde jugando en el parque para desesperación de las madres cuando volvían a casa. Tan peculiar suelo no sólo atrajo la atención de los menores, también los perros del barrio encontraron en él un lugar donde hacer sus necesidades, contribuyendo a inmunizar a los niños contra todo lo imaginable y los fumadores encontraron, igualmente, un terreno apropiado para tirar en ellos sus colillas sin necesidad de andar un par de pasos hasta la papelera más cercana. Con los escritos enviados al Ayuntamiento pidiendo cambiar el suelo del parquecito se podía haber solado el mismo de un modo eficaz, barato y que hubiese contentado a todo el mundo, pero durante una década, el consistorio mantuvo su vengativa decisión. Al fin, un buen día, plantaron un cartel, de esos que acercan al orgasmo a quienes claman por aumentar la transparencia de las instituciones públicas. Se explicaba en él que por unos módicos 10.000€, se procedería a la reforma y adecentación de las instalaciones. Para decepción de todos las obras consistieron en darle una manita de pintura a las atracciones que todavía se mantenían en pie, desinstalar las que no lo hacían y cambiar un par de tornillos y sus cubiertas. Las peladillas se quedaron. Apenas se había secado la pintura de esta primera obra, apareció un nuevo cartel. Éste afirmaba que, por 50.000€ se procedería a una nueva reforma de las instalaciones. Sorprendiendo a quienes que ya habían desesperado, por fin se instaló una cubierta de goma. A cambio los toboganes desaparecieron y los instrumentos de diversión infantil se sustituyeron por una sucesión de hierros muy adecuados para niños menores de seis años de los que ya no quedaban en el vecindario. Por contra, los columpios se convirtieron en tres, dos de ellos con asientos enormes que más bien parecen sillones de plástico suspendidos de cadenas. Dado que, como el resto de parques infantiles de la localidad, se halla situado en un sitio donde combate el sol todo el día, los pobres desgraciados que rocen su piel por los mismos pueden terminar con quemaduras graves. Además, tienen tal tamaño y se los ha colocado a tal altura, que casi se incita a los adultos a utilizarlos, pues difícilmente alguien de menos de doce años puede subirse a ellos. Para rematar les han colocado unos arneses, como los de las atracciones de alto riesgo de las ferias, quizás temiendo que alguien salga despedido y acabe en la azotea de uno de los edificios colindantes. Los niños pequeños huyen despavoridos de ellos.
Sumemos. Vamos a ponernos en modo derrochón y digamos que remover la capa de chinos y poner una cubierta de goma vale tanto como derribar una casa, unos 10.000€. Por 3.000€ se puede poner un mobiliario infantil espectacular, pero vamos a decir que costó 5.000€. ¿Dónde acabaron los 35.000 € restantes? ¿Se lo repartieron los cinco operarios que pasaron aquí dos mañanas cada uno? Y con el mobiliario antiguo, recién pintado y aderezado, ¿qué pasó? ¿acabó en otro parquecito donde se había colocado un cartelito presupuestando en 20.000€ la renovación del mobiliario? Este tipo de maniobras se conoce como “la estafa del administrador de fincas” y consiste en lo siguiente. Existe un género, muy frecuente de encontrar, de administrador de fincas que se dedica a dividir el presupuesto de la comunidad o de los bienes que se les entregan para administrar, entre diferentes empresas a las que se les pide facturas cuya suma equivale a dicho presupuesto. El administrador se lleva la tercera parte del importe de cada factura, el dueño de la empresa la otra tercera parte y el tercio restante equivale a los servicios realmente prestados. Las comunidades siempre se encuentran al borde de la asfixia y cualquier reforma exige una derrama. Los diferentes departamentos de un Ayuntamiento hacen lo mismo. Convocan concursos públicos muy transparentes y muy conformes a la ley, luego le piden a los ganadores de dichos concursos facturas que duplican o triplican el importe real de los servicios que van a prestar. El dinero se lo reparten el emisor de la factura y quien le da el visto bueno. Todo el mundo contento y la localidad endeudada de por vida. Queda el detalle de llamar tontos a la cara a los contribuyentes, pues éstos no saben calcular con precisión el importe real de los servicios que se les proporciona. Ya podemos repetir a coro: “los políticos son todos unos corruptos”. Pero el problema, el verdadero problema, no consiste en lo que los políticos “son” o “dejan de ser”.
En el período en el que se iba a proceder a reformar el parquecito infantil, los operarios retiraron algunos de los aparatos más deteriorados, enrollaron los columpios y colocaron vallas que cerraban sus entradas. Habían quedado soportes de hierro descubiertos en el suelo, de modo que ya no podía considerárselo seguro. Además, de ese modo se facilitaba el trabajo de quienes habían de proceder a desmontarlos. Por dos veces, la tromba de padres de cada atardecer, apartaron las vallas y desenrollaron los columpios para que sus tiernos infantes siguieran disfrutando de un parque en obras que no cumplía todas las garantías de seguridad. Hartos de tener que volver a empezar, los operarios del Ayuntamiento desmontaron los columpios y rodearon todo el parque con altas vallas. Una tarde, cuando el calor todavía apretaba y no había nadie en la plaza, apareció un núcleo familiar compuesto por lo que parecían el abuelo, la abuela y la madre de dos niños, uno que andaba ya con soltura y otro aún en su carrito. Nada en ellos revelaba una extracción social o económica baja. Desde lejos pudo apreciarse su sorpresa por la valla que rodeaba el parque. Con intenciones muy claras, se dirigieron raudos hacia él y, sin que mediara queja ni petición ni llanto por parte de ninguno de los dos niños, el abuelo comenzó a pelearse con uno de los precintos que unía dos segmentos de la valla. El lenguaje corporal de las dos mujeres adultas indicaba claramente que le animaban a proseguir su tarea, mientras los niños se mantenían ajenos al espectáculo. Tras mucho esfuerzo logró romper uno de los precintos y se lanzó por el siguiente. Cuando ya llevaba una veintena larga de minutos peleando con él, desistió de la tarea con gestos que parecían decir: “si tuviera aquí mis herramientas, se iban a enterar estos”.