En España no tenemos nada tan glamuroso como un Sir. De hecho no tenemos una graciosa majestad sino un rey que no le hace gracia a nadie y a nuestros científicos, en lugar de darles títulos nobiliarios, se los somete al calvario de cumplimentar infinitas instancias para conseguir un miserable botijo. Todo eso deja marcado sus rostros, decolorados sus cabellos y desaliñado, para siempre, su aspecto, como alguien que vive cada día de su existencia sin saber si los fondos para el material ya adquirido llegarán antes de que se lo lleven a la cárcel por impago de facturas. En definitiva, nuestros científicos tienen un aspecto parecido al de Fernando Simón. Fernando Simón, el hombre que aprendió en África lo que significa una epidemia de ébola o de tuberculosis, decía en marzo de este año que las mascarillas “no son necesarias en personas sanas”, que dan “una falsa sensación de seguridad”, que su manipulación no resulta sencilla para todo el mundo. Un mes más tarde, descubrió la existencia de una “fuerte recomendación” de usarlas, aunque “no se puede obligar” a ello. En mayo ya las consideraba “una buena medida para las personas sanas”, siempre que no se trataran del modelo ffp2, a las que se excluía sin justificación alguna. Él o un grupo de expertos del que él formaba parte, tuvo la brillante idea de entregar el control de la enfermedad al servicio de urgencias del 112, un servicio colapsado un día cualquiera del mes de agosto, cuando aquí no se mueven ni las hojas de los árboles. Quien debería haber asesorado al gobierno en base a datos sólidos, entregaba sin inmutarse a la prensa números de contagios que subían o bajaban según el día de la semana porque los domingos el personal encargado del recuento se iba de fin de semana y los martes y los miércoles se acumulaban los casos. Sin embargo, aquí aparece un aspecto que no figura por ninguna parte en el “mundo de vida” sobre el que tanto parlotea Habermas, un aspecto que, por cierto, sí aparece, y subrayado, en quienes se suponen que ejercieron como sus maestros, especialmente en Th. W. Adorno. Fernando Simón, con sus contradicciones, sus mentiras y su descarado servicio a los intereses del gobierno que lo nombró y no al conocimiento o al bienestar de todos, se ha convertido en el icono de la lucha contra el coronavirus, la persona a la que todos confiarían la salud de sus hijos, el hombre que puede acabar teniendo una prometedora carrera política. ¿Por qué? muy fácil, porque sale todos los días en televisión.
Mientras el virus se expandía sin control por los EEUU poniendo en jaque incluso al ejército más poderoso del planeta, mientras la cabeza visible del gobierno norteamericano afirmaba que se trataba de “una gripe” y recomendaba la lejía o la luz ultravioleta como medidas contra él, la popularidad de Naranjito Trump no hizo más que crecer, exactamente por el mismo motivo por el que muchísimos españoles afirman “querer un montón” a Fernando Simón, por salir cotidianamente en los medios de comunicación hablando no importa de qué. El caso de Anthony Fauci a este respecto resulta meridianamente claro. Como asesor científico de la administración Trump, no tuvo más remedio que aparecer en pantalla contradiciendo al mamarracho de su presidente. Pero los espectadores no apreciaron contradicción alguna entre los discursos que Fauci y Trump encarnaban. Colocados detrás del mismo cartel de la Casa Blanca, con el mismo telón de fondo y compartiendo el mismo directo televisivo, ambos formaban parte de la misma sucesión de imágenes y, por tanto, decían lo mismo. Que sus palabras divergieran tan sensiblemente no significaba nada, pues para nosotros, habitantes de este siglo XXI, las palabras quedan completamente supeditadas a las imágenes, de hecho, las palabras sólo sirven para construir imágenes. Cuando Fauci dejó de aparecer junto al presidente, los telespectadores más avispados comenzaron a comprender que había diferencias entre ellos, por supuesto, no una diferencia en cuanto al discurso, sino una diferencia en cuanto a quién podía apartar a quién de las imágenes.
Fauci, en efecto, desapareció. No porque él prefiriera la ciencia al asesoramiento. En realidad, a él nunca se le pidió nunca asesoramiento científico. Ni Trump se deja asesorar, ni tiene cerebro suficiente para entender nada de lo que un científico pueda querer decirle. A Fauci se le permitió el acceso a las cámaras por otra razón, por una razón que, una vez más, no podemos encontrar en el campo de la “racionalidad científica” sino de la racionalidad política y que ya figura en El principe de Maquiavelo. Allí aconseja Maquiavelo que si un príncipe encuentra cierta resistencia a su gobierno, debe invitar a sus opositores a una cena de reconciliación, matarlos conforme van llegando y colocar sus cabezas en picas en la plaza de la ciudad como escarmiento. Eso sí, dice Maquiavelo, el príncipe no debe llevar a cabo personalmente tal acción, sino delegarla en su hombre de confianza, porque si el pueblo considera semejante acción una barbaridad insoportable, entonces podrá explicar que él no sabía nada de lo ocurrido, responsabilizar a su lugarteniente, ejecutarlo y colocar su cabeza en una pica en la plaza de la ciudad. He aquí, precisamente, la gran función que cualquier “asesor científico” cumple para un político. Desde luego no asentar su acción en el sólido suelo del conocimiento comprobado, ni evitar descarriarse por las veleidades personales y, muchísimo menos, “la organización de la sociedad en términos de racionalidad tecnocientífica”. Simplemente se trata de tener un buen chivo expiatorio. Vallance, Fauci, Simón, hacen creíble la necesidad de lo impopular, otorgan una pátina de racionalidad a lo que difícilmente puede generar consenso, ocultan bajo el adjetivo “científico” decisiones ya adoptadas por motivos que no tienen nada que ver con la ciencia y, por encima de todo, puede echárseles la culpa de lo sucedido cuando las cosas vayan mal. Por eso los “asesores científicos” sólo se lanzan a la palestra cuando todo el mundo masca la tragedia y por eso nadie se acuerda de ellos cuando se trata de prever para evitar, exactamente la característica que ha hecho respetable a la ciencia. Como no podía ocurrir de otro modo, a Fauci lo vimos caer en la primera ventolera de Naranjito. Vallance sucumbió a la insurrección del Imperial College permitiendo a Boris Johnson adoptar la misma política que la Europa continental “por imposición científica”. Fernando Simón sigue posando en las portadas de la prensa con su moto de gran cilindrada y su aspecto malote. No obstante, Pedro “el renacido”, como recomendaba Maquiavelo en El príncipe, se ha cuidado muy mucho de compartir escenario con él...