La segunda década del siglo XX convirtió el Cáucaso en un auténtico rompecabezas. La Revolución de Octubre trajo como consecuencia el debilitamiento del poder de Moscú en la zona, a la vez que la expansión de las ideas comunistas y las ambiciones del imperio otomano. El fin de la Primera Guerra Mundial, por contra, significó la caída de éste y la revolución de los Jóvenes Turcos que fundaron la moderna Turquía, momento que aprovechó la naciente Rusia bolchevique. Entre medias se fundó la República Federativa y Democrática Transcaucásica, entidad que nunca tuvo una existencia más allá del papel pues englobaba territorios sumidos en disputas étnicas y políticas más o menos sangrientas. No obstante, bajo este formato, se integró en lo que acabaría siendo la URSS. Los armenios, que no compartían con los turcos idioma ni religión, consideraron cualquier situación que los alejase de ellos algo favorable, así que la revolución de los Jóvenes Turcos les pilló alineados con Rusia y su comunismo, incluyendo la amplia masa de población armenia que vivía en Anatolia. Parte del nacimiento de lo que conocemos como Turquía se forjó sobre una represión de los armenios que tomó la forma de genocidio sistemático, enviando a la inmensa mayoría de quienes lograron sobrevivir al exilio. El resultado es que hoy día, de los 15 millones de armenios que bien podría haber en el mundo, 12 viven fuera de Armenia. Durante la anexión soviética, Moscú prometió a los armenios la independencia y la unidad de los territorios de mayoría armenia y a los azeríes la independencia y la unidad de lo que habitualmente había venido siendo su país. En medio quedaba lo que solemos llamar Naborno-Karabaj, una meseta a unos 950 metros por encima del nivel del mar, que por aquella época habitaba un 92% de población armenia, y el corredor de Lachin, entre esa meseta y la frontera armenia, también habitado mayoritariamente por armenios. Stalin acabó disolviendo la República Transcaucásica y fundando las actuales Georgia, Armenia y Azerbaiyán, con estos territorios bajos administración de Bakú.
El 7 de diciembre de 1988, un terremoto de 6,8 en la escala Richter devastó el norte de Armenia, destruyendo 58 poblaciones y dañando cerca de 350. Los cálculos hablan de 38.000 muertos y más de 100.000 heridos. Una comunidad internacional, conmocionada por las imágenes y deseosa de mostrar su buena voluntad para con el muy perestroiko Gorbachev, recaudó más de 500 millones de dólares para reconstruir la maltrecha economía armenia. Pero no todo el dinero se dedicó a la reconstrucción. Un mes después del terremoto, las manifestaciones a favor de la independencia condujeron a una votación en el parlamento de Naborno-Karabaj en favor de la autodeterminación, reavivando matanzas y limpiezas étnicas entre armenios y azeríes que ya no han cesado. En noviembre de 1989, las autoridades del enclave proclamaron su unión con Armenia, a lo que Azerbaiyán respondió con la disolución de los órganos de poder autónomos y la toma directa del control por parte de Bakú. Para 1990, los armenios ya tenían unas fuerzas de defensa propias bien equipadas y un líder, Levor Ter-Petrosyan que había hecho carrera azuzando los sentimientos nacionalistas en Naborno-Karabaj. El 10 de diciembre de 1991, en pleno proceso de disolución de la URSS, el enclave votó en un referéndum, boicoteado por la población no armenia (en ese momento algo así como el 25%), la independencia respecto de Azerbaiyán. Lo que hasta entonces había consistido en una larga serie de incidentes armados por parte de la población civil, devino una guerra abierta entre las dos recién nacidas repúblicas. Armenia tomó la iniciativa, conquistando el corredor de Lachin, asentando su dominio sobre la meseta y más allá, llegando a colocar bajo su poder algo así como el 14% del territorio azerí. Ninguno de los dos bandos tuvo muchos inconvenientes en disparar contra la población civil, masacrar prisioneros o contravenir cualquier norma internacionalmente reconocida en combate. Tras múltiples gestiones rusas, en 1994, después de que la guerra hubiese costado varios miles de vidas y hasta un millón de desplazados, se firmó un alto el fuego que continúa siendo el único compromiso mutuo de las partes en conflicto. Periódicamente, se reanudan los choques entre las fuerzas armadas de uno y otro país y, de modo casi continuado, la población civil mantiene su hostigamiento contra el correspondiente “enemigo”. En 2008, el esporádico intercambio de disparos de francotiradores o de ametralladoras se convirtió en un duelo de artillería con varias decenas de soldados muertos. En 2016, la “guerra de los cuatro días” se llevó por delante la vida de tres decenas más. Esta semana otra veintena ha muerto en una nueva escalada bélica. Todo ello sin dejar de profundizar en un enfrentamiento diplomático con unos y otros buscando declaraciones, mediaciones y apoyos de los más diversos órganos internacionales. Tampoco han faltado los intentos por resolver una situación que ha empobrecido hasta límites poco soportables a ambas partes. Armenia, cuyos sectores productivos dependían al comienzo de la guerra en un 85% del transporte de mercancías por tierra desde los puertos del Mar Caspio, ha visto cerradas sus fronteras con Turquía y Azerbaiyán, lo que la ha llevado a depender en exceso de dos vecinos altamente inestables: Georgia e Irán. Azerbaiyán, por su parte, país rico en petróleo y gas, se ha encontrado con dificultades para comercializarlos sin conductos que pasen, precisamente, por la zona de mayoría armenia de su territorio. A ello hay que unir la sangría de dinero que supone para las arcas públicas de ambos una absurda carrera armamentística. La diáspora armenia asentada en los EEUU, que sostiene uno de los lobbies más influyentes en Washington, harta de enviar dinero a casa sin ver mejoría por ninguna parte, se volcó con la candidatura a la presidencia de Obama, esperando que una mediación norteamericana lograra avanzar más de lo que hasta ahora han conseguido los rusos o la OSCE. Aunque Obama sonrió mucho y prometió algo, sabiendo el avispero al que querían llevarlo, se limitó a obtener una fotografía con los presidentes de ambas repúblicas en 2001. El propio Petrosyan, encumbrado por la guerra de Naborno-Karabaj, tuvo que renunciar en 1997 después de haber firmado un acuerdo con Bakú que suponía un regreso gradual del enclave a control azerí y que, a cambio, garantizaba la tan necesaria reapertura de fronteras con sus vecinos.
No se entenderá nada de lo que he venido relatando si no se tiene en cuenta que no hablamos de un conflicto religioso, étnico y ni siquiera territorial. Para los armenios esta cuestión, como todas, consiste en evitar un nuevo genocidio, quiero decir, es una cuestión de vida o muerte. Desde Azerbaiyán, por contra, la cuestión no consiste tanto en recuperar el control sobre las zonas perdidas como en quién utiliza esta pérdida para tomar el control del gobierno y cómo fastidiar al molesto vecino. Por eso perdieron la guerra contra unos armenios en inferioridad numérica y por eso se ha producido esta escalada.
El gobierno de Erdogan, que parece haber comprendido por fin las reticencias de su alto mando a meterse en la guerra siria, se ha apresurado a mostrar su total adhesión a Azerbaiyán, conocedor de los quebraderos de cabeza que una reanudación de la guerra puede suponer para Moscú. Oficialmente Rusia comparte bando con Armenia, por la pertenencia de ambas a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, pero la reciente llegada al poder de Nikol Pashinián ha supuesto el desmantelamiento de toda la élite prorrusa que habitualmente rodeaba a los gobiernos de Ereván. Ilham Alivev, que heredó la presidencia de la democracia azerí de su padre, que en cada elección obtiene más votos que en la anterior, que acumula 15 años de mandato y al que le quedan como poco otros seis, parece creer que ha llegado la hora de su presidencia vitalicia. El año pasado firmó con Europa la versión corregida y aumentada del Gasoducto del Cáucaso del Sur, que permitiría traer gas de Azerbaiyán. En realidad, aquí llegaría con cuentagotas, pero lo que ha llegado a manos llenas son los regalos del presidente al Consejo de Europa (por cierto, con varios miembros españoles del PP implicados) para que no se den cuenta de cómo se estrangula lo que queda de prensa independiente en el país caucásico. Tanto la posibilidad de proporcionar a Europa una alternativa al gas ruso como la negociación con Rusia para incluir su gas en esta vía de comercialización, atarían las manos a cualquiera que denuncie su nueva versión de un clásico muy antiguo: vierte sangre inocente en nombre de la patria y obtendrás la absolución de todas tus corruptelas.