Se denomina “biosemiótica” a un conjunto de investigaciones que pretenden entender los procesos biológicos en términos de códigos, significados e información. Aunque puede encontrársele antecedentes lejanos, suele señalarse a Thomas Sebeok, como la persona que ayudó al nacimiento de la criatura. Trabajador incansable y con una capacidad, probablemente única, para poner a desarrollar proyectos comunes a investigadores de diferentes áreas, se rodeó de un conjunto de antropólogos, semiólogos, etólogos y personajes en los lindes de las más diferentes disciplinas, para que aportaran sus puntos de vista sobre el tema común de la semiótica de la vida. A la muerte de Sebeok en 2001, la biosemiótica había alcanzado tal grado de desarrollo que la muy prestigiosa editorial científica Springer, le dedicó una colección, síntoma inequívoco de que consideraba cuantiosa la tajada que podía sacar del mercado potencial.
La idea, para decirlo con brevedad, parece un acierto extraordinario. Al fin y al cabo, nos resulta difícil ya entender el DNA, el RNA y las proteínas de otro modo que como códigos que se leen a sí mismos formando auténticos textos, quiero decir, seres vivos. Como seres vivos interactuamos entre nosotros a través de códigos más elaborados que permiten sutiles comunicaciones inter e intraorgánicas incluyendo el cortejo a lo largo de toda la escala evolutiva o el proceso por el que se produce y transmite información en nuestros cerebros. El desarrollo de la semiótica como disciplina con pretensiones de independencia a partir de los años 70, prometía, pues, arrojar una nueva luz sobre los procesos biológicos y convertirse en la puerta de entrada, por atrás ciertamente, en el santo grial de la conciencia. Hasta aquí, como digo, todo bien. Ahora empiezan las pegas.
Desarrollada en los años en que las becas de la universidades norteamericanas consiguieron borrar la memoria de Ferdinand de Saussure de la semiótica, la biosemiótica ha demostrado una gratitud comprensible hacia quien tenían interés en encumbrar aquéllas: Charles Santiago Sanders Peirce. Peirce, tan concienzudo describiendo los modos de circulación de signos como ignorando sus modos de producción (para no desvelar a quién le resulta útil el pragmatismo), puso las bases de una disciplina que tardó casi un siglo en desarrollarse y estableció los conceptos elementales que explican el intercambio de información. En el desempeño de esa labor, consiguió embarrarlo todo con conceptos mal delimitados y presupuestos metafísicos difícilmente asumibles, convirtiendo en arduas escaladas lo que debería suponer agradables paseos. Así, por ejemplo se nos hace aprendernos diez tipos de signos y 56 posibles combinaciones entre ellos para concluir que “todo es signo”, viaje, que, con toda seguridad, se podía hacer con alforjas más livianas. Todavía peor, en sus textos y de modo más penoso en el de sus epígonos, se intercambian despreocupadamente “signo” y “representación”. Esta “representación”, a su vez, se formaliza mediante condicionales, mostrándose Peirce mucho menos anticartesiano en semiótica que en antropología, pues para él, como para Descartes, lo definitorio de la representación consiste en no coincidir con lo representado y que pueda considerársela verdadera siempre que en ella no haya más realidad que en lo que dice representar. La representación así entendida, crea inmediatamente dos huecos a los cuales niega y a través de los cuales circula: el objeto al que representa y con el cual no se identifica y el sujeto ante el cual lo representa y con el que tampoco se identifica. El objeto quedará definido como lo que no existe más que en lo contenido en las representaciones y el sujeto como aquello que no contiene nada más que representaciones, en definitiva, dos vacíos rellenados por la única realidad, la representación. Pero Peirce, como Descartes, carece de la radicalidad suficiente para sacar semejante conclusión y se queda con la idea de que cualquier intercambio de información tiene que basarse en tres totalidades constituidas y sobre las cuales no se debe indagar genealógicamente el proceso que las ha hecho aflorar. Así que en todo proceso semiótico tiene que haber un objeto, un código y un sujeto y si falta alguno de estos tres elementos, ya no hablamos de semiótica.
Si ahora aplicamos la semiótica cartesiana de Peirce a la biología, tenemos asegurado el desparrame. En efecto, tomemos el código genético. Sólo podemos hablar de él en términos de “código”, de acuerdo con Peirce, si “representa” un cierto “objeto” al cual niega mediante dicha representación. Congresos, seminarios, artículos y libros de biosemiótica discuten acaloradamente si por tal “objeto” hay que entender los genes, la lucha selectiva por la existencia o todo el proceso evolutivo que ha llevado hasta el surgimiento de la criatura en cuestión. En cualquier caso, el DNA constituye, obviamente, el “objeto” “representado” por los RNA mensajeros, transferentes y demás y éstos, a su vez, se convierten en objetos “representados” en las proteínas. Los más avanzados advierten que entre las proteínas y lo que llamamos “sus” genes hay la misma relación que entre Donald Trump y el resto de presidentes norteamericanos, quiero decir, un cierto je ne sais quoi. Pero eso no evita que las proteínas queden conceptualizadas como “representaciones”, las cuales, obviamente, dentro del más estricto pragmatismo, tienen que servir para algo y ésa "es su verdad". Ahora bien, nos queda un elemento, un elemento al que, para más inri, Peirce denominó sin cortarse un pelo, “cuasimente”, quiero decir, el sujeto. Por tanto, a los RNA, las proteínas, las células y hasta a un caballo llamado “Clever Hans”, deben considerárselos “cuasimentes”, sujetos productores de cadenas de signos susceptibles de interpretación. Todavía mejor, la propia naturaleza del signo depende en Peirce, del “intérprete”, por lo que nada impide meter al DNA en la misma categoría simbólica que el poste de un barbero, la gráfica de Snellen o Lo que el viento se llevó. Llegados hasta aquí, ¿por qué pararse? Podemos interpretar la redundancia como sinonimia, la lucha por la supervivencia como el conflicto de las interpretaciones, el azar como convención, la convención como selección natural y la la selección natural como el mecanismo que elige ¡¡eidos platónicos!! proclamar la necesidad de sustituir la biología por la hermenéutica, destronar a Darwin y colocar en su lugar a Peirce, repetir hasta la saciedad que la biosemiótica “es” una ciencia para que nadie se atreva a pedir algún hecho que avale semejante eslogan y rematarlo todo señalando que, dado que no existe información en sentido objetivo, dado que “todo es código”, tiene que haber un sujeto para el cual la naturaleza aparece como código, un intérprete de la misma, el Gran Hermeneuta. Ahora ya podemos entender por qué Vattimo acabó bautizándose y por qué buena parte de quienes se han apuntado al carro de esta nueva disciplina lo han hecho para seguir los pasos de Peirce en su intento por encontrar un buen Dios útil pragmáticamente. En medio de todo este marasmo feyerabeniano en el que ya todo vale, biólogos horrorizados han comenzado a afirmar que eso de los “códigos”, las “transcripciones”, las “traducciones” y las “señales”, en realidad, formaba parte de las típicas guasas entre colegas y que ahí no hay nada que merezca la pena rascarse, arruinando de este modo, un prometedor campo de estudios interdisciplinares.
Urge, pues, hacer justicia a la grandiosa figura de Peirce para que no vuelva a acercarse a la biología. Urge llamar a Foucault para que nos explique cómo los códigos fabrican sujetos y objetos a partir de ellos. Urge abandonar la palabrería acerca de los “intérpretes” y las “cuasimentes” para indagar en los procesos de constitución de los signos, las linealizaciones y las lecturas. Urge dejar bien claro que el significado siempre señala el plegado y, más en concreto, las posiciones que lo permiten. Urge, en definitiva, una nueva fundamentación de la biosemiótica.