Ahora que todo el mundo recomienda películas clásicas, me acuerdo de Amadeus de Milos Forman, estrenada en 1984 a mayor gloria de una de las leyendas de la música clásica de todos los tiempos, el envenenamiento de Mozart por su muy envidioso rival Salieri. La gran virtud de la película de Forman consiste en alejarse deliberadamente de cualquier hecho constatable para entregarnos lo más intangible de la realidad. Ni a Mozart lo asesinó Salieri, ni Mozart murió envenenado, ni tenía una risa tonta. Pero, por medio de estos elementos mitológicos, Forman nos acerca, probablemente muchísimo, a lo que debió suponer Mozart para la casta de compositores de la época y, probablemente, aún más, a los ambivalentes sentimientos que debió despertar en el Salieri real. A este respecto, debemos recordar que Salieri tenía, entre otros, el cargo de compositor de la corte, un prestigio como músico y, especialmente, como profesor (acabaría dándole clases a Beethoven, Schubert y Liszt entre otros) y, derivado de todo ello, una acomodada posición social y económica que le permitió mantener a los ocho hijos habidos con su mujer y ciertos escarceos extramaritales. Frente a él, Mozart llegó a Viena todavía con la marca del zapato del mayordomo del arzobispo Colloredo en su trasero. Así pues, Salieri lo tenía todo y Mozart, nada y nunca progresaría en Viena más allá, mientras que la figura de Salieri continuó asentándose incluso durante la estancia de Mozart en la capital austríaca. Y, sin embargo… Sin embargo, desde otro punto de vista, Mozart lo tenía todo y Salieri muy poco. Compositor de categoría notable y con piezas muy agradables de escuchar, palidece ante cualquier cosa salida de las manos de Mozart. En realidad, lo escrito por cualquier compositor de la época (y de la mayoría de los que vinieron después de él) palidecía ante las piezas más insignificantes de Mozart. Nadie podía comparársele y todos lo sabían y en especial debía saberlo Salieri, tan dotado él mismo y tan capaz de comprender los límites humanos por su labor como maestro. Frente a él se plantó aquel personajillo infantiloide, de vida disipada e incapaz de modestia, de cuya cabeza salían directamente partituras extraordinarias a las que no hacía falta añadir corrección alguna. En eso precisamente se centra la película de Forman, en el Mozart que nos entregan los ojos de Salieri interpretado, como siempre magistralmente, por un Murray Abraham que le da todos los matices de admiración, odio, envidia e incomprensión que el personaje necesita. De hecho, la película comienza por el único punto verídico la “confesión” que hizo Salieri, sumido ya en la demencia senil por la edad, de haber matado a Mozart. Ese hecho dio pie a la leyenda, a la cual se sumó el secreto encargo de un réquiem y la convicción de Mozart, respaldada después por su padre, de que sus compañeros de logia masónica lo habían envenenado.
A partir de la confesión, la película nos muestra a un Mozart, llegando a la corte de José II, mientras el rey se esfuerza por interpretar al piano una pieza compuesta por Salieri en honor del recién llegado. Ese encuentro termina cuando Salieri le ofrece la partitura como regalo y Mozart le dice que no hace falta, que la tiene en la cabeza. Todo el mundo sonríe desconfiado y entonces Mozart se sienta al piano, interpreta la pieza de modo magistral y comienza a introducir variaciones improvisadas para mejorarla, soltando de cuando en cuando sus risas de atontado. El minutaje que sigue nos narra el inevitable odio que Salieri siente hacia el personajillo mientras se va agrandando el amor hacia la música creada por él, hasta culminar en la escritura de ese Réquiem que Mozart compone mientras a Salieri ni siquiera le da tiempo de escribir la partitura por la prodigiosa velocidad con la que se la va dictando Mozart. Los últimos compases sonarán acompañando a su cuerpo hasta la fosa común en que se lo arrojó en medio de una lluvia espantosa.
Pero, de toda la película, hay una escena que martillea estos días en mi cabeza. Mozart ha comprado una mesa de billar que, probablemente, no ha pagado. Arroja distraídamente las bolas mientras transcribe la música que brota de su cabeza. Suena entonces la puerta. Corre a abrirla porque espera un pago que lo saque de su situación, siempre más que apurada. Pero no se trata de un pago, sino de otra factura. Acude su padre, que comienza a abroncar a Mozart. Acude su mujer que comienza a abroncar a su padre. Mozart se va apartando de la discusión hasta que se retira. Se siguen oyendo los gritos de su padre y de su mujer. Entonces, comienza a arrojar otra vez distraídamente las bolas sobre el tapiz y se oye de nuevo la música que va componiendo y que, poco a poco, apaga los gritos de su mujer y de su padre, hasta que ya no se los oye.
Tal vez Mozart compuso lo que Saliere jamás hubiese hecho porque no tenía su posición social, ni su reputación, ni su respeto, porque tenía que acallar gritos que éste nunca oyó, porque pertenecía a ese grupo de seres humanos con la suerte relativa de poder silenciar los gritos creando, sin que importe mucho qué, música o magdalenas.