Como he venido explicando, The Battle against Anarchist Terrorism, de Richard Bach Jensen, constituye un estudio histórico impactante y apasionante. Por encima de todo, realiza con eficacia el objetivo de desvelar el carácter de configuración pasajera que tienen todas las verdades que una época considera “eternas”. Los supuestos intelectuales que no dudan del carácter violento del Islam, apenas si constituyen remedos de los intelectuales decimonónicos que identificaban esa misma violencia con el anarquismo y que reclamaban la religión como perfecta narrativa para deconstruirlo. Nuestra época “de las comunicaciones”, asomó mucho antes de Internet, cuando los periódicos publicaban retratos de la finada emperatriz Elisabeth “Sissi” de Austria en las que podía reconocerse la joven cuya hermosura asombró a Europa y no la anciana anoréxica cuyo corazón traspasó el estilete de un terrorista. Y, por encima de todo, que los terroristas no se hallan en el seno de ninguna religión, de ninguna sociedad y de ninguna ideología, sino que afloran precisamente en todas las exterioridades, en el exilio de un país, de una familia, de una sociedad, de un movimiento y hasta de los grupúsculos que forman su periferia. En ese territorio de nadie, en el que nadie los reconoce ya ni ellos se reconocen en nadie, surge la necesidad de buscar algo que les confiera un cierto modo de identidad, la identidad del asesino.
Pero, como todos los grandes libros, el de Bach Jensen no ofrece un catálogo de respuestas, sino que se asoma, apenas, a un océano de fascinantes cuestiones. La primera de ellas la he citado reiteradamente. Bach Jensen nos lanza el desafío de explicar por qué el anarquismo arraigó como lo hizo en el campo andaluz y no en el sur de Italia, un marco socioeconómicamente casi idéntico y que recibió visitas de varios anarquistas de primera línea. La pregunta se vuelve todavía más intrigante si tenemos en cuenta que el anarquismo, típico del litoral mediterráneo, tuvo dos focos muy claros en nuestro país, dos focos de características poco menos que contrapuestas: la muy burguesa, industrial y culta Barcelona y la agraria, atrasada e iletrada Andalucía. Todavía mejor, en contra de lo que postulan los primeros balbuceos explicativos, las líneas de contacto entre ambos focos ni resultan evidentes ni han podido demostrarse. ¿Ejerció Barcelona de inspiración para el movimiento anarquista andaluz? ¿cómo? ¿por qué? Desde luego, resulta difícil imaginar a los anarquistas catalanes siguiendo los espasmos de violencia en Andalucía, sobre los que los periódicos publicaban poco o nada. Si, como digo, nuestro campesinado no sabía leer ni escribir, ¿cómo se transmitió el ideario anarquista? ¿de padres a hijos? ¿de maestros a alumnos? ¿de médicos y boticarios a pacientes? ¿Por qué resultó más eficiente su transmisión que en el sur de Italia? Las cifras, en cualquier caso, parecen contundentes, cuando se expulsa a Bakunin y los suyos de la I Internacional, ya hay en Andalucía 236 federaciones locales y 516 formaciones sindicales de la órbita anarquista. Pendiente queda también, una historia documentada y aséptica, como la de Bach Jensen, de la guerra larvada en el campo andaluz entre estas formaciones, el ejército y los matones de los terratenientes, que abarcó todo el siglo XIX, con sus tomas de pueblos, sus asaltos a los cuarteles de la Guardia Civil, sus repartos de tierras y ganados, sus sitios, sus condenas a muerte y sus asesinatos selectivos.
No se trata de la única guerra de la que no queda memoria. El inicio del siglo XX y, sobre todo, el período entre las dos Guerras Mundiales, ofreció eso que Martha Crenshaw llamaba una “cultura de la violencia”, un caldo de cultivo ideal para el terrorismo anarquista. Sin embargo, este período carece de estudios serios y el propio Bach Jensen no ha contribuido en mucho a ello. Frente a la detallada biografía de algunos de los terroristas más famosos del siglo XIX, apenas si se menciona el nombre de los del siglo XX. De hecho, vemos pasar ante nuestros ojos y sin muchas explicaciones, un apresurado resumen de magnicidios, bombas y robos que deja lo ocurrido en el siglo anterior al nivel de incidentes menores.
Tampoco ha querido Bach Jensen pronunciarse claramente sobre una cuestión que él mismo insinúa en su libro, los paralelismos entre terrorismo anarquista e islamista. En mi opinión, este tema merece varias matizaciones. Para empezar sigo manteniendo hoy lo que escribí hace más de una década, a saber, que todos los movimientos terroristas obedecen a una serie de patrones comunes con independencia de su origen, ideología o fines que dicen perseguir. Por otra parte, me parece que a este paralelismo en concreto se lo ha enfocado erróneamente casi cada vez que se lo ha tratado. Ersel Aydinli, por ejemplo, en un estudio aparecido el mismo año 2016, (Violent Non-State Actors. From Anarchists to Jihadists, Routledge), acaba estableciendo una semejanza entre ambos en cuatro de doce parámetros, pero lo hace partiendo de un marco teórico que no permite diferenciar entre “anarquismo” y “terrorismo anarquista” y pasando por alto cosas como la existencia de agentes provocadores infiltrados por la policía en dicho movimiento. En definitiva, algo que señalaba Bach Jensen en un artículo posterior, la única manera de saber si podemos aprender de las causas, consecuencias y medidas adoptadas contra el terrorismo anarquista del XIX para aplicarlas a los “nuevos” terrorismos, pasa por la realización de estudios que no se hallen en manos de especialistas en este o aquel terrorismo, gente que tenga una visión amplia, que busque estructuras explicativas, isomorfismos, que, en lugar de preguntar “¿cómo?” pregunte “¿por qué esto y no cualquier otra cosa?”