Netflix se ha convertido en la mayor productora mundial de contenidos audiovisuales. Su presupuesto para este fin superaba en 2018 los 12.000 millones de dólares, de los cuales el 85% se destinó a la producción propia y un 15% para la compra de contenido ya hecho que, no obstante, se presentaría como “Netflix Original”. En total, unas 700 series y 82 películas nuevas. Goldman Sachs calcula que, de seguir esta tendencia, en 2022, Netflix gastaría más de 22.500 millones de dólares en producción. Para conseguir semejante volumen Netflix ha procedido a la descentralización, produciendo de modo independiente en cada uno de los países en los que tiene presencia y distribuyendo estos contenidos a nivel mundial. Un ejemplo, por lo demás incomprensible, lo constituye el caso de la surrealista producción española La casa de papel. Creada originalmente por Antena 3 y con una audiencia que disminuía con cada capítulo, se la vendieron a Netflix para hacer algo de caja. Rápidamente se convirtió en la serie de habla no inglesa más vista en la historia de la plataforma. La razón del relativo fracaso en televisión y el espectacular éxito tras su paso al streaming radica en que Netflix no mide la audiencia como se hace en televisión. Las emisoras miden la audiencia en función de las personas que en cada momento se hallan sentadas delante de las pantallas, pues éste constituye el público potencial de las pausas publicitarias. Netflix calcula el número de nuevos suscriptores que recibe justo antes del estreno de una serie descontando el flujo habitual de suscriptores y posteriormente rastrea si estos nuevos suscriptores renuevan o no tras su mes gratuito y si visualizan o no otros contenidos. Ambos patrones, a nivel internacional, les dan indicaciones de cómo deben valorar dicha serie y si deben proceder a su renovación, mientras que la publicidad queda embebida en ellas. Este procedimiento les permite maximizar recursos aun con un catálogo menguante. Porque, en efecto, entre 2010 y 2018, los suscriptores de Netflix vieron reducidas sus opciones en casi 3000 películas aunque, eso sí, el número de series se triplicó. El objetivo parece claro, en 2017 los usuarios de Netflix vieron unas 1.000 millones de horas semanales, lo cual significa que cada uno de ellos dedicó más de una hora diaria a la plataforma. La multiplicación de las series sólo puede aumentar dicho tiempo y de hecho, ya no hay vidas suficientes para visualizar todo su catálogo.
Pero el universo de Netflix no lo constituye únicamente la luz. Tiene un pasivo de varias decenas millones de dólares, series con elevados presupuestos han resultado un fiasco y muchos de sus contenidos tienen fecha de caducidad del “Netflix Original” como ha demostrado la retirada de los productos de Disney de la plataforma. Los directivos de la compañía piensan que eso no importa mucho si el número de suscriptores continúa aumentando, no tanto por los ingresos que suponen, como por el hecho de que mientras eso ocurra, las acciones continuarán subiendo en bolsa. Pero los analistas bursátiles han comenzado a decirlo con una claridad meridiana:
"Filmes de prestigio no son el mejor uso de capital si estás tratando de construir una marca global",
EEUU y Gran Bretaña estrenan unas 800 películas al año, lo cual significa que ni viendo dos películas al día se puede abarcar todo lo que se estrena. Pero semejantes cifras palidecen si las comparamos con Bollywood (más de 1.200 películas al año) o Nollywood (997 películas llegan cada año a las pantallas de Nigeria y, posteriormente, de toda África).
Aún sin producción audiovisual, seguir los lanzamientos literarios del año constituye misión imposible. El mercado anglosajón saca a las librerías alrededor de medio millón de títulos y a ellos España añade otros 80.000. Nada comparable con Amazon, en donde se publican doce libros nuevos a la hora o, dicho de otro modo, un nuevo libro cada cinco minutos. La apabullante mayoría de semejante tsunami cultural corresponde a novelas, relatos y cuentos.
Evidentemente, 1000 nuevas series cada año, más de 3000 películas y más de 500.000 libros exigen, por encima de todo, que no haya en ellos mayores profundidades. Si un espectador tiene que ver cuatro o cinco horas diarias de producción audiovisual para abarcar todas las novedades no se le puede pedir también que necesite una o dos horas de reflexión para asimilar la densidad de referencias, el juego conceptual, la profundidad de significado de lo que ha visto. Más bien al contrario, se trata de que engulla pero no se sacie, de que el propio acto de ingerir un capítulo tras otro, un libro tras otro, le lleve a desear más, sin que nunca sienta plenificadas sus inquietudes o, si quieren, lo expreso de otra manera, para éstas, para sus inquietudes, todo lo visto, todo lo leído, debe importar literalmente nada. Aún más, si tales productos quieren conllevar un cierto éxito para quien los fabrica y distribuye, deben tener la propiedad de conservarse cierto tiempo ahí, en el catálogo, hasta acumular un número suficiente de lectores o espectadores. Si hay en ellos la más mínima referencia a la realidad, a lo acontecido históricamente, por tanto, deben narrarlo, con los tópicos habituales, del modo que la mayoría lo recuerda, para que puedan reconocerlos y, a la vez, con colores sumamente llamativos para que no coincida con la crudeza de los hechos, aunque para eso haya que pasarse la mano con el maquillaje de los protagonistas. En resumen, todo lo fabricado por la industria cultural debe abundar en conservantes y colorantes.
Supongamos que, efectivamente, alguien se marca como reto abarcar lo inabarcable, quiero decir, alimentar sus entendederas exclusivamente con los nuevos contenidos que aparecen cada año de películas, libros y series. ¿No habría de pasarse horas y horas sentado en su sofá? ¿no acabaría teniendo problemas de obesidad? ¿qué ocurriría con su colesterol, con su hipertensión, con su sistema cardíaco? Su propio cerebro, ¿no se abotargaría, no se entumecería, no se haría como pesado?
Pues bien, resulta de dominio público que no debe consumirse con frecuencia bollería industrial porque ni alimenta ni sacia, conduciéndonos inevitablemente a consumir más, como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que la bollería industrial hace amplio uso de conservantes y colorantes como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que el abuso de la bollería industrial conduce a la obesidad, el aumento del colesterol, la hipertensión, los problemas cardíacos, amén de los digestivos, como ocurre con los productos de la industria cultural. ¿Por qué entonces nadie nos advierte contra el riesgo de consumir más de una vez a la semana un producto cultural como se hace con la bollería industrial? ¿Porque existe verdadero interés en que padezcamos obesidad, hipertensión e hipercolesterolemia mentales?