domingo, 24 de marzo de 2019

Bollería industrial.

   Netflix se ha convertido en la mayor productora mundial de contenidos audiovisuales. Su presupuesto para este fin superaba en 2018 los 12.000 millones de dólares, de los cuales el 85% se destinó a la producción propia y un 15% para la compra de contenido ya hecho que, no obstante, se presentaría como “Netflix Original”. En total, unas 700 series y 82 películas nuevas.  Goldman Sachs calcula que, de seguir esta tendencia, en 2022, Netflix gastaría más de 22.500 millones de dólares en producción. Para conseguir semejante volumen Netflix ha procedido a la descentralización, produciendo de modo independiente en cada uno de los países en los que tiene presencia y distribuyendo estos contenidos a nivel mundial. Un ejemplo, por lo demás incomprensible, lo constituye el caso de la surrealista producción española La casa de papel. Creada originalmente por Antena 3 y con una audiencia que disminuía con cada capítulo, se la vendieron a Netflix para hacer algo de caja.  Rápidamente se convirtió en la serie de habla no inglesa más vista en la historia de la plataforma. La razón del relativo fracaso en televisión y el espectacular éxito tras su paso al streaming radica en que Netflix no mide la audiencia como se hace en televisión. Las emisoras miden la audiencia en función de las personas que en cada momento se hallan sentadas delante de las pantallas, pues éste constituye el público potencial de las pausas publicitarias. Netflix calcula el número de nuevos suscriptores que recibe justo antes del estreno de una serie descontando el flujo habitual de suscriptores y posteriormente rastrea si estos nuevos suscriptores renuevan o no tras su mes gratuito y si visualizan o no otros contenidos. Ambos patrones, a nivel internacional, les dan indicaciones de cómo deben valorar dicha serie y si deben proceder a su renovación, mientras que la publicidad queda embebida en ellas. Este procedimiento les permite maximizar recursos aun con un catálogo menguante. Porque, en efecto, entre 2010 y 2018, los suscriptores de Netflix vieron reducidas sus opciones en casi 3000 películas aunque, eso sí, el número de series se triplicó. El objetivo parece claro, en 2017 los usuarios de Netflix vieron unas 1.000 millones de horas semanales, lo cual significa que cada uno de ellos dedicó más de una hora diaria a la plataforma. La multiplicación de las series sólo puede aumentar dicho tiempo y de hecho, ya no hay vidas suficientes para visualizar todo su catálogo.
   Pero el universo de Netflix no lo constituye únicamente la luz. Tiene un pasivo de varias decenas millones de dólares, series con elevados presupuestos han resultado un fiasco y muchos de sus contenidos tienen fecha de caducidad del “Netflix Original” como ha demostrado la retirada de los productos de Disney de la plataforma. Los directivos de la compañía piensan que eso no importa mucho si el número de suscriptores continúa aumentando, no tanto por los ingresos que suponen, como por el hecho de que mientras eso ocurra, las acciones continuarán subiendo en bolsa. Pero los analistas bursátiles han comenzado a decirlo con una claridad meridiana: 
"Filmes de prestigio no son el mejor uso de capital si estás tratando de construir una marca global",
   EEUU y Gran Bretaña estrenan unas 800 películas al año, lo cual significa que ni viendo dos películas al día se puede abarcar todo lo que se estrena. Pero semejantes cifras palidecen si las comparamos con Bollywood (más de 1.200 películas al año) o Nollywood (997 películas llegan cada año a las pantallas de Nigeria y, posteriormente, de toda África). 
   Aún sin producción audiovisual, seguir los lanzamientos literarios del año constituye misión imposible. El mercado anglosajón saca a las librerías alrededor de medio millón de títulos y a ellos España añade otros 80.000. Nada comparable con Amazon, en donde se publican doce libros nuevos a la hora o, dicho de otro modo, un nuevo libro cada cinco minutos. La apabullante mayoría de semejante tsunami cultural corresponde a novelas, relatos y cuentos.
   Evidentemente, 1000 nuevas series cada año, más de 3000 películas y más de 500.000 libros exigen, por encima de todo, que no haya en ellos mayores profundidades. Si un espectador tiene que ver cuatro o cinco horas diarias de producción audiovisual para abarcar todas las novedades no se le puede pedir también que necesite una o dos horas de reflexión para asimilar la densidad de referencias, el juego conceptual, la profundidad de significado de lo que ha visto. Más bien al contrario, se trata de que engulla pero no se sacie, de que el propio acto de ingerir un capítulo tras otro, un libro tras otro, le lleve a desear más, sin que nunca sienta plenificadas sus inquietudes o, si quieren, lo expreso de otra manera, para éstas, para sus inquietudes, todo lo visto, todo lo leído, debe importar literalmente nada. Aún más, si tales productos quieren conllevar un cierto éxito para quien los fabrica y distribuye, deben tener la propiedad de conservarse cierto tiempo ahí, en el catálogo, hasta acumular un número suficiente de lectores o espectadores. Si hay en ellos la más mínima referencia a la realidad, a lo acontecido históricamente, por tanto, deben narrarlo, con los tópicos habituales, del modo que la mayoría lo recuerda, para que puedan reconocerlos y, a la vez, con colores sumamente llamativos para que no coincida con la crudeza de los hechos, aunque para eso haya que pasarse la mano con el maquillaje de los protagonistas. En resumen, todo lo fabricado por la industria cultural debe abundar en conservantes y colorantes.
   Supongamos que, efectivamente, alguien se marca como reto abarcar lo inabarcable, quiero decir, alimentar sus entendederas exclusivamente con los nuevos contenidos que aparecen cada año de películas, libros y series. ¿No habría de pasarse horas y horas sentado en su sofá? ¿no acabaría teniendo problemas de obesidad? ¿qué ocurriría con su colesterol, con su hipertensión, con su sistema cardíaco? Su propio cerebro, ¿no se abotargaría, no se entumecería, no se haría como pesado?
   Pues bien, resulta de dominio público que no debe consumirse con frecuencia bollería industrial porque ni alimenta ni sacia, conduciéndonos inevitablemente a consumir más, como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que la bollería industrial hace amplio uso de conservantes y colorantes como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que el abuso de la bollería industrial conduce a la obesidad, el aumento del colesterol, la hipertensión, los problemas cardíacos, amén de los digestivos, como ocurre con los productos de la industria cultural. ¿Por qué entonces nadie nos advierte contra el riesgo de consumir más de una vez a la semana un producto cultural como se hace con la bollería industrial? ¿Porque existe verdadero interés en que padezcamos obesidad, hipertensión e hipercolesterolemia mentales?

domingo, 17 de marzo de 2019

El terror de las imágenes.

   Recordaba Mario Onaindía en sus memorias un atentado en el que participó como miembro de ETA Político-Militar. Tuvo lugar en abril de 1968 y consistió en el intento de asesinato de dos guardias civiles. Aunque los miembros del comando no tenían demasiada experiencia, no tardaron más de cinco minutos en tenerlo todo planificado. Pero la organización les había pedido algo más que matar a dos miembros de las instituciones franquistas, les había pedido que lo filmaran. Durante dos horas discutieron cómo hacerlo. Matar resulta extremadamente fácil, el juego de los símbolos contra los que se atenta no presenta mayor dificultad, convertir todo ello en imágenes constituye el gran reto de los movimientos terroristas. Los movimientos terroristas del siglo XX transformaron la propaganda por la acción que originó el terrorismo anarquista del XIX en la lucha por las imágenes. Para todos ellos, para los nacionalistas, para los izquierdistas, para los derechistas, para los islamistas y los católicos, el objetivo primario no consistió nunca en la consecución de unos logros más o menos políticos, sino en la consecución de imágenes. Un movimiento terrorista no atenta para matar, utiliza las ansias de matar de sus miembros para generar imágenes y cuantas más imágenes, mejor, con independencia de quién caiga y cómo. No se entenderá nada de los atentados suicidas si se pretende que los terroristas se suicidan para alcanzar un paraíso en el que pocos creen y en el que, de seguir los dictados de su religión, ningún suicida entrará. Se comete un atentado suicida para tener derecho a grabar un vídeo en el cual se dan explicaciones de los motivos, de las causas y se hace gala de profunda autocompasión. Que después ese terrorista mate a cien, a mil o sólo a sí mismo carece de la menor importancia, pues el objetivo primario y básico, el que permite que el movimiento terrorista siga existiendo un día más, ya se ha conseguido, las imágenes. Por eso el terrorismo del siglo pasado alternó indiferentemente los atentados contra autoridades y contra ciudadanos de a pie como no concibió hacerlo el terrorismo del XIX, porque dan igual los supermercados de comida kosher, los bares, los restaurantes, los conciertos, los mercadillos navideños o las celebraciones juveniles, lo fundamental radica en los minutos grabados, en el número de fotos tomadas, en las imágenes retuiteadas.
   Podemos decir todo lo anterior de otra manera: las imágenes matan. No se asesina a un occidental o a un musulmán para poder grabarlo y que las imágenes circulen. Las imágenes existen y circulan porque hay occidentales y musulmanes muertos, porque muestran personas heridas, atropelladas o agonizando. Si en ellas apareciera un profesor de física enseñando conceptos abstractos de un modo fácil para todo el mundo no se grabarían y de grabarse no circularían. Las imágenes necesitan algo impactante, estremecedor, pero tan simple y elemental que capte la atención hasta de un perro o, lo que viene a significar lo mismo, tantas veces repetido que cualquiera pueda entender lo que se le muestra. Toda imagen se refiere, pues, a otra imagen, de la cual toma su contenido pero de la que debe diferenciarse si quiere circular.
   La imagen se caracteriza por utilizar la magia del ser para presentarse como la realidad. A todos los efectos, los hombres del siglo XX y los de este siglo XXI, no toman imágenes de la realidad, consideran real lo que aparece en las imágenes. Por eso no creemos en Dios, porque no podemos grabarlo con nuestros móviles como a los pokémones,. Por tanto, carece de sentido preguntar quién o qué aparece en las imágenes. Aparecen las imágenes y los acontecimientos, las personas, se dicen reales porque van contenidas en ellas. Nada separa el vídeo grabado por el chalado de Christchurch de Call of Duty, Grand Thref Auto: San Andreas o cualquier otro juego electrónico al uso. Esa carnicería ya la vivimos y ya nos impactó sin necesidad de que 49 seres humanos perdieran la vida. Y aquí radica la gran paradoja, la gran mentira en la que nos mantenemos: los vídeos, las fotografías, las imágenes que “valen más que mil palabras”, por sí mismas, no dicen nada, ni siquiera nos dicen si quienes mueren en ellas tienen sangre en sus venas o algoritmos, ni dónde ocurre, ni cuándo y, mucho menos, por qué. Incluso alguien con un cerebro tan escaso como el del becerro de Christchurch, lo intuye y siente la necesidad de acompañar sus imágenes con un largo pliego de excusas en el que simula razonar algo con lógica. Las imágenes, simplemente, se imponen, se llaman a la existencia unas a otras, multiplicando sin fin la reproducción de lo mismo, pretendiendo suplantar su carencia de significado con su rápida sucesión. De un modo u otro, haciendo caso omiso de la voluntad de los sujetos, por encima de ella, la imagen adviene. Y volvemos a encontrar otra vez lo mismo. Facebook, que en cuestión de minutos bloquea la cuenta de quien retransmite un partido de fútbol de modo ilegal, se dice incapaz para bloquear las imágenes de un asesinato en masa porque necesita de él para que se multipliquen sin fin las reacciones, los posts, las imágenes de caras, las fotografías y las inevitables explicaciones que las hagan inteligibles, todo eso que, desde sus inicios, constituye la razón última de su existencia. 
   Mientras tanto, mientras tratamos de seguir su flujo incesante, se sacrifica a seres humanos reales en el ara de las imágenes para que éstas adquieran lo que ellos pierden, vida, y los mequetrefes subvencionados por el poder entonan sus cantos a la lucha de civilizaciones entre un Islam violento por sí mismo y unos “hombres blancos normales” cuya intimidad se halla a resguardo de que cualquier buen guardián del orden público la pisotee.

domingo, 10 de marzo de 2019

Ser y deber.

   Uno de los tópicos más reiterados a la hora de hablar de Kant lo constituye su afirmación de que “Hume lo despertó de su sueño dogmático”. Este enunciado resulta, sin embargo, extremadamente problemático. El primer problema radica en que Kant no leía en inglés y en la época en que elaboró su doctrina crítica no circulaba ninguna traducción de Hume al alemán. Así que con “Hume”, en realidad, Kant se refiere a “Tetens”. Y aquí viene el segundo problema, aunque Johannes Nikolaus Tetens ejerció como difusor de las ideas del empirismo inglés en Alemania, sus puntos de vista se vieron influidos por el “dogmático” Christian Wolff y por el Kant de la Dissertatio de 1770. El “Hume” que "despertó" a Kant venía reflejado en el propio espejo kantiano y esto plantea la cuestión trascendental de qué y cuánto entendió Kant de las intenciones del escocés. Ya he explicado, por ejemplo, que cuando Hume señala que el concepto de causalidad carece de “conexión necesaria”, no pretende en absoluto descartar semejante concepto, pues él mismo lo utiliza con fruición para explicar de qué modo las impresiones se relacionan con las ideas.  Hume señala, simplemente, que hay que desligar el concepto de causalidad del concepto de necesidad y, por tanto, de determinación. Y, ciertamente, una causalidad basada “en la costumbre”, en la pura empirie, tendría un carácter probabilístico. Sin embargo, Kant acudió raudo a salvaguardar esa “conexión necesaria” que no aparece por ninguna parte en la experiencia haciendo de la necesidad la necesidad trascendental de nuestro modo de conocer. Al colocarla como concepto a priori, volvía a amarrarla a la determinación, por más que después tuviera que introducir por la puerta de atrás una “causalidad libre” basada en la impensable “cosa en sí” para permitir la libertad humana, artificio absolutamente superfluo si nos quedamos estrictamente con lo que Hume dijo y no con lo que Kant creyó entender. Sin embargo, toda la filosofía posterior aceptó la línea inaugurada por Kant como la correcta y hubo que esperar hasta finales del siglo XX y, desde luego, no en el centro de la corriente principal de la filosofía, para que autores como Judea Pearl y otros mostraran el camino para conceptualizar una causalidad basada en la posibilidad y no en la determinación.
   Exactamente lo mismo nos encontramos con el famoso pasaje del Tratado de la naturaleza humana en el que Hume habla del ser y el deber. He aquí el texto de Hume:
No puedo evitar añadir a estos razonamientos una observación que quizás puede tener alguna importancia. En cada sistema de moralidad que he observado hasta ahora, encuentro siempre que el autor procede algunas veces en la forma ordinaria de razonamiento, y establece la existencia de Dios, o hace observaciones sobre asuntos humanos, cuando de repente soy sorprendido porque, en vez de las usuales copulaciones de proposiciones «es» o «no es», me encuentro con proposiciones ninguna de las cuales no está conectada con un «debe» o «no debe». Este cambio es imperceptible, pero es sin embargo de consecuencias últimas; porque como este «debe», o «no debe», expresa alguna nueva relación o afirmación, ésta debe necesariamente observarse y explicarse; al mismo tiempo debe darse una razón para algo que parece completamente inconcebible: cómo esta nueva relación puede ser una deducción de otras que son completamente diferentes de ella. Pero como los autores no toman comúnmente esta precaución, debo intentar recomendarla a los lectores; y estoy persuadido que esta pequeña atención subvertiría todos los sistemas vulgares de moralidad; y permite ver que la distinción de vicio y virtud no se encuentra simplemente en las relaciones entre objetos, ni es percibida por la razón.
   Kant (y todos los que vinieron después) entendieron que Hume había señalado la imposibilidad de pasar del ser al deber. Por tanto, una vez más, Kant convirtió al deber en un trascendental que brota de la pura razón. No se trata de algo que “sea”, sino de algo que nosotros, los seres humanos, imponemos a la naturaleza para movernos en ella, del mismo modo que imponemos los elementos a priori del conocimiento para ordenarla. Y, una vez más, Kant se vio en la obligación de enredar la situación porque, como ocurre con todos los elementos a priori, no se nos explica por qué hay estos y no cualesquiera otros. Así que Kant reintrodujo al buen Dios cristiano, expulsado de la teoría, como justificación última del deber. Dicho de otro modo, paradójicamente, Kant concluye que el deber sí se deriva del ser, del ser supremo de Dios. Semejante puzzle sedujo ya inevitablemente a los filósofos del XIX y del XX, que se lanzaron bien a reconstruir el ser a partir del deber (caso de Fichte, del idealismo alemán y del propio Nietzsche), bien a constatar “el abismo” entre ser y deber, semejante a otros tantos abismos por los que la filosofía del siglo pasado se despeñó una y otra vez. 
   Volvamos al texto de Hume. ¿Tendrían la amabilidad de indicarme exactamente en qué línea dice Hume que no se pueda extraer el deber del ser? Si en lugar de interpretar nos dedicamos a la tarea mucho más humilde y difícil de leer nos daremos cuenta de que Hume se limita a constatar en este fragmento que en los tratados de moral habidos hasta su época (y hasta la nuestra) no se explica cómo pasar del ser al deber. En ningún momento afirma que no pueda haber semejante tránsito, de hecho, en numerosos pasajes Hume muestra cómo se produce, ora por el consenso, ora por la simpatía. El tránsito del ser al deber constituye, en realidad, la norma cotidiana al menos en dos ámbitos de nuestra existencia: la guerra y la medicina. La pura descripción de los hechos marca, para el soldado y para el médico, en qué consiste su obligación. Todavía mejor, esto que la filosofía del siglo XX consideró imposible, ese “abismo” insalvable, entre su mágico “ser” y el indeseable “deber”, se salva de un modo hasta prelingüístico. Nuestros primos los chimpancés, tan graciosos ellos, patrullan con cierta frecuencia su territorio y cuando advierten la presencia en él de un individuo de otro grupo lo atacan, matándolo con cierta frecuencia. El cerebro de los monos realiza habitualmente lo que el cerebro de los filósofos vigesimicos consideró imposible, el tránsito de la constatación de los hechos a la obligación de actuar.

domingo, 3 de marzo de 2019

Los mitos y el logos.

   Todas las disciplinas tienen una narración acerca de su origen muy parecida. Se trata de la noble historia de un Proteo que, en la noche de los tiempos, arrebató el fuego de la verdad a los dioses para entregárselo a los hombres. Aunque normalmente no pueden reconocerse en él, los miembros de esa disciplina se confortan en semejante historia, sabiéndose partícipes de una comunidad de elegidos que, en realidad, nació en tiempos mucho menos remotos, aflorando más entre intereses creados que en la noble lucha contra la ignorancia. La narración del origen cumple el papel en las diferentes disciplinas de los mitos fundacionales de tribus, pueblos y naciones. La filosofía no constituye a este respecto una excepción, pero una de sus notas más conspicuas consiste, precisamente, en que esa narración mítica originaria cuenta cómo ella nació en el momento en que se produjo la separación respecto de los mitos. De este modo, sesudos académicos, nobles versados y licenciados en general, relatan todo lo que separó a Tales, Anaximando y Anaxímenes de Homero y Hesíodo, cuando, en realidad, los textos de estos autores milesios se perdieron mucho antes de que nadie pudiera establecer con certeza qué semejanzas y diferencias los separaban de los poetas que sacaron a Grecia de la Edad Oscura. Todavía mejor, Parménides y Heráclito, cuando ya hasta se había inventado el adjetivo “filósofo”,  escribieron en verso, con estructuras, vocabulario y expresiones que sólo una mente prejuzgadora puede pretender separar de los de sus honorables predecesores. Recordemos a este respecto las dos “vías” del poema parmenídeo, con sus musas que nos acompañan en un extraño viaje, a la guerra como “el padre de todas las cosas” o la oscuridad reconocida por todos en los escritos heraclíteos. ¿De verdad hay aquí una separación entre mito y “logos”?
   El tránsito desde el pensamiento mítico al racional que, se supone, había realizado la filosofía hacia el siglo VI a. de C. continúa apareciendo como extremadamente problemático un siglo más tarde cuando la filosofía griega ya había alcanzado esa cumbre que supuso Platón. Platón, el maravilloso poeta que acusó a todos los poetas de mentir, utiliza, retuerce, crea, confunde y reutiliza mitos de todos los tipos y colores con finalidades infinitas. En sus manos los mitos recuerdan la masa de un panadero, continuamente plegados y replegados, vueltos sobre sí, a veces con un claro afán burlón, a veces con la ferocidad de quien parece querer sacarles las entrañas y mostrárselas a la cara. A Homero y Hesíodo se los cita sin piedad y con profundo conocimiento, pero el modo en que usa de los clásicos de su época supera todo lo imaginable, poniendo a veces en su boca mitos cuya procedencia desconocemos, como esa extraordinaria historia de los hombres esféricos que relata Aristófanes en el Banquete. Todavía mejor, hay otro Platón, un Platón analítico, enteramente racional, que no usa de mitos ni de leyendas, ajeno a cualquier poetizar y que, precisamente por todo ello, forma parte del Platón que no entendemos, que no solemos impartir como “Platón” y con el que no tenemos una idea muy clara de qué hacer, el Platón del Parménides o el Sofista. Y es que hemos omitido algo.
   Entre tanto pensador supuestamente sometido a los dictámenes de la razón que utilizaba desaforadamente los mitos, destaca una corriente que huyó sistemáticamente de ellos y que puede considerarse el primer intento del pensamiento occidental por pensar en términos exclusivamente racionales: el atomismo. Los griegos desligaron tajantemente al atomismo de la religión, de los mitos y de las leyendas, preparando el camino para el primer sistema filosófico racional, libre, por fin, de consideraciones mitológicas: las iracundas tentativas de Aristóteles para librarse de la influencia de su maestro. Aparentemente nuestra historia ha llegado a su fin. Con Aristóteles, la filosofía comienza a elaborar tratados y no poemas, explicaciones y no cautivadores imágenes míticas, pautas de razonamiento y no formas de imitar el diálogo de personajes vivos. Pero la historia no termina aquí. La filosofía de Plotino casi parece quejumbrosa por una mitología en la que ampararse y, naturalmente, no tardó mucho en venir. 
   No entraré en detalles sobre si la conquista de Troya parece más fiel a los datos históricos o no que la de Jerusalén, si Ulises vagó más o menos que Moisés, ni si Jesús provocó más o menos transformaciones que Zeus, a los efectos que nos interesa constatar, el cristianismo ejerció como la mitología dominante del pensamiento filosófico occidental hasta, como poco, finales del siglo XIX. Después vino Nietzsche, proclamó la muerte de Dios, que todo, incluso los conocimientos más aparentemente sólidos, constituían formas mitológicas y un enjambre de piojillos se dedicaron a dar saltitos por la filosofía creyéndose superhombres cuando Nietzsche ya había acuñado un término que los atrapaba tan bien como el alfiler a la mariposa: los últimos hombres. Si, efectivamente, todo conocimiento tenía el carácter de mito, ¿qué desventaja presentaban los mitos cristianos sobre cualesquiera otros? ¿la pura elección?
   Desde entonces nuestras novelas, nuestros periódicos, nuestras radios y nuestras pantallas nos anegan con todo tipo de historias imaginarias que alteran la realidad y a las que no identificamos como mitos porque no reconocemos la religión a la que sirven. Pues bien, tomen los libros, los artículos, los ensayos de filosofía publicados en los últimos cien años, ¿cuántos de ellos evitan enredarse en los mitos habituales de la tribu? ¿cuántos han nacido directamente de narraciones míticas, escritas, representadas o televisadas? ¿cuántos se limitan a esclarecerlas? ¿cuántos han seguido el dictamen exclusivo de la razón aunque eso significara alejarse de la aplaudida interpretación de los consabidos personajes simbólicos? La filosofía del siglo pasado, la filosofía que se creyó hija de la sospecha para acabar como sierva de la mentira, olvidó aquello de lo que pretendió advertirnos Nietzsche, a saber, que romper con el mito no constituye el acto fundacional de esta disciplina, sino el reto cotidiano de su existencia.

domingo, 24 de febrero de 2019

La decisión del pueblo.

   En octubre de 2.005 se celebró en Brasil, entonces bajo la presidencia de Luiz Inácio “Lula” da Silva, un referéndum para restringir la venta de armas en el país. Casi dos de cada tres personas que ejercieron su derecho al voto, se declararon contrarios a esa medida. Uno de los lemas de la campaña de Jail Bolsonaro consistió, precisamente, en liberarlizar su venta basándose en aquel resultado. El mes pasado, ya como presidente, cumplió (más o menos) su promesa.  “Como el pueblo soberanamente decidió con ocasión del referéndum de 2005, para garantizarles ese legítimo derecho a la defensa, yo, como presidente, voy a usar esta arma”, declaró Bolsonado esgrimiendo su bolígrafo Bic. Resulta desde luego incongruente afirmar que un bolígrafo constituye un arma capaz de controlar todas las demás armas y procurarles a los ciudadanos pistolas en lugar de lápiz y papel. Así que o Bolsonaro hace gala de la carencia de lógica de todo fascismo o es que tras su decreto hay algo más. De hecho lo hay. En lo que se refiere al comercio de armas, en realidad, el decreto no resulta mucho más aperturista. A cambio deja claro cómo ha quedado la correlación de fuerzas en la sociedad civil brasileña. En efecto, según Bolsonaro, se trata de que “el ciudadano de bien pueda tener paz dentro de su casa”. Por tanto el decreto define claramente quiénes serán considerados a partir de ahora “ciudadanos de bien”: policías y militares activos o retirados, agentes de administración penitenciaria, personas que residan en zonas rurales y en ciudades con índices anuales superiores a diez homicidios por cada 100.000 habitantes (todo el país). Este último caso no incluye a todos los residentes en una localidad, sino únicamente a los dueños o responsables de comercios e industrias, los coleccionistas y cazadores, siempre que no vivan con niños o personas con alguna deficiencia mental, en cuyo caso la ley exige demostrar que posee en su domicilio una caja fuerte o un “lugar seguro” para guardarla. En resumen, son “ciudadanos de bien”, policías, militares y ciudadanos de la clase media para arriba, pues el problema para hacerse con un arma legal en Brasil nunca ha consistido en los rigores de la ley sino en que la mayoría de los ciudadanos no tienen recursos para comprarlas. De aquí la tragedia de Taurus.
   “Forjas Taurus”, rebautizada tras la elección de Bolsonaro como “Armas Taurus” es el mayor fabricantes de armas cortas de Brasil. Encontraron en el militar retirado al mismo Mesías que habían descubierto las iglesias evangélicas (y el Estado de Israel). Sus acciones se revalorizaron en cuanto comenzó a sacar cabeza por entre los sondeos y, desde entonces no han dejado de crecer, hasta explotar con la firma del decreto. Y ello pese a tener un pasivo de más de 1.200 millones de reales brasileños, la limitada demanda interna por la pobreza generalizada, la contracción que ha sufrido últimamente el mercado norteamericano en el que Taurus ocupa la cuarta posición por ventas y un acuerdo extrajudicial de 239 millones de dólares para cerrar una demanda en EEUU por un fallo en sus pistolas que las hacía dispararse aún con el seguro puesto. Con todo, el peor problema de Taurus no es ninguno de ellos. Su peor problema consiste en ser el hermano pequeño de la industria armamentística  brasileña. Bolsonaro ya se ha comprometido a abrir el mercado a las importaciones para romper el cuasimonopolio que tiene Taurus. Espera utilizar esta medida como moneda de cambio para la firma de contratos armamentísticos.
   En efecto, los gobiernos militares de los setenta se dieron el capricho de crear el Centro Tecnológico del Ejército y la Marina de Brasil (CTEx), en la muy turística Rio de Janeiro, al que los sucesivos gobiernos militares y democráticos han ido dotando de recursos casi sin límite hasta el punto de que posee un centro de simulación de vuelos militares de tecnología íntegramente brasileña. De allí han salido tanques, aviones, radares y todo tipo de ingenios de última generación que le han ido comiendo el terreno a los clásicos dueños del sector hasta el punto de tener entre sus clientes a Francia e Inglaterra. No deben llamarse a engaño. Como declaró en cierta ocasión un ejecutivo del sector: "esta es una guerra sin tregua en la que vence el más hábil. Y es una guerra contra enemigos y contra aliados, contra comunistas y capitalistas, donde no importan ni ideologías ni religiones", lo único que importa es vender a quien tenga dinero. Brasil figura entre los diez grandes exportadores de armas a nivel mundial y, como pueden entender, sus ejecutivos son recibidos con los brazos abiertos allí donde los derechos humanos y esas zarandajas importan bien poco. Ahora ya pueden atisbar el sentido de los reiterados rumores acerca del desarrollo, por parte de Brasil, de una bomba atómica que difícilmente puede querer por la amenaza que supongan sus vecinos regionales.
   Si lo importante es vender armas, da igual a quién, si la venta de armas y no lo que hacen los ejércitos es una “guerra”, puede comprenderse que una victoria en el referédum para limitar su venta a los ciudadanos sentaría un mal precedente. Y así tenemos que, casualmente, la “decisión del pueblo” en aquella consulta coincidió con algo que ya vimos en una entrada anterior, “los intereses de la nación”.

domingo, 17 de febrero de 2019

El negocio de la ética.

   Hablar de Arthur L. Caplan significa hablar de una de las figuras señeras de la bioética norteamericana. Miembro del Hastings Center, de la American Association for the Advancement of Science, del Colegio de médicos de Filadelfia, de la Academia de Medicina de New York y del American College of Legal Medicine, la revista USA Today lo nombró persona del año en 2.001, Discover MagazineNational JournalNature Biotechnology y Scientific American lo consideran una de las 10 personas más influyentes de la ciencia y Modern Health Care Magazine lo sitúa entre las 50 personas más influyentes en el sistema de salud norteamericano. Recibió la medalla McGovern de la American Medical Writers Association en 1999, el John P. McGovern Award Lectureship de la Medical Library Association en 2007, el premio Patricia Price Browne en 2011, el premio al servicio público de la National Science Board/National Science Foundation en 2014, el Rare Impact Award de la National Organization for Rare Disorders en 2016, año en que también recibió el Lifetime Achievement Award de la American Society for Bioethics & Humanities y la Food and Drug Law Institute le otorgó una distinción por su servicio y liderazgo el año pasado. Caplan ha escrito más de 35 libros y 735 artículos en prestigiosas publicaciones, sin contar el sin fin de charlas y conferencias que ha dado en todo el mundo. Escritos suyos aparecen con frecuencia en la web médica Medscape y su voz puede oírse habitualmente en la radio pública de Boston y los podscast de "Everyday Ethics", por citar sólo algunos de los medios en los que aparecen con regularidad sus testimonios.
   En multitud de ocasiones, desde la autoridad que su posición le otorga, ha advertido a los médicos de aceptar regalos de la industria farmacéutica pues, “se está cayendo en un modelo de negocios que socava los argumentos para el profesionalismo”. Pocos han entendido el sentido de sus palabras. Caplan no pretendía privar a los médicos de los parabienes que les proporcionan las empresas farmacéuticas, sino que les aconsejaba recibir el dinero en metálico a través, por ejemplo, de fundaciones como la que él mismo encabeza y que recibe financiación de todas y cada una de las empresas que comercializan fármacos de cualquier tipo en norteamérica, incluyendo Monsanto (sí, sí, Monsanto), Millennium Pharmaceuticals, Geron Corporation, Pfizer, AstraZeneca Pharmaceuticals, E.I. du Pont de Nemours and Company, y Schering-Plough Corporation. Por supuesto, ignoramos las cantidades exactas y a cambio de qué recibe su patrocinio Caplan. De hecho ignoramos si todos sus libros, artículos y conferencias salieron de su ordenador o llegaron a él vía e-mail desde los departamentos de marketing de las empresas que tan generosamente contribuyen a su fundación para la bioética. Y, por supuesto, ignoramos si a Caplan lo cooptó la industria cuando ya había conseguido una reputación por sí mismo o si lo fabricó, pero si echan un vistazo a quién financia muchas de las instituciones que le han otorgado premios encontrarán curiosísimas coincidencias con quienes contribuyen al mayor brillo de su fundación. Sin embargo, sí sabemos que el caso de Caplan en absoluto constituye una excepción. De hecho, resulta extremadamente raro encontrar algún experto en bioética que no reciba dinero, de una forma u otra, procedente de la industria farmacéutica. La bioética goza de absoluta y completa libertad para tratar todos los temas que desee y darles el enfoque que considere conveniente... la libertad completa y absoluta que otorga el mercado. 
   A lo mejor, algún especialista en bioética se ha ofendido con lo que acabo de decir. Desde luego no pretendía ofender a los estudiosos de la bioética pues no se trata de un problema exclusivo de ella. Fundaciones éticas las hay de muchos tipos, por ejemplo, la Fundación "Étnor para la ética de los negocios y las organizaciones empresariales", creada por un ex-banquero y nuestra honorabilísima Adela Cortina, quien no se cansa de repetir que “la ética es rentable” y en cuyos mercadotécnicamente libres escritos resulta difícil vislumbrar ejemplos concretos de desmanes de las empresas o denuncias de cómo los bancos esquilman cotidianamente a quienes menos tienen.
   Si Caplan, la Sra. Cortina o alguno de sus epígonos leyera estas líneas, rápidamente esbozaría al menos una de las dos paradójicas líneas de argumentación con las que suelen tranquilizar sus conciencias quienes pagan las facturas con el dinero de aquellos a quienes deberían criticar. La primera línea consiste en subirse a lomos de la indignación para espetarnos que cómo nos atrevemos a  pensar que las comilonas financiadas por la industria pueden haber influido en la objetividad de sus argumentos o criterios para seleccionar los temas de investigación. Supongamos que un equipo de fútbol (vamos a elegir uno al azar, la Juventus de Turín, por ejemplo), le regala 23 camisetas y le compra un Jaguar al árbitro más prestigioso del momento y que después, en un Lecce - Juventus, ese árbitro le pita 55 faltas al Lecce, hasta que la Juve gana el partido, ¿por eso ya hemos de dudar de la imparcialidad de ese árbitro? Sin duda quien haga semejante cosa, como quien señale la escasez de críticas a la industria venidas de la ética subvencionada por ella, merece el calificativo de canalla.
   Decía que las líneas de argumentación para defender lo indefendible resultan paradójicas porque la segunda niega lo que la primera afirma. En efecto, esta segunda línea de argumentación se atrinchera tras el lema vigesimico de que “la objetividad es un mito”.  Dejemos de lado la cuestión nada baladí de si debemos seguir repitiendo como papagayos las viejas cantinelas del siglo pasado o si hemos alcanzado ya la madurez suficiente para tomar a la objetividad como un reto, incluso en ese caso, hay un abismo entre señalar el carácter mitológico de la objetividad y embaucar a los crédulos con semejante mito. Si, efectivamente, “la objetividad es un mito” ¿por qué no se le recuerda en cada momento a los oyentes, a los lectores, a los miembros de los sistemas de salud sobre los que se va a influir? ¿por qué los especialistas en ética no hacen constar sus vínculos con la industria antes de cada una de sus intervenciones? ¿por qué los bioéticos no anteponen una declaración de conflicto de intereses a cada una de las aportaciones que hacen? ¿por qué los voceros de la ética empresarial no nos aclaran a qué empresas y cómo han servido? ¿porque ellos mismos se encuentran más allá del bien y del mal? ¿porque no quieren perjudicar el volumen de sus ingresos? ¿porque no quieren perjudicar a sus amos?

domingo, 10 de febrero de 2019

Mutatis mutandis.

   Dando vueltas por esos mundos de Dios, encontré el pasado lunes, un artículo de un insigne miembro de la Red de Intelectuales  en Defensa de la Humanidad, cuyas profundísimas reflexiones me han impresionado. Por ello, procedo a transcribirlo aquí. Y digo “transcribirlo” porque no me voy a limitar a reproducirlo o a glosarlo. Merece mucho más: lo voy a rescribir mínimamente. Lo que sigue son las palabras del ínclito politólogo vasco español  Katu Arkonada, salvo por el hecho de que he cambiando “Venezuela” por “Cataluña”, “Guaidó” por “Puigdemont" y algunos datos pertinentes a un caso por los del otro.. Van a ver Uds. qué cosa más linda nos queda y qué conclusiones más estupendas podemos sacar de ella. Comencemos, pues:
Diez mentiras sobre Cataluña convertidas en matrices de opinión
   Cataluña se halla en una nueva fase de un golpe que se inició el 9 de noviembre de 2014, se intensificó con la inhabilitación de Artur Mas en 2017 y se recrudeció con las decisiones rupturistas de la Generalitat que culminaron en el referéndum de octubre de 2017.
   La guerra híbrida que vive Cataluña ha tenido en la desinformación y manipulación mediática una de sus principales armas de combate. Leemos y escuchamos mentiras que analistas que nunca han estado en Cataluña repiten tantas veces que se convierten en realidad para la opinión pública.
   El gobierno de Cataluña tiene dos presidentes, uno de ellos en el exilio: nada más lejos de la realidad. La Constitución y el Estatut establecen como falta absoluta del Presidente su muerte, renuncia, destitución decretada por el Tribunal Supremo de Justicia, incapacidad física o mental decretada por una junta médica, el abandono del cargo o la revocatoria popular de su mandato. El abandono de Puigdemont de su despacho, lo excluyó, por tanto, de la presidencia legítima.
   Puigdemont tiene el apoyo de la comunidad internacional: más allá de la hipocresía de llamar comunidad internacional al alcalde de un pueblo de EEUU y de un sector radical flamenco, los países en los que ciertos grupúsculos han proclamado su simpatía hacia la independencia de Cataluña siguen manteniendo relaciones diplomáticas con el gobierno español.
   Puigdemont es diferente al resto de políticos: Puigdemont resultó elegido por el mismo procedimiento democrático empleado en el resto de España.
   El Parlament es el único órgano legítimo y la aplicación del artículo 155 rompió el juego democrático: tampoco es cierto. El artículo 155 de la Constitución autoriza al Presidente, en Consejo de Ministros, a disolver las asambleas autonómicas y dicha Constitución obtuvo una aprobación mayoritaria en referéndum por todos los españoles, incluyendo un “sí” aplastante en Cataluña. La decisión de disolver el Parlament fue un acto de astucia del gobierno para sortear el bloqueo del mismo que puede gustar o no, pero fue realizado con estricto apego a la Constitución.
   Arrimadas ganó de manera fraudulenta, en unas elecciones sin garantías: otra mentira que se repite como mantra. Las elecciones fueron convocadas por el mismo organismo, con las mismas garantías y utilizando el mismo sistema electoral con el que los independentistas obtuvieron la mayoría.
   En Cataluña no hay democracia: desde 1998 se han producido trece elecciones al parlamento español, doce elecciones autonómicas, diez municipales y siete europeas. Suman 42 elecciones en 40 años. Todas con el mismo sistema electoral.
   En Cataluña hay una crisis humanitaria: sin ninguna duda que en Cataluña hay ahora mismo una crisis económica, fruto de una guerra económica que comienza con la ruptura independentista y se agrava tras el bloqueo institucional provocado por la misma.
   En Cataluña se violan los Derechos Humanos: analicemos las cifras del referéndum de 1 de octubre: 131.554,02 personas heridas, 136 de las cuales por acción de las fuerzas de seguridad (hechos por los que hay 37,2 miembros detenidos y procesados); 964,45 efectivos de las diferentes policías lesionados y el resto de heridos en su mayoría lo fueron por otros independentistas que se les cayeron encima o los empujaron.
   En Cataluña no hay libertad de expresión: no hay más que ver las imágenes de Puigdemont, de Torra, de cualquier independentista hablando ante decenas de micrófonos en plena vía pública, o dando entrevistas un día sí y otro también para saber que esto no es cierto. En Cataluña, además, a diferencia de México, no asesinan o desaparecen periodistas por hacer su trabajo.
   La comunidad internacional está preocupada por el estado de la democracia en Cataluña: a la “comunidad internacional”, representada por un alcalde de Idaho y los ultraderechistas flamencos no le preocupan los presos torturados en Guantánamo; no le preocupan los líderes sociales y defensores de Derechos Humanos que a diario son asesinados en Colombia; no le preocupan las caravanas de migrantes que huyen de la doctrina del shock neoliberal en Honduras; no le preocupan las relaciones de los hijos de Bolsonaro con las milicias paramilitares que asesinaron a Marielle Franco. No, nadie juzga las graves violaciones de Derechos Humanos en esos países aliados de Estados Unidos.
   El conflicto, por tanto, se disputa en dos escenarios, el de la diplomacia y el mediático, en una guerra híbrida que nos bombardea con tanta información que nos deja heridos de desinformación.
   A partir de aquí, el artículo citado sigue otros derroteros que a nosotros no nos interesan porque tenemos ya datos suficientes para  sacar dos conclusiones. La primera es que las razones para oponerse a la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente de Venezuela son exactamente las mismas que para oponerse a la proclamación de la independencia por parte de un sector político catalán. Por tanto, quien reniegue de la una mientras aplaude la otra o carece de juicio o carece de honestidad o es Pedro Sánchez “el hermoso” (decida Ud. mismo qué le parece más ofensivo). La segunda es que estos oscuros tiempos se hallan habitados por supuestos izquierdistas revolucionarios,  “progres”, liberales y fascistas que han alcanzado el acuerdo en un punto clave: arrojar por la borda el fundamento mismo del Estado de derecho, la vieja bobada de que todos somos iguales ante la ley. Desde todas partes se nos bombardea diariamente con idéntica cantinela antidemocrática: que si el cuñado del rey hace algo, eso es malo, pero si lo hace el hijo de Pujol, eso es bueno; que si se desvía dinero para financiar la campaña electoral de un partido, eso es malo, pero si se hace lo mismo para organizar un referéndum ilegal, eso merece figurar en los libros de historia de la nación; que si alguien se proclama unilateralmente presidente de la república eso es malo, pero si alguien declara unilateralmente la república, eso es respetable; que si alguien defiende un furibundo nacionalismo español, eso es malo, pero si alguien defiende un furibundo nacionalismo catalán, merece la pena ser escuchado; que si alguien se opone a la independencia de Cataluña es un franquista, pero si alguien la apoya es un revolucionario aunque milite en el fascista Vlaams Blok; y todas las viceversas correspondientes. Tal vez los políticos que nos gobiernan y sus respectivos palmeros usen banderas, eslóganes y poses diferentes, pero todos ellos tienen como enemigo común al pueblo.