Recordaba Mario Onaindía en sus memorias un atentado en el que participó como miembro de ETA Político-Militar. Tuvo lugar en abril de 1968 y consistió en el intento de asesinato de dos guardias civiles. Aunque los miembros del comando no tenían demasiada experiencia, no tardaron más de cinco minutos en tenerlo todo planificado. Pero la organización les había pedido algo más que matar a dos miembros de las instituciones franquistas, les había pedido que lo filmaran. Durante dos horas discutieron cómo hacerlo. Matar resulta extremadamente fácil, el juego de los símbolos contra los que se atenta no presenta mayor dificultad, convertir todo ello en imágenes constituye el gran reto de los movimientos terroristas. Los movimientos terroristas del siglo XX transformaron la propaganda por la acción que originó el terrorismo anarquista del XIX en la lucha por las imágenes. Para todos ellos, para los nacionalistas, para los izquierdistas, para los derechistas, para los islamistas y los católicos, el objetivo primario no consistió nunca en la consecución de unos logros más o menos políticos, sino en la consecución de imágenes. Un movimiento terrorista no atenta para matar, utiliza las ansias de matar de sus miembros para generar imágenes y cuantas más imágenes, mejor, con independencia de quién caiga y cómo. No se entenderá nada de los atentados suicidas si se pretende que los terroristas se suicidan para alcanzar un paraíso en el que pocos creen y en el que, de seguir los dictados de su religión, ningún suicida entrará. Se comete un atentado suicida para tener derecho a grabar un vídeo en el cual se dan explicaciones de los motivos, de las causas y se hace gala de profunda autocompasión. Que después ese terrorista mate a cien, a mil o sólo a sí mismo carece de la menor importancia, pues el objetivo primario y básico, el que permite que el movimiento terrorista siga existiendo un día más, ya se ha conseguido, las imágenes. Por eso el terrorismo del siglo pasado alternó indiferentemente los atentados contra autoridades y contra ciudadanos de a pie como no concibió hacerlo el terrorismo del XIX, porque dan igual los supermercados de comida kosher, los bares, los restaurantes, los conciertos, los mercadillos navideños o las celebraciones juveniles, lo fundamental radica en los minutos grabados, en el número de fotos tomadas, en las imágenes retuiteadas.
Podemos decir todo lo anterior de otra manera: las imágenes matan. No se asesina a un occidental o a un musulmán para poder grabarlo y que las imágenes circulen. Las imágenes existen y circulan porque hay occidentales y musulmanes muertos, porque muestran personas heridas, atropelladas o agonizando. Si en ellas apareciera un profesor de física enseñando conceptos abstractos de un modo fácil para todo el mundo no se grabarían y de grabarse no circularían. Las imágenes necesitan algo impactante, estremecedor, pero tan simple y elemental que capte la atención hasta de un perro o, lo que viene a significar lo mismo, tantas veces repetido que cualquiera pueda entender lo que se le muestra. Toda imagen se refiere, pues, a otra imagen, de la cual toma su contenido pero de la que debe diferenciarse si quiere circular.
La imagen se caracteriza por utilizar la magia del ser para presentarse como la realidad. A todos los efectos, los hombres del siglo XX y los de este siglo XXI, no toman imágenes de la realidad, consideran real lo que aparece en las imágenes. Por eso no creemos en Dios, porque no podemos grabarlo con nuestros móviles como a los pokémones,. Por tanto, carece de sentido preguntar quién o qué aparece en las imágenes. Aparecen las imágenes y los acontecimientos, las personas, se dicen reales porque van contenidas en ellas. Nada separa el vídeo grabado por el chalado de Christchurch de Call of Duty, Grand Thref Auto: San Andreas o cualquier otro juego electrónico al uso. Esa carnicería ya la vivimos y ya nos impactó sin necesidad de que 49 seres humanos perdieran la vida. Y aquí radica la gran paradoja, la gran mentira en la que nos mantenemos: los vídeos, las fotografías, las imágenes que “valen más que mil palabras”, por sí mismas, no dicen nada, ni siquiera nos dicen si quienes mueren en ellas tienen sangre en sus venas o algoritmos, ni dónde ocurre, ni cuándo y, mucho menos, por qué. Incluso alguien con un cerebro tan escaso como el del becerro de Christchurch, lo intuye y siente la necesidad de acompañar sus imágenes con un largo pliego de excusas en el que simula razonar algo con lógica. Las imágenes, simplemente, se imponen, se llaman a la existencia unas a otras, multiplicando sin fin la reproducción de lo mismo, pretendiendo suplantar su carencia de significado con su rápida sucesión. De un modo u otro, haciendo caso omiso de la voluntad de los sujetos, por encima de ella, la imagen adviene. Y volvemos a encontrar otra vez lo mismo. Facebook, que en cuestión de minutos bloquea la cuenta de quien retransmite un partido de fútbol de modo ilegal, se dice incapaz para bloquear las imágenes de un asesinato en masa porque necesita de él para que se multipliquen sin fin las reacciones, los posts, las imágenes de caras, las fotografías y las inevitables explicaciones que las hagan inteligibles, todo eso que, desde sus inicios, constituye la razón última de su existencia.
Mientras tanto, mientras tratamos de seguir su flujo incesante, se sacrifica a seres humanos reales en el ara de las imágenes para que éstas adquieran lo que ellos pierden, vida, y los mequetrefes subvencionados por el poder entonan sus cantos a la lucha de civilizaciones entre un Islam violento por sí mismo y unos “hombres blancos normales” cuya intimidad se halla a resguardo de que cualquier buen guardián del orden público la pisotee.