Uno de los tópicos más reiterados a la hora de hablar de Kant lo constituye su afirmación de que “Hume lo despertó de su sueño dogmático”. Este enunciado resulta, sin embargo, extremadamente problemático. El primer problema radica en que Kant no leía en inglés y en la época en que elaboró su doctrina crítica no circulaba ninguna traducción de Hume al alemán. Así que con “Hume”, en realidad, Kant se refiere a “Tetens”. Y aquí viene el segundo problema, aunque Johannes Nikolaus Tetens ejerció como difusor de las ideas del empirismo inglés en Alemania, sus puntos de vista se vieron influidos por el “dogmático” Christian Wolff y por el Kant de la Dissertatio de 1770. El “Hume” que "despertó" a Kant venía reflejado en el propio espejo kantiano y esto plantea la cuestión trascendental de qué y cuánto entendió Kant de las intenciones del escocés. Ya he explicado, por ejemplo, que cuando Hume señala que el concepto de causalidad carece de “conexión necesaria”, no pretende en absoluto descartar semejante concepto, pues él mismo lo utiliza con fruición para explicar de qué modo las impresiones se relacionan con las ideas. Hume señala, simplemente, que hay que desligar el concepto de causalidad del concepto de necesidad y, por tanto, de determinación. Y, ciertamente, una causalidad basada “en la costumbre”, en la pura empirie, tendría un carácter probabilístico. Sin embargo, Kant acudió raudo a salvaguardar esa “conexión necesaria” que no aparece por ninguna parte en la experiencia haciendo de la necesidad la necesidad trascendental de nuestro modo de conocer. Al colocarla como concepto a priori, volvía a amarrarla a la determinación, por más que después tuviera que introducir por la puerta de atrás una “causalidad libre” basada en la impensable “cosa en sí” para permitir la libertad humana, artificio absolutamente superfluo si nos quedamos estrictamente con lo que Hume dijo y no con lo que Kant creyó entender. Sin embargo, toda la filosofía posterior aceptó la línea inaugurada por Kant como la correcta y hubo que esperar hasta finales del siglo XX y, desde luego, no en el centro de la corriente principal de la filosofía, para que autores como Judea Pearl y otros mostraran el camino para conceptualizar una causalidad basada en la posibilidad y no en la determinación.
Exactamente lo mismo nos encontramos con el famoso pasaje del Tratado de la naturaleza humana en el que Hume habla del ser y el deber. He aquí el texto de Hume:
No puedo evitar añadir a estos razonamientos una observación que quizás puede tener alguna importancia. En cada sistema de moralidad que he observado hasta ahora, encuentro siempre que el autor procede algunas veces en la forma ordinaria de razonamiento, y establece la existencia de Dios, o hace observaciones sobre asuntos humanos, cuando de repente soy sorprendido porque, en vez de las usuales copulaciones de proposiciones «es» o «no es», me encuentro con proposiciones ninguna de las cuales no está conectada con un «debe» o «no debe». Este cambio es imperceptible, pero es sin embargo de consecuencias últimas; porque como este «debe», o «no debe», expresa alguna nueva relación o afirmación, ésta debe necesariamente observarse y explicarse; al mismo tiempo debe darse una razón para algo que parece completamente inconcebible: cómo esta nueva relación puede ser una deducción de otras que son completamente diferentes de ella. Pero como los autores no toman comúnmente esta precaución, debo intentar recomendarla a los lectores; y estoy persuadido que esta pequeña atención subvertiría todos los sistemas vulgares de moralidad; y permite ver que la distinción de vicio y virtud no se encuentra simplemente en las relaciones entre objetos, ni es percibida por la razón.
Kant (y todos los que vinieron después) entendieron que Hume había señalado la imposibilidad de pasar del ser al deber. Por tanto, una vez más, Kant convirtió al deber en un trascendental que brota de la pura razón. No se trata de algo que “sea”, sino de algo que nosotros, los seres humanos, imponemos a la naturaleza para movernos en ella, del mismo modo que imponemos los elementos a priori del conocimiento para ordenarla. Y, una vez más, Kant se vio en la obligación de enredar la situación porque, como ocurre con todos los elementos a priori, no se nos explica por qué hay estos y no cualesquiera otros. Así que Kant reintrodujo al buen Dios cristiano, expulsado de la teoría, como justificación última del deber. Dicho de otro modo, paradójicamente, Kant concluye que el deber sí se deriva del ser, del ser supremo de Dios. Semejante puzzle sedujo ya inevitablemente a los filósofos del XIX y del XX, que se lanzaron bien a reconstruir el ser a partir del deber (caso de Fichte, del idealismo alemán y del propio Nietzsche), bien a constatar “el abismo” entre ser y deber, semejante a otros tantos abismos por los que la filosofía del siglo pasado se despeñó una y otra vez.
Volvamos al texto de Hume. ¿Tendrían la amabilidad de indicarme exactamente en qué línea dice Hume que no se pueda extraer el deber del ser? Si en lugar de interpretar nos dedicamos a la tarea mucho más humilde y difícil de leer nos daremos cuenta de que Hume se limita a constatar en este fragmento que en los tratados de moral habidos hasta su época (y hasta la nuestra) no se explica cómo pasar del ser al deber. En ningún momento afirma que no pueda haber semejante tránsito, de hecho, en numerosos pasajes Hume muestra cómo se produce, ora por el consenso, ora por la simpatía. El tránsito del ser al deber constituye, en realidad, la norma cotidiana al menos en dos ámbitos de nuestra existencia: la guerra y la medicina. La pura descripción de los hechos marca, para el soldado y para el médico, en qué consiste su obligación. Todavía mejor, esto que la filosofía del siglo XX consideró imposible, ese “abismo” insalvable, entre su mágico “ser” y el indeseable “deber”, se salva de un modo hasta prelingüístico. Nuestros primos los chimpancés, tan graciosos ellos, patrullan con cierta frecuencia su territorio y cuando advierten la presencia en él de un individuo de otro grupo lo atacan, matándolo con cierta frecuencia. El cerebro de los monos realiza habitualmente lo que el cerebro de los filósofos vigesimicos consideró imposible, el tránsito de la constatación de los hechos a la obligación de actuar.