Todas las disciplinas tienen una narración acerca de su origen muy parecida. Se trata de la noble historia de un Proteo que, en la noche de los tiempos, arrebató el fuego de la verdad a los dioses para entregárselo a los hombres. Aunque normalmente no pueden reconocerse en él, los miembros de esa disciplina se confortan en semejante historia, sabiéndose partícipes de una comunidad de elegidos que, en realidad, nació en tiempos mucho menos remotos, aflorando más entre intereses creados que en la noble lucha contra la ignorancia. La narración del origen cumple el papel en las diferentes disciplinas de los mitos fundacionales de tribus, pueblos y naciones. La filosofía no constituye a este respecto una excepción, pero una de sus notas más conspicuas consiste, precisamente, en que esa narración mítica originaria cuenta cómo ella nació en el momento en que se produjo la separación respecto de los mitos. De este modo, sesudos académicos, nobles versados y licenciados en general, relatan todo lo que separó a Tales, Anaximando y Anaxímenes de Homero y Hesíodo, cuando, en realidad, los textos de estos autores milesios se perdieron mucho antes de que nadie pudiera establecer con certeza qué semejanzas y diferencias los separaban de los poetas que sacaron a Grecia de la Edad Oscura. Todavía mejor, Parménides y Heráclito, cuando ya hasta se había inventado el adjetivo “filósofo”, escribieron en verso, con estructuras, vocabulario y expresiones que sólo una mente prejuzgadora puede pretender separar de los de sus honorables predecesores. Recordemos a este respecto las dos “vías” del poema parmenídeo, con sus musas que nos acompañan en un extraño viaje, a la guerra como “el padre de todas las cosas” o la oscuridad reconocida por todos en los escritos heraclíteos. ¿De verdad hay aquí una separación entre mito y “logos”?
El tránsito desde el pensamiento mítico al racional que, se supone, había realizado la filosofía hacia el siglo VI a. de C. continúa apareciendo como extremadamente problemático un siglo más tarde cuando la filosofía griega ya había alcanzado esa cumbre que supuso Platón. Platón, el maravilloso poeta que acusó a todos los poetas de mentir, utiliza, retuerce, crea, confunde y reutiliza mitos de todos los tipos y colores con finalidades infinitas. En sus manos los mitos recuerdan la masa de un panadero, continuamente plegados y replegados, vueltos sobre sí, a veces con un claro afán burlón, a veces con la ferocidad de quien parece querer sacarles las entrañas y mostrárselas a la cara. A Homero y Hesíodo se los cita sin piedad y con profundo conocimiento, pero el modo en que usa de los clásicos de su época supera todo lo imaginable, poniendo a veces en su boca mitos cuya procedencia desconocemos, como esa extraordinaria historia de los hombres esféricos que relata Aristófanes en el Banquete. Todavía mejor, hay otro Platón, un Platón analítico, enteramente racional, que no usa de mitos ni de leyendas, ajeno a cualquier poetizar y que, precisamente por todo ello, forma parte del Platón que no entendemos, que no solemos impartir como “Platón” y con el que no tenemos una idea muy clara de qué hacer, el Platón del Parménides o el Sofista. Y es que hemos omitido algo.
Entre tanto pensador supuestamente sometido a los dictámenes de la razón que utilizaba desaforadamente los mitos, destaca una corriente que huyó sistemáticamente de ellos y que puede considerarse el primer intento del pensamiento occidental por pensar en términos exclusivamente racionales: el atomismo. Los griegos desligaron tajantemente al atomismo de la religión, de los mitos y de las leyendas, preparando el camino para el primer sistema filosófico racional, libre, por fin, de consideraciones mitológicas: las iracundas tentativas de Aristóteles para librarse de la influencia de su maestro. Aparentemente nuestra historia ha llegado a su fin. Con Aristóteles, la filosofía comienza a elaborar tratados y no poemas, explicaciones y no cautivadores imágenes míticas, pautas de razonamiento y no formas de imitar el diálogo de personajes vivos. Pero la historia no termina aquí. La filosofía de Plotino casi parece quejumbrosa por una mitología en la que ampararse y, naturalmente, no tardó mucho en venir.
No entraré en detalles sobre si la conquista de Troya parece más fiel a los datos históricos o no que la de Jerusalén, si Ulises vagó más o menos que Moisés, ni si Jesús provocó más o menos transformaciones que Zeus, a los efectos que nos interesa constatar, el cristianismo ejerció como la mitología dominante del pensamiento filosófico occidental hasta, como poco, finales del siglo XIX. Después vino Nietzsche, proclamó la muerte de Dios, que todo, incluso los conocimientos más aparentemente sólidos, constituían formas mitológicas y un enjambre de piojillos se dedicaron a dar saltitos por la filosofía creyéndose superhombres cuando Nietzsche ya había acuñado un término que los atrapaba tan bien como el alfiler a la mariposa: los últimos hombres. Si, efectivamente, todo conocimiento tenía el carácter de mito, ¿qué desventaja presentaban los mitos cristianos sobre cualesquiera otros? ¿la pura elección?
Desde entonces nuestras novelas, nuestros periódicos, nuestras radios y nuestras pantallas nos anegan con todo tipo de historias imaginarias que alteran la realidad y a las que no identificamos como mitos porque no reconocemos la religión a la que sirven. Pues bien, tomen los libros, los artículos, los ensayos de filosofía publicados en los últimos cien años, ¿cuántos de ellos evitan enredarse en los mitos habituales de la tribu? ¿cuántos han nacido directamente de narraciones míticas, escritas, representadas o televisadas? ¿cuántos se limitan a esclarecerlas? ¿cuántos han seguido el dictamen exclusivo de la razón aunque eso significara alejarse de la aplaudida interpretación de los consabidos personajes simbólicos? La filosofía del siglo pasado, la filosofía que se creyó hija de la sospecha para acabar como sierva de la mentira, olvidó aquello de lo que pretendió advertirnos Nietzsche, a saber, que romper con el mito no constituye el acto fundacional de esta disciplina, sino el reto cotidiano de su existencia.