Hay empresas cuyos fundadores durmieron en pesebres porque sus familias no tenían para pagarles cunas y hoy sus directivos viajan en aviones de la compañía. Uno de ellos, llamado Jorge Mario Bergoglio y conocido en las redes sociales con el apodo de Francisco I, dijo recientemente que
“cuando eso [la homosexualidad] se manifiesta desde la infancia, hay muchas cosas por hacer, como la psiquiatría, para ver cómo son las cosas. Otra cosa es cuando eso se manifiesta después de los 20 años”.
Sin embargo, en la transcripción oficial, no figuraba “como la psiquiatría”. Desde la Oficina de Prensa del Vaticano se explicó que
“cuando el papa se refiere a ‘psiquiatría’, está claro que lo hace como un ejemplo sobre las diferentes cosas que se pueden hacer. No quería decir que se trata de ‘una enfermedad psiquiátrica’, sino que tal vez hay qué ver ‘cómo están las cosas a nivel psicológico’”.
Interpretación ésta que no añade ni quita a nada a lo que aquí queremos exponer. Lo importante radica en que, de acuerdo con la palabra de Dios con acento argentino, los padres con un hijo homosexual deben llevarlo antes de los 20 años al psiquiatra, porque después ya no tiene remedio y, según ya había dicho el papa, “¿quién soy yo para juzgarlo?”
Las declaraciones del papa han causado múltiples reacciones entre los colectivos homosexuales, mientras los progres a los que se les cae la baba con él, han preferido mirar hacia otro lado, hasta el punto de que El País no publicó las declaraciones originales. Siguen confiando en que haga lo que haga y diga lo que diga, cambiará la iglesia para mejor, como si la campaña #metoo pudiese cambiar Hollywood de verdad o una reforma de la ley transformar la universidad española. Los chiringuitos, señores, sólo tienen una solución posible, el cerrojazo, y ya si eso, refundarlos sobre bases nuevas. Se me dirá "¿acaso no es mejor la reforma que no hacer nada?" Sí... mientras se calcula el tamaño del cerrojo. Pero me he alejado del tema.
Entre el guirigay habitual, ha retumbado sonoramente el silencio de las asociaciones psiquiátricas, que han vuelto a ver el caramelo en la boca y lo han perdido de nuevo. Recordemos, del mismo modo que el Vaticano edita un catecismo oficial, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) por sus siglas en inglés, publica el Manual Diagnóstico y Estadísticos de los Trastornos Mentales (DSM), auténtico catecismo psiquiátrico en el que se especifica lo que cualquier creyente debe ver si quiere que se lo acepte como feligrés de "la ciencia psiquiátrica”. Las dos primeras ediciones de dicho catecismo incluían la homosexualidad como uno de los trastornos mentales. Las protestas de los colectivos gays norteamericanos, que comenzaron a organizarse en la década de los 70, hizo que dicho trastorno desapareciera en la revisión de la tercera edición, el conocido como DSM-III-R que data de 1987. Voy a repetirlo todo otra vez. La evidencia científica que condujo a dejar de tratar a la homosexualidad como un trastorno consistió en la protesta social que tal consideración provocó. ¿Se imaginan a los físicos poniéndole un límite a la velocidad de la luz como consecuencia de la proliferación de manifestantes? Si revisan todos los “estudios científicos” al respecto podrán observar que, en efecto, la inmensa mayoría se realizó ya en los años 80, cuando la balanza se hallaba inclinada. Pese a ello, el “trastorno” no desapareció hasta una década después de que el consenso entre los psiquiatras se hubiese alcanzado. La Organización Mundial de la Salud, se resistió hasta los años 90, eso sí, unos y otros, no lo hicieron sin abandonar tan jugoso trozo del mercado. La desaparición del “trastorno homosexual” vino acompañada de la explosión de trastornos sexuales tales como el fetichismo, el exhibicionismo, el travestismo, el voyeurismo, el sadomasoquismo, etc. etc. etc. que vieron la luz en la misma revisión del DSM que volatilizó la enfermedad llamada "homosexualidad". Todavía mejor, si lee un poco acerca de la polémica en torno a lo que se llaman “las terapias de reorientación sexual” (capaces, supuestamente, de vaciar los armarios), podrá observar cómo sus partidarios y detractores muestran con la misma eficacia la carencia de cientificidad de los estudios del bando contrario. Parecen dos escuelas de vudú, cada una de las cuales acusa a la otra de brujería. No debe extrañarnos.
Entre el guirigay habitual, ha retumbado sonoramente el silencio de las asociaciones psiquiátricas, que han vuelto a ver el caramelo en la boca y lo han perdido de nuevo. Recordemos, del mismo modo que el Vaticano edita un catecismo oficial, la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) por sus siglas en inglés, publica el Manual Diagnóstico y Estadísticos de los Trastornos Mentales (DSM), auténtico catecismo psiquiátrico en el que se especifica lo que cualquier creyente debe ver si quiere que se lo acepte como feligrés de "la ciencia psiquiátrica”. Las dos primeras ediciones de dicho catecismo incluían la homosexualidad como uno de los trastornos mentales. Las protestas de los colectivos gays norteamericanos, que comenzaron a organizarse en la década de los 70, hizo que dicho trastorno desapareciera en la revisión de la tercera edición, el conocido como DSM-III-R que data de 1987. Voy a repetirlo todo otra vez. La evidencia científica que condujo a dejar de tratar a la homosexualidad como un trastorno consistió en la protesta social que tal consideración provocó. ¿Se imaginan a los físicos poniéndole un límite a la velocidad de la luz como consecuencia de la proliferación de manifestantes? Si revisan todos los “estudios científicos” al respecto podrán observar que, en efecto, la inmensa mayoría se realizó ya en los años 80, cuando la balanza se hallaba inclinada. Pese a ello, el “trastorno” no desapareció hasta una década después de que el consenso entre los psiquiatras se hubiese alcanzado. La Organización Mundial de la Salud, se resistió hasta los años 90, eso sí, unos y otros, no lo hicieron sin abandonar tan jugoso trozo del mercado. La desaparición del “trastorno homosexual” vino acompañada de la explosión de trastornos sexuales tales como el fetichismo, el exhibicionismo, el travestismo, el voyeurismo, el sadomasoquismo, etc. etc. etc. que vieron la luz en la misma revisión del DSM que volatilizó la enfermedad llamada "homosexualidad". Todavía mejor, si lee un poco acerca de la polémica en torno a lo que se llaman “las terapias de reorientación sexual” (capaces, supuestamente, de vaciar los armarios), podrá observar cómo sus partidarios y detractores muestran con la misma eficacia la carencia de cientificidad de los estudios del bando contrario. Parecen dos escuelas de vudú, cada una de las cuales acusa a la otra de brujería. No debe extrañarnos.
Una somera ojeada al DSM (actualmente en su quinta edición), nos permite comprender que el “trastorno de la fluidez de inicio en la infancia” (lo que toda la vida de Dios se ha llamado tartamudeo) se caracteriza por alteraciones de la fluidez normal del habla; que en el trastorno del espectro autista se produce un “un acercamiento social anormal y fracaso de la conversacion normal” así como “intereses muy restringidos y fijos que son anormales”, aun cuando exista “una inteligencia normal”; que el trastorno por deficit de atención/hiperactividad lo definen “las anormalidades en la atencion (excesivamente centrado o facilmente distraido)”; que el trastorno específico del aprendizaje interrumpe el patron normal de aprendizaje; etc. etc. etc. Ahora bien, ¿quien determina lo que puede considerarse “normal”? Muy fácil:
“se necesita formación clínica para decidir cuándo la combinación de factores predisponentes, desencadenantes, perpetuadores y protectores ha dado lugar a una afección psicopatológica cuyos signos y síntomas rebasan los límites de la normalidad”.
O, de un modo más resumido, decide lo que puede considerarse “normal” el que cobra por tratar a todos los que él califica como “no normales”. Falta la guinda, ¿cómo los trata? Ya lo vimos en la entrada anterior, los trata empastillándolos, porque si no les receta pastillas de por vida o, por lo menos, durante un largo período de tiempo, no se trata de un psiquiatra de verdad o, lo que viene a significar lo mismo, de un psiquiatra “científico”.
Tenemos, pues, señores que siguen un libro en el que se dice qué debe considerarse normal y qué no, organizados sectariamente y con una fe (en las ventajas de la medicación) a prueba de hechos. ¿Qué hay de raro en que el papa sienta simpatía por ellos e intente arrimarles clientela?