¿Han leído las biografías de Cervera que han venido apareciendo desde que la Sra. Colau abrió la boquita? ¿En cuántas de ella se narran las circunstancias que rodearon su dimisión como ministro? ¿por qué? ¿Porque en España resulta normal que los ministros dimitan cuando sucede algo que va contra sus principios? ¿O porque todavía a nadie le interesa recordar que en este país también ha habido políticos que siempre conservaron un a modo de integridad? ¿Acaso hay alguna relación entre esta integridad moral y el hecho de que políticos en ejercicio lo hayan llamado “facha” y “represor de republicanos anticolonialistas”? ¿Quizás tengamos que encontrar en semejante integridad imperdonable la razón última de que se lo nombrara Comandante General de una Escuadra que no contaría con los acorazados más modernos del momento, pero sí con un número suficiente de buques “con o sin cañones”, según promesa del Ministerio?
Cita nuestro opinante de Público el juicio según el cual Cervera “fue incapaz de idear una estrategia militar coherente y estructurada”, juicio extraído del manual de combate naval más profundo que nuestro opinador ha alcanzado a manejar: la Wikipedia. Craso error, el almirante Cervera desarrolló la única estrategia militar coherente y estructurada con los objetivos que se había marcado. La cuestión, la cuestión clave fácilmente comprensible por quienes hayan tenido la paciencia de llegar leyendo hasta aquí radica, precisamente, en qué objetivos tenía en mente Cervera en aquellos momentos. Su correspondencia de esa época deja patente que sabía que lo habían mandado a una muerte cierta, a morir como un héroe y sacrificar en nombre de un imperio feneciente la tripulación de sus navíos. ¿Por qué tenía tal convencimiento? Aquí caben dos posibilidades. Una, considerar que el valiente marino de Filipinas, con el transcurrir de los años, se había convertido en un pusilánime ancianito, cuestión que arroja serias dudas sobre la capacidad mental de quienes lo pusieron al mando de nuestra flota. La otra, que, dado su conocimiento de las entrañas de nuestra Armada, desde las falúas utilizadas en Mindanao hasta los acorazados construidos en Francia, pasando por los despachos del ministerio, sabía perfectamente qué podía y qué no podían hacer ya los barcos españoles. Y Cervera, que se había jugado la propia vida innumerables veces por el imperio, decidió que ya no merecía la pena seguir adelante, que había llegado la hora de decirle la verdad al mundo, a los españoles y a sí mismo, que una sucesión de gobiernos preocupados, ante todo, por sus cuentas corrientes había conducido a un callejón sin salida en el que la única opción digna consistía en evitar que muriese demasiada gente.
El Almirante Cervera, despedido como heroico vencedor de los imberbes americanos, regresó como traidor a la patria. Se le formó un consejo de guerra y no faltó parlamentario alguno, de cualquier adscripción política, que no pidiera su cabeza y todas sus medallas a voz en grito. Pero la lentitud de la justicia hizo que en Nueva York, en Bruselas, comenzara a publicarse la documentación que había caído en poder de los americanos cuando capturaron a Cervera: la naturaleza de sus barcos, su exacta potencia de fuego, el carbón que alimentaba sus calderas, la falta de instrucciones concretas de Madrid, el caos organizativo de Cuba... Poco a poco, el clamor mundial a favor de los soldados españoles y contra la clase política acabó por llegar a nuestro país. Su resumen se puede encontrar en La escuadra del almirante Cervera, libro publicado en 1899 por Víctor M. Concas y Palau, comandante del Teresa en Santiago de Cuba:
“Si España estuviera tan bien servida por sus hombres de Estado y empleados públicos, como lo ha sido por sus marinos, ¡todavía sería una gran nación!”
A Cervera lo dejaron en paz, permitiéndole pasar al retiro, pero él siguió peleando, primero para que dejaran también tranquilos a sus subordinados y, después, para que les concedieran reconocimiento militar a los muertos y heridos en la bahía de Santiago de Cuba. No obstante, los políticos seguirían dando vueltas a su alrededor, como polillas atraídas por cierto género de brillo, otorgándole cargos y prebendas, a la vez que tratando de colocarle en puestos desde los que no pudiera molestar demasiado. Los “republicanos anticolonialistas cubanos” represaliados por Cervera, curiosamente, le recordaron siempre con cariño, por lo menos dos de ellos, un tal Fidel Castro que no cesó de llamarlo “héroe” y un tal Raúl Castro, que inauguró un monumento dedicado a él en 2005. O su labor represora tuvo mucha menos envergadura de lo que los papanatas actuales nos quieren hacer creer, o existe una cierta solidaridad internacional entre los represores. En España, por supuesto, nunca tuvo monumentos, que yo sepa, pero sí una calle. Cabe preguntarse cómo y por qué. La respuesta duele en su simplicidad, cierto ministro franquista quiso homenajear no al personaje histórico sino a un barquichuelo con su nombre que intervino en el bombardeo de malagueños indefensos durante la guerra civil.
Desde el pasado mes ya no hay calle con su nombre en Barcelona y no porque se haya querido borrar un triste acontecimiento de nuestro pasado reciente, sino porque, una vez más, la zafiedad de unos políticos que dedican el poco intelecto del que pueden disfrutar a engrandecer sus rentas, ha vuelto a cargar contra él. Cervera ha perdido una calle con su nombre por el mismo mal que corroe a este país desde que nos obligaron a conquistar un imperio y nos condenaron a perderlo, no porque haya motivo alguno para calificarlo de “facha” o de “represor”.