Ha venido imponiéndose, hasta casi convertirse en el discurso único, un cierto relato según el cual la mitad de la humanidad, a saber, la que no compite por ver cómo de lejos llega su pipí, ha sido sometida, vejada, humillada, maltratada y negada culturalmente por la otra mitad. Afortunadamente, continúa ese discurso, en nuestras sociedades de capitalismo feroz, de mercado libre, de democracias de funcionamiento impecable, de gobiernos preocupados por los más pobres, de estados que repugnan cualquier forma de violencia, esa mitad de la humanidad se halla próxima a su plena liberación. Frente a tal discurso único se levanta la patética diatriba de unos cuantos que, aceptando efectivamente ser de la mitad privilegiada, cree necesario patalear para conservar sus supuestos privilegios, causando pudor ajeno y contribuyendo a la imposición del discurso único. Nos hallamos, en boca de unos u otras, ante una historia de blanco y negro, de opresores y oprimidos, de buenos y malos, que machistas y feministas comparten, aunque desde posiciones estratégicas diferentes. A semejante modo de plantear las cosas no lo amparan los hechos sino la plétora de papanatas que cree que repetir lo que les dicen es tener ideas propias. Siempre que alguien se empeña por insistir en una historia con semejantes características tenemos derecho a poner en duda su estado mental, sus intereses, a veces nada ocultos, o ambas cosas. La realidad, la historia, los hechos, son de otra naturaleza, tienen una rica paleta de matices y, por encima de todo, nunca son fáciles, ni simples.
Un ejemplo de cuanto vengo diciendo lo tenemos en los cuentos infantiles. Con el poco disimulado empeño por ponerle copyright a lo que siempre han sido narraciones de propiedad pública, se han ido lanzando todo tipo de intentos por hacer caja con la excusa de la defensa de las mujeres oprimidas. Como cabía esperar, ni la originalidad les pertenece. Plagian descaradamente los Cuentos políticamente correctos con los que James Finn Garner ya trató de advertirnos contra el dislate hacia el que nos encarrilábamos. Los cuentos populares encierran un sesgo machista que debe ser eliminado de ellos si queremos crear generaciones de mujeres emancipadas, se nos sermonea de cotidiano. Como todo sermón, éste tampoco está libre de contradicciones. Nos hallamos ante cuentos, originalmente, de transmisión oral. Por tanto, el narrador de tales cuentos debió ser quien introdujera en ellos los estereotipos de género que contienen. Ahora caben dos opciones. La primera es que esos estereotipos fueran puestos ahí por hombres, con lo que su papel en la educación de los hijos ha sido tradicionalmente mayor de lo que las feministas nos quieren hacer creer. La segunda opción es que esos estereotipos fueron puestos en los cuentos por las mujeres, que siempre han cargado con la crianza de los hijos, en cuyo caso las feministas deben concluir que tales mujeres fueron tontas de capirote por perpetuar estereotipos que las desfavorecían, juicio con el que no mostrarán desacuerdo alguno cuantos machistas corren por este mundo.
La verdad, como digo, tiene siempre sus matices. Ciertamente los cuentos fueron transmitidos por mujeres que, precisamente por eso, introdujeron un clarísimo sesgo en ellos. Los cuentos infantiles vocean estereotipos acerca de los hombres, clara información acerca de su poca valía y una vergonzante y vergonzosa imagen de los mismos. Si hemos de creer los cuentos populares, los hombres somos irresponsables, violentos, mentirosos, taimados e irremediablemente dados a la perversión en lo sexual. No digo yo que muchos hombres no sean así, pero no todos. Algunos de nosotros no caemos en tales categorías... somos aún peores.
Tomemos el cuento de Caperucita. Como muchos otros, es un cuento de mujeres, los hombres apenas si aparecen incidentalmente. El padre de Caperucita, para empezar, está ausente. Se desliza con pocos miramientos que el hombre de la casa, como todos los hombres, está de copichuelas en el bar mientras ocurren las cosas importantes. Lo más parecido a un personaje masculino de relevancia en este cuento es el lobo. El lobo, que no la loba. Caperucita se ocupa de alimentar a su abuelita enferma, la cabra va a comprar comida para sus cabritillos, pero la loba, ésa no caza, ni descuartiza tiernas niñas, ni devora cerditos, es vegana y se esfuerza por alimentar de verduras y frutas a su prole mientras el fiero lobo se lo come todo sin aportar a casa ni un miserable pinrel de la abuelita. Lo que sí hace es vestirse con sus ropas, primera muestra inequívoca de que todo hombre encierra cierta perversión oculta y, por supuesto, se pone tan nervioso cuando Caperucita le pregunta acerca del tamaño de sus atributos que se lanza sobre ella y la devora también. Afortunadamente en ese momento llegan dos figuras igualmente masculinas, dos leñadores a los que los gritos les han impedido disfrutar del partido de fútbol que estaban viendo y, mostrando la naturaleza iracunda de los hombres, sin mediar palabra con el lobo, ni pedirle explicaciones y ni siquiera sopesar las pruebas de su felonía, se vengan de un modo que sólo puede haber maquinado alguien del sexo femenino: practicándole una cesárea.