¿Sabe Ud. que Ud. existe? ¿pero lo sabe Ud. o lo sabe su cerebro? ¿o sus neurotransmisores? ¿o sus linfocitos? Y su intestino, ¿sabe su intestino que Ud. existe? Qué preguntas más tontas hago, ¿verdad? ¿Cómo va a saber ese tubo lleno de porquería de su existencia? ¿Cómo puede haber una relación entre la mierda y las facultades intelectuales superiores, el conocimiento, la razón, la conciencia...?
La filosofía del siglo XX pareció haberse peleado con el mundo. Se mire donde se mire, el mundo resulta descrito como lo ajeno y enfrentado. Realmente no cabe otra manera de entenderlo si se lo hace consistir en una sucesión de imágenes sin número que nos asaltan, nos invaden y nos atropellan. Desde una pantalla, el mundo se muestra como algo peligroso y cruel que espera simplemente que le volvamos la espalda para apuñalarnos. La pre-vención, la pre-ocupación, la necesidad de encerrarse en un horizonte abarcable, constituyen requisitos imprescindibles para habérnosla con un mundo definido por su fractura en una infinidad de mundos inconmensurables, con los que no hay diálogo posible sino, todo lo más, combate. Nada más natural que refugiarse tras alguna empresa de seguridad que proteja nuestros dominios, nada más natural que considerar la principal función de los Estados asumir semejante tarea aunque haya que pagarles con el oro de nuestra libertad. Aún peor, en un mundo unánimemente descrito en tonos tan amenazadores, nuestra identidad se vuelve problemática, pues en el torrente incesante de imágenes que nos avasallan, perdemos la noción de nosotros mismos y se nos escapa con cuál de ellas hemos de identificarnos. Sin embargo, todos estos planteamientos contienen un error en el mismo punto de partida.
El mundo no nos rodea, no se nos opone ni se nos enfrenta, no se halla delimitado a nuestro alrededor por una frontera, un muro o muralla, no hay línea, horizóntica o no, que lo separe de nosotros. El mundo colabora con nosotros, nos ayuda, nos mantiene vivos, vela por nuestra integridad o, mucho mejor aún, la conforma, nos identifica. Heidegger lo supo ver muy bien, ser significa ser-con, ser-con-nuestra-flora-bacteriana. La simbiosis constituye una característica tan definitoria de los seres humanos como la racionalidad. Nuestra vida resulta imposible sin ella. Hasta un kilogramo de su peso corresponde a su microbiota, más de 2.000 tipos de bacterias que pueblan nuestros intestino, nuestra garganta, nuestra vagina y nuestra piel. Nos protegen de agentes patógenos que podrían invadirnos si ellos no se hallasen ahí, nos dan vitaminas que necesitamos, ayudan a la reabsorción de buena cantidad de agua que se perdería sin ellos y nos proporcionan ciertos ácidos grasos de cadena corta de suprema importancia por motivos que veremos muy pronto.
La proporción exacta de esa microbiota conforma un rasgo identificativo de cada uno de nosotros como las huellas dactilares y, algo que resulta sintomático, esta huella microbiótica presenta mayores diferencias entre individuos de pueblos pertenecientes a culturas no occidentales que entre occidentales. El capitalismo nos recorta a todos como copias unos de otros también en nuestra flora bacteriana. ¿Se da cuenta? podemos identificarnos por lo que hay en nosotros de ajeno, de extraño, por la cantidad de cosas que no reconocemos como propias y que, sin embargo, nos constituyen. De hecho, el sistema inmunitario ignora lo propio, lo que pertenece al organismo. Aquellos linfocitos capaces de reconocer proteínas del propio organismo, mueren en el timo antes de madurar. Los que se liberan al torrente sanguíneo, se caracterizan por ignorar lo propio y reconocer únicamente lo ajeno, lo extraño. Así preserva nuestra integridad. Se lo digo de otra manera: sólo ignorando aquello que nos pertenece, aquello a lo que llamamos "de nuestra propiedad", podremos mantener nuestra identidad.
La alteración de la flora intestinal provoca diarreas y, si persiste, una proliferación de organismos patógenos que conduce a la formación de úlceras y una sucesión de procesos cada vez más graves que pueden resultar letales. El E. Coli, con diferencia la bacteria más abundante en nuestra microbiota, tiene una cara oscura, pues si penetra en el torrente sanguíneo o adquiere ciertos genes que no están presentes en la mayor parte de la población, puede matar a un ser humano. Entonces el sistema inmunitario sí reacciona contra ella y ferozmente. Mientras las bacterias se mantienen en la luz del intestino, al otro lado de la mucosa o de la piel, sin embargo, las deja vivir tranquilamente. Obviamente hemos llegado a este estado de no beligerancia gracias a un largo proceso evolutivo convergente que nos ha hecho a nosotros más tolerantes hacia estos microorganismos y a ellos menos letales para nosotros. Si nos hallásemos al final de la historia, tendríamos un ejemplo más de cómo la identidad depende de la id-entidad, quiero decir, de la preservación de la entidad de lo otro, del mantenimiento de una relación simbiótica, constitutiva (no de negación, ni de rechazo, ni de exclusión) con lo otro. Pero, en realidad, apenas si hemos comenzado a contar la historia.
Mencionamos más arriba los ácidos grasos de cadena corta. Datos aportados por diferentes equipos muestran que éstos, aparecidos como resultado de la fermentación que lleva a cabo la microbiota, ejercen un papel modulador sobre las citoquinas. Dicho de otro modo, la microbiota regula el sistema inmunitario. Ratones criados experimentalmente en un entorno que impedía la proliferación de bacterias en sus intestinos desarrollaban atrofia en el timo y un sistema inmunitario deficiente. No resulta extraño, por tanto, que personas con una dieta rica en almidón resistente y fibra prebiótica (que favorecen la actividad de la flora intestinal), reporten abundancia de sueños lúcidos y/o placenteros. Como tampoco resulta extraño que en los pacientes de colon irritable, su intestino perciba el estrés antes que su cerebro. Recapitulemos entonces, nuestro intestino constituye una pieza clave en la creación y mantenimiento de un sistema inmunitario poderoso y el sistema inmunitario garantiza nuestra identidad, además de colaborar en los procesos cognitivos. Así que la pregunta con la que comenzamos podría llegar a tener, efectivamente, cierto sentido. Tal vez nuestro intestino no sepa de nuestra existencia, pero contribuye de modo fundamental en el mantenimiento de nuestra identidad. Ahora bien, la tradición filosófica del siglo XX asignaba a la conciencia, entre otras cosas, el mantenimiento de la identidad personal, aún más, con ningún órgano concuerda mejor la típica metáfora de la conciencia utilizada por los filósofos del siglo pasado, quiero decir, la imagen de una cámara oscura en la que se produce un flujo incesante de imágenes (o de residuos) que con el intestino. ¿Habremos hallado, pues, el asiento biológico de la conciencia?.