domingo, 22 de mayo de 2016

Mapas

   Vivimos una de esas etapas en las que todo parece empantanado, estamos a la espera de que ocurra algo, no se sabe muy bien qué y los periódicos no hacen más que repetir una y mil veces las mismas noticias, apenas sazonadas por nuevos matices. La ultraderecha avanza, el ideal de Europa se derrumba, siguen llegando refugiados y, en España, todo el mundo está en campaña aunque nadie quiera reconocerlo y ni siquiera hacerla. En épocas de este tipo, no hay nada como sacar a pasear viejos fantasmas. Uno de los más jugosos es el de Mercator. El pobre hombre se propuso, nada menos, que diseñar un mapa que permitiera, además de la proeza de proyectar en una superficie lisa una esfera, dibujar las trayectorias de navegación con líneas rectas. El procedimiento fue ingenioso, imaginar la tierra como un globo en el interior de un cilindro para después abrir ese cilindro y mostrar las marcas dejadas por aquélla. La tarea era realmente compleja y al bueno de Mercator le llevó tanto tiempo que la realización de su atlas tuvo que culminarla su hijo. No obstante, nos legó lo que hemos entendido como el mapa del mundo en los últimos cuatrocientos años. Hay que tener muy claras varias cosas respecto de él.
   La primera es que Mercator, como buen europeo, nunca dudó de que Europa debía estar en el centro del mundo. Esta es una constante de todos los pueblos que ha habido en la historia. Más allá de sus respectivas lenguas, de sus culturas y los diferentes adornos con que engalanaban sus cuerpos, todos estaban de acuerdo en que su país ocupaba el centro del mundo. Los mapas griegos ponían a Grecia ahí, los babilónicos a Babilonia y, ¿adivinan quién ocupaba esa posición para los chinos? Como mucho, algunos mapas medievales pusieron a Jerusalén en el centro, lo cual, dado que es la ciudad sagrada de tres religiones, casi se puede considerar una reivindicación del multiculturalismo. Ahora, sin embargo, está muy de moda acusar a Mercator de eurocéntrico, colonialista y no sé cuántas cosas más cuando, al fin y al cabo, Mercator no hizo lo que sí hicieron muchos pueblos con anterioridad a él, dejar fuera de sus mapas a tal o cual vecino con el que no se llevaban demasiado bien. Sí es verdad que su proyección distorsiona los tamaños de los países, pero no lo hizo para perjudicar a nadie, simplemente en el sistema proyectivo empleado cuanto más alejados están los países del ecuador, más grande parecen. Benefició a Europa, es cierto, pero la gran beneficiada realmente fue Groenlandia, por la que dudo mucho que tuviera alguna preferencia política. Recuerdo que de pequeño me fascinaba ese inmenso continente blanco, tan grande como África y que pertenecía a un diminuto país llamado Dinamarca. Siempre me pregunté cómo se las apañaron los daneses para conquistar y explorar, ellos solitos, el África del Norte. Mi padre me explicaba que era sólo el efecto de la proyección y me enseñó otras proyecciones más realistas, pero eso no hacía sino sumirme en una confusión aún mayor, la de cuál era la mejor. 
   Ser adulto consiste, en buena medida, en darse cuenta de que  no hay nada “mejor” en términos absolutos, simplemente hay cosas mejores para ciertos fines. A Mercator, desde luego, le han salido muchos competidores. Hay mapas que corrigen su proyección, los hay que adoptan otras, los hay que colocan el Pacífico en el centro, dejando a Europa y, más concretamente a España, en un rincón del mundo, o la ahijada por la ONU que hace del polo norte el centro, discriminando a los pobres pingüinitos del sur, que ni siquiera parecen tener una tierra en la que asentarse. Las entrañables discusiones que cada una de ellas genera suele ocultar el punto central, a saber, que no hay manera de traducir lo que ocurre sobre un esferoide achatado en dos dimensiones sin distorsionar algo. Dicho de otro modo no debemos confundir los mapas con el territorio, por mucho que lo configuren. Los mapas tienen valor porque permiten traducir, por ejemplo, lo esférico y tridimensional en un plano y esa traducción funciona para los fines propuestos. No se trata de reflejar la realidad, se trata de orientarnos, de posibilitar la identificación de los elementos que van surgiendo al paso. Por tanto, sólo podrá hablarse de su eficacia si nos permiten recorrer una y otra vez el camino que lleva desde ellos al territorio, para así irlos retocando permanentemente. Se trata, en verdad, de una tarea sin fin, pues la tarea de la identificación no acaba jamás. Nos identificamos con los mapas en el doble sentido de que reconocemos en ellos nuestra posición en el mundo y de que lo que llamamos “identidad” proviene de la constancia de ciertas distancias. Por eso, porque constituye un requisito imprescindible de todo mapa el mantenimiento de ciertas distancias constantes, resulta clave caracterizar sus dimensiones. Un mapa no puede hacerse con cualesquiera dimensiones, hay que realizar una selección adecuada sobre la amplia variedad de dimensiones posibles y esa selección se hace en base a lo que sabemos, quiero decir, todo mapa dispone sobre una superficie una serie de conocimientos. Pero hace tiempo que hemos dejado de hablar de Mercator...

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