Hay chica nueva en mi oficina y me tiene embelesado o, por decirlo de otro modo, tengo un juguete nuevo. Se llama neuroinmunología, aunque en realidad esto es una abreviatura, su nombre completo es neuroendocrinoinmunología. Si dijera que trata de las interacciones entre el sistema inmunitario y el sistema nervioso, con frecuencia, gracias a la intermediación del sistema endocrino, no estaría aclarando mucho las cosas. Propiamente, la neuroendocrinoinmunología considera que sistema inmunitario, sistema endocrino y sistema nervioso conforman uno y el mismo sistema, dividido a efectos de facilitar su estudio, pero a los que no separa ninguna barrera real.
Vamos a comenzar por una experiencia corriente. Ud. come un alimento en mal estado y al cabo de unas horas lo vomita. “Me ha sentado mal”, es la explicación habitual. Parece simple y no lo es. El reflejo del vómito está controlado por el sistema nervioso central, más en concreto por el bulbo raquídeo. Por tanto, para que se proceda al vaciado del estómago es preciso que llegue a esta zona la información pertinente. Ahora bien, ¿quién envía dicha información? El primer sospechoso es el estómago, pero hay motivos suficientes para descartarlo. El estómago es poco más que un saco en el que vierten sus contenidos diversos órganos, apenas un ensanchamiento del tubo que nos constituye. Nada hay en él capaz del procesamiento de información que se requiere para enviarle señales a nuestro sistema nervioso central. Candidato mucho más apropiado es el sistema inmunitario que, desde luego, sí tiene una poderosa capacidad de análisis de información sobre todo lo que se le presenta, sabiendo distinguir lo propio de lo ajeno y lo tóxico de lo inocuo. Es por tanto el sistema inmunitario el que, al descubrir una fuerte concentración de toxinas en el alimento en cuestión, da la orden al sistema nervioso central para que proceda a su inmediata evacuación. Quiero resaltar lo que he dicho, poseemos un poderosísimo sistema de procesamiento de información y toma de decisiones, distinto de nuestro cerebro, capaz, en determinadas circunstancias, de dar órdenes que éste, nuestro cerebro, se limita a ejecutar.
Hasta aquí no hemos mencionado nada verdaderamente relevante, nos hemos limitado a poner el acento en algo en lo que no se suele colocar, que somos un organismo (en realidad somos muchos organismos) y, como tal, es lógico que entre las partes que nos componen se produzcan interacciones. Vamos a poner, pues, otro ejemplo procedente de la experiencia cotidiana, esa somnolencia, ese sopor, que suele causar en nosotros la enfermedad. Todos lo sabemos, en cuanto pillamos un catarro o una gripe, por hablar de enfermedades frecuentes, por una parte, se nos cierran los ojos a la menor ocasión, pero, por otra, dormimos mal, dando vueltas, con pesadillas más que sueños. Nuevamente, es normal, pero ¿por qué ocurre esto y no cualquier otra cosa?
Las citoquinas son definidas habitualmente como las moléculas encargadas de transmitir información entre las células del sistema inmunitario. Al menos tres de ellas, la IL-1β, la IL-6 y el factor de necrosis tumoral (TNF-α) alteran el sueño, provocando, precisamente, somnolencia y disminución de la fase REM. Así que, cuando el sistema inmunitario reacciona ante la presencia de un agente invasor, comienza a secretar grandes cantidades de tales citoquinas que afectan al cerebro, el cual pierde capacidad para concentrarse y provoca lo que se denomina “comportamiento de enfermedad”. La única forma de que todo ello se produzca es porque las células de nuestro tejido nervioso tienen receptores para las citoquinas.
Hasta aquí tampoco hemos ido tan lejos. Que la enfermedad afecte el funcionamiento del cerebro es, en realidad, lo único que recuerda a un argumento de todo lo que se recoge en ese famoso libro que tan pocos han leído llamado El hombre máquina. Pero, claro, es que aquí no termina la historia. Los neuroinmunólogos han demostrado que nuestro cerebro no se limita a recibir citoquinas, las produce, es más, los linfocitos del sistema inmunitario tienen receptores para los neurotransmisores y, por si fuera poco, existen terminaciones nerviosas en diferentes órganos del sistema linfoide en estrecho contacto con células T y macrófagos. Eso explicaría un curioso experimento llevado a cabo por Aden y Cohen en 1975. Básicamente consistía en darle a los sujetos una sustancia azucarada acompañada por un inmunosupresor. Tras unos días, bastaba con administrarles la misma sustancia azucarada para que pudiera detectarse un debilitamiento de su sistema inmunitario aun en ausencia del inmunosupresor. También estaríamos ante una explicación de lo que han descubierto Velázquez, Rojas, Esqueda, Quintanar y Jiménez, a saber, que la deprivación de fase REM del sueño (exclusivamente de la fase REM), debilita significativamente el sistema inmunitario (*) . Lo que ya no explica tanto es que cuando se procede a extraerles linfocitos a los ratones éstos pierdan habilidades cognitivas, habilidades que, por otra parte, recuperan en cuanto se les reinyectan sus linfocitos (**). Probablemente eso está relacionado con la presencia de células T del tipo CD4 y la alta concentración de la citoquina que éstas producen, la IL-4, en las zonas del hipocampo en las que se lleva a cabo la neurogénesis como consecuencia del aprendizaje. Aunque todavía no se sabe qué tienen que ver las citoquinas con la neurogénesis se ha demostrado que puede haber neurogénesis en ausencia de neurotransmisores.
Por cierto, ¿han sacado ya la consecuencia lógica de la interrelación del sistema inmunitario y el cerebro vía sistema endocrino? ¿no? Pues es muy fácil, que el órgano privilegiado de intercambio de información entre sistema inmunitario y sistema nervioso central es la glándula pineal en la que Descartes señaló que se producía la interacción del cuerpo con el alma.
(*) Véase: J. Vázquez Moctezuma, J. A. Rojas Zamorano, E. Esqueda León, A. Quintanar Stephano y A. Jiménez Anguiano, "Selective REM Sleep Deprivation and Its Impact on the Immune Response", en S. R. Pandi-Perumal, D. P. Cardinali, y G. P. Chrousos,-Eds.- Neuroimmunology of Sleep, Springer, N. Y. 2007, pág. 170.
(**) Véase, por ejemplo: Kipnis et al. (2004) y Brynskikh et al. (2008)
P. D. Cuando escribí el texto del que saldría esta entrada, un artículo en papel y otras cosas, ya tuve la impresión de incurrir en una provocación al llamar al estómago "apenas un ensanchamiento del tubo que nos constituye". Desde luego pensaba en él más que como un mero "saco", quizás porque recordaba a Nietzsche y su afirmación de que pensamos en función de lo que comemos. Aunque no lo juzgo importante para el razonamiento subsiguiente, sí quiero anotar que a fecha de hoy, 23 de noviembre de 2016, he tomado conciencia de hasta qué punto lo he denigrado refiriéndome a él de semejante manera. Tenemos los mamíferos una cosa llamada Sistema Nervioso Entérico, que consiste en una envoltura neuronal del sistema digestivo, desde el esófago hasta el colón. Lo forman más de cien millones de neuronas (sí, ha leído bien, neuronas), que controlan todos los aspectos de la digestión, pero que tiene, además, la capacidad de recordar y aprender, hasta el punto de que los neurogastroenterólogos se refieren a él como el "segundo cerebro".
P. D. Cuando escribí el texto del que saldría esta entrada, un artículo en papel y otras cosas, ya tuve la impresión de incurrir en una provocación al llamar al estómago "apenas un ensanchamiento del tubo que nos constituye". Desde luego pensaba en él más que como un mero "saco", quizás porque recordaba a Nietzsche y su afirmación de que pensamos en función de lo que comemos. Aunque no lo juzgo importante para el razonamiento subsiguiente, sí quiero anotar que a fecha de hoy, 23 de noviembre de 2016, he tomado conciencia de hasta qué punto lo he denigrado refiriéndome a él de semejante manera. Tenemos los mamíferos una cosa llamada Sistema Nervioso Entérico, que consiste en una envoltura neuronal del sistema digestivo, desde el esófago hasta el colón. Lo forman más de cien millones de neuronas (sí, ha leído bien, neuronas), que controlan todos los aspectos de la digestión, pero que tiene, además, la capacidad de recordar y aprender, hasta el punto de que los neurogastroenterólogos se refieren a él como el "segundo cerebro".