La teoría del universo pulsante propone que la expansión del universo no proseguirá indefinidamente. Llegados a cierto límite, la atracción gravitatoria frenará la expansión, invirtiéndose a partir de ese momento el proceso, es decir, los cúmulos galácticos se irán aproximando entre sí hasta llegar un momento en que toda la materia del universo quede comprimida en un punto muy semejante al inicial. La inestabilidad de ese condensado de materia-energía-tiempo-espacio provocaría una nueva explosión, reiniciándose el ciclo. Esta teoría tiene dos inconvenientes. El primero, que no es más que una versión, sofisticada, eso sí, de los muchos intentos que se han hecho por revertir el segundo principio de la termodinámica, el que marca la existencia de una clara irreversibilidad y que chocó poderosamente con la mentalidad newtoniana desde su descubrimiento. El segundo inconveniente es que ningún hecho ha venido a apoyarla. Cuando se propuso pareció muy fácil confirmarla. Para que la expansión se detuviese hacía falta una cierta cantidad de fuerza gravitatoria y, para que ésta exista, se necesita materia, así que calculando la densidad de la materia/energía en el universo se podría desestimar o no este destino como parte del futuro de nuestro universo. La sorpresa vino cuando los cálculos mostraron que, en realidad, no somos capaces de detectar ni siquiera la cantidad de materia/energía necesaria para que las galaxias tengan la forma que tienen. De aquí nació el problema de la materia/energía oscura, problema aún por resolver.
Debo confesar que la teoría del universo pulsante me resulta simpática, aunque no porque crea que tenga visos de ser ajustada a los hechos. Como ya dijo Nietzsche, el eterno retorno prueba la clase de persona que uno es y cuando se le habla a alguien de un universo oscilante, casi se puede oír el ruido que hacen sus neuronas al colapsar. El judaísmo introdujo en nuestras cabezas la idea de un tiempo lineal, de un pasado que queda por detrás de nosotros y un futuro que es sinónimo de porvenir. Estamos acostumbrados a pensar en el tiempo como si fuese una línea y ni siquiera los físicos, cuando intentan utilizar formas más exóticas de temporalidad, pretenden sacarlas del reducto de las partículas elementales. Sin embargo, lo realmente divertido es que nuestras cabezas no funcionan con una idea del tiempo, sino con dos. Dos, por lo demás, contradictorias e incompatibles.
En El mito del eterno retorno, cuenta Mircea Elíade que la idea de un tiempo cíclico formaba parte de las culturas agrícolas. Normalmente en primavera, se celebraba el inicio del nuevo ciclo cósmico que debía ser inaugurado por el mago, el jefe de la tribu o algún personaje de semejante rango. El encargado de que el cierre del anterior período cuadrase con el inicio del nuevo, tenía que relatar ciertas palabras dotadas más o menos de significado para el común de los mortales pero que dejaban claro que era él, con su discurso, quien hacía el mundo (de nuevo). A todos los efectos era un proceso de re-creación, por lo que resultaba imprescindible rememorar el estado inicial del universo antes de que todo empezara y que, por supuesto, no era otro que el de ausencia total de orden. Por tanto, los fastos que inauguraban el nuevo inicio, solían ir acompañados de ciertas fiestas orgiásticas en las que los participantes se desprendían de todo orden y mesura. Naturalmente, tan delicados acontecimientos debían hacerse en aldeas purificadas de cualquier espíritu demoníaco que pudiera manchar con su intervención toda la nueva era desde su inicio. Para ello nada como expulsar a los demonios y demás espíritus peligrosos con estruendosos sonidos que hicieran su permanencia en la aldea poco gratificante.
Pues bien, henos aquí a nosotros, occidentales de pleno y muy tecnológico siglo XXI, recibiendo por nuestros artilugios electrónicos el discurso de todos nuestros jefes, de Estado, de autonomía, de localidad, de empresa, hasta los presidentes de comunidad parecen sentirse obligados a hacer discursitos a final de año; imbuidos en fiestas en las que se pierde el orden, la mesura y, desde muchas horas antes, la compostura; y arrojando todo tipo de cohetes, petardos y fuegos artificiales con los que, no ya los demonios y malos espíritus, hasta los vecinos de bien, se ven compelidos a poner los pies en polvorosa.
Una vez la resaca ha pasado, caemos en la cuenta de que hemos vuelto a comprar demasiados polvorones, comienzan a asomar las croquetas de pelusa de bolsillo, y volvemos a pensar que esta cuesta de enero, como todo, ha venido pero acabará por irse para no volver, que la historia es lineal y que el tiempo tiene que ser tan recto como una vara. Y, lo mejor de todo, olvidamos, como por ensalmo, que durante unos días hemos vivido pensando que todo es de otra manera. Después, si alguien nos plantea una idea novedosa, correremos con prisa a buscar las posibles contradicciones que implica pues, como todo el mundo sabe, las cosas tienen que ser lógicas y carecer de contradicciones.