domingo, 6 de diciembre de 2015

Ni siquiera es serio

   “Atentados meticulosamente planificados” podía leerse en la prensa. Sin duda, para el nivel hasta el que puede llegar el intelecto de un terrorista, es un calificativo adecuado. El común de los mortales no podría decir tanto. A Abdelhamid Abaaoud, “cerebro” de los atentados de París y hombre de peso en la cúpula del Estado Islámico, se le atribuye, entre otras cosas, ser el instigador del ataque contra una iglesia en Villejuif el pasado 19 de abril. Probablemente pensó que estaría bien atacar la iglesia de una “Villa judía” llena de cristianos. Las cuatro ancianitas que, con seguridad, acudieron al servicio aquel día, se salvaron gracias a que el valeroso soldado de Alá se pegó un tiro en la pierna a sí mismo antes de entrar. Hasta qué punto llegaba lo que este cerebro era capaz de maquinar lo demuestran los ataques contra el Estadio de Saint Denis. Al parecer, el primer atacante debía inmolarse para provocar la evacuación del estadio, el segundo se haría explotar en medio de la gente que salía y el tercero, cuando hubiesen acudido los equipos de emergencia. Las neuronas de Abaaoud, chico criado delante del televisor y, para más inri, belga, tan críticas con occidente, su modo de vida y su hipocresía, ni siquiera llegaron para atisbar uno de los principios básicos de nuestro mundo imagen, a saber, que un gol vale más que cuarenta vidas humanas. El 29 de mayo de 1985, en el estadio de Heysel, precisamente en la Bruselas que tan bien conocía Abaaoud, 39 hinchas de la Juventus resultaron muertos y más de 600 heridos por una avalancha humana provocada por los hooligans del Liverpool. La muerte por aplastamiento contra las vallas del campo fueron retransmitidas en directo por televisión para dar paso, sin interrupción, a la ansiada final de Copa. ¿De verdad pensaba este genio del terror que un bombazo iba a lograr  lo que los hinchas ingleses no lograron? Su “meticulosa” preparación llevó a que tres heroicas lumbreras se suicidaran, uno tras otro, sin saber improvisar nada mejor, destrozando, eso sí, a una persona y unas cuantas barandas del enemigo.
   Con todo, lo más patético del terrorismo no es el rosario sin fin de acciones disparatas, ridículas o erradas por la propia incompetencia. Lo más patético es su pretensión de que una acción, un atentado, una intervención puntual, por más simbólica que sea, va a cambiar algo, algo importante, algo de modo permanente y, todavía más, algo que favorezca los intereses que el descerebrado de turno dice defender, como si los símbolos sirvieran para algo más que para parlotear. ¿Se han dado cuenta que ya solo yo escribo acerca de los atentados de París?
   Lo único que cambian los atentados son las vidas de sus víctimas, muertos, vivos y heridos, la vida de esas personas que se han quedado sin un ser querido, sin un conocido, la vida de esas personas que han perdido un ojo, un brazo, una pierna, un dedo o, simplemente, han recibido heridas que arrastrarán penosamente durante meses, años o toda su existencia. Para ellos sí que nada será igual, para ellos sí que todo ha cambiado para siempre y no para mejor. Y lo más divertido de todo es que su sufrimiento no significa nada, no representa nada para unos símbolos que seguirán ondeando tan impávidos como los detentadores del poder. No hay gobierno ni político que quiera de ellos algo más que una oportuna foto en la que la víctima, obviamente, no podrá hablar. No basta el destrozo que han sufrido en sus vidas, además, deben padecer en silencio, pues nada podría haber más devastador para asesinos y políticos que el que tuvieran palabras de perdón o reconciliación.
   Estoy siendo injusto. No se les puede pedir a nuestros políticos mucho más que posar monos en una foto. También ellos son patéticos cuando intentan cambiarlo todo, cambiarlo de golpe, con la intervención puntual e instantánea de una ley, de una declaración simbólica. Nuestro queridíssssssssssssssssssssimo y amadíssssssssssssssssssssimo Sr. Presidente del gobierno en funciones, Don Tancredo, lo ha dejado patente. Intentó chupar cámara a propósito de los atentados de París ofreciendo a nuestro ejército para sustituir al ejército francés en sus operaciones al sur del Sáhara, incluyendo Malí. ¿Es que no hay nadie en este gobierno en funciones que tenga unos mínimos de sensatez y cordura? ¿Acaso no hay nadie en este gabinete, ningún asesor, ningún becario, que tenga la más remota idea de dónde está Malí y qué está ocurriendo allí? ¿Es que nadie ha caído en la cuenta que un presidente de gobierno debe aparentar saber lo que dice? ¿Malí? Un país con un tamaño como toda Europa, en guerra, en el que un movimiento que se dice súbdito de Al-Qaeda se alió con los tuaregs, permanentemente en estado de sublevación, y llegó hasta las puertas mismas de la capital mientras el Estado se desmoronaba, un territorio que las tropas francesas han tenido que reconquistar a sangre y fuego y que, ni de lejos, puede decirse que esté controlado, ¿allí vamos a enviar nuestras tropas especializadas en misiones de paz? Apenas unas horas después, el asalto a un hotel, saldado con la carnicería habitual, hizo que a nuestros gobernantes se les comiera la lengua un gato y la ciudadanía ha asistido, abochornada, al lamentable espectáculo de que España se convierta en el primer país en ofrecer apoyo a Francia y el último en concretarlo, si es que algún día se llega a hacerlo. ¿Qué político español, de estos que lucen tan seguros de sí mismos en las pancartas, tendrá el coraje de ofrecerle a Francia la ayuda que, por historia y por justicia, tenemos el deber de ofrecerle?

domingo, 29 de noviembre de 2015

Ni siquiera es política

   Jugar a “igualar el marcador” es una tentación de todos los movimientos que hacen uso de la violencia en su lucha contra el Estado. En España vivimos un caso en julio de 1997. El día 1 de ese mes, la guardia civil liberó a José Ortega Lara, funcionario de prisiones que llevaba 532 días secuestrado. Su liberación supuso, igualmente, la caída de todos los integrantes del comando así como de su infraestructura. Las órdenes de la cúpula etarra fueron tajantes, había que hacer algo y algo contundente, que levantara la moral de la tropa. Ese “algo” consistió en el secuestro exprés y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en la localidad de Ermua y que por aquel entonces contaba con 29 años. La reacción popular a aquella salvajada fue inaudita. Por primera vez en el País Vasco, la gente salió espontáneamente a la calle, primero para pedir su liberación y posteriormente para condenar su asesinato. Por encima de ideologías y de identidades étnicas, los ciudadanos sintieron que ocurría algo que ya no podía seguir tolerándose, que, en realidad, nadie les defendía, que se habían convertido en el arma arrojadiza entre algunos y el Estado, que la lucha por su futuro no podía seguir delegándose en unos ni en otros. No fueron los únicos. Los policías, los etzaintzas, desplegados para proteger las sedes de las asociaciones cercanas a ETA, se quitaron los verduguillos para mostrar sus rostros. Más allá de sus uniformes y sus armas, ellos también eran pueblo que se manifestaba.
  A la clase política se le fue desencajando progresivamente el gesto. Habían convocado algunas manifestaciones, pero rápidamente todo se les fue de las manos y temían que les quitaran el preciado juguete con el que habían venido jugando desde el inicio de la democracia a costa de la vida de los demás. Hubo quienes intentaron salir en las fotos de las manifestaciones populares, quienes desprestigiaron el movimiento que se estaba alzando y quienes utilizaron el discurso de los habitantes de Ermua para pegarlo al suyo, de contenido absolutamente distinto, sin el menor sonrojo. Costó todavía muchas vidas, pero hasta el cejiprieto Sr. Margallo es capaz de reconocer que aquel día comenzó la cuesta abajo de ETA, como había predicho Vidal de Nicolás, con una insurrección popular.
   Los políticos franceses siempre han sido más avezados que los españoles. La primera reacción ante los atentados de París fue la declaración del estado de emergencia y la consiguiente prohibición absoluta de manifestaciones. Hubiese sido terrible para ellos que los musulmanes franceses se lanzasen espontáneamente a las calles a protestar contra el terrorismo. Les habrían dejado sin este juguetito tan mono que llevan tanto tiempo preparando. No hay que engañarse, el brutal paquete de medida presentado por Manuel Valls ante la asamblea francesa, al que sólo seis diputados tuvieron la decencia de oponer sus votos, no es la reacción lógica de un gobierno ante el terror, es el pistoletazo de salida de las próximas elecciones en la que los tres candidatos destacados van a utilizar la sangre de los muertos y el miedo al Islam como programa político para una Francia mucho más a su imagen y semejanza, es decir, obtusa y bestial. 
   La policía, el ejército, debía estar en las calles cuanto antes, copándolo todo, con el dedo presto en el gatillo. No es seguridad, es la exigencia de mantener vivo el terror, de asegurarse que la población viva permanentemente al borde del pánico. Un ser humano aterrorizado es un ser humano cuyos resortes racionales están desarticulados y, lo que es aún mejor, cuya capacidad crítica se halla en suspenso. ¿Para qué reinstaurar fronteras ya derribadas si los terroristas han mostrado la facilidad con que atraviesan cualquiera? ¿Para qué más policías, más fuerzas de seguridad si las existentes han sido incapaces, por dos veces, de intuir lo que se mueve en un mercado de armas, por lo demás bastante pequeño, apenas a trescientos kilómetros de París, sin mencionar la fabricación de bombas en su territorio? ¿Para qué suspender garantías democráticas elementales si no se utiliza el arma más elemental en la lucha contra cualquier enemigo: infiltralo? Y, por encima de todo, ¿para qué ha servido que la NSA lea cada uno de mis correos electrónicos, que los servicios secretos de todos los países europeos metan sus narices en las comunicaciones de los ciudadanos, que ya no exista nada parecido a la intimidad, si un miembro destacado del Estado Islámico ha podido instalarse en pleno corazón de París con menos trabas que un turista cualquiera? ¿Acaso todas esas violaciones de la privacidad van dirigidas realmente a controlar a la población y no a luchar contra el terrorismo? ¿Qué ciudadano aterrorizado, qué padre que ve cómo su hijo juega con metralletas policiales al fondo, qué pareja habituada a sentarse en las terrazas de los locales parisinos, tiene ahora la frialdad suficiente para hacerse estas preguntas? ¿Cuánto falta para que nuestras democracias se hagan bisiestas, es decir, para que sólo lo sean realmente un día cada cuatro años, permaneciendo el tiempo restante al borde mismo de la distopía orwelliana?

domingo, 22 de noviembre de 2015

Ni siquiera es terrorismo

   El lunes 29 de enero de 1979, Brenda Ann Spencer, que por aquel entonces tenía 16 años de edad, acudió a su escuela armada con una pistola. Mató a dos adultos e hirió a ocho niños y un oficial de policía. Cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió: “no me gustan los lunes”. De vivir en estos inicios del siglo XXI, podría haberse convertido al islam un par de meses antes de los hechos, haber gritado “Alá es grande” mientras disparaba y respondido que lo hizo para que los americanos sintieran lo que estaba ocurriendo con sus hermanos musulmanes. Ciertamente, Bob Geldolf no habría escrito su famosa canción, no habría llegado a ser Caballero de Honor de la reina ni hubiese recaudado dinero para los niños de África, pero eso no habría cambiado la suerte de los muertos y heridos. Esta es la razón por la cual los movimientos terroristas suelen buscar algún tipo de carga simbólica a sus acciones, para que se diferencien de la simple carnicería organizada por un lunático. A diferencia de un psicópata, el terrorista mata por una causa. O, todavía mejor, en realidad no quieren matar, es su enemigo el que no le deja otra opción. Si se estudia la historia de los movimientos terroristas que en el mundo han sido, desde los zelotes hasta nuestros días, podrá observarse que han tenido cierta fobia a los ataques indiscriminados salvo por dos tipos de circunstancias: que se pudiera decir que el objetivo atacado era, digamos, el continente y no las personas contenidas en él (por ejemplo, el ataque contra los torres gemelas o, muy típicamente, contra algún género de medio de transporte); o bien, que se tratase de señalar al conjunto de los atacados como el objetivo (por ejemplo, el reciente atentado contra un mercado en Beirut en pleno barrio chií). Puede observarse fácilmente que ninguna de estas dos opciones es aplicable en la reciente matanza de París. Como objetivo del ataque los continentes son irrisorios desde un punto de vista político o religioso: un estadio de fútbol, una serie de restaurantes y una sala de fiestas. También es peliagudo considerar que se trata de designar a un grupo poblacional como objetivo. ¿Acaso el objetivo son los franceses, incluyendo sus cinco millones de musulmanes? ¿el objetivo son los clientes de los restaurantes (de comida no francesa por lo demás)? ¿los amantes del fútbol y el heavy metal
   Una adecuada hermeneusis de estos atentados exige ir más allá de la lógica característica del terrorismo. Y es que el Estado Islámico no es exactamente un movimiento terrorista, de hecho, la razón por la cual se escindió de Al-Qaeda fue, entre otras cosas (de las cuales no gozó de poca importancia la de quién se quedaba con qué), su disconformidad con los métodos utilizados por dicha organización. El Estado Islámico se concibe a sí mismo, precisamente como un Estado, es decir, domina un territorio geográfico bajo el cual una población es administrada. El paso lógico subsecuente es la declaración del califato, como efectivamente han hecho. Que el califato históricamente fuese entendido como un contrato entre la población y el califa por el cual éste se comprometía a no dictar leyes injustas y a buscar el progreso del país, entre otras cosas, promoviendo la investigación científica; que el califato exija el respeto a los derechos de todo el mundo, incluyendo quienes profesan otra religión; o que el califa esté sometido a un consejo que controla cada una de sus decisiones y puede destituirlo, eran, evidentemente, minucias que la trupe de neófitos que conforma el Estado Islámico sólo podía despreciar. Lo importante era apiolar a todo el que no estuviese dispuesto a apiolar a más gente y, lo que es más importante, poner el acento en que cualquier buen musulmán tenía la obligación de acudir a defender el califato. De este modo, la comunidad musulmana quedaba claramente dividida en dos mitades, los auténticos musulmanes, cuyo único rasgo distintivo era tomar las armas y estar a las órdenes del califa y los otros, los impíos que sólo merecen morir.
   El Estado Islámico no responde, pues, a los golpes que se le infligen como suele hacerlo un movimiento terrorista, no se trata de denunciar matanzas atroces ni torturas. Como cualquier Estado, responde intentando “igualar el marcador”. Contabiliza muertos en un sentido deportivo, para buscar el empate en cuanto el enemigo crea que se acerca el silbido final. Por eso, la referencia última de sus acciones fuera del territorio que controlan, no puede buscarse en ningún movimiento terrorista tradicional. Son mucho más parecidas a las balaceras de los narcotraficantes mexicanos (que hasta han asaltado fiestas de cumpleaños) que a las típicos bombazos terroristas. Sin embargo, precisamente aquí es donde surge el problema que éstos quieren evitar. No hay nada en la carnicería organizada en París en lo que un musulmán pueda reconocerse. No hay manera de que ningún creyente pueda interpretar el asesinato de comensales o seguidores de un grupo musical como defensa de la fe. Sin duda, estas acciones habrán servido para elevar la moral en las propias filas, que debe haber bajado un tanto cuando del cielo, en lugar de las bendiciones del Profeta han comenzado a caer bombas. Sin duda, atraerán nuevas huestes, personal como Brenda Ann Spencer que no necesitaba ningún motivo para matar, pero que pensará que teniéndolo podrá matar más y mejor. La cuestión está en que esta buena gente, tan ansiosa de ir al paraíso, no va a tener muy claro dónde está su puerta de entrada. En efecto, si se puede luchar por la fe de Mahoma, en el disparatado sentido en que estos recién llegados la entienden, en las calles de París, ¿qué necesidad hay de peregrinar allí donde el califato ha sido declarado? Aún más, ¿qué sentido tiene dicha declaración?

domingo, 15 de noviembre de 2015

Venga, hablemos de Cataluña

   Hace siete años, el sempiterno Angel María Villar, a quien tantas victorias le debe la selección española, estaba enfrascado en una dura lucha con Javier Lissavetzky, a la sazón, Secretario de Estado para el Deporte. La habitual desafección personal que siempre se halla detrás de estas cuestiones, tenía un curioso añadido. El intento de la Unión Europea por poner fin a los desmanes de la UEFA, había llevado a la FIFA a proclamar que sus reglamentos estaban por encima de las leyes de cualquier Estado. Villar, siempre fiel vasallo, había puesto en práctica tal mandato y no estaba dispuesto a acatar la ley aprobada por el ministerio que le exigía la celebración de elecciones antes de final de año. La Federación Española de Fútbol introdujo, pues, una modificación en sus estatutos por la cual las leyes españolas dejaban de afectarle. Hasta tal punto llegó la cosa, que la FIFA envió una carta al gobierno español exhortándole a rendirse ante la federación bajo la amenaza de expulsar a todas las selecciones españolas de las competiciones. Oficialmente el gobierno respondió a la FIFA poniendo los puntos sobre las íes y ésta quedó tan convencida que medió para la claudicación de Villar. La realidad fue muy otra. El presidente de la federación de fútbol convocó las elecciones cuando le vino a bien y a Lissavetzky lo destituyeron con la excusa de que sería el candidato ideal para la alcaldía de Madrid, lo cual, dentro del PSOE, desde hace bastante tiempo, significa que te tiran por el retrete. Desde entonces, Villar ha hecho lo que le ha venido en gana. Si en aquella ocasión se negó a adelantar las elecciones contraviniendo la ley, con Wert hizo exactamente lo contrario, adelantándolas en contra de la legislación. 
   Villar fue y sigue siendo un ejemplo de que en España las leyes no sirven para nada si uno tiene los contactos necesarios. Aquí, tener un cargo y, especialmente, un cargo de libre designación, ha significado siempre que uno estaba más allá del bien y del mal, pues nuestra casta política (¿se acuerdan de cuando el término “casta”, estaba de moda? ¿a que ahora parece que fue hace mucho tiempo?) lleva décadas entregada con fruición al desmantelamiento del sistema jurídico. No tienen más que ver lo que ha ocurrido con el Tribunal de Cuentas, que, de órgano supremo de control lo han convertido en la madre de todos los apaños. Semejante conducta sólo podía terminar de una manera y es que alguien, más tonto que la media, decidiese ponerse la Constitución por montera y lanzarse al ruedo a romper todas las barajas con las que hasta ahora habían estado jugando quienes pueden jugar a ser poderosos. No hace falta decir que ese tonto es Artur Mas y que va a acabar poniendo a Cataluña en una situación que difícilmente terminará sin el derramamiento de sangre, no la suya, por supuesto, sino la de unos pocos inocentes  que nada tenían que ganar en toda esta locura. 
   Ahora, nuestros brillantes políticos descubren que el desarme de la justicia, tan meticulosamente llevado a cabo, se vuelve en su contra y que los jueces poco pueden hacer cuando es un político quien infringe la ley. A lo sumo puede lanzar brindis al sol, como lo están siendo las sucesivas proclamas de ese Tribunal Constitucional al que sería tan fácil acallar recurriendo cada una de sus proclamas al Tribunal Supremo, con el que tantas querellas cruzadas tiene. El Sr. Mas lo ha dicho claramente, el Tribunal Constitucional prohibió una consulta que acabó celebrándose y ha advertido de las consecuencias de una declaración secesionista que afirmó que no se podía hacer. Como buen tonto, sigue hacia delante mientras los palos no lleguen hasta su cabeza y sabe que, de acuerdo con los estándares españoles, el garrote de la justicia no le alcanzará antes de 18 meses, cuando él ya esté a salvo al otro lado de la frontera recién creada con el único motivo de no acabar en la cárcel..
   Pero, en contra de lo que muchos creen, la estupidez es una enfermedad contagiosa. El otrora símbolo de la intelligentsia catalana, ERC, se ha aferrado a los destinos del President como un innecesario náufrago a su bote salvavidas. Al final su actitud acabará siendo una profecía autocumplida, han dejado a Convergencia sin discurso propio, pero ya le ha surgido por su izquierda quienes les van a aplicar la misma receta. Tras ellos va ese 47% del electorado catalán que siempre fue un 47% y al que ni las elecciones municipales plebiscitarias, ni las listas unitarias, ni toda la presión que la calle ha ejercido ha logrado añadir ni un voto más del 47% en las decisivas elecciones en las que marcharon juntos por el sí... a Artur Mas. ¿De verdad creen que quienes tanto gusto le están cogiendo a saltarse la ley a la torera, cuando sean ellos los que hagan las leyes y hasta la constitución, se van a volver fieles cumplidores de lo legislado? ¿Qué se puede esperar de alguien que, cuando no le conviene, tira a la basura todo el marco institucional que le ha permitido llegar hasta donde está? ¿Resulta sensato entregar el futuro a quien desprecia de un modo tan abierto a jueces y tribunales? Cierto que España es una idea que no ilusiona, pero esta República Independiente de Cataluña nacida de las entrañas de Mas y su caterva, da pavor.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Cierra la muralla

   Shu-Sin llegó al trono como cuarto rey de la tercera dinastía de Ur en el año 2.037 a. de C. Pese a ser, según muchos historiadores, hermano y no hijo del anterior rey, su acceso al trono no tuvo contestación interna, pero hubo de afrontar numerosas amenazas externas. Trató de forjar alianzas con reyes vecinos concertando el matrimonio de sus hijas con ellos, lanzó numerosas expediciones punitivas contra los nómadas que amenazaban su reino y ganó numerosas batallas. Sin embargo, siempre se supo en precario. Da idea de su situación la obra emprendida en el tercer año de su reinado, la construcción de una muralla en el noroeste de unos 270 Km entre el Eúfrates y el Tigris, muy probablemente, en la parte en que éstos se aproximan más, es decir, cerca de Bagdag. El reinado de Shu-Sin terminó el 2.029 a. de C. sin que sepamos muy bien cómo y fue sucedido por su hermano (o hijo) Ibbi-Sin. La correspondencia de éste deja bien claro que el reino estaba en descomposición hasta el punto de que él mismo intentó gestionar una invasión de los amonitas contra las ciudades vecinas que le acechaban. Hacia el año 2.000 a. de C. Ur fue tomada y saqueada por los elamitas, reino situado al este de Sumeria, con tan inusitada contundencia que ya jamás volvió a ser cabeza de un imperio.
   Puede decirse que la Gran Muralla china tuvo sus orígenes en el siglo V a. de C. cuando los diferentes señores feudales se aprestaron a designarse a sí mismos como reyes y a iniciar el período de los Reinos Combatientes. Ante la lucha sin cuartel que se avecinaba, era preciso tener las espaldas guarecidas de invasiones bárbaras o de los enemigos más cercanos, así que, por el simple procedimiento de apelmazar capas de tierra, se fue creando una sucesión de murallas que, después, como la propia China, sería unificada y ampliada por el primer emperador, Qui Shi Huang. Invasiones no recibió China, pero la muerte del emperador dio paso a una guerra civil tras la cual llegó al poder la dinastía Han de la mano de Liu Bang, un soldado de humildes orígenes. Este logró conjurar las amenazas de invasión bárbara con lo que él llamó heqin, es decir, “armoniosa unión”, o en pedestre, enviaba a los gerifaltes bárbaros princesas en cuanto amenazaban con una invasión. Semejante estratagema mantuvo libre a China de incursiones desde el norte hasta los alrededores del 134 a. de C. En esa época, el emperador Han Wudi emprendió una guerra contra las tribus del norte y las expulsó hasta al otro lado del Gobi. Victorioso, pero no tranquilo, marcó una tradición que seguirían todos los que vinieron tras él ampliando la muralla, que llegaría a tener unos 21.000 Km. Sus buenos 10 millones de trabajadores (una cifra que los bárbaros jamás soñaron apiolar) murieron para que los turistas puedan hacerse fotos en ella con la bandera del Betis. 
   En la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, la República Democrática Alemana levantó la práctica totalidad de los 160 Km del Antifaschistischer Schutzwall (Muro de Protección Antifascista), que dividió y rodeó Berlín Oeste hasta la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. Su intención fue impedir la emigración de ciudadanos de la RDA a la República Federal Alemana, que iba camino de convertirse en masiva. Cualquiera que intentara atravesarlo de forma ilegal desde la RDA a la RFA era considerado, automáticamente, un enemigo del Estado y los soldados que lo custodiaban estaban autorizados a disparar a matar. Entre 125 y 270 personas murieron intentado cruzarlo. Tras su caída, mandos de la antigua RDA fueron juzgados por estos homicidios. Lo cierto es que la RFA contribuía todos los años a las arcas de la RDA para que no cruzaran muchos más de los que hubiese podido asumir.
   El Muro de Cisjordiana llegará, si se construye todo lo proyectado, a alcanzar los 721 Km, en un 80% siguiendo la línea verde que separa Israel de Cisjordania y en un 20% dentro de territorio (teóricamente) palestino, en donde llega a adentrarse hasta 22 Km. Casi en su totalidad está constituido por vallas y alambradas, salvo en un 10% en que la forman bloques de hormigón de varios metros de altura. El ancho total va de los 50 a los 100 metros. La obra ha sido condenada por Naciones Unidas y la Corte Internacional de Justicia. Su objetivo declarado es proteger a los civiles israelíes contra el terrorismo. Este otoño, palestinos armados con cuchillos de cocina, atacando aisladamente y sin coordinación, han sembrado el terror en Israel. 
   Como siempre ocurre con todas las medidas represivas israelíes, también el muro ha encontrado su réplica en EEUU. El muro fronterizo Estados Unidos-México se inició en 2.007 y, de completarse lo aprobado, acabará teniendo 595 Km de extensión más un añadido de 800 Km de barreras para el paso de vehículos. De momento, ya ha conseguido desviar hacia el desierto el tráfico de inmigrantes ilegales contra el que dice luchar. Tiene, pues, el significativo mérito de haber disparado el número de muertos entre quienes intentan el paso de la frontera hasta los 10.000.
   En España la cosa no llega a tanto, apenas si hemos invertido 60 millones de euros en la construcción de un sistema de vallas que separa Ceuta y Melilla de Marruecos. Alcanzan los tres metros de alto, con sirgas y cuchillas cortantes. Patrullas de la policía y la guardia civil las recorren periódicamente para descolgar a los enganchados en ella, principalmente, subsaharianos que, según cambie el viento, encuentran dificultades o no para atravesar Marruecos. Nada ha impedido que los centros de internamiento de inmigrantes ilegales de ambas ciudades estén continuamente a rebosar. Sin embargo, la Unión Europea, con cuyo dinero se financiaron en parte ambas vallas, está dispuesta a multiplicarlas en muchas otros confines del imperio.
   Por alguna curiosa razón, los seres humanos, desde que abandonamos las cuevas, nos sentimos confortables rodeados por la paredes de una casa. Creemos que, cerrando bien las puertas, podemos dejar la barbarie y el frío fuera, mientras disfrutamos de cobijo y calor. Creemos que lo que vale para nuestras casas puede valer también para nuestras ciudades, para nuestros países, para nuestros imperios, como si rodearlos de piedra y arena bastara para convertirlos en un hogar seguro. Hacemos, con ello, todo lo posible por ignorar uno de los principios básicos de la estrategia, el que dice que una defensa estática es tan fuerte como su punto más débil. Hacemos, en definitiva, cuanto está en nuestra mano por olvidar la lección que la historia se empeña en repetirnos una y otra vez: que ninguna ciudad, ningún país, ningún imperio, ha logrado resistir tanto como las murallas que atestiguan sus miedos. Porque lo que mata a un Estado, a una civilización, no es la barbarie que pretende dejar al otro lado de sus construcciones defensivas, lo que los mata es que éstas y no las creencias e ideas que los vivificaban desde su creación, se han convertido en lo único sólido a lo que pueden agarrarse.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Cuarenta años atrás

   De todos los procesos descolonizadores que Europa protagonizó en África durante el siglo XX, España participó en dos de los más vergonzosos, lo cual no está nada mal teniendo en cuenta que sólo llevamos a cabo esos dos. El primero, el de Guinea Ecuatorial, fue realmente brillante: les concedimos la independencia de modo negociado para, cuatro meses después, dejar al recién nacido Estado sin dinero e intentar volver a hacernos con el poder manu militari. Contribuimos, de ese modo, a hacer de Guinea lo que ha venido siendo desde entonces, una turbia dictadura, últimamente más turbia que de costumbre por los yacimientos de petróleo que se han hallado en el país.
   El segundo fue aún mejor. Desde el siglo XV, España había estado interesada en establecer cabezas de puente en el continente que sirvieran para cubrir las espaldas del archipiélago canario. Estas intenciones se materializaron durante el siglo XIX con la reclamación en 1885 del Sahara Occidental como territorio español. Cuando Franco decide lavarle un poco la cara al régimen entrando en la ONU y haciendo como si en España hubiese algo de modernidad y buenas formas, rápidamente se topó con el interés de este organismo por el tema de la descolonización. El régimen respondió con la doblez que es habitual en las dictaduras(*). Por una parte, el ministerio de Asuntos Exteriores se esforzó por mostrarle a la ONU un Sahara Occidental que llegó a ser, sobre el papel, ¡un territorio autónomo! Por otra, Carrero Blanco y sus secuaces dejaban claro sobre el terreno que no tenían la menor intención de cambiar nada. Hasta tal punto llegó la cosa que en el verano de 1972 el gobierno de la dictadura aprobó un decreto por el que se aplicaba la ley de secretos oficiales a todos los asuntos del Sahara, con lo que Asuntos Exteriores se quedó sin información del propio gobierno del que formaba parte acerca de lo que allí estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo era muy fácil, desde finales de los sesenta se estaba reprimiendo salvajemente cualquier cosa que pudiera entenderse como un atisbo de oposición a los intereses españoles. Naturalmente, tal modo de proceder sólo podía tener un resultado posible, la creación del Frente Polisario y el inicio de la lucha armada contra la colonización. A partir de este momento, las cartas estaban echadas. 
   La intención del Frente Polisario era la proclamación de una república saharaui independiente. Por tanto, no podía buscar apoyos ni en Marruecos ni en Mauritania, dos países con reclamaciones territoriales sobre el Sahara Occidental. El único apoyo que les quedaba esperar era el de Argelia. Pero Argelia era un joven país de tendencias socialistas, un auténtico experimento basado en las nacionalizaciones y la autogestión de las pequeñas y medianas empresas que pocos podían entender por aquel entonces como algo diferente del comunismo. Dicho de otro modo, el Frente Polisario se presentó a la luz pública como el primer ejemplo de la nefasta influencia que Argelia podía ejercer sobre el norte de África a poco que se la dejase.
   Comprendiendo bien la situación, el gobierno de Marruecos inició una ofensiva diplomática cuyo rápido éxito es difícil de entender si se lo desliga del hecho de que este país ha sido siempre el mejor aliado de EEUU en la zona. La situación para Madrid comenzó a hacerse muy complicada. La presión internacional por un lado y de la propia población saharaui por el otro, hacía inviable el proyecto de permanencia indefinida en el territorio sobre el que, en realidad, se había estado trabajando en todo momento. Cedérselo a Marruecos era sentido hasta tal punto como una traición que desde dentro del gobierno español comenzaron a surgir voces proponiendo que se le entregase a las autoridades argelinas, valedoras del Frente Polisario y, por tanto, teórico enemigo de España en este asunto. De hecho, esta propuesta no llegó a prosperar por el posible disgusto que hubiese podido ocasionar en Washington. 
   En octubre de 1975, el Tribunal Internacional de Justicia dictaminaba que existían ciertos antecedentes de vasallaje del territorio en disputa hacia Marruecos. Aunque la sentencia del tribunal mencionaba que tal vasallaje no podía ser entendido en ningún caso como una soberanía territorial perdida, el gobierno marroquí se sintió legitimado para defender sus intereses con mayor vehemencia. En noviembre de ese año, Franco ha desaparecido de la escena pública, los rumores sobre su salud parecen tener en esta ocasión más fundamento que nunca y el gobierno de Hasan II decide que ha llegado su oportunidad. El 6 de noviembre la marcha verde traspasa la frontera marroquí y se adentra en territorio del Sahara Occidental. Oficialmente son 350.000 ciudadanos desarmados, malas lenguas afirman que muchos de ellos son militares y policías sin uniforme. No están solos. 25.000 soldados, estos sí, armados, los apoyan con una invasión en toda regla. El gobierno español ordena sembrar minas y que el ejército se atrinchere tras ellas. La ONU, alarmada ante lo que está ocurriendo, recuerda al gobierno español que ha contraído compromisos para la autodeterminación del territorio y aún hoy sigue reconociendo como única legítima la administración española. Pero el gobierno español se enfrentaba al significativo reto de ser un gobierno franquista sin Franco. Debió parecerles más que suficiente. El 14 de noviembre de 1975 se firman los acuerdos de Madrid por los que se le traspasaban todos los poderes que España ejercía sobre el Sahara Occidental a Marruecos y Mauritania. A Rabat le faltó tiempo para inundar el Sahara con colonos a los que se ofrecían todo tipo de facilidades y ayudas, mientras trataba a los saharauis como ciudadanos de segunda en su propio país. Esta política ha supuesto para Marruecos una sangría de dinero que se podría haber aprovechado para otras cosas, pero, claro, entonces quienes han conseguido licencias reales para explotar la pesca y, particularmente, el yacimiento de fosfato de Bucraa, no se hubiesen visto lucrados como lo han hecho. A este reparto de las riquezas del Sahara no han sido ajenos quienes ya podrán imaginarse. Los acuerdos de Madrid, entre otras cosas, incluían cláusulas comerciales secretas que hacían al antiguo INI copropietario de Fos Bucraa S. A. Si bien su participación en la empresa fue bajando hasta extinguirse, son empresas españolas las que transportan hoy día los fosfatos desde El Aaiún hasta Huelva. De allí los productos son distribuidos entre la diferentes factorías que la empresa norteamericana FMC Foret posee en España.
   Noviembre de 1975 es la fecha en que los saharauis descubrieron que, quizás, el colonialismo español no era tan malo como parecía, que se habían convertido en uno de esos pueblos orillados por la historia, que cualquier forma de justicia les pasó de largo. Relatar todos los informes que diferentes organismos internacionales han hecho sobre las violaciones de derechos humanos en el Sahara ahora administrado por Marruecos sería interminable. 160.000 saharauis viven en campos de refugiados en torno a Tinduf (Argelia). Las lluvias de este otoño han destruido sus casas. Diferentes organizaciones de apoyo españolas van a enviarles dinero, comida y ropas. Recibirán también el amparo de la ONU y del gobierno argelino. Podrán reconstruir sus casas muy pronto... aunque no allí donde debieron haber estado siempre.


   (*) Cfr.: Martínez Milán, J. M. "La descolonización del Sahara Occidental", en Espacio, Tiempo y Forma, S. V, Hª Contemporánea, t. IV, 1991, págs. 191-200.

domingo, 25 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (2 de 2)

   La mayor parte de la interacción médico-paciente en la que tanta influencia ha de tener la filosofía de Spinoza no se produce en las instancias en las que Delassus está pensando, sino en otras, a veces adyacentes y otras veces muy alejadas de ellas, las consultas médicas. Y aquí aparece un déficit capital en De l’éthique de Spinoza à l’éthique médicale que sería injusto achacar a algún género de fallo del autor pues es el déficit sistemático de todo eso que ha venido llamándose “ética médica”. El déficit consiste en entender esta “ética” como un deber que el médico tiene para con el paciente. Sería, pues, un derivado de su rol o de su profesión, una especie de útil adorno añadido a la bata o el estetoscopio y del que éste, el médico, se deshace en cuanto abandona su consulta y se dedica a los quehaceres diarios de cualquier mortal. Entender las cosas de semejante modo ignora dos hechos básicos que anulan cualquier pretendida fundamentación de una ética. El primero es que la ética es un componente intrínseco de las relaciones entre personas, no de las relaciones entre una persona y una bata o un estetoscopio. Los deberes, los derechos y las obligaciones que comporta cualquier relación ética implican a todos los individuos que forman parte de la misma en tanto que individuos. Exigirle a los médicos el cumplimiento de una serie de deberes añadidos a los ya contenidos en el ejercicio de la medicina pero que no les atañen en cuanto personas sino meramente en cuanto detentadores de un rol, resulta una contradicción en los términos. Los médicos sólo pueden vivirlo como una exigencia sobreimpuesta que no les aporta nada en el ejercicio de su trabajo y que, frecuentemente, conlleva molestas cortapisas. Todavía peor, estamos hablando de la profesión con la tasa más alta de suicidios. Un médico es un profesional confrontado diariamente con los límites de sus habilidades, que sabe cuántas batallas va a perder cada día y que todo el poder omnímodo que pusieron en sus manos al otorgarle un título no le va a servir para ganarlas. Si él mismo enferma, conoce perfectamente qué posibilidades tiene de superar su enfermedad y en qué estado y conoce, igualmente, que las buenas palabras y los gestos de apoyo que reciba de los que fueron sus colegas no pasarán de ser meras poses que su trabajo les exige. Es normal, por tanto, que los profesionales de la medicina adopten la actitud reiteradamente criticada por Delassus de esconderse tras un cientifismo aséptico para protegerse del profundo desconsuelo que podría suponerles considerar a su paciente algo más que un número. Si quieren se lo puedo resumir de otra manera, los médicos, más que nadie, necesitan de una ética que los ligue a sus pacientes y sin la que son incapaces de encontrarle ellos mismos un sentido a la enfermedad y la muerte. Esa ética, como valientemente ha señalado Delassus, está por construir. Y está por construir desde sus mismos cimientos, quiero decir, ni Spinoza, ni Leibniz, ni Descartes, ni ningún planteamiento filosófico que se halle medianamente contaminado de platonismo (lo cual vale tanto como decir, nada que se haya hecho en el mundo filosófico, al menos, de occidente), puede servir como suelo para construirla. Porque la cuestión está en que desde que Platón acusó al cuerpo de ser la cárcel del alma la filosofía occidental rara vez ha escapado a la tentación de declarar que el cuerpo es una enfermedad (págs. 142-3), conclusión ésta que figura en el frontispicio del big pharma
   Pasamos largas horas atrapados en edificios concebidos para la producción, no para la vida, bajo continuas amenazas, ora explícitas, ora implícitas, encadenados al temor al paro, a los accidentes o a la hipoteca. Pasamos nuestro ocio ante un televisor que no se cansa de recordarnos todas las enfermedades que podemos contraer, todos los males que nos pueden acontecer o con “sano” ejercicio en gimnasios que machacan nuestros tímpanos y en calles comidas de polución, cuando no tomando alcohol, fumando o cosas peores. Dormimos poco porque hay mucho que trabajar y muchas ocasiones para divertirse, porque no hay dios capaz de conciliar la vida familiar con la laboral, porque nuestro estrés, nuestros miedos y nuestra tos no nos permiten dormir más. Mejor no menciono la lista casi infinita de colorantes, de conservantes, de anabolizantes, de antibióticos, de fertilizantes, que sazonan nuestras comidas hagamos lo que hagamos. Y, todo ello, contando con que hayamos tenido la descomunal suerte de nacer en la parte feliz del mundo, allí donde la gente puede comer diariamente, beber algo parecido a agua potable y la vida suele valer más que el precio de una bala. Nuestro cuerpo no es una enfermedad, nuestro mundo lo es. Vivimos en una sociedad enferma, en una sociedad enfermiza, en una sociedad que nos entrega enfermedad a manos llenas y, mientras paseamos por ella, se nos quiere hacer creer que la enfermedad es la consecuencia inevitable de tener un cuerpo, todavía mejor, que el cuerpo y todo lo que ha de acontecerle es una enfermedad, cuando la única enfermedad son todas esas situaciones inhumanas que se nos obliga a vivir cotidianamente.