Han afirmado, quienes la conocen, que la familia del preadolescente presunto asesino de un profesor, es una familia “normal”. Personalmente no me cabe la menor duda de que lo es. Es normal que las familias de este país consideren que no es misión suya educar a sus hijos, eso debe estar en manos de profesionales como los maestros y los profesores. Es normal que si su hijo es agredido por otro niño en un parque público, la familia de éste se ría en su cara de sus quejas, porque Ud. es un tontaina que no entiende que ésas son “cosas de niños”, que no merecen que un adulto intervenga para regañar al agresor. Es normal que los padres de un alumno que ha insultado a una profesora (porque nadie quiere darse cuenta de que, casualmente, suelen ser alumnos los que insultan a profesoras), es normal, digo, que los padres insten a la profesora a dialogar con su hijo porque, obviamente, hay un conflicto entre ellos que la profesora debe hacer cuanto esté en su mano por resolver. Es normal que las familias responsabilicen de todas las faltas de comportamiento y de la interminable ristra de suspensos de su hijo al tutor de su curso. Es normal que alumnos/as con ocho o diez asignaturas suspensas reciban como castigo en casa un móvil de última generación o una flamante moto, para que no se sientan discriminados con respecto a sus compañeros que han obtenido buenas notas. Casualmente también resulta normal encontrar padres que declaran a quienes quieran escucharles: “ya no sé qué hacer con mi hijo/a”. Es más, cada año aumenta el número de familias que acuden a los servicios sociales con la intención de dejar allí a su hijo o, mejor aún, jóvenes que abandonan el hogar familiar para irse a vivir con sus abuelos. En este contexto, también es normal que una familia no haya comunicado al centro escolar de su hijo el apoyo psicológico que estaba recibiendo y que se le hayan escapado los preparativos que estaba realizando para llevar a cabo una carnicería de proporciones mucho mayores de la que finalmente se produjo. Pretender ahora que ha habido “desatención” de dicha familia hacia el menor y amenazarla con retirarle la custodia legal, como se ha hecho, es pura hipocresía.
¿Cómo se puede evitar que se repita esta situación en el futuro? La solución es muy simple y ya la han pedido los sindicatos de docentes: aumentar la dotación de orientadores y psicopedagogos en las aulas de secundaria. Esto también es muy curioso. Uno coge los informes que vienen de primaria de sus alumnos/as y ninguno tiene dificultades educativas, perfil problemático, ni problemas psicológicos. Todos han “progresado adecuadamente”, sin la menor necesidad de ayuda en ninguna asignatura y, líbrenos Dios, de repetir ningún curso. Directores de centros de primaria hay que afirman que “es imposible” detectar problemas de ningún género en el alumnado que se lleva ocho años en sus aulas. En Enseñanza Secundaria es diferente. Aquí, en seis años, hay que detectar los problemas y corregirlos, a la vez que se educa a los alumnos/as y se les imparte una enseñanza que ha de llevarlos a la universidad, a los ciclos formativos o al mercado laboral.
Aumentemos, pues, el número de orientadores y psicopedagogos, detectemos precozmente cuanto problema queramos detectar, anotémoslo en los informes correspondientes y rellenemos cuantos papelotes sean necesarios al efecto. ¿Y, después, qué? Después, seguiremos dando clase con la misma fingida normalidad de costumbre. Casos hay de alumnos/as con problemas psicológicos graves en los que la detección precoz sirvió para que el psiquiatra de turno enviara al centro educativo un escrito conminándolo a que, bajo ningún concepto, se sancionara al alumno/a fuese cual fuese su conducta. Ciertamente, el alumno/a podía pasarse horas repitiendo en voz alta una palabra, de connotación más o menos sexual, mientras el/la profesor/a trataba de explicarle a él y a sus treinta y cuatro compañeros algún tema. Sus compañeros y profesores terminaban el día medio tarumbas, sin haber sido capaces de recibir/impartir una asignatura de modo decente. Eso sí, la eminencia psiquiátrica correspondiente dormía a pierna suelta cada noche pensando que su paciente se hallaba felizmente integrado en un centro educativo gracia a él.
El caso es que, en medio del panorama que acabo de describir, todos sabemos, en el fondo, que alguien tiene que ser responsable. Aunque yo, como profesor, no puedo ser responsable, aunque los alumnos/as no son responsables, aunque las familias no son responsables de la educación de sus hijos, aunque los políticos no son responsables de las leyes que hay ni de su funcionamiento, aunque, como ya hemos dicho, en realidad, nadie es responsable de nada, a todos nos queda una cierta inquietud de que sí, de que alguien debe haber que se responsabilice de esta locura. Siempre que hay una inquietud, hay quien se gana la vida apaciguándola, lo que habitualmente se conoce como un “experto”. Y, en efecto, ya hay “expertos” que han acudido en nuestra salvación: el responsable de cuatro asesinatos en grado de tentativa y uno consumado son los videojuegos, esos videojuegos violentos a los que todos hemos jugado sin que se nos haya pasado por la cabeza cometer un asesinato. Claro que nadie que tenga cierta tendencia a usar su intelecto podrá quedarse satisfecho con esta respuesta porque, ¿quién compra a los niños videojuegos no indicados para su edad? ¿quién autoriza la comercialización libre de esos videojuegos? ¿por qué se fabrican videojuegos en los que hay que triturar un proxeneta con una segadora?
¿Resultará, al fin, que sí hay responsables, que no es tan difícil identificarlos, que no se quedan en el agente último de la acción (aunque tampoco engloban a todos) y que éstos, los responsables, podrían haber actuado de otra manera si se les hubiese dado, o si se hubiesen molestado en buscar, una oportunidad para hacerlo? ¿Resultará que este crimen no es algo “único” ni “excepcional”, sino un síntoma más de todo lo que en este país anda mal?