He terminado de leer, por fin, I can read You like a Book de Gregory Hartley y Maryann Karinch. Es un (mal) libro acerca del lenguaje corporal. El tema del lenguaje corporal es un tema de sumo interés para la filosofía o, dicho de otro modo, un tema sobre el que pocos filósofos, particularmente del lenguaje, han mostrado interés. La práctica totalidad de primates acompañan la emisión de sonidos con mímica, generando una duplicidad de sentidos para sus mensajes. Mientras el sonido se desplaza hasta lugares desde los que no se puede observar al emisor, la mímica va dirigida hacia los congéneres en la proximidad inmediata. En el caso de los seres humanos hay algo muchísimo más complicado que una mera duplicidad de mensajes. Por una parte, la proferencia de sonidos va acompañada de una entonación que, con frecuencia, determina la naturaleza del mensaje transmitido. Esto es precisamente lo que hace tan penosa la comunicación a través de las modernas tecnologías, desde una llamada telefónica hasta WhatsApp, pasando por sus antepasados el correo electrónico y los chats. Hemos tenido que inventar unos signos tan convencionales como cualesquiera otros, para dar un género de entonación a una sucesión de palabras que, por sí mismas, podían significar muchas cosas. Pues bien, estos marcadores de entonación artificiales, los emoticones, son caras. Ponemos caras con gestos estereotipados a nuestras palabras para que éstas puedan adquirir un significado pleno. Se puede decir de un modo mucho más directo, los seres humanos logramos comunicarnos gracias a que tenemos rostros y no por las simples virtualidades del lenguaje. Obviamente, no se trata sólo de rostros. Acompañamos nuestras palabras de gestos, poses, miradas y de una escenografía completa que les otorga el marco imprescindible para hacerlas significativas. Todo esto es lo que conforma el contexto de la comunicación lingüística, lo que según Wittgenstein hacía del lenguaje un juego o una forma de vida. Hasta aquí llega el territorio medianamente explorado por los filósofos del lenguaje, cuando, en realidad, éste es el comienzo de algo mucho más interesante.
Es un lugar común en la filosofía del lenguaje asumir que la entonación, los gestos, las posturas y las miradas que acompañan una prolación son parte integrante de la misma, dado que proceden del mismo sujeto, de la posición cero del lenguaje ocupada por quien está hablando. Indudablemente, puede haber mayor o menor congruencia entre lo que se está diciendo y los gestos que se están utilizando, pero, dado que el significado de cualquier expresión se hace equivalente a su uso, un sujeto sólo puede estar queriendo decir una cosa. La incongruencia entre gestos y palabras sería, simplemente, la demostración de que el sujeto en cuestión no sabe usar de modo adecuado el lenguaje. Si ponemos esta afirmación a la inversa, comprenderemos lo alejada de la realidad que se encuentra. En efecto, el reverso de esta afirmación es que los gestos que habitualmente no suelen acompañar una determinada intención comunicativa carecen de significado, esto es, si hay un gesto que habitualmente no acompaña una situación comunicativa, este gesto no significa nada. ¿De verdad es eso lo que ocurre? ¿hemos visto acompañar a situaciones comunicativas el jugueteo con cualquier objeto, el señalar con cualquier tipo de puntero, el colocar entre nosotros y el hablante cualquier tipo de obstáculo? Vamos a poner un ejemplo aunque, en una demostración más de lo que estamos diciendo, es muy difícil entender el significado pleno de lo que estamos diciendo sin vivirlo, es decir, sin ver exactamente la sucesión de gestos. Intentémoslo, no obstante. Supongamos que estamos recabando información de un vendedor, de un empleado, de un sujeto cualquiera. Mientras nos responde con un discurso bien construido y creíble, se obstina en mantener firmemente cruzados sus brazos salvo en las numerosas ocasiones en que se rasca la nariz. ¿Quedaríamos absolutamente convencidos por su relato? ¿por qué? ¿porque hemos visto mil veces cómo ese comportamiento forma parte del juego de mentir y de ningún otro? ¿sabríamos explicar racionalmente qué motiva nuestras sospechas? Todavía mejor, ¿sabría él por qué su relato no nos resulta totalmente creíble?
En realidad, hay una alianza profunda entre las modernísimas filosofías del lenguaje y las antiquísimas filosofías de la conciencia. Piénselo detenidamente. Siempre tenemos claro qué es lo que queremos significar con nuestras palabras y por qué es sobre eso sobre lo que queremos hablar. Rara vez puede decirse lo mismo respecto de la postura que adoptamos, de hacia dónde miramos o de los gestos que empleamos. Ellos también tienen un significado, un significado rara vez consciente y, por tanto, ignorado por las filosofías del lenguaje. El gesto de señalar con el índice lo hemos visto miles de veces con una intención muy clara. Miles de veces hemos visto también el gesto de cruzar los brazos, pero, ¿con qué intención? ¿qué significa? Aún mejor, ¿por qué en determinadas circunstancias nos sentimos cómodos con los brazos cruzados e incómodos cuando alguien los cruza delante de nosotros? Todavía podemos ir un poco más allá. Si al cruzar los brazos nos sentimos cómodos, ¿induce en nosotros cierta actitud el simple hecho de cruzar los brazos y de modo general, el adoptar una postura? ¿es nuestro pensamiento el que lleva a un cierto movimiento del cuerpo o es el movimiento del cuerpo el que lleva a ciertos pensamientos? ¿acaso hemos llegado por aquí al viejo problema de la relación entre alma y cuerpo o, como se dice hoy día, entre mente y cerebro?
Si he logrado despertar su curiosidad con estas preguntas y está esperando alguna respuesta a ellas, sólo le voy a dar una pista: Gregory Hartley es graduado de la US Army Interrogation School, posee numerosas condecoraciones por sus servicios a la nación como interrogador e instructor de interrogadores del ejército de los Estados Unidos y trabajó para la CIA.