domingo, 13 de mayo de 2012

El futuro de la ciencia

   Un aspecto frecuentemente olvidado de la teoría de la evolución de Darwin es que la selección natural no es el único mecanismo que preserva individuos dentro de la variedad que presentan las especies. Junto a ella está la selección sexual. Darwin la describe como una competencia, típicamente, de los machos por las hembras, que lleva a unos ejemplares a aparearse  con más frecuencia que otros, es decir, a tener mayor descendencia. Desde un punto de vista evolutivo no es un factor trivial. Si todo el juego dependiese, como suele decirse, de la supervivencia del más apto, las especies no evolucionarían. La clave está en que, al sobrevivir, los más aptos pueden dejar descendencia con sus caracteres. Por tanto, dependiendo de las circunstancias, ambos tipos de selección tendrán, o no, el mismo peso en el devenir de una especie, pero es fundamental comprender que los caminos evolutivos a los que conducen una y otra pueden ser absolutamente divergentes (piénsese en el mimetismo del plumaje de las perdices frente a la cola de los pavos reales). Aún hay otra diferencia entre estos dos tipos de selecciones. La selección natural consiste en que sobreviven (y se aparean) los individuos que son mejores que el resto en un aspecto u otro. La selección sexual permite tener descendencia a los individuos con mejor apariencia en un sentido u otro. Y, como todos sabemos, ser no es lo mismo que parecer.
   Normalmente no se suele aludir a la selección sexual cuando el darwinismo es usado como modelo en otros campos. Es divertidísimo oír hablar a los economistas de que el mercado es una jungla en la que sólo sobreviven los mejores. Si el mercado fuese, de verdad, una jungla, no se venderían coches grandes, no sería importante la moda, ni existiría el packaging. Más bien, el mercado es como ese típico bar de copas al que todo el mundo va a ligar... y al final sólo folla el camarero. Algo parecido está ocurriendo en la ciencia. También aquí las teorías deben superar una criba en todo comparable a la selección natural. Sólo ganan nuevos adeptos (es decir, procrean), las que son capaces de sobrevivir a su confrontación con los datos y con teorías rivales. Pero, como observó Kuhn hace tiempo, existe, igualmente, una selección sexual. Teorías bien promocionadas, teorías apoyadas por buenos vendedores de las mismas o, más simplemente, teorías de moda, pueden ocupar una buena cantidad de tiempo de los investigadores. Esta deriva ha existido siempre, pero da la impresión de que se ha acentuado con los años. Las revistas científicas tienden a seguir la línea marcada por Science y Nature, con artículos cada vez más breves e impactantes. Como consecuencia, ha comenzado a confundirse la estructura de un artículo con la propia de ponencias y conferencias. Las ilustraciones ocupan ahora mayor espacio, se han hecho más grandes y más vistosas. A la información transmitida por palabras, se sobreimpone una información icónica, que, como en el caso de los congresos y simposios, roza lo superfluo. Estos, por su parte, sufren de una powerpointitis aguda que ya ha llevado a algunos a preguntarse si las presentaciones no nos estarán volviendo estúpidos a todos.
   Una presentación con PowerPoint tiene la expresa intención de captar la atención del público y es un hecho comprobado que los seres humanos prestamos más atención cuanto menos información escrita estamos viendo. El resultado es que se escamotean los argumentos, se sustituye la conexión causal por la jerarquización, a ser posible, simplificadora y parca en detalles y, por tanto, se hace extremadamente fácil introducir asunciones no siempre clarificadas. La correcta exposición de los hechos ha comenzado a ser sustituida por la adecuada selección del tipo de gráficos, el orden correcto de la explicación por la correcta asignación de colores y, en definitiva, lo que se dice ha perdido importancia respecto de lo que se ve. En ciencia, como en tantas otras cosas áreas de nuestra vida, lo más importante ha comenzado a ser la imagen que se proyecta.
   Se nos dirá, “el PowerPoint no lo es todo, únicamente es el acompañamiento de la exposición”. Así debiera ser, por supuesto, pero quien argumente de esta manera sólo está mostrando su candidez ante la dinámica que toda imagen impone. La palabra no está ahí para ser subrayada por la imagen que se proyecta. Es exactamente a la inversa, la palabra está ahí para subrayar la imagen. De otro modo no podría entenderse que el conferenciante pare su discurso hasta que el pantallazo adecuado ha sido proyectado. Lo único que hace la palabra en una presentación al uso es ofrecerle una continuidad a la gramática de la imagen de la que ésta, por sí misma, carece, pero que necesita para hacerse inteligible. Una presentación con PowerPoint tiene, de hecho, dos tiempos diferentes que muy pocos saben integrar adecuadamente, el tiempo de una imagen que, en principio, es la instantaneidad y el tiempo que tarda en leerse lo escrito en ella. Pero, como siempre que se trata de imágenes, ellas se quedan en exclusiva con el tiempo, distribuyéndolo entre las palabras a su antojo. Hacer correlativos ambos tiempos sólo es posible asimilando la palabra a la pobreza informativa de la imagen, diciendo lo mínimo que se puede decir, o, mejor aún, diciendo lo que ya todo el mundo sabe.
   Hubo un día en que congresos y simposios fueron lugares de intercambio de información, eficaces distribuidores de innovaciones, acontecimientos clave en la difusión de nuevas ideas. Todo eso se hace hoy de un modo mucho más discreto, a través de Internet o, cada vez con mayor frecuencia, no se hace. El fabuloso congreso que adorna los curricula de los investigadores no pasa de ser una brillante exhibición de colas de pavo real. La selección sexual, el reino de la apariencia, el predominio de la imagen, es ya la clave para entender la ciencia contemporánea. Hasta qué punto esto es así puede comprobarse siguiendo el rastro de los recientes escándalos por fraude. La mayor parte de ellos han sido detectados no porque alguien repitiera los experimentos con otros resultados (algo mucho más frecuente de lo que se piensa), sino porque alguien acabó por darse cuenta de la reiterada utilización de los mismos gráficos o las mismas fotografías. Hacia dónde vamos es fácil de predcir. Dentro de poco, los científicos serán marcas comerciales, las teorías más aceptadas las que más anuncios pueden permitirse y las publicaciones científicas un género de Bild-Zeitung pero sin foto de jovencita desnuda en la contraportada.

miércoles, 9 de mayo de 2012

De poleas y cuerdas

   El lunes, cuando ya casi había terminado de leer un libro de matemáticas, me encontré que, en la demostración de un teorema, se aludía, de modo algo críptico, a la teoría de poleas (no sé si es la traducción habitual de “theory of sheaves”). Sospechando que no se trataba de lo que me habían enseñado a mí en el instituto acerca de garruchas y correas, me puse a indagar por Internet. Conseguí averiguar que son complejos operadores que permiten analizar datos vinculados a conjuntos abiertos de un espacio topológico. Como seguía (por cierto, sigo) sin ver el vínculo con el teorema que se pretendía demostrar, estuve dando vueltas hasta que encontré una conferencia en la página del Institute for Avanced Study. La gente de este centro de investigación privado (ahora que ya tenemos algunas fortunas en la lista Forbes me imagino que comenzarán a proliferar este tipo de instituciones en nuestro país), ha tenido la encomiable idea de colgar los vídeos de las conferencias que se van impartiendo en dicha institución sobre las cuatro áreas de interés del centro: historia, matemáticas, ciencias sociales y ciencias naturales. Y no es moco de pavo, pues por allí pasaron Einstein, von Neumann, Weyl o Panofky.
   Entre tanta conferencia rutilante y tantas estrellas del mundo de la ciencia actual, no puede evitar la tentación y empezar a ver una de Edward Witten sobre nudos y teoría cuántica. Había visto fotos suyas e, incluso, alguna entrevista para un documental. Los años no han sido misericordes con él. En su autobiografía, Max Planck explicaba que, en ciencia, realmente, uno no logra convencer a nadie de las nuevas ideas. Hay que esperar a que la generación anterior de físicos vaya muriendo y generaciones coetáneas de esas nuevas ideas y, por tanto, ya habituadas a ellas, vayan accediendo a los cargos académicos, para que una teoría acabe por imponerse. Eso es lo que, posteriormente, Kuhn identificó con los paradigmas (que, como los extraterrestres, no existen, por lo menos en ciencia). Witten ha librado una larguísima batalla por las supercuerdas y ahora que la generación de teóricos, de la que él ha sido un exponente bien visible, está entrando en la cuesta abajo, no parece que la haya ganado. La verdad, es una pena. Siento real simpatía por la magia de las supercuerdas. Tengo varias razones para ello. La primera es que estamos, por fin, ante una teoría acerca de todo o, por decirlo mejor, es la teoría total. Las supercuerdas explican desde la asimtería del universo, pasando por su conformación hasta la interacción entre partículas elementales. Si, además, a estas cuerdas les hacemos “nudos”, las convertimos en sistemas capaces de asimilar y producir información, dicho de otro modo, se convierten en ácidos nucleicos o en quipus incas, es decir, en lenguaje, pues la gramática es el modo en que las cuerdas interactúan. En verdad, cualquier red es un conjunto de cuerdas anudadas. Pero, claro, hay un pequeño problema. El pequeño problema es que nadie sabe qué demonios es una supercuerda. Las diferentes descripciones matemáticas no casan entre sí y, como los propios partidarios de la teoría reconocen, serían necesarias cantidades de energía varios órdenes de magnitud superiores a los que manejan los aparatos cientíificos más grandes, para hacer algo parecido a un experiemento sobre supercuerdas.
   Dada mi formación filosófica, estoy acostumbrado a hablar de cosas que no sé muy bien qué son realmente y me importa bastante poco si una teoría está comprobada empíricamente o no (ya lo estará). Tampoco le preocupa mucho a los matemáticos la proliferación de dimensiones a la que da lugar la teoría de las supercuerdas. Para ellos, una dimensión es, simplemente, un modo de caracterizar un sistema, así que puede tomar cualquier valor entre los números racionales, esto es, incluyendo los fraccionarios, pues eso son los fractales (¿o, más bien, entre los reales, es decir, podría ser un número negativos? ¿o, quizás, entre los complejos?). Pero a los  físicos, todas estas cosas les ponen nerviosillos. En general, ven con escepticismo la teoría de las supercuerdas y acusan a Witten y compañía de hacer “pura matemática”. Esa acusación tiene su gracia. Parafraseando un famoso chiste acerca de los bioquímicos, puede decirse que un físico es un señor que cuando está con matemáticos habla de tecnología, cuando está con ingenieros habla de matemáticas y cuando está con otros físicos habla... de mujeres. Hoy día, si se quiere ser físico, hay que ser estrábico, pues es preciso tener un ojo centrado en los desarrollos matemáticos más abstrusos y el otro en los desarrollos tecnológicos más innovadores. Por lo demás, lo de “hacer pura matemática” es muy habitual en la historia de la física. Recordemos la famosa constante λ, a la que Einstein otorgó un valor “puramente matemático” y, como reconoció más tarde, encerraba la forma que puede tener el universo.
   En cualquier caso, ocurra lo que ocurra con Witten y sus secuaces, su destino no será el de las cuerdas, pues éstas han acompañado a los sistemas de pensamiento desde la antigüedad. No hay que olvidar que fue precisamente el modelo de una cuerda vibrante el que llevó a los pitagóricos a la idea de que la realidad es matematizable y que existe armonía en el universo, es decir, que es un cosmos. Al describir esta armonía, Plotino decía que cada uno de nosotros es una cuerda colocada en el lugar oportuno. Hay, además, un tipo de cuerdas con posiciones no definidas, llamados esquemas, los cuales, según Kant, conforman el necesario elemento intermedio entre conceptos e intuiciones y son proporcionados por la imaginación. Pero, cuando Eduard von Hartmann quiso explicar la memoria no encontró otro modo de hacerlo que aludiendo a la resonancia que una cuerda afinada en una determinada tonalidad provoca en otra de la misma afinación (obviamente, Hartmann quería decir que la base de la memoria es la gramática). De hecho, cualquier tubo puede entenderse como el resultado de la unión de dos cuerdas cerradas y eso incluye los microtúbulos celulares a los que Penrose otorga tanta importancia para explicar el funcionamiento de la mente. A ello cabe añadir que, según algunos descubrimientos neurofisiológicos, la base de la conciencia sería cierta coherencia rítmica entre neuronas, cierta vibración monocorde, el ya famoso “ritmo gamma”...
   La apasionante historia de las cuerdas vibrantes es una historia (hasta donde yo sé) por escribir.

lunes, 30 de abril de 2012

Virtudes democráticas

   Supongamos que su país atraviesa una larga crisis de la que no parece haber salida. Los mandatarios existentes aseguran que la tierra prometida del crecimiento está a la vuelta de la esquina, pero no llega. Mientras tanto, siguen viviendo en su mundo de lujo y despilfarro, ajenos, por completo a la realidad. Supongamos que se presenta la oportunidad y, al fin, el pueblo les da la patada. Ahora se trata de elegir a quienes hayan de sucederles. Entre los muchos candidatos, hay un partido de larga tradición, bien asentado, conocido de todos. Este partido ha demostrado, cuando le han dejado, una buena capacidad organizativa, sus líderes están protegidos por una aureola de honestidad y de ser buenos gestores. ¿Por qué no habría de votarlos la mayoría de los ciudadanos? ¿Acaso no lo haría Ud.? Es lo que ha ocurrido en Islandia, en Irlanda, en España y lo que está a punto de ocurrir en Francia. El caso de Italia es todavía mejor. En un golpe de mano desde los mismos límites de la Constitución, se nombró un gobierno no elegido por los ciudadanos y que, a todos los efectos, actúa sin un verdadero control del parlamento. Por una especie de consenso habermasiano, partidos, sindicatos y demás entidades políticas se han autosilenciado para permitir la ejecución de una serie de recortes impuestos por los merkados (es decir, a medias por Merkel y a medias por “los mercados”).
   Mientras todas estas cosas suceden en Europa, intelectuales, expertos y parroquianos de las tabernas, en general, hablan acerca de la supremacía de la economía sobre las democracias liberales (como si fuesen cosas diferentes y, todavía más irónico, contrapuestas), del sistemático cambio de gobierno al que abocan las crisis y de nuevas versiones del milenarismo (el fin del Estado del bienestar, la nueva era que se avecina, la necesidad de que todo esto acabe con una guerra...) Pero cuando estas mismas cosas suceden en Africa, ya no se habla de los límites de la democracia, de lo que se habla es del peligro del ascenso de los movimientos islamistas, de lo cerrado de mollera que son estos moros que sólo confían en la religión y de que con nuestros gentiles amigos los dictadores sanguinarios vivíamos mejor. De paso, se trata con desdén a todos aquellos ilusos que pretenden hacer de la democracia una realidad global.
   Una de las cosas más curiosas de los defensores de este sistema político que se proclama el menos malo de todos los posibles, es que siempre quieren regímenes peores para los demás. Entre las virtudes que suelen adornar a los defensores de la democracia está el que, aun cuando digan defender la democracia en general, en realidad, siempre están pensando en su democracia,  la democracia a la que identifican con su país. Frente a ella, el resto de democracias parecen malas copias, desvíos de la verdad y la cordura, juego democrático adulterado. Por ejemplo, es un tema ya manido entre los intelectuales occidentales y, por qué negarlo, entre los intelectuales occidentalizados de otras regiones del mundo, preguntarse si el Islam es compatible con la democracia. Al parecer es un problema que no se plantea con otras religiones. Que antes de la invasión china, Tíbet fuera una teocracia en la que el pueblo trabajaba para y estaba subordinado a la casta sacerdotal, no ha llevado nunca a plantear que el budismo puede no ser compatible con la democracia. Habría que ver la pacífica convivencia entre el dalai lama y un jefe de gobierno encargado de gestionar todos los asuntos no regidos por los mandatos budistas, es decir, ninguno.
   Tampoco suele plantearse si, efectivamente, el cristianismo es compatible con la democracia. Desde luego, si por cristianismo entendemos la religión católica romana, la cosa se puede calificar de muchas maneras salvo como evidente. Para empezar, la Iglesia católica no es una democracia. Ni siquiera se puede aducir que la elección del papa es resultado de una votación pues, no hay que olvidarlo, en ella los cardenales no actúan como individuos libres que eligen según decisión propia, sino como meros instrumentos del Espíritu Santo, quien lo prepara todo para que el correspondiente pucherazo no se note demasiado. A partir de ahí, todo es voluntad de una sola persona o, una vez más, del Espíritu Santo. Espíritu Santo que, por lo demás, tiene cierta obsesión por inspirar sólo a quienes hacen pipí de pie, pues media Iglesia católica, no tiene ni voz ni voto y ya puede ir dando gracias por no ser obligada a llevar velo. Que cada vez que el papa, un cardenal o un obispo se pronuncie sobre cuestiones mundanas se monte un escándalo demuestra que la convivencia entre democracia y cristianismo es cualquier cosa menos pacífica. Para escamotear este hecho, se fundaron, después de la Segunda Guerra Mundial, una serie de partidos autodenominados “cristiano-demócratas”. Insuflar aire cristiano a la democracia condujo a políticas claramente de derechas... y a cosas peores. Entre los honorables supervivientes de aquellos partidos está la Unión Socialcristiana de Baviera, derecha dentro de la derecha alemana, que lleva más de sesenta años gobernando con mayorías absolutas aquellas hermosas tierras. Sin duda, es un buen ejemplo de la democracia a la que aspira el cristianismo, una democracia en la que manden los mismos por siempre jamás.
   Otro honorable superviviente de la democracia cristiana es don Giulio Andreotti, hombre fuerte de los gobiernos italianos durante más de treinta años, senador vitalicio en otro ejemplo de la búsqueda de la eternidad que caracteriza a la democracia cristiana y objeto de múltiples acusaciones de connivencia con la mafia, la logia masónica P2, el terrorismo de ultraderecha y un sin fin de los asuntos más oscuros de aquella época, paladín, en definitiva, de cómo hacer democracia sin el pueblo. No obstante, se me puede objetar, que estoy exagerando, que seguimos lejos de hacer del Corán la fuente de inspiración de las leyes y de obligar a las mujeres a cubrirse  con el velo. Sí, es cierto, estoy lejos porque todavía no hemos tratado el asunto clave, esto es, la presencia en el cristianismo (y en muchos gobiernos “cristiano-demócratas”) de miembros de ese sector a veces rigorista, a veces, lisa y llanamente integrista, del cristianismo llamado Opus dei. Al parecer, es contrario a la democracia obligar a la mujer a que se cubra con el velo, pero no aspirar a que tenga una educación separada del hombre. Es un peligro para la libertad que un predicador salafista pueda llegar a la presidencia de Egipto, pero no que un diputado español hable de la homosexualidad como algo característico de enfermos. Ofende la dignidad humana el castiga físico de diferentes "delitos", si con la presión de las buenas maneras se obliga a llevar un cilicio, no como castigo, sino como prevención de los malos pensamientos, eso es algo que podemos obviar.
   Integristas, radicales, gente dispuesta a quemar al prójimo para salvarlo, los hay en todas las religiones. Ocurre, sin embargo, que, junto con los rezos, los rituales y el amor a Dios, a todos se nos enseña a no ver los peligros de los puristas de nuestra religión y sí de los que proliferan en otras religiones.
   De todos modos, la verdad es que todavía no hemos pasado de arañar la superficie. Si los Hermanos Msulmanes se han repartido el pastel con el ejército en Egipto, si diversos grupúsculos integristas están controlando la situación sobre el terreno en Libia, si Enada ha llegado al poder en Túnez, si Justicia y Caridad ha alcanzado la jefatura del gobierno en Marruecos no es, como se nos suele decir, porque una oleada islámica avance al calor de la primavera árabe. La razón es mucho más pedestre. Se trata de una oleada, sí, pero de dinero. Detrás de todo este resurgimiento islámico lo único que hay es dinero, mucho dinero, una riada de dinero o, por decirlo mejor, dinero de Riad. Hace décadas que Arabia Saudí en primer lugar y Qatar después, están financiando movimientos nada moderados en todo lo que un día fueron territorios del Califato Omeya. De hecho, su financiación ha llegado hasta la mezquita de la M-30 o aquella cosa tan simpática que una vez se presentó a las elecciones autonómicas llamada Nación Andaluza. Así que, en el fondo, no hay de qué preocuparse, pues, por mucho que estos movimientos sean ya radicales o se puedan radicalizar, detrás de ellos, están nuestros buenos amigos, los miembros de la familia real saudí, famosos por su tolerancia religiosa y espíritu democrático. Sí, sí, sí, son tolerantes y demócratas, de lo contrario ya los habríamos invadido, ¿no?

domingo, 22 de abril de 2012

La eficiencia del Sr. Wert

   Como ya expliqué, este gobierno ha tenido la fortuna de contar con más de seis meses para conocer a fondo la situación, elaborar comisiones que estudien los despilfarros de cada departamento y elaborar medidas que no sólo ahorren, sino que preparen para un futuro mejor. En lugar se ello, se han dedicado a pensar en los coches y casas que se van a comprar con sus nuevos sueldos y las medidas de ajuste se han elaborado durante los últimos quince días, sin la menor intención de hacer algo diferente de lo que tuvieron que hacer los griegos deprisa y corriendo. El prototipo es el Sr. Wert. Con tanto tiempo dedicado a soltar dislates al primero que quisiera prestarle atención, sigue sin la menor idea de la naturaleza del departamento que dirige. Le han mandado una nota donde dice que debe recortar el diez por ciento y él, en un ratito de lugar que ha tenido después de pensar su chorrada del día, se ha dicho, "si aumentamos la ratio un diez por ciento y las horas de clase que debe impartir un profesor en la misma medida, todo solucionado". ¿Para qué pensarlo un poco más, para qué intentar contrastar los datos con la realidad, para qué molestarse en averiguar el desastre al que abocan estas medidas, si se puede dedicar ese tiempo a hacer poses delante del espejo con la cartera ministerial?
   La mayoría de los centros nuevos y todos los que han sido reformados en los últimos años tienen aulas con una capacidad de 25-27 alumnos/as. Dos razones había para ello, Primero, era lo que establecía la ley y, segundo, de esta manera se ahorraban costes de construcción. Sí, en efecto, durante todos estos años de bonanza se ha actuado con la educación de un modo cicatero hasta lo grotesco. De hecho, los centros en una comunidad tan defensora de la educación pública como Andalucía, vieron mermados sus presupuestos año tras año, hasta algo así como 2.006. A partir de entonces y durante un par de años, se inició un ligero incremento de las partidas. Hacia 2.008 el pago de las mismas se fue retrasando mes a mes. Mejor no hablo de lo que ocurre ahora mismo. Es en este panorama que aparece el Sr. Wert. Así que ya tenemos aulas para 25 alumnos/as que ahora mismo dan cabida a 30 ó 35 alumnos/as. En muchas aulas el profesor no puede pasear entre las bancas de sus alumnos/as porque no hay espacio físico para ello. ¿Cómo meter ahí 38 ó 40 alumnos/as? Existen tres posibilidades. La primera es tirar algunos tabiques entre aulas, lo cual reduciría el número de aulas por centros y exigiría construir nuevos centros. La segunda es equiparlas con pupitres más pequeños, lo cual significa renovar todo el mobiliario escolar. La tercera, la que probablemente se adoptará, es hacer, como ya ha ocurrido en algunas facultades durante el período de bonanza económica, que los últimos alumnos/as en llegar al aula se sienten en el suelo.
   Dice el Sr. Wert que su programa de eficiencia para nada afectará la calidad de la enseñanza. Hombre, yo no digo que un ministro tenga que saberlo todo acerca de su área, pero tampoco creo que deba mostrar tan a las claras su absoluta ignorancia. Cualquier profesional sabe que la primera medida (y, normalmente, la más efectiva) para convertir un curso difícil en un curso en el que se puede dar clase consiste en poner a los alumnos/as en filas separadas. Si eso no funciona uno ya puede amarrarse los machos porque pocas cosas van a funcionar. Pues bien, si esta medida se convierte en impracticable por decreto, un diez por ciento (como poco) de las aulas de este país se van a convertir en ingobernables.
   Si los disparates del ministro se quedasen aquí, la cosa sería gravísima, pero, claro, no basta, hay que empeorarlas. Las bajas del profesorado se cubrirán quince días después de producirse. ¿Por qué quince días? Porque, estadísticamente, las bajas de hasta quince días entre el profesorado son más del 60% de todas las bajas. Esta afirmación equivale a decir que las bajas entre el profesorado no serán cubiertas. Eso sí, los alumnos/as seguirán recibiendo clase con normalidad. Imagino que esto último ocurrirá porque el ministro en persona vendrá a sustituir a los enfermos. Una de dos, o en los departamentos un profesor se queda sin dar clases a la espera de alguien que falte o la falta de un profesor será suplida por un profesor de guardia, esto es, aquel que le toque. Eso significa que un profesor a quien le corresponda sustituir a un compañero tendrá que improvisar una clase sobre pespectiva caballera, la crítica a la metafísica de Nietzsche, ejercicios de integrales o lo que corresponda. Después tendrá que coordinar lo que ha hecho con el siguiente profesor que tiene que entrar a sustituir en ese curso en otra hora y así durante dos semanas. Finalmente vendrá el profesor original o el encargado de sustituirlo, que estará de acuerdo con el esfuerzo que han hecho... o no.
   Tampoco, insiste nuestro sin par inepto, va a afectar a la calidad de la enseñanza el que los profesores tengan que impartir dos horas más de clase. ¿Alguien se ha molestado en hacer las cuentas como es debido? Supongamos un centro en cuyo departamento de Física y Química hay tres profesores, uno de ellos interino. El departamento de Música es unipersonal, con un profesor que imparte sus 18 horas de clase. Finalmente, en el departamento de Lengua hay cinco profesores. Ahora cada uno de estos profesores tiene que impartir dos horas más y el profesor interino no ve renovado su contrato, ¿cómo se reparten las horas? De las 18 horas de clase del profesor interino, 4 se las quedan el resto de miembros de su departamento. Sobran 12 horas. El profesor de música debe impartir dos horas más y, de modo semejante, en el departamento de lengua faltan 10 horas, dos por cada profesor. Las 12 horas de Física y Química se repartirán, por tanto, entre el profesor de Música y los cinco de Lengua. De este modo, tenemos a alguien que ha estudiado piano y a un especialista en literatura hispanoamericana impartiendo teoría electromagnética, mientras el ministro duerme tan feliz pensando lo listo que es.
   ¿Acaso un experto en literatura no está capacitado para dar teoría electromagnética al nivel que se exige en segundo de ESO? Piénselo, ¿se conformaría a que lo operase de corazón un dermatólogo? ¿por qué se conforma con que las asignaturas de nuestros hijos no la impartan especialista en la materia? Muy fácil, porque en este país, la educación no le importa a nadie.

domingo, 15 de abril de 2012

Las falacias del inventor

   ¿Se imaginan que ingresaran un céntimo en su cuenta por cada neumático que rodara por el mundo? ¿Cuántos ceros acabaría teniendo a final de mes? ¿y a finales de año? Montañas inmensas de esta naturaleza aparecieron ante los ojos de un hombre llamado Charles Goodyear, un buen día de 1834. Si Ud. es filósofo, no necesita leer más, se lo puede imaginar. Una vez encontró su visión y, echando mano de sus profundos conocimientos científicos, Goodyear buscó la manera de transformar el caucho en alguna de las muchas formas en que lo emplea la industria hoy día. Hay que recordar que todo conocimiento está movido por un interés, especialmente, el conocimiento científico, cuyo interés último es el desarrollo de nuevos productos tecnológicos. Tal vez, a estas alturas, este filósofo del siglo XX, teóricamente educado en la escuela de la sospecha, debería haberse preguntado cuál es el interés último de quien propuso esta teoría sobre conocimiento e interés pues, pese a que su autor es el padre ideológico de la nueva socialdemocracia alemana, sus ideas coinciden, curiosamente, con uno de los padres fundadores del liberalismo moderno, Joseph Schumpeter.
   Cuando en 1912, Schumpeter publicó su Teoría de la evolución económica, propuso que la posibilidad de que una innovación se expanda en una sociedad depende de la relación entre costes e ingresos previstos. El coste depende de los tipos de interés, de los salarios y de los precios. Naturalmente, éstos dependían de la demanda, con lo que la posibilidad de introducir innovaciones no estaba vinculada con la situación efectiva de la época en cuestión, ya que las variables presentes en ella estaban interrelacionadas en una dinámica que tendía al equilibrio. El único factor que podía desestabilizar la situación en favor de la innovación era, por tanto, la previsión de ingresos, esto es, las perspectivas del inventor de incrementar sus beneficios. Por la puerta de detrás, esta teoría introducía una imagen sumamente cara a Schumpeter y al liberalismo en general, la imagen del innovador heroico que, en la más completa soledad y en lucha contra los elementos, se lanzaba a cambiar el mundo y, finalmente, gracias al justo reparto de beneficios que ejecuta el libre mercado y las leyes sobre propiedad intelectual, acababa recibiendo su recompensa.
   Schumpeter y Habermas, socialdemocracia y liberalismo, conocimiento e interés económico, se aúnan, pues, en una teoría simple y hermosa en la que el inventor y el científico quedan equiparados con el empresario. Esta teoría unificada ha servido, de hecho, para que, desde las diversas administraciones y desde la propia universidad, se haya animado a muchos científicos a prostituirse al mercado, perdón, he querido decir, a convertirse en emprendedores. Pero esta teoría acerca de cómo se producen las innovaciones tiene un pequeño inconveniente: no casa con los hechos. La línea que lleva de la pizarra del científico al producto que cae en nuestras manos, no es, ni por asomo, recta. Rara vez triunfan las mejores innovaciones y, habitualmente, el que recibe la recompensa no es el inventor. Si el impulso que lleva a alguien a inventar debiera ser la contrastación histórica de que va a ser recompensado por ello, nadie inventaría. Tomemos el caso de Goodyear.
   Para empezar, la base de la invención del procedimiento que le daría fama, no fueron sus conocimientos científicos, pues carecía de ellos. En realidad, carecían de ellos todos los empeñados en la misma búsqueda a la que él se dedicó. La estructura molecular del caucho fue un hallazgo del siglo XX. Esto es una constante en la industria química, a la que todo tipo de personas hicieron aportaciones hasta que la ciencia se hizo cargo de ella, ya bien entrado el siglo pasado. Tampoco tenía Goodyear conocimientos significativos del campo en el que se estaba adentrando. Como bien señala Charles Slack en su libro Noble Obsession (Hyperion, New York, 2.002), la industria del caucho había sufrido en el siglo XIX un boom y un crack muy semejantes al de las empresas .com en los años 90 del siglo XX. Avaladas por las predicciones de los expertos de que el caucho sería el material que definiría ese siglo, multitud de empresas hallaron fondos para comercializar todo tipo de productos basados en él. Pero el caucho resultó un material indomable, tan pronto se volvía una gelatina con el calor, como se endurecía y resquebrajaba con el frío. Por si fuera poco, las investigaciones para hacer de él algo más manejable  se convirtieron en un inmenso pozo sin fondo que se tragaba cuantos recursos dedicaban a ellas las empresas. La industria se vino abajo tan pronto como había surgido y sólo algunos despabilados, caso de Thomas Hancock en Inglaterra, lograron sobrevivir. Sin embargo, fue en esa resaca en la que Goodyear encontró su visión y se lanzó en pos suya.
   ¿Cómo puede alguien que carece de conocimientos sobre un área concreta triunfar allí donde gran número de empresas fracasaron? La respuesta es simple, por ensayo y error a lo largo de más de diez años. Es un bonito ejemplo de lo equivocado de otro lugar común cuando se habla de ciencia y técnica, a saber, que si en ellas jugaran un papel destacado la inducción, todavía andaríamos por ahí conduciendo nuestro coche de caballos. En lo que sí acierta la visión que tienen los filósofos actuales sobre la invención es en la lucha titánica contra todo tipo de elementos que tiene que afrontar el innovador. En el camino hacia el éxito Goodyear perdió a su mujer, una hija de corta edad y su propia salud por culpa de los agentes químicos con los que experimentó. Vivió al borde de la ruina o en ella, sufrió penalidades sin cuento y cambió en múltiples ocasiones de residencia para escapar de las deudas.
   Goodyear tampoco estaba solo. En realidad, la clave de todo el proceso de vulcanización que convierte al caucho en el material que conocemos hoy, no fue suya, la halló por su cuenta Nathaniel Hayward. Goodyear había llegado hasta el tratamiento del caucho con ácido nítrico. La importancia del ácido sulfúrico y del calor fueron obra de Hayward. Pero Hayward tampoco había ido más allá. La cantidad exacta de ácido sulfúrico y de calor que era necesario aplicar estaba en un estrecho margen del que Hayward no tenía una idea muy clara. Sólo la perseverancia de alguien como Goodyear podía encontrarla. Hacia 1839, la sociedad entre ambos había permitido alcanzar, por fin, los primeros resultados satisfactorios. ¿Habían terminado los problemas de Goodyear? Ni de lejos. Una cosa es hallar un nuevo producto y otra muy diferente comercializarlo. Hay que convertir una técnica de invención en una técnica de fabricación, diseñar las máquinas adecuadas y, con frecuencia, como le ocurrió a Goodyear con Hancock y Horace H. Day, vencer a competidores dispuestos a hacer valer  patentes de mala fe.
   Goodyear murió en la misma situación económica precaria en la que había estado toda su vida. Al final no comercializó su procedimiento, otorgó licencias sobre él a diferentes empresas por un monto que apenas si bastaba para cubrir las deudas que había ido acumulando. Mucho más tarde, en 1898, Frank y Charles Seiberling, fabricantes de ruedas para bicicletas, decidieron fundar una compañía a la que darían el nombre del descubridor del proceso de vulcanización, la Goodyear Tire & Rubber Company. Fueron ellos y sus descendientes los que acabaron viendo incrementado su patrimonio con cada rueda de su marca que se vende en el mundo. Con los herederos de Goodyear hubo un acuerdo para utilizar el nombre familiar, pero las relaciones entre los Goodyear y la empresa no han sido, tradicionalmente, cordiales.
   Esta es la historia real de Goodyear, historia, por lo demás, no muy diferente de otros innovadores, historia de la que los filósofos del siglo XX no han querido saber nada, pues tienen bien aprendido que no hay que dejar que los hechos estropeen una teoría con la que todo el mundo está satisfecho.

domingo, 8 de abril de 2012

¡Qué suerte! (1)


   España es el país de la suerte. Todo se achaca a la suerte, todo es gracias a o por culpa de la suerte, todos tenemos buena o mala suerte. La suerte, ya sabemos es fundamental. Tan fundamental que lo rige todo, desde lo trascendental hasta lo trivial. Normalmente, cuando se le explica a cualquier español que los griegos y los romanos tenían un dios para cada cosa, suele esbozar una sonrisa. Los había para los viajes, para los negocios, para los casamientos, para el amor, hasta tenían un templo al dios desconocido. Sin embargo, es difícil entrar en un negocio cualquiera sin encontrarse con la efigie de nuestro dios de los negocios particular, San Pancracio. Naturalmente, no basta con tener una imagen suya, además, hay que ofrecerle los correspondientes exvotos. A su lado, a sus pies, se coloca una ramita de perejil y todavía hay san pancracios que llevan en su índice una moneda de 25 pesetas, de aquéllas que tenían un agujerito en el centro. Como todos los santos, la historia de San Pancracio tiene miga. En primer lugar su nombre. Pancracio viene del griego pankration que, literalmente, significa “todo el poder”, “toda la fuerza” o “toda la energía”. Era la denominación de una especie de lucha extrema de las olimpiadas, en la que se permitía todo tipo de maltrato al contrincante, salvo morderle y sacarle los ojos. En las olimpiadas panhelénicas, claro, porque en los juegos espartanos, por ejemplo, sí estaba permitido morderle y sacarle los ojos al rival. Sin duda, es un bonito nombre para alguien destinado a la santidad. Por otra parte, algo habitual en los santos, los relatos más antiguos sobre su vida son siglos posteriores a su muerte. A San Pancracio, en concreto, lo martirizan con catorce años y ya me contarán Uds. cómo alguien con catorce años puede convertirse en patrón de los juegos de azar. Porque eso es lo que realmente es San Pancracio, el santo protector de los jugadores y no de los negocios. Que se lo pueda encontrar en prácticamente cada uno de los que hay abiertos en este país, lo dice todo acerca de lo que es nuestro concepto de cómo se gestiona una empresa. ¿Para qué se va a preocupar uno por las necesidades de los clientes si basta con ponerle perejil fresco todos los días a la estatuilla de San Pancracio? ¿Para qué se va a preocupar uno por los detalles si, como todo el mundo sabe, los negocios son cosa de suerte? ¿Qué puede haber conducido al cierre de una freiduría de pollos, llamada “El pollazo” (sic), si no ha sido la mala suerte?
   Indudablemente, existen personas con suerte, con mucha suerte y personas con mala suerte, con mucha mala suerte. Pero unas y otras son los casos extremos, no el término medio habitual. La vida de la inmensa mayoría de las personas no viene condicionada por un golpe de buena o mala suerte. Puede condicionar una parte, incluso una parte importante, de nuestras vidas, por lo general, no toda. Aún más, un golpe de buena suerte puede ser una impresionante desgracia. Conozco alguna historia de personas bien asentadas, con un trabajo estable y una familia. Un día tuvieron la buena suerte de recibir un chaparrón de millones en la lotería, en los cupones o cualquier otro juego de azar. Con tanto dinero, ¿cómo no comprarse un par de coches lujosos, una gran casa, poner un negocio, no importa cuál porque sobra el dinero? Naturalmente, en el cambio de vida  y de vivienda va implicado el cambio de amistades y, ya puestos, de marido o esposa. Un día, las cuentas empiezan a no salir. Se ha comprado más de lo que se puede mantener si no hay nuevas aportaciones de dinero... Éstas no pueden venir del negocio que se emprendió que, al fin y al cabo, era un capricho y, en lugar de generar ingresos, es un agujero negro que se lo traga todo.... El estilo de vida adoptado es demasiado alto para los intereses que proporciona el banco... Por otra parte, ha pasado el tiempo, el probo empleado se ha acostumbrado a la molicie, a levantarse tarde, a pasar los días sin hacer nada concreto... Al final, el golpe de suerte ha acabado por destrozar una vida que tampoco iba tan mal. En cierta ocasión, un jugador tuvo una sorprendente racha de buena suerte jugando a la ruleta. Consiguió una fuerte suma de dinero. Mientras lo veía cambiar las fichas, otro cliente le comentó a un croupier: “Esto les pondrá a Uds. un poco nerviosos”. El croupier, sonriendo, le respondió: “¡Oh, no crea señor! Todo lo más, ese dinero pasará una noche fuera de casa”.
   Mis dos historias favoritas acerca de la suerte vienen a colación de lo anterior. Una es la de aquel campeón del golf, que, harto de que le recordaran la suerte que tenía, un día replicó: “sí, es cierto que tengo mucha suerte, pero, además, me ocurre algo curioso, cuanto más entreno, más suerte tengo”. Tener suerte está bien y es importante. Más importante es estar preparado para gestionarla. No existe suerte alguna en el mundo, no existe talento alguno en el mundo, que produzca resultados por sí mismo. Y, a la inversa, gente sin talento y sin suerte pueden lograr enormes éxitos a base de un continuado trabajo diario. Esto forma parte de mi realidad cotidiana. Veo estudiantes a quienes cualquiera atribuiría unas capacidades limitadas, salir adelante, muchas veces de un modo brillante, a base de un esfuerzo brutal, de un hábito de trabajo fuera de toda lógica. Para ellos no existe la suerte de que en un examen caiga lo que se han estudiado, simplemente, se lo estudian todo. Por contra, veo estudiantes, dotados de una inteligencia singular, estrellarse contra la primera asignatura que les exige algo más que los cinco minutos que están acostumbrados a emplear en el resto. Por eso maldigo los test de inteligencia, las pruebas de aptitud y los mapas genéticos. Son todos zarandajas pseudocientíficas que pretenden clasificar a la gente, dejarles claro a qué se les permite aspirar. Sí, por supuesto que Einstein tenía un coeficiente intelectual de 160. Bobby Fischer lo tenía de 180 y la ristra de locuras y extravagancias que jalonaron su vida no tiene fin. De qué estamos hablando lo pueden comprobar muy fácilmente. Llévenle a un grafólogo un manuscrito y díganle que es la letra de Mozart o de Picasso. Le oirán contar maravillas de las destrezas que muestra el trazado de sus vocales, de la pasión y genialidad de sus consonantes. Ahora llévenle el mismo fragmento y díganle que es de su vecino de al lado, ¿serán los mismos los resultados de su análisis? Háganle un test de inteligencia a un alumno mediocre y convénzanlo de que sus resultados demuestran que posee una prodigiosa inteligencia, hasta ahora oculta. No tardará mucho en convertirse en un alumno brillante. Me pregunto cuántos profesores de universidad, cuántos pintores, literatos, científicos, premios Nobel, hubiesen llegado donde han llegado si les hubiesen hecho uno de esos tests y se hubiesen conformado con sus resultados.
   Otra historia que me encanta repetir acerca de la suerte es la del indio que encontró un magnífico caballo salvaje. Lo capturó y se lo llevó a su poblado. Todo el mundo comentó la suerte que había tenido consiguiendo un caballo así. Intentando domarlo, se cayó y se fracturó una pierna. Sus vecinos afirmaron que había tenido muy mala suerte. Entonces se declaró la guerra contra  una poderosísima tribu rival. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que el indio había tenido mucha suerte no yendo a esa guerra de la que, a buen seguro, la mayor parte de los guerreros no volverían. Pero la guerra fue un paseo triunfal y todo el mundo lamentó la mala suerte que había tenido no participando en la gloria de los combates. Buena y mala suerte dependen, muchas veces, respecto de qué o de cómo se considere. Todos nosotros tenemos mucha suerte viviendo en una parte del mundo en la que la guerra está prácticamente ausente y el agua potable sale de los grifos y tenemos muy mala suerte porque nos ha tocado vivir una época de crisis y muy buena suerte porque el accidente de tráfico que hemos presenciado no nos tocó a nosotros y muy mala porque no conseguimos acertar ni un número en la lotería primitiva y muy buena porque nunca nos hemos tropezado con el psicópata que vive en nuestro barrio y... Tener buena o mala suerte depende, con frecuencia, de en qué nos fijemos y no de lo que realmente ocurre.

domingo, 1 de abril de 2012

ZP como problema

   Si recuerdan, el que ahora es nuestro amadissimo presidente de gobierno, Don Naniano Rajoy, decía hace unos meses que el problema que tenía España era Zapatero. La solución a todos los males era, pues, darle la patada por su incompetencia. Un día después de que el Sr. Rajoy llegase al cargo de presidente del gobierno, todas nuestras cuitas desaparecerían como por ensalmo. Ahora que ya es presidente y que los problemas, lejos de desaparecer, parecen agravarse (nuestra prima riesgo evoluciona peor que la de Italia), sería conveniente comenzar a preguntarse qué ha pasado. Y la respuesta es muy simple. El desastre provocado por el Sr. Zapatero se debió, en buena medida, a que vivió durante ocho años en un país estupendo y multicolor que, para nada, era el país en el que vivíamos el resto de los mortales. La cuestión está en que, con su llegada a La Moncloa, el propio Rajoy parece haber entrado en ese país tan poco real. Dicho de otro modo, el Sr. Rajoy ha demostrado estar tan alejado de la realidad como lo estaba el Sr. Zapatero, así que no hay que ser muy inteligente para concluir que vamos de cabeza a un desastre corregido y aumentado. Felipe González tardó trece años en tirar por el retrete la confianza que los ciudadanos habían depositado en él, Aznar ocho, Zapatero seis, Rajoy cien días. Mucha gente, incluso de derechas, me habla de maravillas de Felipe González, pero fue él quien se encargó de hacer posible que Aznar llegara al poder. Y de Aznar se podrá decir lo que se quiera, pero hizo posible que Zapatero llegara al poder. Y Zapatero le puso en bandeja La Moncloa a Rajoy. Y, de seguir por este camino, Rajoy va a lograr que nuestro próximo presidente del gobierno sea una versión cutre de Torrente, el brazo tonto de la ley.
   Como ya he explicado, entra dentro de lo normal que los españoles nos llevemos chascos con las alemanas. También es comprensible que si uno es un político español, es decir, si no habla otro idioma que el español, cuando nos dicen: “presente Ud. las cuentas y después ya hablaremos de flexibilizar el objetivo de déficit público”, alguien, medianamente despistado, entienda que el están dando la razón. Lo que ya no es normal, ni comprensible, ni aceptable es que se ponga sobre el tapete un déficit público del 5,3% sin haber consultado con nadie en Bruselas la posibilidad de que esa propuesta pudiese no ser aceptada y es directamente de tontos no haber tenido un plan B diferente de decir: “¡Ah! Bueno, vale”.
   En fin, un mal día lo tiene cualquiera. Mosquear a nuestros socios europeos, que se están tragando ranas y sapos para mantenernos a flote, no está muy bien, pero pase. Lo que ocurre es que los miembros de este gobierno parecen levantarse cada mañana pensando a quién más pueden mosquear. Primero se ignora a los sindicatos, haciendo como que no existen. Después se le advierte a los banqueros que de beneficios nada, todo para aprovisionar pérdidas. A continuación se elevan los impuestos a los empresarios. Finalmente, se les planta una reforma laboral a los trabajadores y vuelta a empezar con el círculo del mosqueo. Entre medias, algún ocurrendo de Ruiz Gallardón sobre el aborto o un par de astillitas en el camino de los opositores por parte del Sr. Wert. Pero la palma, es, sin duda, para el señor De Guindos. Parece llevar tatuada en su amplia frente el lema: “esto es España y aquí hay que sufrir”. Siempre que no tiene una mala noticia que transmitir, advierte que lo peor aún no ha llegado y que recortar, hay que seguir recortando. Vamos a ver. Imaginemos que yo tengo diez euros en el banco y que un día sí y otro también, oigo a mi ministro de economía decirme que siga haciéndome agujeros en el cinturón, ¿qué haré con esos diez euros? ¿saldré a gastármelos o los dejaré a buen recaudo por si los necesito? Y si todo el mundo hace lo mismo ¿cómo demonios se va a reactivar la economía? Yo no digo que las medidas más duras haya que mantenerlas en secreto, pero alguien con un poco de conocimientos de lo que significa la expresión “política comunicativa”, tendría que ponerle una mordaza al Sr. De Guindos. Ahí es nada decirle a los empresarios que se les va a subir los impuestos en el mismo consejo de ministros en el que se aprueba... ¡una amnistía fiscal! Que bueno, que vale, que a lo mejor hay que hacerla, lo que clama al cielo es que se apele, como fundamentos para hacerla, a una recomendación de la OCDE y al precedente del gobierno ¡¡de Berlusconi!! Como todo el mundo sabe la OCDE es famosa por fallar más que una escopeta de feria en sus predicciones económicas y éste es un ejemplo palmario. ¿Que se va a recaudar cuánto? Si yo fuera un empresario al que le van a subir los impuestos, el viernes por la tarde estaría llamando a mi asesor fiscal para preguntarle cómo puedo llevarme el dinero a Suiza. Al fin y al cabo, dentro de diez años o así me lo van a regularizar... Y en cuanto a Berlusconi, quizás el Sr. Rajoy todavía no se ha enterado cómo terminó, ya sabemos que él sólo ve en los telediarios las noticias deportivas.
   No obstante, hay que ser justos, este gobierno mosquea a todos por igual, pertenezcan a su partido o no. Que se lo digan al Sr. Arenas. Este pobre hombre lleva 16 años intentando pillar un carguito en Andalucía y cuando ya parecía que lo tenía hecho, han venido sus colegas de partido a “echarle una mano”. Con tantos ministros pinchando al primero que se colocase a tiro, tantos anuncios de lo que iba a ocurrir el 30 de marzo y tantos silencios del propio Arenas, al final el gobierno del PP ha conseguido crear un  problema de insospechadas consecuencias donde había un triunfo histórico. El Sr. Griñán se ha salido con la suya y podrá gobernar (es un decir) en coalición con IU. Savater recordaba que, según los griegos, cuando los dioses querían fastidiarnos, nos concedían, exactamente, lo que con más frecuencia les pedíamos. Eso mismo puede pasarle al Sr. Griñán. IU debería exigir, entre otras cosas, el 25% de las consejerías, incluyendo la de Agricultura. El problema para el Sr. Griñán es que, como él anda diciendo desde las generales, Andalucía vota mayoritariamente a la izquierda. A la izquierda, izquierda. Tan a la izquierda que ya veremos si ha votado al PSOE. Quienes se van a repartir las consejerías no son socialdemócratas y, ni siquiera, “progresistas”. La cabeza de cartel de esta IU que ha doblado el número de escaños en el parlamente autonómico es gente del PCE y del Sindicato de Obreros del Campo, gente que lleva años ocupando fincas sin labrar y exigiendo su reparto entre los jornaleros. El próximo consejero de agricultura puede ser Sánchez Gordillo que, como alcalde del cantón independiente de Marinaleda, expropió hasta la señal de Canal+. El Sr. Arenas haría bien en no preparar las maletas de vuelta a Madrid demasiado pronto. Es bastante probable que el PSOE descubra, una vez más, que se lleva mejor con los que ganaron la guerra civil que con la izquierda de verdad..
   Pero la cuestión no para aquí. La coalición entre IU y PSOE en Andalucía puede hacer palanca en Extremadura e incluso en Asturias. El PSOE ha comenzado a ver brotes verdes antes de atravesar su particular desierto y al gobierno, literalmente, le han crecido los enanos. De hecho, le han crecido por millares, todos esos que participaron en la huelga general y en las manifestaciones subsiguientes. De pronto, el Sr. Rajoy ha descubierto que el cheque en blanco que le firmaron en noviembre carece de fondos y que le quedan tres años y medio, larguísimos, en los que tendrá que hacer lo último que tenía intención de hacer una vez llegase al gobierno, gobernar.
   No, Zapatero no era el problema. Zapatero era parte del problema. La otra parte está ahora ocupando el cargo que él ocupó.