Esta semana, la empresa farmacéutica GlaxoSmithKline ha emitido un comunicado reconociendo haber alcanzado un acuerdo extrajudicial con las autoridades norteamericanas, por el cual, a cambio de paralizar las acciones legales emprendida contra ella por malas prácticas, accedía a pagar una multa récord. La multa en cuestión asciende a los 3.000 millones de dólares. ¿Qué futuro le espera a GlaxoSmithKline teniendo que afrontar un pago de este monto en plena época de crisis? Veamos, el anterior récord en cuanto a multas lo ostentaba otro honorable miembro de lo que suele llamarse el big pharma, Pfizer. En 2.009 a Pfizer le cayeron 2.300 millones de dólares de multa. ¿Se arruinó Pfizer? ¿ha dejado de existir? Según diversas estimaciones, Pfizer gana un millón de libras... a la hora. No le costó más de 2.300 horas reunir el dinero de la multa, es decir, algo menos de 100 días. En 2.009 todavía le quedaron 265 días para hacer caja. Aunque sacadas de contexto estas cifras parecen desorbitadas, en el marco de las astronómicas cifras de ganancias del big pharma son poco más que una multa de tráfico. Esto es algo así como si a Ud. le tocaran 160 millones en la primitiva y Hacienda le reclamara un pago del 25% de esa cantidad. ¿Sentiría alguna pena?
Que una empresa farmacéutica gane una millonada a la hora da idea de cuál es realmente el problema. Y el problema es que las empresas que constituyen el big pharma tienen presupuestos anuales más elevados que los presupuestos de la mayoría de Estados del mundo. Aunque la comparación real no debe hacerse con el presupuesto de los Estados, sino con el presupuesto que éstos dedican a sus respectivas agencias para el control de fármacos. La propia FDA, el organismo norteamericano al que le corresponde esta función, reconoce no perseguir más que el 5% de los delitos por falta de personal y presupuesto.
En esencia, a GlaxoSmithKline se la acusaba de ofrecer a los médicos suculentas "becas" para ir a congresos que, casualmente, se celebraban en paraísos turísticos de playas cristalinas. Se la acusaba, igualmente, de haber promocionado dos fármacos más allá de los límites legales establecidos para ellos, consiguiendo que se generalizara la prescripción a menores de 18 años de un antidepresivo cuyo uso había sido aprobado únicamente en adultos y que otro antidepresivo se hiciera común en el tratamiento de los problemas de erección. Finalmente, se la acusaba de haber ocultado los graves efectos secundarios de un tercer medicamento. En definitiva, a GlaxoSmithKline se la acusaba de lo que son prácticas habituales en el sector. Como digo, la cuestión es que los Estados carecen de recursos para enfrentarse al big pharma y se limitan a arañarles unos cuantos milloncejos al año. En esta ocasión le ha tocado a GlaxoSmithKline, en los próximos años la dejarán seguir haciendo las mismas cosas, hasta que le vuelva a tocar contribuir a las arcas públicas. Las empresas farmacéuticas saben que éste es el juego y lo aceptan con deportividad.
De todos modos, lo anterior es un planteamiento demasiado simplista. No se trata de que los Estados no tengan recursos para enfrentarse al big pharma, tampoco desean tenerlos. Teniendo en cuenta la magnitud del negocio de que estamos hablando, estas empresas se aseguran de que las líneas maestras de la política vayan por el camino que les interesa en la mayor parte de los países. Numerosísimos partidos políticos del mundo, de las más diversas tendencias, reciben generosas donaciones de las grandes multinacionales farmacéuticas, simplemente, para que "comprendan" sus problemas. Un ejemplo es Europa, donde la "comprensión" con las empresas farmacéuticas es un consenso entre los políticos. No podrá esperar de ningún político europeo una sola declaración acerca de la industria farmacéutica que no pase por considerarla eso, una industria, es decir, un sector que promueve empleos y genera riqueza, sin la menor alusión a la salud de los consumidores de los productos de esta industria.
Porque la cuestión es que, detrás de cifras millonarias y de tejemanejes políticos, están personas de carne y hueso, personas que no entienden cómo y hasta qué punto, sus vidas están tan medicalizadas a los treinta años como la de sus padres a los sesenta. Personas que están atentas a prevenir enfermedades, como la osteoporosis o la hipertensión, que sus abuelos no sufrieron. Personas que, como Ud. o como yo, tienen ya un botiquín en su casa, compuesto por medio centenar de medicamentos que, supuestamente, han contribuido a mejorar nuestra salud. Pues bien, el día en que esté particularmente aburrido, tome cada una de esas cajas, lea sus prospectos y pregúntese: ¿contiene la curación de alguna enfermedad? no; ¿contiene algún principio que contribuya sin dudas a mejorar nuestra salud? no. Tírese entonces a las llamas porque no puede contener más que publicidad y engaño. Si procediéramos a revisar las farmacias convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos!