Es frecuente aludir a nuestras sociedades con los calificativos de “pos-industriales” o “pos-capitalistas”. Son pseudodescriptores bastante útiles porque hacen pensar en un apocalipsis que ya pasó, en una tragedia de la que podemos lamentar sus consecuencias (como hacen los “progresistas”) o festejar que no nos mató (como hacen los conservadores), pero que, en cualquier caso, dado que forma parte del pasado, ya es algo inamovible, que no dejará de determinar nuestro futuro. Mucho más acertado es referirse a nuestras sociedades actuales como sociedades virtualizadas (pues todo, desde el sexo hasta la democracia, es virtual), medicalizadas (pues el ser humano por naturaleza, es decir, sin el aditamento de una pastillita, nos parece un ser enfermo) o somnolienta. Este último calificativo, el de sociedad somnolienta, describe fielmente la realidad y, sin embargo, resulta sistemáticamente olvidado. No es casualidad. En nuestra cultura el dormir ha sido arrinconado como un proceso improductivo o, aún peor, como una etapa de nuestras vidas en la que no se consume, por tanto, debe ser algo así como la muerte. De hecho, para dormir bien no hace falta comprar nada más que un colchón y una almohada, productos que, por muchos esfuerzos que ha realizado la industria, son casi imperecederos. En consecuencia, ni siquiera la tan cacareada Declaración Universal de Derechos Humanos se molesta en dedicar unas palabras al derecho al buen dormir. La enconada pugna entre capitalismo y comunismo ocultaba, en realidad, un acuerdo profundo, la exigencia de que los obreros durmieran lo menos posible, pues tanto para unos como para otros, el trabajo ennoblecía a los seres humanos y la disputa estaba, únicamente, en cómo debía desenvolverse éste, no en que fuese mucho más sano que unas horas de buen sueño. Ni siquiera en una filosofía tan mediterránea y que tanto reflexionó sobre el buen vivir como la griega, podrá hallarse una mísera defensa de la siesta.
Dormir poco está bien visto, es de persona vital, ocupada, responsable. Quienes duermes seis, cinco, cuatro horas al día, son considerados líderes, modelos a seguir. Se les etiqueta como personas “con gran capacidad de trabajo” y las empresas no dejan de promover ese ideal entre sus trabajadores que ven sus correos electrónicos a pleno rendimiento más allá de las ocho de la tarde. El empleado ideal es aquel que se va el último a casa y llega el primero a la oficina, el que queda registrado en los servidores de la central como completando un informe a altas horas de la madrugada. Por supuesto, para conseguir semejantes logros de adulto, es conveniente habituarse desde pequeño y las escuelas españolas están llenas de niños que relatan a sus maestras las últimas andanzas de personajes que pueblan las series de televisión, ésas que empiezan más allá de las diez de la noche. Aún más, cualquier congreso médico, más o menos relacionado con la materia (y patrocinado por alguna empresa farmacéutica), aclarará que dormir poco “no es malo”, hay que dormir “lo que cada uno necesite”, mientras las unidades del sueño de los hospitales tienen cada día más afluencia y más joven. Un reciente mapa de la actividad en Internet mostraba cómo ésta apenas si decrecía con la caída de la noche. Por supuesto, hay muchos ordenadores que se quedan encendidos cuando sus dueños se van a la cama, pero también hay muchos jóvenes a quienes el whatsapp arrebata la mitad de sus horas de sueño. Es fácil encontrar en Internet o en las librerías, supuestos métodos para reducir las horas de sueño. En esencia, consisten en sustituir las consabidas ocho horas por una serie de microsiestas de 15 ó 20 minutos al cabo de tres o cuatro horas de vigilia. Con la excusa de haber comprendido la importancia del dormir para la productividad, muchas empresas están obligando a sus empleados a adoptar estos métodos, promoviendo una o dos cabezaditas en la oficina para mantener el ritmo de trabajo.
Y, sin embargo, todos sabemos que dormir es necesario, que las ocho horas son el umbral entre el descanso y el cansancio, incluso somos más o menos conscientes del carácter reparador que implica dormir bien. Menos conocido es que la deprivación de sueño constituye un método de tortura ampliamente utilizado en todos los países y épocas y que si no resulta tan popular como otros es porque los sujetos a los que se les priva de dormir sufren alucinaciones, alteraciones en su comportamiento y, como se ha demostrado experimentalmente con ratas, se mueren. La falta de sueño provoca irritación, mal carácter, pérdida de concentración y de atención, ausencia de creatividad. A un adolescente, a un niño, que pierde horas de sueño por su adicción a Internet o a la televisión, no se le puede pedir un rendimiento escolar satisfactorio, carece de sentido. Lo único que quiere hacer en las horas de clase es dormir. Por la misma razón, una empresa que constata que un empleado ha estado trabajando hasta altas horas de la noche, lo primero que debe hacer con él es despedirlo. Ni será creativo, ni rendirá en su jornada laboral, ni contribuirá al buen funcionamiento del equipo y, lo que es aún peor, aumentará de un modo significativo sus riesgos laborales en el caso de determinados trabajos. A cambio, posee una atributo imprescindible para que este tinglado siga funcionando sin muchas críticas: poca claridad al pensar.