Quien exhibe una bandera muestra, ante todo, su ignorancia. Por eso la pretensión de los filósofos del siglo XX de interpretar los símbolos resulta tan sospechosa, porque oculta bajo la mesa el proceso de su constitución. Ningún icono habría sido fabricado si el oro no hubiese llegado a las manos de los orfebres desde lejanas minas, ningún texto podría traducirse sin haberse transcrito previamente y ninguna bandera ondearía sin toda una sucesión de usurpaciones que resultan otros tantos ejercicios de poder. Los hermeneutas huyen de tales cuestiones como del demonio, pues ponen a las claras el chiringuito al que sirven sus especulaciones. Más pronto que tarde la pregunta acerca de qué "son" tales o cuales símbolos, el expreso deseo por eludir la cuestión de por qué hay estos símbolos y no cualquier otra cosa, la sucesión de interpretaciones tan válidas las unas como las otras, acaba generando la diarrea interminable de majaderías que hemos tenido que soportar en lo que llevamos de este aciago mes de octubre. De entre ellas no ha sido la menor ver ondear de nuevo la Cruz de Borgoña.
La Cruz de Borgoña, para quien no lo sepa, constituye el emblema del carlismo. Explicar en qué consiste el carlismo y sus diferentes facciones merecería un blog aparte, de modo que no me voy a meter en demasiadas profundidades, bástenos decir que durante mucho tiempo constituyó un movimiento político tradicionalista, antiliberal (en todos los sentidos del término “liberal”) y partidario de una rama alternativa de los Borbones para el trono de España. “Dios, Patria, Rey” conformaron su divisa hasta que alguien les pegó por detrás el de “Fueros”. Con tal añadido, se convirtió en motivo de tres o cuatro guerras civiles en nuestro país durante el siglo XIX, para acabar en las filas del levantamiento franquista que no dudó en poner sus cruces en algo tan poco tradicional y apegado a la tierra como los aviones del ejército (con objeto de diferenciarlos claramente del bando republicano). Pues bien, la Cruz de Borgoña, la bandera de fondo blanco con una cruz roja simulando los nudos de un árbol, la trajo a España el hijo de María de Borgoña y Maximiliano I de Habsburgo, conocido como Felipe “el Hermoso”. Por tanto, se trata de la insignia de un príncipe extranjero y de su guardia pretoriana. Sin embargo, pasó a convertirse en la bandera de España o, al menos, de su corona o de sus ejércitos, con la llegada al trono del hijo de Felipe y Juana I de Castilla, “la loca”, quiero decir, con Carlos I de España y V de Alemania.
Todo el mundo conoce la historia de que en 1785, Carlos III eligió, de entre los doce modelos presentados por Antonio Valdés y Fernández Bazán, la actual bandera de España. Menos conocido resulta que, en realidad, eligió dos diseños, uno para la armada y otro para la marina mercante. Este segundo, con franjas alternativas amarillas y rojas, mejor no les explico a qué bandera se parece. Tampoco suele citarse que durante casi sesenta años, tales pabellones adornaron exclusivamente nuestros barcos. La bandera nacional y las de los ejércitos continuaron dominadas por la bandera de los Borbones y la Cruz de Borgoña respectivamente hasta el Real Decreto de 13 de octubre de 1843 sancionado por Isabel II que reconocía como nacional la bandera ganadora del concurso de 1795. De hecho, incluso hoy día, la Cruz de Borgoña forma parte de los símbolos incluidos en las banderas de multitud de regimientos del ejército español. Dicho de otro modo, la Cruz de Borgoña, la bandera tradicional del tradicionalismo más rancio del país, el sagrado símbolo del carlismo, formó parte siempre de las insignias del ejército liberal que combatió contra los carlistas en 1833-40, 1846-9 y 1872-6. La utilización por parte de los carlistas que participaron en esas guerras de este emblema constituyó, en realidad, un intento por apropiarse de unos símbolos ajenos, los del poder central. Los carlistas no tomaron como propia dicha bandera hasta 1935, cuando el onubense Manuel Fal Conde, tan diestro en romper cráneos de izquierdistas como lego en historia, reagrupó las unidades paramilitares del carlismo para conformar el Requeté. Así, el carlismo, todo tradición y culto a los ancestros él, acabó identificándose con el símbolo que portaban quienes fusilaron a sus antepasados.