La suspensión de la autonomía de Cachemira me pilla leyendo Juegos sagrados, la monumental novela de Vikram Chandra, a la que llegué tras ver la primera temporada de la serie del mismo nombre. Si uno contempla la televisión india o las películas de Bollywood, podrá disfrutar de jovencitas con tops y vaqueros ajustados y de atléticos muchachotes que circulan por impolutos bulevares en sus deportivos y motos de gran cilindrada. Eso sí, sus apasionados romances terminan sin que medie entre ellos ni un miserable besito. Trasmiten la imagen de una India cercana, próxima a los valores y la opulencia occidentales, que los sucesivos gobiernos han ido prometiendo a la población desde la independencia. Por contra, si uno visita la India verá algo muy lejano de lo que aparece en las pantallas: calles a las que apenas ilumina un puñado de bombillas por la noche y a las que nunca visitó el asfalto, vehículos desvencijados casi rozándose en un tráfico infernal, monos circulando entre la basura, tenderos que sirven la fruta con las mismas manos con las que se han estado cortando las uñas de los pies, mujeres con la cabeza cubierta por el velo de sus saris, rascacielos de cristal y acero rodeados por familias que viven bajo un plástico, predicadores vomitando un odio mal disimulado contra Occidente y mugre, mugre que observa sonriente cómo los seres humanos, los imperios, las glorias, van y vienen mientras ella permanece allí, impertérrita. Entonces llegó Netflix, llegó su adaptación de la novela de Chandra y las casas sin agua potable de la policía, los amores transexuales, la violencia sin otro sentido que la supervivencia, la corrupción, las estratagemas de los de siempre para seguir donde siempre, en definitiva, la India que habita las calles, asomó su rostro en las pantallas. Y, claro, se lió. El Partido del Congreso presentó una denuncia contra Netflix porque en la serie se llamaba a Rajvi Gandhi “cobarde”, apenas una muestra de la incomodidad de toda la clase política con lo que allí aparecía, porque, vale que todo el mundo los llame corruptos o asesinos en urdu y en panyabí, pero que eso se haga en inglés y para un público global constituye harina de otro costal. Como ha dicho Saif Ali Khan, el actor que encarna al entrañable Sartaj Singh, un policía sikh de Bombay que parece extranjero en su piso, en su familia, en la ciudad en la que ha nacido, en su país y hasta parecería extranjero en el mismísimo templo dorado: "No sé si puedes criticar mucho al gobierno de la India. Alguien podría matarte". El propio Chandra vive a caballo entre Mumbai y Oakland, porque lo que aparece en la serie apenas si da un pálido reflejo de la novela, en la que a Gandhi se le deja a un respetuoso lado pero sobre el propio Nehru ya se lanzan todo tipo de andanadas. De todos modos, la peor parte se la lleva el Partido Popular Indio (BJP) en el poder, al que vemos presentarse como azote de la corrupción del Partido del Congreso mientras aparta a sus votantes de las urnas el día de las elecciones gracias a su alianza con mafiosos locales; gana simpatía popular hasta llegar al gobierno por sembrar el terror en los guetos musulmanes; y que, ya fuera de la novela, ha rendido públicamente tributo a Vinayak Damodar Savarkar, juzgado en su día (y absuelto) como ideólogo del asesinato de Gandhi.
Chandra nos cuenta los tropiezos de Sartaj Singh en un caso que hasta él mismo sabe que le viene grande mientras vemos desfilar ante nuestros ojos la historia de la India, desde la partición hasta nuestra rabiosa actualidad, mucho después de que la novela se publicase, con sus infinitas traiciones, sus infinitas castas, sus infinitas lenguas, sus infinitas religiones y, sobre todo, sus espasmódicas carnicerías. Tenía material para una trilogía, pero renunció a ella (a mi juicio erróneamente) y nos entregó a cambio una epopeya de más de mil páginas. “Epopeya” no porque se la pueda considerar, como afirma el tontaina que escribió la contraportada, “heredera de la narrativa victoriana”, sino epopeya porque realmente resulta titánico leer esta obra en una versión española a la altura de la miseria que la editorial habrá pagado a la traductora. Uno no entiende muy bien por qué se hace peregrinar hasta el glosario al lector cada vez que el mafioso de turno quiere llamar a alguien “gilipollas” o “capullo” o quiere mencionar su pene, como si el hindi o urdu añadieran alguna sonoridad o matiz al castellano. A cambio, quizás para evitar problemas, del término rakshak, que designa a las unidades de "autodefensa" que tanto han contribuido al ascenso de los sectores más ultranacionalistas de la política india, se da por toda explicación: “literalmente, protector”. Y, para acabar de rematarlo, el Pakistán Oriental, que acabó convirtiéndose, guerra mediante, en Bangladesh aparece como “el este de Pakistán”. Claro que, si de despistar se trata no hay nada como las “sesudas” críticas de la serie, presentada en algunos medios como “el Narcos de la India”.
A Chandra, más que con la tradición victoriana, se le puede emparentar con Zola, con ese naturalismo decimonónico con el que se nos describe el atasco cotidiano de la circulación en Bombay, la rutinaria mecánica de la corrupción policial, el asfixiante cubículo en el que viven las familias de los funcionarios, la miseria de los cartones empapados en agua con los que se trazan los interminables barrios de chabolas, el rutilante mundo de Bollywood y el inframundo que lo rodea, el lujo impagable de un filtro que permite beber el agua del grifo, el cosquilleo lujurioso de un aire acondicionado que mantiene las habitaciones frías y, por encima de todo, la cínica impiedad de recubrir el ansia de oro con motivaciones religiosas y apelaciones a la salvación de la patria.