La guerra de Sony presenta numerosos obstáculos a la hora de su correcta conceptualización si partimos de los esquemas clásicos empleados para pensar la guerra hasta el siglo XX. De entrada, no consistió en un conflicto entre Estados, sino de un Estado con un agente no estatal, en concreto una multinacional de origen japonés pero actualmente de amplio asentamiento en los EEUU. Casi como consecuencia inmediata obtenemos que en ella no se enfrentaron dos ejércitos. Por una parte tenemos al ejército de Corea del Norte o, más en concreto, a los 6.000 efectivos especializados en ataques informáticos, aparentemente distribuidos por todo el mundo, que este país posee y, por otra, a las ciberdefensas, los ejecutivos y abogados de una empresa. Si bien históricamente se pueden ver ejemplos de guerras, guerrillas y golpes de estado instigadas por empresas, acciones de un país contra una empresa y, por supuesto, guerras entre empresas, ninguno de estos modelos sirve para atrapar lo ocurrido entre Corea del Norte y Sony. Por si faltara poco, se trató del conflicto por una película. No por un microfilm con datos ultrasecretos del país en cuestión, sino por una comedia, una comedia de humor grueso como el que suele caracterizar las películas de Seth Rogen y Jamie Franco, para más señas. ¿Qué contenido estratégico? ¿qué secreto vital para la supervivencia de un Estado? ¿qué “aliento al terrorismo”, como declaró el Comité Nacional de Defensa de Corea del Norte, podía haber en una comedia bufa? Evidentemente no encontraremos en su contenido nada que aliente, incite o parezca un atentado... a menos que lo consideremos como un atentado contra la imagen del presidente norcoreano, el ínclito Kim Jong-un. Si lo enfocamos desde este punto de vista, quiero decir, si lo enfocamos desde el punto de vista de la imagen, ahora sí parece todo comprensible. En efecto, la película dejaba en muy mal papel al dictador de Corea del Norte y no ya con su explosivo final, sino a lo largo de todo su minutaje. Lo más curioso del caso radica en que éste consideró que atentaba contra su imagen a pesar de la rígida censura que ejerce sobre su país y que impedía, por supuesto, su visualización allí. Su imagen, sin embargo, se convirtió en casus belli, a despecho de la reacción que sus acciones pudieran generar, incluyendo las sanciones internacionales o la propia sobredistribución de la película. La cuestión, si hemos de juzgar lo sucedido, no consistía en lo que en ella se mostraba o no, sino en el daño que se le podía ocasionar a la imagen de un dictador que dejaba que se rieran de él en el extranjero sin hacer nada, permitiendo de este modo, que las risas se generalizaran. Aún más, el ataque no consistió en matar directivos de Sony, ni en poner bombas en sus sedes corporativas, se trató, otra vez, de atacar la imagen de Sony. Mediante la publicación de un material no sabemos cómo de seleccionado, se puso públicamente en duda la honestidad, integridad y lealtad de los directivos de la empresa en general y de unos con otros en particular. El ataque a Sony, en ataque real a Sony, no se produjo el día que los virus y troyanos de los hackers lograron penetrar las ciberdefensas de la empresa. Eso apenas si constituyeron los preparativos necesarios, como los que llevan a cabo los ingenieros y zapadores en los ejércitos habituales. El ataque real a Sony comenzó con los comunicados que amenazaban con la liberación del material conseguido y su efectiva difusión posterior, quiero decir, consistió en el ataque a la imagen corporativa de la empresa.
Contextualizar adecuadamente el conflicto no agota su análisis, bien al contrario, apenas si constituye prerrequisito para iniciarlo. Ya señalamos en otra ocasión que la capilaridad que posee la guerra-imagen convierte en objetivo a empresas, cuando no individuos concretos de un país, haciendo la respuesta de los Estados extremadamente difíciles. La de los EEUU, en efecto, ni siquiera arañó la estructura de Corea del Norte. Pero, más allá de este dato, tenemos un nuevo hecho relevante, a saber, el convertir a la libre circulación de las imágenes (la distribución de una película), también en un casus belli, una vez más, de una guerra-imagen consistente en las declaraciones del presidente, la imposición de sanciones ineficaces pero ampliamente recogidas por los medios de comunicación y en la caída de la más amplia red de imágenes que jamás ha existido, quiero decir, de Internet en el Estado designado como enemigo. Sony no pudo responder en la proporción adecuada a un Estado como Corea del Norte, pero los EEUU sí lo intentó. Sony cubrió otro flanco. Primero empleó sus abogados y, después, buscó lo que en la guerra tradicional se llama un ejército proxy, quiero decir, un aliado interpuesto que dice hablar por boca propia, Aaron Sorkin. Con unos y otros trató de frenar la difusión del material robado. De este modo se reconocía que las máquinas de esta guerra, de esta guerra-imagen, no lo constituían los virus y troyanos, sino los medios de comunicación, las redes sociales y, en definitiva, todos los elementos empleados en la construcción y derribo de imágenes.