Pensamos, con frecuencia, que la historia de la verdad no puede consistir más que en un desarrollo lineal, que la ciencia progresa unidireccionalmente y que la filosofía evoluciona con ella hacia formas más acertadas de plantear los problemas. No hay puntos de retorno, no hay vueltas atrás, no hay nada en ese camino que pueda asimilarse a un círculo o a un laberinto. Pero la verdad, como los árboles, nace con tronco endeble, y hay que apuntalarla hasta que eche sólidas raíces.
El modo que tenemos los seres humanos de entendernos, la concepción que podemos alcanzar a formarnos de nosotros mismos, parecía seguir una línea muy clara desde 1857 hasta principios del siglo XX. Se sabía que las neuronas no constituyen el único tipo de células encargadas de procesar información, de reconocer estímulos externos ni de formar nuestra identidad. Se sabía, igualmente, que las neuronas no constituyen redes sólo en nuestro cerebro. Se sabía, por tanto, que atribuir a lo encerrado en nuestro cráneo la producción de todos los fenómenos considerados “mentales”, constituía un juicio arriesgado. Una concepción del ser humano rica, holística y basada en hechos, parecía hallarse al alcance de la mano.
Todo se torció con el cambio de siglo. Se impuso una visión del ser humano mutilada, simplista, basada en metáforas y ficciones. Se ignoraron los hallazgos de Metal’nikov porque no cuadraban con semejante imagen. A Langley no se lo podía ignorar, de modo que se optó por citarlo sin leerlo, pues de lo contrario se habría hallado en sus libros cosas que no podían existir. Las complejidades de la biología, sus abstrusos azares, ese maldito saber que nos obliga a entendernos como animales simbióticos, se dejó de lado. Si los escolásticos en sus oscuros tiempos buscaron en el mundo pistas para entender la mente de Dios, el siglo XX optó por escudriñar cuidadosamente un producto del cerebro, una máquina, para entender nuestra mente: el ordenador. Se obtenía, así, una guía mucho más simple, mecánica y determinista, mucho más conveniente pues, aunque sólo aportara extravíos y confusión. Ahora podía robársele el cuerpo al cerebro, aislar la conciencia de la realidad, arrojarnos a un mundo que forzosamente habría de caracterizarse como hostil. Esa caricatura, ese amago de hombre, constituyó el eje de las reflexiones del siglo XX. A todos les vino bien. Los científicos obtuvieron fácilmente dinero para sus investigaciones a cambio de algo que el siglo XX comenzó a apreciar más que el oro: imágenes. La industria halló argumentos sobrados para medicar cada aspecto de nuestra vida, incluyendo los males a los que en otra época se calificó de “espirituales”. La población, en general, fue adoctrinada en la idea de que, por mucho que se resistieran, en el fondo, ni sus destinos, ni sus vidas y ni siquiera sus pensamientos, se hallaban bajo su control.
¿Y los filósofos? Los filósofos, se convirtieron en febriles lectores de novelas (cuando no en productores de las mismas), en obsesos consumidores de filmografías (cuando no en productores de las mismas), en roedores de contenidos televisivos (cuando no en contertulios de los mismos). En definitiva, los filósofos dejaron de hablar de la realidad para hablar acerca de la ficción, algo, sin duda, mucho más conveniente y mucho mejor visto por la sociedad. Embaucados por el mundo de la ficción, apenas si dudaron a la hora de subirse a un carro plagado de ellas.
Resulta difícil no ver en todo esto meros epifenómenos de un giro mucho más amplio, cuyo estudio habrán de afrontar generaciones futuras pues muchos de los que formamos las que actualmente viven apenas si hemos sido capaces de percibirlo.
Desde los años 70 del siglo XX, el esfuerzo por no ver los hechos comenzó a resultar insoportable. Se replicaron los experimentos de Metal’nikov, se recuperó el texto de Langley, gente como Michael D. Gershon, Michal Schwartz, Jonathan Kipnis, Fred Gage, se empeñaron en trabajar lejos de la corriente principal de su disciplina, recuperando, en algunos casos, un saber que nunca debió perderse. Poco a poco, lo que fueron encontrando resultó demasiado llamativo como para no verlo. Hoy día la neuroinmunología, la neurogastroenterología, la neurocardiología, van desplazando los límites del conocimiento hacia horizontes insospechados y todo el mundo espera de ellas enormes aportaciones. Falta mucho aún para que sus hallazgos pasen a formar parte del acervo popular. Mientras tanto queda la cuestión de cuándo se enterarán los filósofos de lo que viene pasando.