Los libros españoles están, con frecuencia, mal traducidos, mal impresos y, aún peor, mal cosidos. Hay que tratarlos con mimo porque, con el paso de los años, sus encuadernaciones pierden consistencia y, con ella, se va también la solidez de los argumentos que contienen. Aún así, el papel es más sólido que las cintas magnetizadas, el vinilo o el policarbonato. Tres veces llegué a comprar en mi adolescencia el Paris de Supertramp porque la cinta, de hora y media de duración, siempre acababa por enredarse en los cabezales de algún radiocasete. Ahora bien, si yo al comprar un libro, un disco, un DVD lo que estoy pagando son los derechos de autor, ¿por qué debo volver a pagarlos cuando adquiero otra vez la misma obra? ¿No es lógico que deberían haberme sido descontados de la segunda y tercera adquisiciones de la misma música? La única explicación de por qué ésta no es práctica recogida por la ley es que para la industria cultural la “obra” es el disco, el disco físico, material, que podemos tocar, como lo es el libro o el DVD. Para la industria cultural, el objeto artístico es lo reproducible, lo que se puede copiar una y mil veces exactamente igual, lo indistinguible de cualquier otro. Y si algún autor quiere tener derechos susceptibles de ser protegidos, tendrá que someterse a las amputaciones necesarias para que su obra pueda acabar siendo exactamente igual que las demás. La idea de Walter Benjamin de que “arte” designa lo único e irrepetible halla aquí su justa antítesis. O tal vez no, porque lo que la industria cultural confiesa con su exigencia de cobrar derechos de autor por cada pieza que sale de sus factorías es su absoluta incapacidad para vendernos arte. Nos entrega productos estereotipados, recortados a la medida su fabricación, perfectamente estandarizados, objetos, al cabo, de artesanía industrial, reproducciones infinitas de lo mismo, como siempre y bajo el mismo formato, pero nada que pueda oler a verdadera creatividad, originalidad.
La monstruosa estafa de la industria cultural capitalista es que, en realidad, no nos entrega nada que pueda alimentar culturalmente al ser humano. Son productos light, descafeinados, desteinizados, sin gluten, ni azúcar, ni hidratos de carbono, ni, en definitiva, nada que pueda llenar lo que suele llamarse nuestro espíritu, sucedáneos dietéticos, que hinchan pero no alimentan. Así nuestro espíritu se mantiene a la línea (del pensamiento único), delgadito, raquítico, cual judío en campo de concentración, apenas con las fuerzas necesarias para soportar otra jornada laboral, pero incapaz de acumular nada en pro de una futura sublevación. Por eso, después de tragar nuestra ración cultural, el tránsito intestinal de nuestro espíritu es veloz y, rápidamente necesitamos otra y otra más y aún otra, antes de poder sentir algo que pueda recordar la satisfacción. Un Cervantes, un Mozart, un Eisenstein, había que tomarlos en pequeños bocados, rumiarlos a trocitos, digerirlos durante semanas porque cada página, cada nota, cada plano, proporcionaba todo el aliento vital que un hombre podía necesitar durante años. En cambio, estas novelitas que hay que parir de tres en tres para que parezca que hay en ellas algo de enjundia, estas cancioncillas que no pueden durar más de dos minutos, estas peliculitas que uno puede ver mientras plancha, son como vasitos de agua, llenan un instante para producir, a continuación, una sensación de vacío aún mayor. Eso sí, puestas todas juntas forman una lluvia que acaba por calar. Son pequeñas luciérnagas que apenas arrojan un atisbo de luz sobre el camino, pero que atrapan la mirada en el fantástico espectáculo que componen todas juntas. Así es nuestro querido capitalismo, una sardina podrida pero extremadamente brillante a la luz de luna.
Del comunismo podía decirse que, en realidad, nunca fue tal; podía decirse que fue una dictadura como cualquier otra; podía decirse que consistió en desposeer a la mayoría para dárselo a unos pocos, pero nada de eso lo hizo fracasar. Fracasó porque era feo. Es curioso que no se haya querido extraer la consecuencia última de las pinturas rupestres, a saber, que, desde que existe, nuestra especie ha sido impulsada por motivaciones estéticas. Se las explica diciendo que nuestros antepasados pintaban para propiciar la caza, cuando la verdad es exactamente la contraria, cazaban porque la pintura los había vuelto propicios para ello. Era el ideal de un cazador triunfante que habían dibujado en las paredes de su caverna el que les permitía vencer el miedo de internarse en el bosque y cobrar la pieza deseada. Nadie tendría valor para internarse en la inhóspita selva de nuestras sociedades contemporáneas si no estuviese imbuido por el valor que le confiere la imagen del héroe victorioso del mal, del desamor o de la derrota, que propaga a los cuatro vientos la industria cultural o, al menos, por la confianza en que ésta le proporcionará el dulce veneno con que apaciguar el dolor de sus heridas. Sin nuestra magra ración de ilusiones o ahítos de verdaderos manjares, nuestro destino sería el desfallecimiento o la tarea heroica, pero, en cualquier caso, habría que cambiarlo todo. Por eso, privado del alucinante baile de luciérnagas, del brillo, de la industria cultural, el capitalismo no sería nada, una mona sin seda, un agujero sin piercing, el pozo ciego, quizás, de las mezquindades humanas. Acabar con la industria cultural no es, por tanto, el indeseable resultado de unos vagos rácanos que buscan el camino más fácil, no es el resultado de la avaricia de unos pocos que quieren vivir del esfuerzo ajeno, no es tarea de delincuentes ni de piratas, es el requisito imprescindible de cualquier programa que quiera llamarse subversivo.