A los compañeros de Baleares,
con admiración.
En cierta ocasión, paseando por Jaipur, se me acercó un hombre joven que, en un castellano más que correcto, me preguntó si yo era español. Asentí de mala gana porque sabía a qué venía aquello. No obstante, entablamos una breve conversación, insisto, en castellano, en la que me mostró su sorpresa por encontrar españoles allí en aquella época del año, afirmó no conocer España, aunque se la imaginaba como un país bonito y, como yo sospechaba desde un principio, me invitó a visitar su tienda antes de dejar la ciudad. La India, además de un crisol de religiones, es una torre de Babel, con cientos de lenguas y dialectos. Los niños suelen aprender un par de ellos en casa y otros dos o tres apenas comienzan a moverse por su barrio. Cuando llegan al colegio, indefectiblemente, les enseñan inglés. El resultado es que, con pocas repeticiones, aprenden a manejar algunas palabras básicas. Con algo más, están defendiéndose en cualquier lengua. De todos modos, éstas son las condiciones que hacen posible su sorprendente capacidad para aprender idiomas, no la causa. La causa es la necesidad. Junto con un Estado benefactor en temas como la educación, la India padece un mercado libre regido más que por la ley de la oferta y la demanda, por la ley del más fuerte. En esencia, quien no vende, no come. Ud. tendrá un posgrado en marketing, habrá realizado un máster en técnicas de ventas y se habrá leído todo lo publicado sobre inteligencia emocional, pero si no ha visto a un vendedor indio en acción, apenas conoce los rudimentos de ese negocio. Para ellos, un “no” es un desafío y cuando le dice que sí, lo que está haciendo es desafiar a diez vendedores de la competencia que se lanzarán sin dudarlo a por su yugular. Nadie les ha explicado que la mejor manera de vender es dominar el idioma del cliente potencial, esa información la llevan en los genes.
En el polo opuesto está España. Los españoles no aprendemos idiomas ni a tiros. Durante años vivimos del turismo bajo la espectacular divisa: “si quieren visitarnos, que se molesten en aprender nuestro idioma”. Los hoteles con personal que manejara el inglés (por supuesto, no iban a pedir exquisiteces como el alemán o el sueco), lo anunciaban con grandes carteles en la recepción por la novedad que suponía. El pobre turista perdido por las calles de Sevilla sería atendido con extremada simpatía, eso sí, en andalú, andalú, andalú. Es difícil explicar las causas de este catetismo tan profundamente arraigado en nuestra mentalidad. Durante la dictadura se nos inculcó lo “imperial” de nuestra lengua en cuyas fronteras no se ponía el Sol. Era, además, una lengua en expansión, próxima a conquistar, cual nueva religión, el poder en el actual imperio. A ello hay que añadir, el atroz miedo del español a hacer el ridículo. Aún hoy, salvo los más descarados o quienes se saben perfectos dominadores de otra lengua, se resisten a hablar lo que saben de un idioma por miedo al “qué dirán”. Por si fuera poco, siempre hemos ido diez años por detrás de Francia en cuestiones culturales y, hasta hace muy poco, pretender que un francés hablase la lengua de Shakespeare era poco menos que mentarle la madre.
Ahora las cosas se han ido al otro extremo. Vivimos una histeria anglófila en materia lingüística que no deja de ser una nueva versión de nuestro catetismo. Hay que aprender inglés como sea y si no sabes inglés no eres nadie. El inglés, se nos dice, es muy necesario, es la lingua franca, es el idioma que, dentro de muy poco, hablará todo el mundo... Por tanto, los niños tienen que manejarlo con soltura antes de los 10 años. Los centros de enseñanza bilingüe se extienden como la peste, los padres lo exigen. ¿Alguien oyó hablar alguna vez de un centro que impartiera enseñanza de calidad y no fuese bilingüe?
Ciertamente, la cosa está muy bien, es muy bonita y nadie puede estar en contra de ella en la teoría. Algo muy distinto es la práctica. Veamos, ¿en qué consiste el bilingüismo? Para poner más horas de inglés en el horario semanal de un alumno cualquiera habrá que borrarlas de otras cosas. ¿De dónde? ¿qué horas se van a borrar? ¿Las de religión? ¡Por Dios, no! ¿Quitaremos alguna asignagili como “Proyecto integrado”, la hora de tutoría lectiva? ¡No! ¡por Dios, por Dios! ¡sería antipedagógico!.. ¡Ya está! Hagamos lo siguiente, la mitad de las asignaturas serán impartidas en otro idioma. Así tendremos matemáticas en inglés, física en inglés, historia de España en inglés y, ¿por qué no? lengua castellana en inglés. Para ello se puede contratar profesores nativos para dar esas clases. Pero, claro, eso es muy caro. Con el sueldo que se le paga en este país a un docente, olvídense de contratar a un buen profesor inglés de física. Es mucho más barato si por las buenas o por decreto se obliga al profesorado a aprender otra lengua en sus ratos libres. Si tienen suerte y el presupuesto llega, hasta se les pueden quitar dos horas de clase a la semana (porque con eso da de sobra para aprender otro idioma) y pagarles unos días del verano en el país en cuestión. ¿Qué ocurre con los profesionales que se niegan a pasar por el aro? Se los arrincona o, en el caso de la enseñanza privada, directamente se los despide, con independencia de su valía como docentes. Mejor tener enseñantes mediocres en otro idioma que buenos en el propio.
¿Que a los alumnos que tenían dificultades en matemáticas ahora la asignatura les resulta imposible al impartirla en otro idioma? ¿Que por mucho que se intente es imposible avanzar igual de rápido en los temarios? ¿Que, al final, hay que repetir en español lo que antes se dijo en inglés para que alguien lo entienda? ¿Y qué más da? ¿Acaso no saben nada de la nueva pedagogía? Las capacidades son lo importante y no los contenidos. Hay que desarrollar capacidades. ¡Los contenidos se aprenden en una tarde! Después, estos alumnos tan “capacitados” llegan a una facultad de ingeniería y cuando un profesor les pide que se aprendan de memoria un libro con las características de cada material, como no tienen hábito de adquirir contenidos, se estrellan y acaban en la carrera de arte dramático, donde los contenidos sí que se aprenden en una tarde.
Como me dijo una vez un director de un centro escolar, los alumnos aprenden a pesar de los sistemas educativos, así que es posible que, al final, podamos declarar el inglés segunda lengua nacional. Será muy útil, ya que, con el acervo de conocimientos que le vamos a transmitir a nuestros jóvenes, acabaremos siendo el país de camareros que, desde los alemanes a nuestros sucesivos gobiernos (todos ellos muy patriotas, muy henchidas sus venas por España), desean que seamos. Porque si la intención no fuese esa, si todo no fuese el enésimo truco para volvernos más incultos, más garrulos, más manipulables, se habría arbitrado una solución mucho mejor por simple, barata, eficaz y protectora de la industria cultural española, ésa por la que tanto claman contra la piratería: dejar de doblar cada película, cada serie, cada programa infantil, mantener el idioma original incluso en las retransmisiones de la NBA. Si las televisiones, y no las aulas, fuesen bilingües, como ocurre en Holanda, como ocurre en Portugal, como ocurre en Finlandia, hasta Ana Botella acabaría hablando en inglés.