domingo, 14 de julio de 2013

Una de viajes

   Hubo una etapa en mi vida en la que solía viajar al extranjero con cierta regularidad. En aquella primera época de la aviación comercial, los cielos estaban dominados por las compañías de bandera, que trataban a sus clientes a cuerpo de rey. Iberia solía dar un rancho medianamente apetecible,  Lufthansa te cebaba. Recuerdo que en vuelos que no llegaban a las tres horas, te daban cinco comidas, incluyendo un refresco acompañado de anacardos. Más de uno aprovechaba para pedir champán y no solía faltar la prensa del país de partida y del país de destino. Las autoridades aeroportuarias iban en la misma línea. Una vez me perdí en Heathrow y, con mi inglés macarrónico, sacado de las películas, conseguí que una empleada me diera acceso a un pasillo prohibido a los viajeros para acceder a la terminal en la que debía estar. Pasé varias veces por el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto en permanente alerta roja por los atentados que había vivido en los 70. Allí la policía patrullaba habitualmente con perros y con el dedo apoyado en el gatillo de los subfusiles. Pero si uno obviaba estas circunstancias, aquel aeropuerto no era en nada diferente de los demás.
   Cualquier pasajero que se preciara hacía gala de sus horas de espera en un aeropuerto como los pilotos lo hacen con sus horas de vuelo. No obstante, a poco que uno se supiera mover y tuviera ganas de conversación, la estancia en las salas de espera era una experiencia provechosa. En el aeropuerto de Barcelona aprendí el truco de irme hasta el puente aéreo con Madrid, porque allí podía obtenerse El País gratuitamente. Llegase donde llegase, me daba mi paseíto hasta la sala de espera del puente aéreo para conseguir mi periódico gratis si no me lo habían dado durante el vuelo. Pero la cosa iba más allá. En cierta ocasión me fue imposible encontrar billete para ir de Barcelona a Hannover, así que tuve que realizar un curioso periplo Sevilla-Madrid-Frankfurt-Sttutgart-Hannover. En esencia, todo un largo día volando o, mejor dicho, esperando en los sucesivos aeropuertos. A Frankfurt ya llegué cansado,  pero las sorpresas comenzaron en Stuttgart. Iba con la idea de buscar alguna tienda donde poder comprar algo de comida porque en Hannover me esperaba un frigorífico vacío. Apenas desembarqué, me vi conducido a la sala de espera de mi vuelo. Era una sala de reducidas dimensiones y cerrada, con lo que se esfumaba la posibilidad de buscar una tienda. En medio de la sala había una enorme fuente de varios pisos con sándwiches, yogures, fruta, barritas energéticas, alguna chuchería... Nada tenía precio. No había báscula alguna donde pesarlo. Ningún cartel que hiciera referencia a la fuente, ningún empleado estaba presente. Estaba solo allí. Como buen español, mi primer impulso fue abalanzarme sobre la fuente y coger un poco de todo. Me contuvo la idea de que entrase de repente un alemán y pensase precisamente eso: “ya está aquí el típico español arramblando con todo”. Me senté a observar qué ocurría. Durante largos minutos no ocurrió nada. Se acercaba la hora de mi vuelo y no entraba nadie. De pronto comenzaron a llegar alemanes. Los primeros mostraron ante la fuente el típico gesto de sorpresa alemán, es decir, no movieron ni una pestaña. Al cabo, uno se acercó y cogió algo. Fueron llegando cada vez más alemanes que cada vez se lo pensaban menos a la hora de coger cosas. Uno encontró algo en lo que yo no había reparado: ¡había bolsas de papel para quien quisiera llevarse más de un producto! Tomó su bolsa y bien que la llenó. Como mi madre me había enseñado que allí donde fuese hiciera lo que viese, lo imité. Me llevé comida para la cena, para el desayuno del día siguiente y casi para el almuerzo. 
   Pero las sorpresas no habían terminado. De todos los que acabamos por estar en aquella sala de espera, sólo cinco o seis íbamos a Hannover. El resto tenía por destino un vuelo posterior. En el avión nos aguardaban cuatro azafatas, como las que se gastaba la Lufthansa por entonces, con unas ganas soberanas de cachondeo porque llegaríamos a Hannover en pleno sábado por la noche. En fin, no sé si el Alzheimer logrará borrar de mi memoria aquel vuelo.
   La última vez que estuve en Heathrow un calvete me hizo quitarme los zapatos y me magreó entero. Si mi inglés me lo hubiese permitido le habría dicho que lo que él quería se pide en mi país de otra manera. Espero que fuese policía porque no iba de uniforme e igual es que le gusté a uno que pasaba por allí. Peor fue en Orly, un tipo con aspecto de hindú estuvo a punto de reconocerme la próstata. Por cierto, Orly es ese modelo de edificio por el que a los arquitectos les dan premios pero que son insufribles para quienes tienen que utilizarlo. Muy bonita la idea de hacer una terminal con forma de ameba, pero ¿alguien ha estudiado cómo se orientan los seres humanos en el interior de un ameba o cómo puede organizarse óptimamente la circulación por su interior? Por mi propia experiencia la respuesta es: muy mal. En el Charles de Gaullle tuvieron la brillante idea de retirar las papeleras. Me tiré una hora con una lata de Coca-Cola vacía en la mano, de hecho, la tuve que pasar por un detector de metales. Es cierto que con tanto registro, tantos impedimentos, tantas colas ante los controles, uno no tiene tiempo de aburrirse con las interminables esperas. De hecho es todo lo contrario, resulta casi milagroso poder enlazar dos vuelos. Y lo de conocer a gente en los aeropuertos ya pueden olvidarlo, después de que te hayan sobado tantos desconocidos, ¿para qué vas a hablar con uno/a más?    

domingo, 7 de julio de 2013

El panóptico global (y 4): La ejecución de Snowden.

   Michel Foucault abría su Vigilar y castigar, con una pormenorizada descripción del modo en que fue ejecutado Robert François Damiens el 28 de marzo de 1757. Cierta profesora de facultad tuvo a bien leérnosla un día a primera hora de la mañana, justo cuando nuestro desayuno comenzaba a ser digerido. Creo recordar que hubo quien se salió de clase. No tendré yo el mal gusto de repetir lo que cuenta Foucault, que, además, lo cuenta mucho mejor de lo que yo podría reproducirlo. Baste decir que Damiens atentó contra Luis XV causándole heridas leves y que, a consecuencia de ello, fue juzgado sumariamente, condenado y ejecutado de un modo tan brutal como simbólico. Foucault lo pone como ejemplo del poder barroco, desmesurado, ostentoso, recargado de simbolismo. A partir de ese momento comienza una evolución que pretende hacerlo menos aparente, menos llamativo, menos puntual y lo lleva actuar de modo continuo, sin por ello perder su capacidad para doblegar voluntades, someter a las mayorías, homogeneizarnos a todos. Si el poder barroco se ejerce sobre los cuerpos, grabando a fuego las marcas de su dominio, el panóptico es ya una demostración de cómo, a través de los cuerpos, se puede ir más allá. El panóptico no deja trazas en los cuerpos sino en el aire, en la luz, en lo que se ve.
   Los clásicos son clásicos porque, aunque estén alejados en el tiempo, siguen siendo actuales y Foucault lo es, el panóptico lo es, Vigilar y castigar lo es y mucho. A los asesinos en serie se les proporciona un abogado de oficio que los defiende con todas las garantías ante un tribunal. Los miembros de una banda terrorista gozan de juicios cubiertos por los medios de comunicación en los que hasta les es dado señalar con el dedo a sus jueces y amenazarlos. Pero si alguien atenta contra el poder, quiero decir, si alguien atenta realmente contra el poder, será perseguido sin piedad, encarcelado violando las más elementales normas del derecho penal, sentenciado de antemano, condenado a las más elevadas penas y cumplirá íntegramente su castigo si no acaba muriendo olvidado en el archivo de algún juzgado. Hoy podemos ver, (quiero decir, no ver, porque los medios de comunicación lo están ignorando bochornosamente) el juicio que se está celebrando contra el soldado Bradley E. Manning.
   Manning “clavó un alfiler” (como dijo Voltaire de Damiens) en el costado del actual Luis XV, arrojó luz sobre el modo en que se hace política internacional, sobre los procedimientos reales del ejército de los EEUU en sus victoriosas guerras de liberación y documentó algunas de sus matanzas. Los apaños, los chanchullos, el compadreo generalizado con el imperio global, el modo absolutamente sistemático en que los Estados violan sus propias leyes, la más absoluta carencia de dignidad, de vergüenza, de respeto a los seres humanos por parte de gobernantes de todas las tendencias políticas, quedó plenamente al descubierto. Pudimos tener constancia de cómo ministerios de asuntos exteriores aconsejaban a las autoridades norteamericanas esperar a que determinado juez, fácilmente influenciable, estuviese de guardia para presentar sus demandas legales. Supimos cómo las máximas autoridades de la muy libre Europa miraban hacia otro lado cuando ciudadanos de sus respectivos países eran secuestrados, torturados y hechos desaparecer en cárceles secretas. Alcanzamos a entender hasta qué punto todo código jurídico, toda legislación, toda ley fundamental de una democracia es una pura tela de araña para atrapar a ciudadanos de a pie mientras quienes las tejen atraviesan sus huecos como el aire puro de la mañana. Nadie dimitió, ninguna estructura de poder, ningún organismo, ningún político, revisó sus protocolos habituales de actuación, ninguna nueva ley ha sido puesta en vigor para limpiar de una vez las podridas cañerías de nuestros supuestos Estados libres y democráticos. Eso sí, Manning fue detenido, mantenido durante meses en aislamiento absoluto sin que se formularan acusaciones contra él, sometido a una presión psicológica brutal y, finalmente juzgado, en una pantomima de procedimiento legal.
   Ahora Edward Snowden se ha atrevido a clavar otro alfiler en el costado del nuevo monarca absoluto. Que llegue a ser detenido o no es indiferente, está condenado a vivir en un agujero, bien para esconderse, bien porque haya sido apresado. Son los nuevos Damiens, los regicidas frustrados contra los que el poder tiene que demostrar todo su exceso, toda su infinita gama de modos de tortura para escarmentarnos por adelantado a todos nosotros, los que todavía no hemos hecho nada por desmontarlo. De este modo espera mantenernos a raya. Pero para quienes están hartos de que se recorten sus libertades en nombre de la libertad, para quienes no toleran que haya gente por encima de la ley con objeto de mantener la ley, para quienes pretenden, un día, elegir entre posibilidades que no vengan impuestas por quienes saben que, sea cual sea la elección, ellos ganarán, Manning, Snowden, sólo pueden merecer el calificativo de héroes. Héroes que generan el imperativo moral de actuar como ellos, cada uno en la medida de sus posibilidades, hasta donde sienta que alcanza su compromiso. Porque, queridos amigos míos, se acerca el momento de cambiar algo para que todo cambie.

domingo, 30 de junio de 2013

El panóptico global (3): No hay 100% de seguridad con 100% de privacidad.

   En el discurso del XVIII, el justificante último de las medidas disciplinarias siempre fue el miedo, el miedo sanitario. Dado que locos, mendigos y enfermos en general, podían contagiar de sus males al global de la población, nada mejor que encerrados en lugares “apropiados”, los “hospitales generales”. Ahora bien, en esa época, las más elementales medidas de asepsia eran desconocidas por completo, incluso en la práctica médica habitual. Por tanto, los hospitales generales se convirtieron en focos de contagio de enfermedades más que en instituciones dedicadas a su curación. Era imposible, pues, garantizar, a la vez, la ausencia de contagios en la población amenaza de encierro y la ausencia de contagios en la población efectivamente. Sólo posteriormente, de hecho, en el siglo XIX, con la introducción de renovados protocolos médicos, podrá atribuírsele con pleno derecho al hospital un carácter curativo. 
   En el siglo XX, la enfermedad, el contagio, el higienismo, el control médico de la población, ha sido externalizado, pasando del Estado a otra institución aún más poderosa: la industria farmacéutica. El pánico que la posibilidad de enfermar causa ya no se utiliza para justificar la imposición de medidas disciplinarias, al menos, de entrada. Su utilidad práctica es mucho más sutil, aumentar el consumo. Hay que aterrorizar a los ciudadanos con enfermedades improbables para consumir. Consumir, en primer lugar, medicinas y, después, cualquier cosa ante la expectativa de una vida en continuo riesgo. Por tanto, si los Estados quieren seguir imponiendo medidas disciplinarias, si quieren seguir ejerciendo su poder sobre los ciudadanos, sometiéndolos a control e impidiendo cualquier reacción de éstos a restricciones de las libertades ya acordadas contra ellos, es preciso infundirles miedo con otra excusa.
   Casualmente la progresiva derivación del uso del terror médico a manos privadas, vino acompañada desde finales del siglo XIX por el aumento de la atención hacia el terror de origen “político”. Los ciudadanos que ya no aceptarían quedarse en sus casas por una epidemia, cierran disciplinadamente sus ventanas por temor a un atentado. La mano de la que ya no tememos que nos contagie una enfermedad es la que vemos ensangrentada en cuanto sabemos que se utiliza para rezarle a cierto dios. Tenemos derechos como pacientes, pero no si se trata de perseguir a quienes son sospechosos de poner bombas. El ensañamiento médico es indefendible, la tortura de los terroristas no.
   Si se trata del terrorismo todo está permitido. Los Estados lo saben, por eso existe el terrorismo. ETA mató en España alrededor de 800 personas en más de cuarenta años de existencia. La gripe mata cada año unas 1.400 personas en nuestro país. El atentado de las Torres Gemelas causó algo más de 3.000 víctimas, la décima parte de los muertos anuales por accidente de tráfico en EEUU. 56 personas murieron en el atentado de 7 de julio de 2005 en el metro de Londres. Ese año las estadísticas de muertos en el metro se doblaron, pues su media es de unos cincuenta muertos al año, la mayoría, suicidas.
   Acabar con el terrorismo exige medidas extremas, de acuerdo, pero ¿por qué no las exigen también la gripe, los accidentes de tráfico o los intentos de suicidio en el metro? ¿cuántas vidas se hubiesen salvado de dedicar a estas tres simples cuestiones la riada de millones invertida en la lucha contra el terrorismo? ¿por qué no se hace? La respuesta parece obvia, porque no se trata de salvar vidas. De lo que se trata es de controlar a la población, de meterse en sus existencias, en sus casas, debajo de sus sábanas, escudriñar sus comportamientos, sus pensamientos, sus más íntimos deseos. Se trata de prevenir cualquier acto de rebeldía, cualquier forma de asociación fuera de los marcos institucionales (es decir, inocuos para el sistema), de cercenar, en su misma raíz, cualquier cosa que suene a un atisbo de cambiar las cosas, a un amago de impedir que sigan capitalizando el poder los mismos de siempre. De eso es de lo que se trata.
   Bernardo Provenzano, el que fuera máximo dirigente de la Cosa Nostra siciliana desde principios de los 80 hasta su detención en 2006, mantuvo cohesionada una compleja organización transoceánica mediante los pizzini, trocitos de papel con mensajes mecanografiados. Desconfiaba de los teléfonos, los ordenadores y demás medios modernos. ¿Qué dificultad hay en dirigir una organización terrorista, en general, mucho más pequeña y disciplinada, por un procedimiento semejante? ¿Cuánta seguridad nos otorgaría frente a una organización de ese género entregarle toda nuestra intimidad a un centro de espionaje? Las víctimas del atentado de Boston, el personal del consulado en Bengasi, los dos muertos en el atentado de Atlanta durante los Juegos Olímpicos, ¿a cambio de cuánta seguridad dieron toda su privacidad? ¿Quién obtiene el 100% de seguridad por la entrega de toda nuestra intimidad, de lo que, en definitiva, nos constituye como seres humanos dignos? ¿los ciudadanos o los que velan por que nada cambie jamás y sus compinches, los que sacan tajada del statu quo?

domingo, 23 de junio de 2013

El panóptico global (2): Que nada tema quien nada haga.

   Decía Foucault en Vigilar y castigar que el panóptico era  un interrogatorio sin término, una investigación sin límite, un expediente y, a la vez, juicio, que sólo puede cerrarse con la condena o la muerte del individuo en cuestión, una medida permanente de la proximidad o lejanía respecto de una norma inaccesible(1). Esgrimir contra el seguimiento pormenorizado de nuestras vidas la idea de que “quien nada haga, nada tiene que temer”, ha sido siempre el cinismo supremo de quienes tienen por ideal democrático la sociedad distópica  que describe Orwell en 1984. Exactamente ¿qué hay que hacer para temer algo? ¿quién decide cuándo se ha hecho? ¿en base a qué protocolos, a qué criterios? ¿son revisables? ¿cuándo? ¿dónde? ¿cómo? Y, ¿qué hay que temer? 
   No lo olvidemos, Edward Snowden era, simplemente un empleado de una subcontrata. Difícilmente pudo tener acceso a todo lo que la NSA hace y, aún más difícil, a lo más grave que la NSA pueda llegar a hacer. ¿Cuál es la finalidad de esa inmensa recogida de datos que Snowden ha puesto de manifiesto? ¿Existe, junto a ella, algún tipo de actividad ejecutiva? ¿en qué consiste? ¿quién la realiza? ¿cómo se lleva a cabo? ¿Está capacitada la NSA para introducir pornografía pedófila en el ordenador de cualquiera sin que se de cuenta? ¿Puede efectuar compras de productos ilegales con sus tarjetas? ¿Puede robar y filtrar a la prensa contenidos poco recomendables de sus dispositivos electrónicos? ¿Tiene acceso a los mecanismos digitales de voto en las elecciones, a los procedimientos de recolección de resultados? Recordémoslo, todos estamos sometidos al escrutinio inmisericorde  de la NSA. Y eso incluye a policías, militares y políticos. ¿Cuántos políticos poco proclives a los procedimientos de la NSA han sido ya reducidos a fosfatina por alguno de los procedimientos antes mencionados? Aún peor, ¿sobre cuántos de ellos ha ejercido una presión capaz de cambiar su voto, sus programas, sus ideas o declaraciones?
  Barack Obama fue senador del Estado de Illinois, costero del gran lago Michigan y famoso por una corrupción más grande que el lago. Dicen que en su bandera figura el lema “¿qué hay de lo mío?” El gobernador en la época en que Obama salió disparado hacia la Casa Blanca, Rod Blagojevich, acabó enjuiciado por intentar vender el escaño que aquel dejaba vacante. Llevaba el estado desde su casa particular porque sospechaba que la policía tenía pinchados los teléfonos de su despacho. En medio de semejante cenagal, Obama emergió impoluto, sin una sombra de corrupción sobre su historial. Nadie fue capaz de implicarlo en ningún escándalo. ¿Tampoco la NSA que, no lo olvidemos, lo sabe todo acerca de él? ¿Acaso ha tenido esto influencia en la rápida y decidida toma de postura del presidente a favor de la citada agencia de espionaje? Y si políticos en ciernes o consagrados, congresistas, senadores, incluso el propio presidente, están sometidos al escrutinio permanente, a la causa constantemente abierta, a la inquisición perpetua de la NSA, ¿quién controla semejante organismo?
   Sí, la idea de que quien nada haga nada tiene que temer, debe haber tranquilizado muchas mentes, excepto la de aquellos que hacen algo. La NSA encarna, ciertamente, una amenaza muy seria sobre quienes “hacen algo”. Por ejemplo, sobre quienes hacen aviones. En Airbus todo el mundo escribe documentos con la certeza de que estarán en los despachos de su competidora Boeing, unos segundos después de redactarlos. A lo mejor la razón es que una empresa propiedad de Boeing, Narus (por cierto, de origen israelí), trabaja para la NSA. ¿Cuántos casos más existen? Edward Snowden recopiló datos para demostrar sus acusaciones, ¿cuántos empleados de empresas subcontratadas por la NSA, recopilan datos con fines comerciales? ¿por cuenta de quién lo hacen? ¿interviene también la NSA en el mercado favoreciendo con información privilegiada a ciertas compañías? Y, en caso afirmativo ¿a cambio de qué? ¿de que le cedan sus datos? ¿o se trata de algo mucho más crematístico y ligado a intereses particulares? No lo olvidemos, los contratos de la NSA y sus correspondientes subcontratas se efectúan al amparo del secreto de Estado. Nadie conoce los detalles exactos, nadie pregunta demasiado por el monto ni por los desgloses particulares. Las propias empresas son elegidas a dedo. No hay que ser demasiado imaginativo para suponer que existe un tránsito continuo de personas desde los despachos de las citadas empresas a los que pertenecen a la agencia y viceversa. Una organización con un presupuesto ilimitado y un acceso ilimitado a los grandes servidores de Internet es, forzosamente, una organización de poder infinito, pero también una fuente infinita de corrupción, un cáncer para cualquier democracia que quiera tener, al menos, la apariencia de tal.


   (1) Cfr.: Foucault, M. Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, pág. 230.

domingo, 16 de junio de 2013

El panóptico global (1): Sociedades carcelarias.

A mis fieles lectores de la NSA.

Un año antes de su muerte, acaecida en 1728, Antoine Desgodets recuperó, para su proyecto de un Hotel-Dieu, la planta circular a la que aspiraron tantos arquitectos renacentistas. Casi cincuenta años más tarde, M. A. Petit, en su Mémoire sur la meilleure maniere de construire un hôpital de malades justificaba el empleo de una planta de estas características en base a dos principios. El primero era la ciudad vitruviana, con calles orientadas según la procedencia de los vientos. El segundo era el funcionamiento del horno inglés, una suerte de embudo invertido, que ponía la circulación de ese aire al servicio de la producción. Petit entiende el hospital como la confluencia de dos discursos, el discurso urbanístico y el discurso fabril. El hospital debe ser una ciudad en miniatura y un taller ampliado. Nada mejor, pues, que colocar los diferentes bloques de salas en torno a una capilla central, desde la que los médicos y enfermeras pudieran observar continuamente la evolución de los pacientes(1). Ciertamente, el discurso médico ilustrado, es un discurso que no habla acerca de enfermos ni de enfermedades. Su marco de referencia no es el pequeño sector de la población que padece algún mal, sino la sociedad en su conjunto. Sobre esta sociedad  intenta imponer un tipo de reglamentación que ya ha demostrado tener éxito en los talleres y que se generalizará con la llegada de la revolución industrial. En Vigilar y castigar, Foucault cita cierto ordenamiento del siglo XVIII que exigía dividir la ciudad en sectores, impedir el libre movimiento de ciudadanos y obligarlos a permanecer en sus casas cada vez que el arbitrio de un funcionario nombrado al efecto lo decidiese. ¿La causa? El miedo, el miedo a la enfermedad, el miedo a la peste(2).
Lo que hizo Jeremías Bentham en 1830 fue muy simple, tomó el discurso de Petit, el discurso de la medicina ilustrada y lo depuró hasta su esencia, que no es otra que el dominio, el control. De este modo, el hospital se transformó en una penitenciaría, el paciente en un recluso, la libre circulación del aire en la no menos libre circulación de la mirada. Así nació el panóptico. El panóptico es una estructura penal en la que las celdas de los reclusos están dispuestas en círculo, con una de sus paredes sustituidas por una simple cancela de barrotes. El centro de dicho círculo está ocupado por una torre con una sucesión de ventanucos, tales que, desde el lado de las celdas, apenas puede verse una pequeña mirilla que impide al reo saber si está siendo observado o no. 
    El panóptico obedece a un claro ideal productivo, es un dispositivo productor de vigilancia, de control, de disciplina con una inversión mínima. Esencialmente un sólo carcelero puede vigilar a un número indeterminado de presos, pues buena parte del control, de la vigilancia, ha sido transferida a la cabeza de éstos. Ante la perpetua posibilidad de ser observados, los individuos interiorizarán la normalidad, ejerciendo de carceleros de sí mismos, controlando su propio comportamiento. Pero hay más, la posibilidad de ver sin ser visto, de observar desde la inobservabilidad, desequilibra irremediablemente la relación de vigilancia. El carcelero ya no puede ser examinado en el riguroso cumplimiento de su horario por parte del reo. De este modo, lo que, en principio, es un ejercicio de control, se convierte en una relación de poder. Cada preso está sometido en cada momento a un poder omnipresente, que amenaza perpetuamente con la posibilidad de castigarlo. El poder se ha vuelto capilar, vigila cada uno de los actos de cada individuo singular. Lo que fue un poder disciplinario sobre una multitud, sobre toda una población, se vuelve ahora un poder atento a la singularidad de cada sujeto, capaz de sancionar de modo singular y concreto, sin por ello perder su capacidad de normalizar a todos a la vez. Por eso, argumenta Foucault, el poder carcelario, el poder panóptico, deviene un contraderecho. Si las leyes son válidas para todos, si son enunciados de carácter general, su aplicación concreta en las instituciones es una sucesión de casos concretos y singulares, un desequilibrio permanente de deberes y obligaciones, una sucesión de castigos contra los que no hay defensa jurídica posible.
Pero nuestra época no es la de la Luces. No aspiramos al progreso, no publicamos enciclopedias, no nos asusta la minoría de edad. Vivimos en la época de la imagen, de la aldea global. Ya saben, el medio es el mensaje, el individuo es el protagonista, los pequeños acontecimientos tienen grandes consecuencias, todos estamos enlazados, por tanto, somos mutuamente dependientes, no hay otro remedio que ser solidario... ¡Qué genio fue Marshal McLuhan! ¡Qué visionario! ¡Qué magnífico constructor de cortinas de humo! Es difícil imaginar una sociedad más disciplinaria que la de una aldea. En el grupo reducido de casas, todas al alcance de la mirada, nadie puede salirse de la norma sin recibir su sanción social inmediata. Las modernas sociedades globalizadas, interconectadas, internautizadas, son el ideal de cualquier panoptista. Cada ciudadano, cada mente pensante, ha sido moldeada para ignorar los más feroces sistemas de control. El proyecto de vida de todos y cada uno de nosotros es exhibir nuestras intimidades, mostrar nuestras fotos, nuestros vídeos, nuestras imágenes para que el ojo de cualquiera que quiera hacer de carcelero nos escrute, nos analice, determine si hemos de recibir algún género de sanción. Somos incapaces de ver nada malo en la vigilancia perpetua, aceptamos con naturalidad que se nos filme por las calles, preferimos el rastreable pago con tarjeta antes que el anonimato de la moneda corriente. Asumimos, con un candor infantiloide que la posibilidad de convertirnos nosotros mismos en observadores de la vida de los demás, nos hace a todos iguales, garantiza nuestra libertad, como si eso hubiese hecho desaparecer la posibilidad de un omnímodo poder inobservable. Hasta tal punto vivimos en sociedades carcelarias que el simple hecho de pintar los barrotes de rosa fosforito para que nadie pueda cerrar los ojos a su existencia, se ha convertido en un acto subversivo.


    (1) Cfr.: Vidler, A. El espacio de la Ilustración. Una teoría arquitectónica en Francia a finales del siglo XVIII, versión española de J. Sainz, Alianza Editorial, Madrid, 1977, pág. 93.
    (2) Cfr.: Foucault, M. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Siglo XXI, Madrid, 1990, pág. 99.

domingo, 9 de junio de 2013

Sobre la estupidez

Hace muchos, muchos años, cuando era joven y tenía ilusiones, mis amigos de la revista Blitiri me propusieron que colaborara con un artículo en el número que estaban elaborando, un monográfico dedicado a la estupidez. Yo que, como digo, tenía ilusiones, es decir, era estúpido, no consideré el tema de suficiente elevación y no hice grandes esfuerzos porque se me ocurriese algo. Ahora no es que sea menos estúpido, pero, sí que tengo mayor sensibilidad hacia temas menos trascendentes. Con la edad, he llegado a un punto parecido a Kant. El de Königsberg decía que dos cosas le causaban admiración, el cielo estrellado sobre su cabeza y la voz del deber en su interior. A mí también me asombra el cielo estrellado sobre mi cabeza y algo no menos inmenso, la estupidez humana.
Si está empezando a sentirse ofendido/a, le ruego que lo piense detenidamente durante unos momentos. ¿Qué es exactamente lo que nos impide aprender en cabeza ajena? ¿quién se prepara para recibir un palo cuando ve que lo recibe el que está a su lado? ¿quién echa sus barbas a remojar cuando ve afeitar las del vecino? Hay cierto género de jovencitas que casi se sienten alagadas cuando su novio la emprende a mamporros con el primero que las roza en la discoteca. Después se quedan estupefactas al descubrir que su valiente novio también está dispuesto a pegarle a ella en cuanto el alcohol o la ira se le suben a la cabeza. Pero este tipo de comportamiento no se debe a que sean mujeres. En las propias discotecas se puede observar una conducta bastante curiosa. Hay cuatrocientas chicas apurándose una noche más y una pareja de chicas que ya han largado con viento fresco a media docena de chicos que han intentado entablar conversación con ellas. ¿A quién dedicarán su atención, preferentemente, los chicos presentes en el local? 
Tampoco es este tipo de comportamiento típico, únicamente, de los jóvenes. Cuando los franceses vieron a su ministro del Interior soltar todo tipo de bravuconadas contra los chicos que la banlieu que quemaban coches, les faltó tiempo para acudir en masa a votarle y convertirlo en Presidente de la República. En menos de una semana comprobaron, aturdidos, que el flamante presidente no se cortaba un pelo en lanzar bravuconadas contra todo el mundo, incluyendo el primer ciudadano de a pie que se cruzaba en su camino.
En los parques públicos es muy frecuente ver a padres que se toman a risa que su hijo haya pegado a otro. Si el padre del agredido se encara con ellos tardarán menos de un segundo en espetarle que “es cosa de niños”. Cuando el niño ya no es un niño, esos padres ya no suelen encontrarle gracia a ser ellos mismos agredidos por su hijo. El caso, insisto, es que ese comportamiento lo tenemos todos, porque todos tenemos ese amigo al que es sumamente divertido oír ridiculizar a personas que no están presentes. Nos reímos con él y le cobramos afecto, hasta que un día alguien nos comenta que ha estado lanzando comentarios sarcásticos contra nosotros mismos a nuestras espaldas. ¿Acaso esperábamos otra cosa? ¿por qué? Todavía peor, por la vida de todos nosotros ha pasado esa persona tóxica con la cual nuestra relación ni funcionó ni podía haber funcionado de ninguna de las maneras. ¿Exactamente cuánto tardaríamos en darle una segunda (o tercera, o cuarta) oportunidad si insistiera? 
Sabemos de personas que lo han perdido todo a las cartas, con las apuestas, invirtiendo en bolsa y tenemos un afán irrefrenable por imitarles. ¿Cuántos conocidos han muerto por culpa del tabaco o del alcohol que nosotros no dejamos de consumir? Quien más, quien menos, recuerda a ese amigo que comenzó con los porros y acabó con la jeringuilla, lo cual no evita que sigamos aferrándonos a la idea de que hay drogas más inocuas que otras. Pregúntele a un cocainómano, heroinómano o poliadicto en general. Cada uno de ellos tiene la absoluta convicción de ser un caso especial, de dominar su vida y de tener un futuro muy diferente al que ya ha podido observar en compañeros directos de adicción.
Mario Moretti, el que fuera líder de las Brigate Rosse, recordaba en una largísima entrevista publicada como libro (Brigadas Rojas, Akal, Madrid, 2002), que lo primero que le decía a los nuevos reclutas es que en seis meses estarían muertos o encarcelados. Además de una estrategia de disciplina mental, era la pura verdad. De los miles de jóvenes implicados en acciones terroristas a lo largo del siglo XX, apenas un puñado (los pertenecientes al EOKA de Chipre) pudieron paladear la victoria (durante un tiempo). Quienes lograron esquivar el cementerio y la cárcel, acabaron por tener que reconocer, más pronto o más tarde, lo que la historia no se cansa de ejemplificarnos, que por ahí no se va a ninguna parte que merezca la pena.
El problema es que no hay modo de imaginar de dónde procede semejante interés en estrellarnos. Evolutivamente, nuestra especie debió tener algún mecanismo de seguridad que impidiese envenenarnos con la hierba que el vecino tuvo la ocurrencia de probar. De hecho, los niños aprenden por generalización y generalizando, necesariamente, tendríamos que evitar todos esos tropiezos. Sin embargo, en algún momento de nuestra evolución filogenética y ontogenética, parece desarrollarse un mecanismo que, sistemáticamente, nos ciega con un optimismo irracional o con la absurda idea de que somos inmunes a cosas que el resto de la humanidad no lo es. Si adoptásemos la simple máxima de evitar a las personas que hemos visto hacer daño a otros o, al menos, prepararnos para que nos hagan daño también a nosotros, nos evitaríamos más de la mitad de los sinsabores de esta vida. Y si a ello añadimos el corolario de evitar los comportamientos cuya naturaleza dañina hemos podido comprobar en los demás, evitaríamos casi la otra mitad. Pero, claro, para eludir la estupidez hemos de pagar un precio muy alto, el de ser felices.

domingo, 2 de junio de 2013

Furgo

Mientras se celebran manifestaciones contra las políticas neoliberales de recortes en toda Europa, la atención de los españoles está centrada en algo muchísimo más importante: la última jornada de la liga profesional de furgo (o, como dicen los cursis, fútbol). El furgo es apasionante. Si Ud. observa un partido cualquiera, especialmente esos que los comentaristas califican de “intenso”, comprobará que el balón no suele estar en movimiento más de cuarenta minutos. De esos cuarenta minutos, aproximadamente veinte, el movimiento del balón consiste en que los defensas se lo pasan de uno a otro o bien se lo envían al portero, con lo que el “apasionante” juego real se reduce al 22% del tiempo total. A ello hay que añadir que en ese mísero 22% ni de lejos suelen intervenir la totalidad de jugadores. En esencia ocho o diez de los jugadores de ambos equipos están verdaderamente implicados, el resto mira. Curiosamente, en cuanto es necesaria una prórroga o, simplemente, conforme avanza la temporada, los jugadores sufren de calambres, punzadas en el costado y demás males que cualquiera de nosotros sufriría en condiciones parecidas. Al cabo de 38 jornadas de una liga regular, más, digamos, otras 38 de competiciones paralelas, no hay un solo jugador de una plantilla profesional que haya jugado todos los partidos. “Es imposible”, coinciden todos los entrenadores, “las rotaciones son imprescindibles”. Imprescindibles lo son, desde luego, en la NBA, en la que la temporada regular consta 82 partidos, playoff aparte. Allí, el que se queda mirando en más de dos jugadas se va al banquillo ipso facto, no hablemos ya del que “tiene una punzadita” o muestra cansancio.
¿Qué lesiones pueden apartar a un jugador de un partido? Hay muchas, por ejemplo, una “microrrotura fibrilar”, una contusión o el famoso “pinchazo” en el isquiotibial. Recuerdo haber visto un partido de los Leicester Tigers de la Aviva Premierschip de rugby en el que dos de sus jugadores chocaron fortuitamente. Uno se hizo una brecha terrible en la cabeza por la que sangraba abundantemente. Naturalmente, siguió jugando. El otro se quedó tumbado en el césped. No se movía. Al cabo de unos minutos las asistencias lograron reanimarlo. Tuvieron que sacarlo a empujones del campo. A pesar de estar completamente desorientado, quería seguir jugando para no dejar en la estacada a sus compañeros. Insisto, era un partido más de la liga, nada trascendental. De todos modos, es injusto comparar al furgo con el rugby. El rugby es un deporte (para muestra un botón). El furgo es... furgo.
Es común ver jugadores en la temporada regular del fútbol americano, que compiten con el brazo partido y los tobillos vendados a la bota. Parte del entrenamiento que ellos desarrollan va destinado a evitar las lesiones, lo cual les permite realizar acrobacias y recibir golpes verdaderamente espectaculares. También es injusto comparar al fútbol americano con el furgo. Al furgo juega cualquiera que tenga un grupo de amigotes con el que hacerlo. Al fútbol americano sólo juegan hombres de hierro.
¿A qué dedican sus entrenamientos los jugadores de furgo? En realidad, más que entrenar, los jugadores de furgo ensayan. Puede comprobarse en cualquier partido. Un lance conduce  a que uno de los jugadores acabe en el suelo en medio de un grito que le sale del alma. Se retuerce de dolor hasta que se acerca el fisioterapeuta. Vierte sobre la pierna del jugador un líquido prodigioso y, en unos segundos, éste se levanta pletórico de facultades y sin rastro de lesión. ¿Por qué no venden ese producto milagroso en las farmacias? ¿por qué no lo emplean en los hospitales? ¿acaso es todo una burda patraña? ¿son los futbolistas unos mentirosos patológicos? En tal caso ¿por qué  les creemos cuando afirman que sienten los colores del club, que jamás se han dopado, que no saben nada de amaños de partidos? Ahora bien, los fisioterapeutas participan también en el engaño, ¿por qué debemos creerles cuando nos aseguran que no proporcionan a los jugadores ningún producto ilegal? ¿Qué cabe decir de los entrenadores, de los directivos, que fichan, protegen y defienden a semejante caterva de embusteros? ¿Hay algo relacionado con el furgo que no sea truco, engaño o mentira?
La práctica totalidad de las grandes ligas europeas han sufrido escándalos de partidos amañados, Inglaterra, Francia, Alemania... En Italia, una mafia con epicentro en la Juve lo controlaba todo, jugadores, representantes, árbitros, calendario, fichajes, resultados, clasificaciones... España es un caso único. Jamás ha habido una sentencia por amaño de partidos. Al final de cada temporada surge el habitual rumor acerca de cierto maletín que va y viene hasta que se inician los torneos de verano y después ya nadie se acuerda. Básicamente, este carácter excepcional de nuestro país, sólo tiene dos explicaciones posibles. La primera es que vivimos en una nación conocida mundialmente por su honradez y honestidad, que desconoce el significado del término “chanchullo”. La segunda es que la extensión del sistema de amaños español y el nivel de los cargos implicados en él es muchísimo mayor que en Italia. Quédese con la que le parezca más plausible.
Pero, claro, se me dirá, el furgo genera mucho dinero y hay que proteger eso. Cierto, el furgo genera mucho dinero, lo que ya no tengo tan claro es para quién. Según un estudio reciente sólo cuatro clubes españoles son económicamente viables. El resto, de ser empresas, estarían ya cerradas por quiebra técnica. Tras el rescate bancario, más pronto que tarde, tendremos un rescate futbolístico. Aflorará el agujero que ahí existe y lo taparán echando paladas de dinero público. Dinero que habrá que sacar de alguna parte. Tal vez cierren otro hospital, tal vez prescindan de otro centenar de profesores o, casi con toda probabilidad, ambas cosas. Es lógico, entre una sistema sanitario y educativo de calidad y un mal partido de furgo la elección casi  no tiene color.