Hubo una etapa en mi vida en la que solía viajar al extranjero con cierta regularidad. En aquella primera época de la aviación comercial, los cielos estaban dominados por las compañías de bandera, que trataban a sus clientes a cuerpo de rey. Iberia solía dar un rancho medianamente apetecible, Lufthansa te cebaba. Recuerdo que en vuelos que no llegaban a las tres horas, te daban cinco comidas, incluyendo un refresco acompañado de anacardos. Más de uno aprovechaba para pedir champán y no solía faltar la prensa del país de partida y del país de destino. Las autoridades aeroportuarias iban en la misma línea. Una vez me perdí en Heathrow y, con mi inglés macarrónico, sacado de las películas, conseguí que una empleada me diera acceso a un pasillo prohibido a los viajeros para acceder a la terminal en la que debía estar. Pasé varias veces por el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto en permanente alerta roja por los atentados que había vivido en los 70. Allí la policía patrullaba habitualmente con perros y con el dedo apoyado en el gatillo de los subfusiles. Pero si uno obviaba estas circunstancias, aquel aeropuerto no era en nada diferente de los demás.
Cualquier pasajero que se preciara hacía gala de sus horas de espera en un aeropuerto como los pilotos lo hacen con sus horas de vuelo. No obstante, a poco que uno se supiera mover y tuviera ganas de conversación, la estancia en las salas de espera era una experiencia provechosa. En el aeropuerto de Barcelona aprendí el truco de irme hasta el puente aéreo con Madrid, porque allí podía obtenerse El País gratuitamente. Llegase donde llegase, me daba mi paseíto hasta la sala de espera del puente aéreo para conseguir mi periódico gratis si no me lo habían dado durante el vuelo. Pero la cosa iba más allá. En cierta ocasión me fue imposible encontrar billete para ir de Barcelona a Hannover, así que tuve que realizar un curioso periplo Sevilla-Madrid-Frankfurt-Sttutgart-Hannover. En esencia, todo un largo día volando o, mejor dicho, esperando en los sucesivos aeropuertos. A Frankfurt ya llegué cansado, pero las sorpresas comenzaron en Stuttgart. Iba con la idea de buscar alguna tienda donde poder comprar algo de comida porque en Hannover me esperaba un frigorífico vacío. Apenas desembarqué, me vi conducido a la sala de espera de mi vuelo. Era una sala de reducidas dimensiones y cerrada, con lo que se esfumaba la posibilidad de buscar una tienda. En medio de la sala había una enorme fuente de varios pisos con sándwiches, yogures, fruta, barritas energéticas, alguna chuchería... Nada tenía precio. No había báscula alguna donde pesarlo. Ningún cartel que hiciera referencia a la fuente, ningún empleado estaba presente. Estaba solo allí. Como buen español, mi primer impulso fue abalanzarme sobre la fuente y coger un poco de todo. Me contuvo la idea de que entrase de repente un alemán y pensase precisamente eso: “ya está aquí el típico español arramblando con todo”. Me senté a observar qué ocurría. Durante largos minutos no ocurrió nada. Se acercaba la hora de mi vuelo y no entraba nadie. De pronto comenzaron a llegar alemanes. Los primeros mostraron ante la fuente el típico gesto de sorpresa alemán, es decir, no movieron ni una pestaña. Al cabo, uno se acercó y cogió algo. Fueron llegando cada vez más alemanes que cada vez se lo pensaban menos a la hora de coger cosas. Uno encontró algo en lo que yo no había reparado: ¡había bolsas de papel para quien quisiera llevarse más de un producto! Tomó su bolsa y bien que la llenó. Como mi madre me había enseñado que allí donde fuese hiciera lo que viese, lo imité. Me llevé comida para la cena, para el desayuno del día siguiente y casi para el almuerzo.
Pero las sorpresas no habían terminado. De todos los que acabamos por estar en aquella sala de espera, sólo cinco o seis íbamos a Hannover. El resto tenía por destino un vuelo posterior. En el avión nos aguardaban cuatro azafatas, como las que se gastaba la Lufthansa por entonces, con unas ganas soberanas de cachondeo porque llegaríamos a Hannover en pleno sábado por la noche. En fin, no sé si el Alzheimer logrará borrar de mi memoria aquel vuelo.
La última vez que estuve en Heathrow un calvete me hizo quitarme los zapatos y me magreó entero. Si mi inglés me lo hubiese permitido le habría dicho que lo que él quería se pide en mi país de otra manera. Espero que fuese policía porque no iba de uniforme e igual es que le gusté a uno que pasaba por allí. Peor fue en Orly, un tipo con aspecto de hindú estuvo a punto de reconocerme la próstata. Por cierto, Orly es ese modelo de edificio por el que a los arquitectos les dan premios pero que son insufribles para quienes tienen que utilizarlo. Muy bonita la idea de hacer una terminal con forma de ameba, pero ¿alguien ha estudiado cómo se orientan los seres humanos en el interior de un ameba o cómo puede organizarse óptimamente la circulación por su interior? Por mi propia experiencia la respuesta es: muy mal. En el Charles de Gaullle tuvieron la brillante idea de retirar las papeleras. Me tiré una hora con una lata de Coca-Cola vacía en la mano, de hecho, la tuve que pasar por un detector de metales. Es cierto que con tanto registro, tantos impedimentos, tantas colas ante los controles, uno no tiene tiempo de aburrirse con las interminables esperas. De hecho es todo lo contrario, resulta casi milagroso poder enlazar dos vuelos. Y lo de conocer a gente en los aeropuertos ya pueden olvidarlo, después de que te hayan sobado tantos desconocidos, ¿para qué vas a hablar con uno/a más?