Mientras los filósofos han seguido dándole vueltas al problema vigesimico del sexo de las interpretaciones se han ido formando a nuestro alrededor ejércitos cuyo diseño no obedece a la lógica de enfrentar otros ejércitos y que, por tanto, se hallan libres de las dificultades de los ejércitos tradicionales para combatir enemigos mucho más difusos como guerrillas o levantamientos populares. Los nuevos ejércitos de organización virtual pueden tomar como objetivo, con la misma facilidad, países, empresas o ciudadanos concretos. Sin duda, resulta muy espectacular la injerencia rusa en las elecciones norteamericanas o el asalto de hackers norcoreanos a los servidores de Sony. La capacidad para diseñar objetivos capilarizados, de atacar individuos concretos, constituye, sin embargo, la mejor manifestación de que algo muy importante ha cambiado en la naturaleza de los conflictos internacionales. De hecho, se trata de una reorganización conceptual de primera magnitud, o, como se diría en la terminología mitológica del siglo pasado, un cambio de paradigma.
Si repasan la historia encontrarán casos sin fin de acciones de un Estado contra ciudadanos del propio país o de lo que consideran como tal, bien dentro de sus fronteras, bien fuera de las mismas. También existen abundantes ejemplos de conflictos con empresas que poseen intereses en el país que las ataca o que compiten con empresas de dicho país. Por supuesto, todos conocemos casos de grupos de individuos que atacan un Estado, como ocurre con el terrorismo. Incluso existen situaciones en las que una persona concreta ha conducido a la extinción de uno, caso de Cecil Rhodes y su invasión de la República de Transvaal, que puso fin a la Segunda Guerra Bóer. La condena de Galileo, por ejemplo, ilustra cómo un Estado, en este caso el imperio español, influyó sobre la cabeza visible de otro, el papado, para que una persona concreta rectificara su actitud. Por contra, que un Estado dirija sus armas más sofisticadas directamente contra un ciudadano de otro país que no ha cruzado la frontera entre ambos, tiene escasos precedentes. Tan pocos que los ciudadanos en semejante situación se encuentran inermes ante dicho ataque, primero, por la magnitud que toma el mismo, pero, segundo, más importante aún, porque no existen cauces para conducir una defensa apropiada. Como todos sabemos, la estrategia de negar una acusación suele convertirse en el mejor modo de que ésta llegue a conocimiento de más gente. Los procedimiento habituales, la policía, por ejemplo, poco puede hacer dado que el ataque viene de más allá de su jurisdicción. La multiplicidad de nombres bajo los que se esconde este tipo de ataques hace inviable la denuncia legal de los mismos. Los gobiernos ni siquiera tienen la opción diplomática de presentar protestas formales ante otro gobierno pues no hay pruebas de su vínculo con lo que se muestra como actuaciones de ciudadanos particulares. Incluso aunque se recurra a organismos internacionales, la posibilidad de disuadir a los agresores de seguir en sus acciones por medio de una sanción resulta algo más que remota. Si la ofensiva pasa por construir una imagen denigrante de una persona, por la propia naturaleza de las imágenes, la única defensa posible implica construir una imagen diferente, cosa que rara vez se halla al alcance de una persona sola. Todo esto puede enunciarse de otra manera: un ataque virtual sólo puede defenderse mediante un contraataque virtual, o, lo que viene a decir lo mismo, toda guerra comunicativa posee naturaleza ofensiva.
Hasta ahora se nos ha venido justificando la existencia de los Estados y, en especial, su monopolio de la violencia, en la necesidad de defender a sus administrados del ataque de otros ciudadanos y de otros Estados, como bien saben cónsules y embajadores. Que un Estado pueda atentar contra lo más sagrado que poseemos en este siglo XXI, nuestra imagen, sin que aquel al que pagamos los impuestos pueda impedirlo ni castigarlo, le hace perder inmediatamente su razón misma de existir. El caso de Jessikka Aro resulta a este respecto paradigmático. Se trata de una periodista que ejerce en un país cuya historia ha venido marcada por sus relaciones con su gigantesco vecino. ¿Cuántos periodistas se mostrarán en un futuro dispuestos a informar en contra de los intereses rusos? Aún peor, ¿qué le cabe esperar a los gobiernos fineses si la prensa nacional se halla dominada, por acción u omisión, por un país extranjero? No hemos de caer en la inocencia. La generalización de ataques contra sus ciudadanos por parte de potencias extranjeras se convertirá rápidamente en un argumento para permitir a los Estados la custodia, control y manejo de toda la información acopiada por sus ciudadanos. Protegernos de injerencias extranjeras se convertirá pronto en el eslogan con el que justificar el espionaje, que se hace ya, de todos nuestros paseos digitales. Resulta muy dudoso, sin embargo, que puedan construirse fronteras virtuales, quiero decir, cortafuegos eficaces, contra este tipo de prácticas. Aún peor, como ya he explicado, la única defensa posible parece consistir en el contraataque por lo que, más pronto que tarde, nos hallamos abocados a una generalización de ataques de unos Estados sobre los administrados por otros, situación de la que, si hemos de creer a Hobbes, sólo podremos salir mediante la creación de un nuevo Leviatán.