domingo, 26 de noviembre de 2017

El capitalismo y la ciencia

   A finales de los años 20, la prensa soviética comenzó a llamar la atención sobre el trabajo de un ingeniero agrónomo llamado Tronfim Lysenko. Apoyándose en la “vernalización”, Lysenko desarrolló el Michurinismo, improbables nombres con los que ocultaba una mezcla de lamarkismo y darwinismo de segunda mano absolutamente tóxica y ajena a cualquier cosa que merezca llamarse ciencia. El estalinismo vio en él la personificación del campesino ilustrado, crítico con el mundo académico en el que Stalin nunca confió, mucho más centrado en la praxis que en la teoría, en la motivación de las masas que en los experimentos, en las necesidades inmediatas que en las explicaciones. Lysenko cogió onda y comenzó a defender la influencia del medio por encima de la herencia de los caracteres genéticos a los que acabó considerando una desviación capitalista, un corolario del “mito” del ADN.
   En Occidente, el lysenkoísmo siempre se ha visto como el desvarío que se produce cuando el poder se inmiscuye en la ciencia, la deriva inevitable de las dictaduras del pensamiento de las que nos protege la libertad del mercado. De hecho, éste ha constituido uno de los presupuestos típicos del pensamiento del siglo pasado, la idea de que libertad de mercado y ciencia libre constituían sinónimos. Quizás el ejemplo más palmario lo podemos encontrar en los escritos de ese fabuloso embaucador llamado Karl Popper. Popper propuso una explicación ridícula acerca del funcionamiento de la ciencia para, a continuación, en La sociedad abierta y sus enemigos, mostrar cómo un análogo de ese procedimiento constituía la base de las sociedades democráticas y libres. Muchos criticaron la absoluta carencia de base de sus teorías acerca de la ciencia, pero muy pocos discutieron el vínculo entre ciencia, democracia burguesa y capitalismo que se deducía de sus planteamientos políticos. La ciencia, si quería merecer el título de tal, debía poseer el mismo carácter “abierto” que las sociedades democráticas y ambas, ciencias y democracias, habían de regirse por principios de libre competencia exactamente igual que nuestros mercados. 
   Sin embargo, como ya he comentado reiteradamente, cuando el mercado goza de libertad, nadie más disfruta de ella. Un mercado libre no quiere ideas originales, quiere ideas que vendan, dicho de otro modo, que le plazca a una mayoría dispuesta a comprarlas. Un mercado libre no quiere verdades, quiere cosas que parezcan verdaderas o, mejor aún, que parezcan auténticas, como la máscara de Darth Vader, la auténtica crema rejuvenecedora que no puede rejuvenecer eternamente o el medicamento que, mejor que curar, alivia los síntomas. Un mercado libre no soporta lo único, prefiere con mucho lo repetible, lo reproducible, aquello de lo cual se pueden fabricar tantos ejemplares como para maximizar los beneficios. Y, por encima de todo, un mercado libre no tolera individuos que rehuyan los estándares, las categorías, los procedimientos trillados para hacer las cosas. Ciertamente, la ciencia debe utilizar procedimientos estandarizados, debe basarse en experimentos repetibles y no busca la verdad, sino el conocimiento comprobado. Pero por aquí podemos atisbar ya la existencia de un conflicto: la ciencia intenta hallar la mejor explicación posible de los hechos, el mercado busca lo que pueda parecer mejor a los compradores potenciales. Dicho de otro modo, la ciencia quiere perdurar, el mercado la obsolescencia programada.
   El problema se agudiza si mencionamos otra característica de la ciencia: la publicidad. Para que una teoría científica pueda considerarse tal hay que hacerla pública, debe alcanzar a todos los que poseen un conocimiento potencial en la materia. Sólo si se hace pública puede resultar criticable, puede intentarse la búsqueda de alternativas, de comprobaciones o de errores. Sin carácter público no hay ciencia. Ahora bien, desde el siglo XIX, la ciencia ha avanzado a tal ritmo que esta aspiración no puede verse colmada por los libros, demasiado lentos en su aparición y divulgación. De aquí la proliferación de publicaciones científicas en los diferentes campos, en forma de boletines y revistas de diferente periodicidad. En los últimos años, incluso ellas se han vuelto demasiado lentas y han visto  sustituido su papel por sus correspondientes versiones electrónicas.
   El mundo de las publicaciones científicas tiene características muy peculiares. Por una parte, su mantenimiento exige una cantidad significativa de dinero. Se necesita pagar a todos o a parte del comité de redacción, del personal encargado de las revisiones, además de los costes de maquetación, de impresión y de distribución. Obviamente, ninguna revista científica tiene un público amplio dispuesto a sufragar lo que cuestan. Más bien sus posibilidades de subsistencia se hallan en  un procedimiento contrario, subir su precio hasta el punto de que los suscriptores particulares no puedan pagarlo. Entran entonces en juego los suscriptores institucionales, bibliotecas y departamentos, a los cuales se les puede exigir cada año más dinero sin un límite claro. Estas suscripciones apenas si lograrán mantener a la revista en cuestión en el nivel de la más pura subsistencia, en la incertidumbre constante de si habrá fondos para publicar el próximo número o no, a menos que la revista en cuestión goce del apoyo de alguna institución... o pueda introducir publicidad. Por definición, esta segunda posibilidad queda prácticamente excluida en el caso de las revistas de humanidades o definitivamente “teóricas”. Sin embargo, conforme nos vamos acercando a la praxis, la publicidad adquiere cada vez mayor importancia. Y así llegamos a una ciencia decididamente práctica como la medicina y a esas impresionantes revistas que se gastan en las que tan bien quedan los anuncios de las empresas farmacéuticas. ¿Cuánto tiempo podría subsistir una de estas revistas sin los ingresos de semejantes anuncios?  Por tanto, los artículos “científicos” que aparecen en ellas deben cumplir con los requisitos propios de la ciencia y con los intereses de los anunciantes que garantizan la existencia misma de la revista y de la posibilidad de que los avances científicos se hagan públicos, quiero decir, de la ciencia misma. La “ciencia” queda así sometida a los libres designios de un mercado que ha encumbrado a un puñado de empresas al nivel de poder decidir lo que se publica o no. Sin embargo, no se entenderá la situación en la que nos encontramos, si se piensa en tal poder como una simple censura. Ocurre exactamente lo contrario. Las empresas farmacéuticas, como todo régimen represivo, hace proliferar los discursos acerca de aquello que le interesa, publicando supuestos estudios redactados por sus departamentos de marketing y firmados por prestigiosos especialistas del sector, aireando informes acerca de los beneficios de medicamentos que no han superado la fase clínica y sembrando la alarma sobre los sectores en los que se halla próxima a comercializar medicamentos. De este modo, la industria, el capitalismo, la “libertad del mercado” ha conseguido corroer la supuesta objetividad de la ciencia hasta dejarla vacía de contenido. El problema radica en que Lysenko se dedicaba a sembrar trigo, la industria farmacéutica nos suministra los supuestos remedios contra nuestras enfermedades.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Hipertensos todos

   Vivimos en un mundo tan triste y con tantas malas noticias que me emociono cada vez que leo una buena, aunque afecte a un número muy reducido de personas. Y si se trata de que ese reducido número de personas lleva años luchando ferozmente para conseguir un objetivo y, al fin, lo ha logrado, casi no puedo evitar que se me salten las lágrimas. Eso me ocurrió el viernes. Ese día, cautivada y convencida la Asociación Americana del Corazón, el big pharma, alcanzó su objetivo de fijar la definición de hipertensión arterial en unos valores de 130/80 mm Hg. Una guerra ha terminado... Ahora empieza otra. Mientras tanto, la vanguardia de los defensores de la salud que conforman los altos directivos y accionistas mayoritarios de las grandes empresas farmacéuticas brinda con champán, no por la cantidad de vidas que van a salvar, desde luego, sino por la lluvia de millones que se les viene encima. Se lo tienen merecido. Han peleado con su habitual tenacidad, empleando todo tipo de métodos, desde la presión informativa al puro y simple soborno, para expandir su mercado desde un tercio de la población hasta casi la mitad de ella. Porque, en efecto, desde ayer la mitad de la humanidad se halla presa de la plaga del siglo XX (y XXI). No hemos de olvidar que al 46% de personas cuya tensión se sitúa en los umbrales del 130/80, hemos de añadir el 10-15% de personas hipotensas. Tampoco hemos de olvidar que la Asociación Americana de Cardiología, recomienda comenzar la vigilancia de la tensión arterial a los tres años. Y, finalmente, no hemos de pasar por alto que uno no “hipertensiona”, ni “tiene la tensión alta”. Si en un par de ocasiones las mediciones de su tensión arterial han sobrepasado los umbrales marcados actualmente, de modo automático, se dice de Ud. que “es hipertenso”. Se “es hipertenso” todo el tiempo que las cosas “son”, quiero decir, se “es hipertenso” todo el tiempo que se “es hombre o mujer”, “Darth Vader es el padre de Luke Skywalker”, o que “dos más dos son cuatro”. Por tanto, si le han controlado la tensión desde los tres años y con catorce unos pandilleros del barrio le dan una paliza en la esquina y el matón del instituto la toma con Ud. en el recreo y sus padres se separan, hará bien en tomar pastillas contra la tensión alta durante los siguiente 65 años de su vida. Si no me creen, hagan la prueba. Vayan a su médico y explíquenle que tuvieron una etapa en la que su tensión subió por encima de los 130/80, pero que de ese período han pasado 15 años, sin que hayan vuelto a tener la tensión alta. Pregúntenle si pueden dejar de tomar la pastillita diaria y obtendrán la misma respuesta inmisericorde: “tú sigue tomándola por si acaso”. Su médico se ahorrará terminar la frase aunque Ud. no dejará de oírla resonar en su cabeza “... porque tú eres hipertenso”.
   Ya tenemos aquí al filósofo loco de siempre diciendo las tonterías que sólo un filósofo puede decir. ¿Acaso no sé que la hipertensión aumenta el riesgo de sufrir infartos de miocardio? ¿Acaso nadie me ha explicado que los infartos constituyen la principal causa de muertes en occidente? ¿Qué pretendo, que la gente renuncie a un fácil medio a su alcance de evitar la muerte?  Me gustaría pensar que sí, que realmente pretendo el disparate de evitar que la gente renuncie a un fácil medio de evitar la muerte, me gustaría no saber que los infartos constituyen la principal causa de muerte en occidente y me gustaría no haberme preguntado nunca si la hipertensión aumentaba los riesgos de infartos de miocardio. Los filósofos del siglo XX creyeron que en nuestras cabezas hay los pensamientos provocados por ciertas moléculas que fluyen por nuestro cerebro, después se tomaban sus pastillas contra la tensión y nunca llegaron a preguntarse si acaso no pensarían todos lo mismo porque tomaban las mismas pastillas. A mí me gustaría haberme tomado también sus pastillas y pensar como piensa todo el mundo y creer lo que todo el mundo cree y leer lo que todo el mundo lee. Pero no, un día se me ocurrió leer el informe de 1985 en el que se decía que de cada 850 hipertensos medicados, uno se libra del infarto y eso con los estándares de hipertensión manejados en 1985. Con los aprobados el viernes, la cifra se puede rebajar a uno de cada mil y pico.
   Se me ocurrió leer la historia de Vioxx, el fármaco contra la hipertensión de Merck, que mató a más de 140.000 personas por infarto, efecto secundario que la empresa conocía desde las pruebas clínicas y que ocultó, pues, de acuerdo con las máximas de la industria farmacéutica, no debes dejar nunca que unas cuantas muertes te arrebaten un buen negocio. Merck ganó con Vioxx 2.500 millones de dólares y ha pagado hasta ahora 970 en indemnizaciones. En la fecha de su retirada, la empresa había comenzado a financiar estudios que demostraban su eficacia en el tratamiento del acné.
   Se me ocurrió, en fin, informarme de que la hipertensión no existe en las sociedades de cazadores-recolectores ni en las centradas en el pastoreo y que la hipertensión, como los infartos, afectan, sobre todo, a personas sometidas a discriminación, bajo estatus social y trabajos estresantes. La hipertensión no constituye la causa última del infarto, constituye únicamente una señal de alarma. Señal de que vivimos una vida muy diferente de la que vivieron nuestros antepasados, de lo que hasta ahora se había considerado una vida humana. Así pues, sólo me quedaron dos opciones, o concluir que el etiquetado como hipertensos de la mitad de los seres humanos constituye una estrategia descarada por hacer caja y que acabará por enfermarnos a todos gracias a los efectos secundarios de los modernos hipotensores o concluir que tratan de ocultarnos la morbidez de nuestras sociedades occidentales a base de empastillarnos.

domingo, 12 de noviembre de 2017

PNC

   El principio de no contradicción (PNC, en su abreviatura típica en español), constituye uno de los pilares básicos de la lógica clásica desde los tiempos de los eléatas Parménides y Zenón, que lo usaron con soltura. Dice que no se puede predicar de algo, a la vez, una cosa y su contraria. Para los griegos debió constituir un regocijante logro haber hallado algo que parecía una evidencia matemática referida a realidades no matemáticas. Proporcionaría algo así como la certeza última de que todo se hallaba organizado racionalmente, de que existían verdades eternas a las cuales uno se podía aferrar por mucho que los escépticos pretendieran mover el árbol del conocimiento. No obstante, tal y como lo utilizaron, más que un principio, constituía una herramienta para desenmascarar embusteros, pues si se llegaba a una contradicción, resultaba evidente que habríamos de negar las premisas de las cuales partimos.
   La expansión de las religiones monoteístas cambió sensiblemente el panorama. Un Dios omnipotente difícilmente podía ver con buenos ojos algo tan inmutable fuera de sí mismo. La cuestión se transformó, pues, en si Dios podría crear algo contradictorio, un día con luz solar, un triángulo con cuatro lados o un hombre no vanidoso. Como cabía esperar, la polémica se inclinó hacia la idea de que sí, que la omnipotencia de Dios se hallaba por encima de cualquier principio lógico, de modo que Dios podía crear lo que le viniera en gana. El mundo habría resultado de su entero arbitrio sin tener en cuenta ley, norma o principio alguno. Tal opción no dejaba de producir vértigo ya que implicaba que asesinar debía calificarse como algo malo porque Dios lo había querido así y no porque hubiese nada malo en el acto mismo de asesinar a alguien. Mientras que teológicamente la disputa enfilaba esta dirección, en lógica comenzó a formularse un argumento no menos sorprendente y que encontramos enunciado en Duns Scoto de esta manera: “Sócrates corre y no corre, luego tú estás en Roma”. Se puede demostrar la corrección de tal argumento y, de hecho, constituye otra regla lógica, conocida como Ex Contradictione Quodlibet (EXQ), que quiere decir que si hemos llegado a una contradicción, a partir de ahí se puede extraer cualquier conclusión. Las repercusiones para la disputa teológica resultan evidentes. Colocado por encima del principio de no contradicción, Dios puede hacer lo que quiera. O, dicho de otro modo, si nos embarcamos en un discurso que, como el bíblico, hace caso omiso del principio de no contradicción, entonces la lógica, la razón, ya no nos sirven para entender las cosas y sólo nos queda la fe, “credo quia absurdum”, que decía Tertuliano.
   Parece, como todas las polémicas medievales, algo abstracto y alejado de la realidad cotidiana, ¿verdad? Pues apliquémoslo ahora a la política. Que se obtengan cargos y prebendas gracias a unas leyes a las cuales, ipso facto, se les niega toda validez; que se reciba dinero de un gobierno con el cual se pretende negociar de tú a tú; que un partido se diga anticapitalista y, a la vez, establezca un pacto indisoluble con la quintaesencia del capitalismo español (la burguesía catalana); que el inefable Oriol Junqueras aspire a ocupar el cargo de Puigdemont a quien no deja de reconocer como el President legítimo; que se rechace la vigencia de la Constitución, pero se acepte sin rechistar la aplicación de uno de sus artículos (el famoso 155); que se aliente a la lucha pacífica contra la aplicación de tal artículo mientras que quien lanza tal mensaje se dedica a hacer turismo por Bruselas; que se subraye la firme voluntad de permanecer en la Unión Europea pese a abandonar España y, al mismo tiempo, se busque refugio bajo el ala más nacionalista y euroescéptica del arco político comunitario; que alguien ejerza el cargo de presidente del gobierno catalán en el exilio mientras se presenta al cargo de presidente del gobierno catalán en el interior; todas estas constituyen otras tantas infracciones del principio de no contradicción, al cual, como al resto de leyes lógicas y jurídicas existentes, el independentismo catalán se ha puesto por montera. Los licenciados en historia de este país se hallan al borde de una epidemia de úlcera de estómago de tanto oír que el imperio romano se hubiese hundido diez siglos antes de no haberse apoyado en Cataluña, que a Colón lo parieron en los països catalans, que Els Segadors nació como un himno nacionalista, que en el siglo XVIII Cataluña sufrió no las consecuencias de la Guerra de Sucesión al trono de España, sino la invasión española, que Wilfredo el Velloso ejerció como presidente de la primera República Catalana Independiente, etc. etc. Semejantes desafueros, sin embargo, apenas si alcanzan el estatus de corolarios de las violaciones del principio de no contradicción.
   Ciertamente, muchos filósofos del siglo pasado me objetarían la relatividad de cualquier principio, el carácter eurocéntrico de la lógica clásica, incluso habrá quien invoque la desternillante dialéctica materialista para apoyar a los que tratan de quitar del tablero cualquier certeza última, cualquier verdad indudable. Ninguna de tales objeciones evita apelar a la regla Ex Contradictione Quodlibet y extraer como consecuencia que si el principio de no contradicción ha muerto, todo vale. Por tanto, los votantes de quienes tan vociferantemente han abjurado de él, no buscan un proyecto, un plan de futuro, unas nuevas normas de convivencia, se entregan, simplemente, al caprichoso arbitrio de los que, bajo el estandarte de la nueva fe, han de conducirlos a la tierra prometida, esa que se halla a los pies del precipicio.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Banderas (4. Parentesco)

   En una entrada excelente de su blog, Juan Pérez Ventura, nos cuenta la existencia de familias de banderas que, como todos los parecidos familiares, se debe al hecho de compartir un código (algo que, por cierto, olvidó cierto famoso arquitecto metido a filólogo). Así tenemos, en primer lugar, a la gran familia comunista, con sus bonitas banderas rojas con estrellas como China y Vietnam.

República Popular China
República Socialista de Vietnam












Debieron destacar poderosamente en la selva cuando, a finales de los años 70, estos dos países mantuvieron un conflicto armado que pasó prácticamente desapercibido en occidente. Sus causas últimas no se hallan del todo aclaradas, aunque parecen encontrarse en la contundente respuesta del régimen vietnamita (la invasión de Camboya) a las continuas provocaciones de los alucinados jemeres rojos, aliados de China. En cualquier caso, desde entonces las relaciones entre ambos países resultan pródigas en reclamaciones territoriales y desconfianza.
   Por no abandonar Asia, Juan Pérez nos recuerda la omnipresencia del círculo en las banderas de las dos Coreas, Japón, India, Laos, Taiwan... En el caso de Corea del Sur evoca claramente la oscilación del Ying y el Yang, que, a su vez, aparece como la Luna y el Sol, símbolo este último recurrente en las banderas japonesas. 

Estado de Japón
República de Corea

República Popular Democrática de Corea

Famosa versión de tal símbolo lo constituye la bandera del sol naciente. 

Insignia de la armada japonesa

Enarbolada por el ejército japonés en la conquista de medio Oriente, despertó una ola de odio hacia todo lo proveniente de dicho país que no ha cesado 70 años después. Con frecuencia se pasa por alto que la manía del Corea del Norte por malgastar los pocos recursos de que dispone tirando misiles en el mar de Japón intenta, precisamente, capitalizar ese sentimiento común a toda Corea de odio hacia lo japonés.
   En 756, Abderramán I proclamó la independencia del Emirato de Córdoba (sí, esto también se inventó en el Sur y se lo apropiaron los del Norte) respecto del Califato de Damasco. Los abasíes que lo gobernaban no dudaron en enviar un agente con objeto de sublevar a los musulmanes de la península y recuperar el control de estas tierras. La rebelión no prosperó y Abderramán mandó la cabeza del agente, envuelta en la bandera que enarboló, a sus señores de Bagdad. Los abasíes no volvieron a intentar discutir el poder del emir de Córdoba, sin embargo, desde entonces, gran número de revueltas árabes se han llevado a cabo bajo banderas negras, el color de los abasíes, como la que presidió aquella rebelión. De aquí que multitud de países árabes utilicen banderas con dicho color (frecuentemente mezclado con el verde del Islam). Los llevaban las tropas iraquíes que invadieron Kuwait,

República de Irak
Estado de Kuwait










el ejército de Jordania que luchó contra los palestinos en el denominado septiembre negro

Reino Hachemita de Jordania
Estado de Palestina










y rivales del panarabismo como Libia y Egipto.

República Árabe de Egipto
Bandera de Libia entre 1969 y 1977










   Algo muy parecido a lo que ocurre en Oriente próximo lo encontramos también en el ámbito eslavo esta vez con los colores rojo, azul y blanco.
República de Eslovenia
República de Croacia











República de Serbia

Resulta de dominio público que Eslovenia, Croacia y Serbia surgieron de la desintegración de Yugoslavia en medio de una guerra incivil, pródiga en matanzas, limpiezas étnicas y barbaridades de todo cuño.

Yugoslavia

   El caso de Yugoslavia se había producido con anterioridad en la Gran Colombia, país nacido en torno a 1819 como un intento de consolidar la independencia de las antiguas colonias españolas en forma de un Estado suficientemente grande y poderoso como para afrontar cualquier intento de la metrópolis por restablecer su control sobre dichos territorios. 

Gran Colombia

Tras una década de turbulencias, las minorías criollas locales de cada uno de los territorios se inclinó por fracturar la Gran Colombia en países lo bastante pequeños como para que la masa de la población indígena resultase más manejable, la historia de siempre. De ahí surgieron las actuales Colombia, Ecuador, Venezuela y, posteriormente, Panamá. Las tres primeras comparten colores y disposición de los mismos en sus banderas. 

República de Ecuador
República de Colombia



República Bolivariana de Venezuela

Además, comparten un idioma común, lo cual les ha permitido entenderse sin problemas a lo largo de dos siglos cada vez que se insultaban. Entre medias han quedado, guerras, crisis diplomáticas, reclamaciones territoriales, injerencias en las guerras civiles y apoyos a los movimientos guerrilleros del vecino sin fin.
   Este breve repaso nos permite extraer una conclusión de carácter general, a saber, que cuanto mayor parecido exista entre las banderas de dos países y más trayectoria histórica compartan, peor resultarán sus relaciones pues, como todos sabemos, no hay pelea más sangrante ni con efectos más duraderos que la que se produce dentro de una familia. Ahora, con estos datos en la mano, les dejo una bonita adivinanza: ¿qué clase de relaciones pueden tener quienes se sienten identificados con estas banderas?
Reino de España
Cataluña
Aragón













domingo, 29 de octubre de 2017

Banderas (3. Los colores de la nación)

   Como buenos hermeneutas del siglo pasado, los vexilólogos se dedican a interpretar las banderas sin explicarnos por qué a ellas (y no a cualquier otra cosa) se las trata como símbolos. A lo sumo, se remiten a la noche de los tiempos y nos hacen un recorrido por la historia de los estandartes, aniquilando cualquier distinción entre ellos y las banderas. Ciertamente, los estandartes constituían representaciones, más o menos estilizadas, del tótem, el animal o cosa de la que el clan cree descender y con el que se identifica, procedencia que apenas si queda disimulada incluso en épocas tan tardías como el Egipto dinástico. El estandarte presentaba, sin embargo, un importante problema que lo aleja de las banderas actuales. Tallado en madera resistente, debía poder transportarse por unidades militares cuya velocidad de movimientos constituía una de sus claves. Como consecuencia, los estandartes más grandes resultaban poco visibles con el ejército en marcha y menos cuando éste acampaba. Para aligerar su peso se sustituyó la talla por tela, en la cual no dejaban de representarse animales. Aparentemente cercanas ya a nuestras banderas, estos emblemas cosidos siguen presentando una diferencia fundamental respecto de ellas, a saber, tenían al viento por su principal enemigo. Clavadas en una madera horizontal, el propio avance de la unidad hacía que se enredaran en su mástil, así que se utilizó, de modo general, una tela tan pesada como pudiera encontrarse y se les añadió, con frecuencia, cordones y borlas de brillantes colores que pudieran identificarlas incluso cuando se hallaban en semejante circunstancia. Habiendo ganado en tamaño, seguían resultando poco visibles en medio de campamentos militares cada vez más grandes.
   Banderas en el sentido en que las conocemos sólo pudieron surgir cuando y donde se comenzó a trabajar un tipo de tela resistente a las tensiones causadas por el viento. No hubiese constituido buen agüero crear banderas que debían sustituirse a los pocos días de izadas debido a que se deshilachaban de tanto ondear. Eso, evidentemente, nos conduce a la seda y a su lugar de procedencia. China, desde luego, constituye un buen origen para las banderas en el sentido en que las conocemos hoy día, pues, recordemos, desde los tiempos más antiguos, los historiadores nos narran las luchas por la unificación del país. Se cuenta que el rey o emperador y su bandera nunca iban juntos, pues la captura de uno de los dos sentenciaba el combate. Incluso con el emperador capturado, si su bandera permanecía en manos del ejército que comandaba, a éste le cabía la posibilidad seguir luchando, sin que la inversa pudiera considerarse siempre cierta. Tenemos, pues, el símbolo materialmente constituido como lo conocemos, pero aún no funcionalmente. En efecto, no cualquiera podía portar las banderas así entendidas. Si la victoria militar dependía de su captura, únicamente soldados especialmente entrenados y de particular confianza podían llevarla. Todavía más, mantenerla más o menos oculta o, en todo caso, hacerla poco visible, resultaría ocasionalmente requisito para su mantenimiento en las manos que interesaba. En algún momento debió producirse la inversión de términos que hizo de su multiplicación el punto fuerte de su salvaguarda. Si cualquiera puede enarbolarla, su captura carece de significado estratégico, además de multiplicar su visibilidad. 
   Desde China, las banderas siguieron la expansión del Islam, que las usó con fruición hasta llegar a su enfrentamiento y victoria sobre los estandartes visigodos. Poitiers logró detener la expansión del Islam, pero no de las banderas, que proliferaron entre los reinos cristianos hasta el punto de que ya no supieron entenderse sin ellas. Lejos de la leyenda de que las naciones se otorgan banderas con sus símbolos identificativos, tenemos que las banderas llegaron a Europa en la protohistoria de sus naciones, contribuyendo de modo decisivo a su formación. Este hecho, que las banderas acaban por originar naciones y no al contrario, podemos verlo muy claramente en un fenómeno creciente en el deporte.


   En 1933, entraron en la liga de fútbol americano los Pittsburgh Pirates, con su uniforme negro, oro y blanco, en plan abejita. Radicados en uno de los centros productores de acero de los EEUU, pasaron a denominarse Pittsburgh Steelers hacia los años 40. Equipo duro y tenaz desde siempre, ningún otro ha ganado más títulos de la NFL desde 1967 hasta el presente. En 1975, el periodista John Facenda acuñó el nombre de Steelers Nation para referirse a sus fans dentro y fuera de Pennsylvania, término que aficionados y equipo reproducen allí donde pueden a la menor ocasión.


Desde entonces, han venido surgiendo otras naciones agrupadas tras otras tantas banderas de nuevo cuño. Así tenemos la Raider Nation en Oakland, la Red Sox Nation, esta vez referida a uno de los equipos de béisbol de Boston y la Cardinal Nation, también seguidores de un equipo de béisbol en esta ocasión de San Louis. Y, por supuesto, no debemos olvidar que el Barça “es más que un club”. 
   Tomemos cuanto llevamos visto, quiero decir, tomemos que una bandera carece por completo de carácter simbólico si no se la ve y la mejor manera de que se la vea consiste, obviamente, en fabricarlas de tamaño inmenso, pero también en reproducirlas de modo que aparezcan por todas partes. Si ahora unimos esto con el rasgo definitorio de nuestra era, la imagen, comprendemos la necesidad estratégica de multiplicar las banderas hasta el infinito para que cada imagen que se tome capte una. También lo podemos decir a la inversa, una época en la que la imagen constituye la superficie única de la realidad, lleva inevitablemente a la proliferación de las banderas hasta el infinito. Añadámosle ahora que toda bandera constituye condición de posibilidad del surgimiento de una nación, habremos de concluir entonces que una época fascinada por las imágenes sólo puede conducir al crecimiento sin límite de todo género de nacionalismos.

domingo, 22 de octubre de 2017

Banderas (2. Vexilologueando)

   El proceso siempre ocurre de la misma manera. Primero, alguien introduce la idea de un modo teórico, abstracto, aséptico. Si no recibe demasiadas críticas, se convierte en idea política y si obtiene algunos apoyos, se transforma en ley. Antes de que reapareciera en la política española, la Cruz de Borgoña había tenido un renacer mucho más silencioso y en un contexto que, por alejado de las cámaras de televisión, hizo que nadie reparara en él. En efecto, una versión en pequeño de la Cruz de Borgoña lo constituye la bandera de la Sociedad Española de Vexilología. 


La vexilología, disciplina inventada por Ottfried Neubecker y popularizada por  Whitney Smith, se dedica al estudio y, cómo no, a la invención de nuevas banderas. De hecho, los vexilólogos españoles, envalentonados, decidieron celebrar el 25 aniversario de la constitución de su sociedad con (¿lo adivinan?) una bandera que mezclaba una Cruz de Borgoña ya poco disimulada con la bandera confederada. 


A lo mejor consideran las hazañas de la Sociedad Española de Vexilología una expresión más de lo que decía mi abuela, que tiene que haber gente para todo. Yo creo que no, que se trata de auténticos visionarios que han localizado el nuevo nicho que se abre en el mercado laboral. En efecto, en los edificios oficiales en los que estudié, había un único mástil donde ondeaba la bandera de España. Ahora ya tiene que haber cuatro, uno para la insignia nacional, otro para la autonómica, otro para la local y no puede faltar la bandera de la Unión Europea. No entiendo muy bien por qué las provincias no tienen también su propia bandera, pero más sorprendente resulta la poca atención que han prestado los expertos en imagen corporativa a las banderas. Insisten mucho en la repetición por todas partes de los colores que identifican a la marca, en la omnipresencia del logo correspondiente y en la necesidad de repetir en todos los rincones el último eslogan creado por el departamento de marketing. Sin embargo, olvidan el indudable fenómeno identitario que producen las banderas y que podría conducir a los empleados a pensar que de verdad participan en una empresa, una empresa que dice algo de ellos y con la cual se pueden identificar. Enarbolando una bandera resultaría extremadamente fácil convencerlos de que se hallan en una competición diaria entre “nosotros” y “ellos”. En lugar de esa reunión matutina en la que los empleados terminan autojaleándose, práctica bastante habitual en Oriente y en algunas multinacionales, yo propondría que cada mañana comenzase con el izado de la bandera y la interpretación de una fanfarria encargada ex profeso. Sin duda, contribuiría a un incremento de la coherencia pues dejaría claro a todo el mundo la naturaleza de eso a lo que llamamos “el libre mercado”.
   La bandera de empresa debería colocarse bien visible en todas las marcas del grupo empresarial para que clientes y empleados pudieran reconocer e identificar fácilmente en manos de quién se hallan o, como gusta decir a los teóricos de imagen corporativa, “para transmitir los valores de la empresa”. Se me dirá: “eso ya ocurre”. No exactamente. Lo que solemos encontrarnos en la entrada de un concesionario de coches corresponde a lo que en alemán se llama una Fahne, diferente de una Flage. La Fahne corresponde a las banderolas que solemos ver actualmente y que no pasan, por lo general, de un insulso fondo blanco sobre el que se destaca el logo de la marca. A efectos vexilológicos, las empresas no han pasado la etapa de las banderas anteriores a las insignias nacionales, meros símbolos de las casas reinantes y que, como en el caso de España, confundían a los ejércitos en combate pues por todas partes reinaban los Borbones. Se trata de reducir el tamaño de los emblemas, quiero decir, de los logos, hasta hacerlos algo secundario y de utilizar la paleta de colores identitarios de un modo mucho más poderoso para generar verdadera adhesión, auténtica pasión por ellos. Con una bandera, haciendo que los empleados la sientan de verdad, rendirían más, protestarían menos ante nuevas condiciones laborales y podría regateárseles aún algo de sus salarios.
   La utilización de banderas de marca solucionaría muchos de los problemas actuales de las grandes empresas. Resulta muy confundente que el Banco Sabadell tenga su sede en Alicante o que Caixabank tenga su sede en Madrid. Enarbolar una bandera en cada una de sus oficinas dejaría bien claro dónde residen. Por supuesto, no me refiero a una bandera española, me refiero a una bandera propia. Yo propongo, por ejemplo, un billete de 500€ con los colores característicos de la corporación. De este modo quedaría para siempre claro a quién reconocen por su Dios, su Patria y su Rey, más allá de los vaivenes políticos que puedan acontecer. No se trata sólo de las entidades financieras, hace poco leí un artículo sobre la utilidad de la imagen corporativa en las farmacias y no, no se refería a las empresas farmacéuticas, se refería a las farmacias que hay en cada esquina de nuestras ciudades. El autor mostraba la cohesión y, como consecuencia, el aumento de la eficiencia que producía en las farmacias poseer una potente imagen corporativa. Nada mejor para maximizarla que una bandera. De este modo tendríamos banderas no ya al lado de cada cajero automático, sino en cada farmacia. Eso sí, correríamos el riesgo de que cada una de ellas acabase engendrando una nación con deseos de independencia.

domingo, 15 de octubre de 2017

Banderas (1. La Cruz de Borgoña)

   Quien exhibe una bandera muestra, ante todo, su ignorancia. Por eso la pretensión de los filósofos del siglo XX de interpretar los símbolos resulta tan sospechosa, porque oculta bajo la mesa el proceso de su constitución. Ningún icono habría sido fabricado si el oro no hubiese llegado a las manos de los orfebres desde lejanas minas, ningún texto podría traducirse sin haberse transcrito previamente y ninguna bandera ondearía sin toda una sucesión de usurpaciones que resultan otros tantos ejercicios de poder. Los hermeneutas huyen de tales cuestiones como del demonio, pues ponen a las claras el chiringuito al que sirven sus especulaciones. Más pronto que tarde la pregunta acerca de qué "son" tales o cuales símbolos, el expreso deseo por eludir la cuestión de por qué hay estos símbolos y no cualquier otra cosa, la sucesión de interpretaciones tan válidas las unas como las otras, acaba generando la diarrea interminable de majaderías que hemos tenido que soportar en lo que llevamos de este aciago mes de octubre. De entre ellas no ha sido la menor ver ondear de nuevo la Cruz de Borgoña.

   La Cruz de Borgoña, para quien no lo sepa, constituye el emblema del carlismo. Explicar en qué consiste el carlismo y sus diferentes facciones merecería un blog aparte, de modo que no me voy a meter en demasiadas profundidades, bástenos decir que durante mucho tiempo constituyó un movimiento político tradicionalista, antiliberal (en todos los sentidos del término “liberal”) y partidario de una rama alternativa de los Borbones para el trono de España. “Dios, Patria, Rey” conformaron su divisa hasta que alguien les pegó por detrás el de “Fueros”. Con tal añadido, se convirtió en motivo de tres o cuatro guerras civiles en nuestro país durante el siglo XIX, para acabar en las filas del levantamiento franquista que no dudó en poner sus cruces en algo tan poco tradicional y apegado a la tierra como los aviones del ejército (con objeto de diferenciarlos claramente del bando republicano). Pues bien, la Cruz de Borgoña, la bandera de fondo blanco con una cruz roja simulando los nudos de un árbol, la trajo a España el hijo de María de Borgoña y Maximiliano I de Habsburgo, conocido como Felipe “el Hermoso”. Por tanto, se trata de la insignia de un príncipe extranjero y de su guardia pretoriana. Sin embargo, pasó a convertirse en la bandera de España o, al menos, de su corona o de sus ejércitos, con la llegada al trono del hijo de Felipe y Juana I de Castilla, “la loca”, quiero decir, con Carlos I de España y V de Alemania. 
   Todo el mundo conoce la historia de que en 1785, Carlos III eligió, de entre los doce modelos presentados por Antonio Valdés y Fernández Bazán, la actual bandera de España. Menos conocido resulta que, en realidad, eligió dos diseños, uno para la armada y otro para la marina mercante. Este segundo, con franjas alternativas amarillas y rojas, mejor no les explico a qué bandera se parece. Tampoco suele citarse que durante casi sesenta años, tales pabellones adornaron exclusivamente nuestros barcos. La bandera nacional y las de los ejércitos continuaron dominadas por la bandera de los Borbones y la Cruz de Borgoña respectivamente hasta el Real Decreto de 13 de octubre de 1843 sancionado por Isabel II que reconocía como nacional la bandera ganadora del concurso de 1795. De hecho, incluso hoy día, la Cruz de Borgoña forma parte de los símbolos incluidos en las banderas de multitud de regimientos del ejército español. Dicho de otro modo, la Cruz de Borgoña, la bandera tradicional del tradicionalismo más rancio del país, el sagrado símbolo del carlismo, formó parte siempre de las insignias del ejército liberal que combatió contra los carlistas en 1833-40, 1846-9 y 1872-6. La utilización por parte de los carlistas que participaron en esas guerras de este emblema constituyó, en realidad, un intento por apropiarse de unos símbolos ajenos, los del poder central. Los carlistas no tomaron como propia dicha bandera hasta 1935, cuando el onubense Manuel Fal Conde, tan diestro en romper cráneos de izquierdistas como lego en historia, reagrupó las unidades paramilitares del carlismo para conformar el Requeté. Así, el carlismo, todo tradición y culto a los ancestros él, acabó identificándose con el símbolo que portaban quienes fusilaron a sus antepasados.