domingo, 17 de septiembre de 2017

Del amar y el comer

   Como ya he explicado, me parece sintomático que Por qué soy misántropo, continúe encabezando las entradas más leídas y comentadas de este blog. Hace unos días apareció por aquí (quiero decir, por allí), “M.” con quien inicié una serie de intercambios de pareceres. En su último comentario decía: 
“Una chica que queda con usted y no se presenta ni lo llama es una chiquilla a la que le falta un hervor... Amar a los seres humanos implica necesariamente ver cosas buenas en medio de la inmundicia o la fealdad (ética y de todo tipo).”
Rápidamente le repliqué que yo atraigo la comida cruda, cosa totalmente cierta por muchos motivos que no voy a contar aquí y porque da igual cómo pida la carne en los restaurantes, siempre me la traen que sólo le falta latir. Mi asociación de ideas vino,  resulta obvio, de la multitud de expresiones que hay en los idiomas mediterráneos para hablar del amor a través de un lenguaje ligado a la alimentación, desde el piropo “estás para mojar pan”, hasta esa dulzura que le dice una madre a su crío, “te voy a comer enterito”, que debe inducir a los bebés a pensar que han venido al mundo en una cultura caníbal. Eso sin contar con el contenido sexual de los mordiscos, razón por la cual resulta un rollo mantener relaciones con una modelo. Pero mucho más interesante me pareció la idea de que amar implica pasar por alto la inmundicia de los seres humanos, exactamente lo mismo que hacemos en la mesa. Allí resulta de mal gusto recordar cómo se obtienen las trufas, el proceso de elaboración del foie gras, el nicho ecológico que ocupan las langostas, el género animal del que forman parte los caracoles o, paradigma de cuanto vengo diciendo, los gustos de ese delicioso animalito del que sacamos el jamón. En la mesa también idealizamos. Convertimos un bicho que se solaza en el barro, se alimenta de lo primero que pilla y no se lava ni por equivocación, en la forma pura de lo deseable. Quienes viven en la cultura del horror al cerdo, no pueden sino mirarnos y preguntarse si no sabemos lo que comemos, como quien ve desde fuera ese amor por un desalmado y no puede dejar de preguntarse cómo puede ignorar la pobre desgraciada lo que le espera.
   Más de un genio de los negocios se ha dado cuenta de lo que digo y ha hecho fama y fortuna preparando platos extraordinariamente aptos para servir de modelos fotográficos, pero incapaces de alimentar. Pide uno reserva con dos meses de anticipación, le clavan 400€ por una comida deliciosamente servida y cuando llega a su casa se tiene que preparar un bocadillo para no acostarse con hambre. Entonces comenzamos a sospechar que tal vez Freud tenía razón y que buscamos, de restaurante en restaurante, como de cama en cama, los sabores y las caricias originarias con los que nos criamos. También estos estafadores de los fogones constituyen un síntoma de estos tiempos en los que cuenta únicamente consumir, preferentemente sin alimentar nuestro espíritu ni nuestro cuerpo o, mejor aún, envenenándonos con hamburguesadas que haremos bien en excretar antes de que nos dañen definitivamente. No defiendo que haya que correr el riesgo de resultar muerto en el intento, ni en el amor ni en los manteles, pero sí que aprecio todo lo que va más allá de la pura satisfacción instantánea, incluyendo ese momento de reposo, esa pequeña conversación tras la comida que tanto mima nuestra cultura. Amar, comer, pensar, se pueden hacer de muchas maneras, pero no a toda velocidad como tratan de inculcarnos desde tantas partes. Así nos hemos quedado todos, pidiéndole al amor y a nuestro “espíritu”, lo que sólo la comida puede darnos: asimilar lo otro para convertirlo en parte de nosotros mismos. Desde Platón, queremos engrandecernos con el amor, hacernos más poderosos, más plenos de nosotros mismos, queremos, por supuesto, reproducirnos, en un sentido que sólo puede entenderse como copiarnos para perdurar en el tiempo. No se trata de la perduración del otro, buen cuidado ponemos en que nuestros hijos imiten cada uno de nuestros defectos. Se trata de nuestra propia perduración en un sentido ridículo que sólo comprenderemos plenamente si consideramos que actúa en nosotros un instinto, el poderoso espíritu de la especie que quiere sobrevivir y nos engaña de este modo. Nada de esto cuadra con el amor y sí con la alimentación. Los alimentos sirven para hacernos más grandes (muchas veces tanto que ya no entramos en nuestra ropa habitual), nos permiten perpetuarnos a nosotros mismos y reproducirnos en un sentido literal. La vida consiste en ese mantenimiento en la existencia por la reproducción, por la replicación, por la constancia de algo que, propiamente, no puede decirse idéntico, sino que se conserva diferenciándose de sí mismo. Confundimos, pues, amar con comer o, lo que viene a resultar lo mismo, consideramos que si para alimentarse hay que sacrificar a lo otro, también el amor tiene que implicar el sacrificio. El sacrificio de todo lo que en el otro hay de otro, todo lo que lo diferencia y aleja de mí. Obviamente no vamos a sacrificar a nuestra pareja, así que le pedimos que lo haga ella misma, que se sacrifique por nosotros, que nos dé todo aquello que no nos puede dar... porque nos ama. Y, cuando por fin nos lo da, cuando al fin se nos entrega plenamente con el sacrificio de aquello que desea, entonces no genera en nosotros satisfacción, genera temor, el temor de perderlo/a.
   Pero hay más, nuestra relación con la comida refleja nuestra vida emocional. Todos lo sabemos, cuando nuestra vida amorosa no va como deseamos, la comida pierde su atractivo y ya puede tratarse de nuestro plato favorito, que no sabe igual. Eso no significa, obviamente, que dejemos de comer. Este asunto depende de la persona. Las hay que realmente dejan de tener apetito y las hay que responden comiendo más de la cuenta o comiendo a todas horas, como hacen muchos cuando resultan presas del aburrimiento, el cansancio o el hastío. Buscamos, una vez más, el amor de nuestras vidas en cada restaurante o en cada bolsa de chucherías.
   Ya he hablado reiteradamente del sistema nervioso entérico, esa red de neuronas con capacidad de procesamiento de la información y de toma de decisiones independiente del cerebro que recubre nuestro tracto digestivo desde el esófago al colon. He comentado en varios sitios su relación con el sistema inmunitario, la mayor parte de cuyas células se concentran en el intestino. Pueden encontrarse por ahí multitud de sospechas de que el amor aumenta nuestras defensas, entre otras cosas, reduciendo la cantidad de cortisol que circula por nuestras venas. El amor, además, incrementa la producción de serotonina, ese meurotransmisor tan querido por el sistema nervioso entérico. Aunque no he podido encontrar evidencia científica de ello, doy por supuesto que existe un vínculo entre el sistema nervioso entérico y el cardíaco. Por otra parte tenemos lo que venimos viendo, las semejanzas entre el amor y la comida. Todos lo sabemos, el mejor modo de llegar al corazón de un hombre o de una mujer pasa por su aparato digestivo. Los españoles que han vivido en Alemania conocen los milagros que obra una buena tortilla de patatas. Por otra parte, nada hay de racional en el amor, bien al contrario, el amor nos atonta, disminuye nuestra capacidad de tomar decisiones racionales, como si hubiésemos dejado de utilizar ese sistema de procesamiento frío y lógico llamado cerebro. ¿Qué debemos concluir, pues, acaso que nos enamoramos con el estómago?

domingo, 10 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre la muerte (5)

   Lo que habitualmente entendemos por vida consciente puede describirse como una trayectoria en un espacio analítico de amplísimas dimensiones cuyos ejes de coordenadas vendrían conformados por los estados posibles de las redes neuronales que resguarda el cerebro, que rodean el tracto digestivo y nuestro corazón, junto con el sistema inmunitario, el endocrino y nuestra microbiota. Entendida de semejante manera, habrá un conjunto de sistemas que den origen a ese espacio analítico, pero la desaparición de tales sistemas no implica la desaparición del espacio por ellos conformado. Tomemos un coche. Descompongámoslo en todas y cada una de sus piezas y configuremos con cada una de ellas una dimensión. En una se medirá, por ejemplo, el número de vueltas efectuadas por cada llanta, en otra los grados de giro del volante, el desgaste de las pastillas de frenos, el número de subidas y bajadas del pistón, la corrosión del tubo de escape, etc. A lo largo de su vida el coche irá describiendo una trayectoria en ese espacio analítico. Un día lo mandamos a un chatarrero. ¿Desaparecerá por ello el espacio analítico?
   Una de las características de la conciencia consiste en negar los momentos en los que no se halla presente. La vida de los seres humanos viene conformada por un sin fin de huecos de los que no ha quedado ni rastro y con los que, sin embargo, nos sentimos muy confortables. Tome, por ejemplo, todos los recuerdos que tiene y sume su duración, ¿qué porcentaje del total de su vida conforman? Esto constituye la demostración suprema de lo erróneo de nuestra perspectiva habitual acerca de la muerte. Nos aterroriza el vacío absoluto, la ausencia completa de conciencia cuando, en realidad, ambos conforman nuestra vida cotidiana sin que sintamos terror alguno. ¿No deberíamos tenerle miedo a las horas muertas delante del televisor, a la inconsciencia que produce el alcohol, a la amnesia inducida por las drogas? No, paradójicamente, todo eso forma parte de lo que añoramos, de lo que buscamos a cualquier precio.
   Tomemos el caso del sueño. Constituye una experiencia cotidiana. Cada día nos levantamos hablando de que nos hemos pasado "toda la noche" soñando. Sin embargo, nunca se sueña "toda la noche". Se sueña durante las sucesivas fases REM que pasamos cada noche. Con nuestra insuficiencia de sueño habitual, los occidentales rara vez alcanzaremos los 3 ó 4 minutos de sueños nocturnos de promedio. El horror al vacío de nuestra conciencia lo alarga ocupando las 5 ó 6 horas que llegamos a dormir. ¿Nuestra conciencia que tiene horror a reconocer su ausencia unas cuantas horas cada noche, que nos prepara un truco para evitar que nos demos cuenta de ello, no tiene también un truco preparado para la mayor de las ausencias?
   Diferentes estudios realizados sobre personas que llegaron al borde mismo de la muerte y a las que después los médicos consiguieron recuperar, muestran testimonios muy curiosos. Los cristianos afirman haber llegado casi al final de un túnel en cuya salida se prefiguraban ya las alas de los ángeles, los musulmanes afirman haber oído la música de las odaliscas y los hindúes casi tocan el rabo de la vaca que había de conducirles al otro lado del río que separa el mundo de los vivos y el de los muertos. El profesor Yuri Serdivkov de la Universidad Estatal de Jabárovsk, presentó en mayo de este año una respuesta compatible tanto con los datos científicos como con la experiencia cotidiana. La idea se basa en la desconexión del cerebro que se produce en las etapas del proceso que lleva a la muerte. Primero se produce dicha desconexión respecto del resto de sistemas de procesamiento de información y, después, de sus partes constituyentes, pero de un modo que no puede calificarse de inmediato. Siempre que sufre una desconexión, el cerebro se dedica a producir realidad "con lo que tiene". ¿Qué tiene? Pues, cada vez menos. Primero los recuerdos de toda una vida, después los rasgos, las marcas primarias, esquemas generales de pensamiento, contenidos innatos procedentes de engramas básicos con los que nacemos, etc. Estos segundos de procesamiento resultarían esenciales para producir contenidos que nuestra conciencia podría alargar, de hecho, indefinidamente, pues ya no habrá señales que produzcan la reversión a otro estado, como ocurre durante el sueño nocturno. Y, sí, resulta bastante probable que, dependiendo de las marcas que hay en nosotros y que difícilmente se borrarían sin acabar con nuestra identidad, terminemos en el cielo, en el infierno, rodeados de odaliscas o fundidos con el universo en el estado de nirvana. Obviamente, no va a depender de lo que queramos. Depende de la convicción íntima que anida en lo más hondo de nuestros corazones o, teniendo en cuenta la capacidad de procesamiento de uno y otro sistema, quizás resultaría más apropiado decir en lo más profundo de nuestro colon. ¿Vivimos eternamente una alucinación? No, vivimos en una realidad de la que ya no salimos mediante cambios de estado mental inducidos por el resto de nuestro organismo. Por fin, vivimos exclusivamente de los productos de nuestro cerebro, prolongando un instante que para nosotros podría carecer de punto final y sobre el que no ejercemos más control que el que poseemos cada noche al soñar. Para más de uno, la posibilidad de hallarse en un estado dictado por lo que hay en lo más profundo de su cerebro, resultará aterradora o, tal vez, un consuelo. Creo que quienes han vivido una vida de violencia, odio, rencor y ambición tienen más motivos para lo primero que para lo segundo. En ningún caso creo que la posibilidad aquí esbozada deje de proporcionar sorpresas, pues no hay nada que el ser humano ignore con más frecuencia que su naturaleza íntima. 
   Hay varias cosas que deben quedar claras en lo dicho anteriormente. En primer lugar, podemos repetirlo de este otro modo: más allá de la muerte no hay nada, el vacío, la ausencia total de pensamiento, el "no-ser", el crematorio, el polvo y la desaparición... Pero quizás no llegamos nunca a ese momento y nos quedamos justamente en el paso anterior a él, prolongándolo indefinidamente. Ese instante eterno dibuja una posibilidad mucho más alentadora que las disparatadas formas de perdurar que buscamos los occidentales habitualmente. 

domingo, 3 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre la muerte (4)

   El proceso de morir constituye un transcurso continuo de tiempo al que la precariedad de la medicina dotaba de una enorme velocidad pero que hoy se puede ralentizar a gusto de la ética médica imperante. Como resultado, colocar la línea que separa la vida de la muerte en un punto u otro se ha vuelto extremadamente problemático. La visión tradicional señalaba este punto en el momento en que el corazón dejaba de latir. Pero la mejora en las técnicas de reanimación y la necesidad de órganos para los trasplantes convirtieron esta definición en obsoleta. Un organismo cuyo corazón ha dejado de latir constituye un organismo inútil desde el punto de vista de los enfermos que esperan un donante para sobrevivir. De este modo, se trasladó la definición de muerte al cese de actividad cerebral. Esta constituye una definición paradójica y terrible: se ha muerto cuando se pueden salvar vidas. Tenemos aquí otra vez, la idea de muerte como ventaja adaptativa, como dejar espacio para individuos más plásticos, más eficaces, pero también la idea de que, si abandonamos la miope perspectiva de la conciencia, la muerte no constituye la interrupción de la vida, sino aquello que permite su continuación. Definición, por otra parte, que exige poner en claro qué significa "carencia de actividad cerebral". El cerebro se halla conformado por una serie de unidades relacionadas, todas las cuales contribuyen a la producción de sentido y a la generación de lo que llamamos "procesos conscientes". El lugar último y definitivo en el cual se localiza la vida consciente y que nos permitiría determinar el cese de la vida resulta hoy día desconocido, suponiendo, naturalmente, que exista tal cosa. De aquí que el cese definitivo de la actividad cerebral haya ido deslizándose como criterio definitorio de la muerte hacia otro punto de resistencia, a saber, los estados de coma irreversibles. 
   De nuevo nos hallamos ante un criterio extremadamente rico en significados. La irreversibilidad, constituye uno de los rasgos definitorios de la vida y, en general, de cualquier proceso biológico. La vida, en efecto, se empeña por poner orden en un entorno que carece de él y que, precisamente, como resultado de su acción, se convertirá en más caótico, más desordenado. Ese orden marca inevitablemente el tiempo, volviéndolo irreversible. Aunque hay una probabilidad, ciertamente infinitesimal, de que todas las moléculas de aire de esta habitación se coloquen debajo de un papel y lo levanten, la probabilidad de que una célula, un organismo biológico, rejuvenezca en lugar de envejecer, simplemente, no existe. Lo hecho por la vida ya no se puede deshacer o, al menos, no se puede deshacer por un simple procedimiento de “dar marcha atrás a la película”. 
   La irreversibilidad, por tanto, que aparecía como característica de la vida, ha pasado a adoptarse por la moderna medicina como rasgo definitorio de la muerte. Aquello que implica un transcurso irreversible, aquel estado que lleva irreversiblemente a la muerte, puede considerarse por sí mismo como muerte, algo que, de un modo general, puede decirse de la vida en cualquiera de sus formas. Pero hay más, en contra de lo que nos indica nuestro sentido común, el coma no constituye un estado clínico en el que los individuos permanecen "desactivados". La clasificación de comas de referencia en la práctica clínica, denominada "de Glasgow", enumera once comportamientos asociados a estos estados que servirían para clasificarlos. Sin embargo, a pesar de la variedad a que da cabida esta clasificación, la realidad se le escapa por entre los dedos. Pierre Buser (1), enumera desde un tipo de coma que realmente no puede considerarse tal, sino la simple pervivencia artificial, hasta el LIS. El LIS o locked-in syndrome, consiste en un estado que presentan algunos sujetos caracterizado por la tetraplejia, la absoluta falta de control sobre el cuerpo, la aparente insensibilidad, mientras el sujeto tiene los ojos abiertos, sigue determinados movimientos de su entorno y puede establecer una cierta comunicación con los médicos. La prensa daba cuenta hace un tiempo del caso de Christa Lilly, mujer norteamericana de 49 años en estado de coma desde 2000 y que, periódicamente (hasta un total de 12 días desde entonces a 2007), se despertaba, hablaba y comía con cierta normalidad, para recaer al poco tiempo en el coma.




   (1) "Ces comas qui ne mènent pas nécessairement à la mort", en Annales d'histoire et de philosophie du vivant, vol 4, 2001, págs. 117 y ss.

domingo, 27 de agosto de 2017

Barcelona (2 de 2)

   En cuanto se produce el atentado de Las Ramblas, los Mossos d’Escuadra ponen en marcha la “operación jaula”, que no impide que el conductor de la furgoneta, se baje de ella y, paseando tranquilamente, desaparezca sin dejar rastro. La “jaula” era tan eficaz que esa tarde, un vehículo se salta un control policial hiriendo a un agente. Será tiroteado, abundantemente, con posterioridad y aparecerá, al fin, abandonado, con un cadáver en su interior. Cadáver que, primero, es el del conductor, muerto por los disparos de la policía en un incidente que no había tenido nada que ver con el atentado. Después resulta que “el conductor” apareció en el asiento de atrás y que no había sido alcanzado por los disparos sino apuñalado. Finalmente resulta que sí, que se trata de algo relacionado con el atentado. A estas alturas, los Mossos d’Escuadra ya han recalificado el “accidente” de Alcanar como algo relacionado con lo ocurrido en Las Ramblas. Ramblas que la policía se ha molestado en desalojar, mientras los terroristas van y vienen por media Cataluña con un número indeterminado de vehículos sin que nadie sea capaz de interceptarlos.
   Reaparecen cinco de ellos a la una y cuarto de la madrugada en Cambrils, 118 kilómetros al sur de Barcelona y 89 al norte de Alcanar, paseando tranquilamente por el paseo marítimo, apretujados cual sardinas en un Audi A3. Se topan con un control policial rutinario que, una vez más, no es capaz de detenerlos. Arrollan el vehículo policial hiriendo a uno de los agentes, la otra agente desenfunda su pistola y mata a cuatro de ellos parece que sin muchos problemas ni miramientos, aunque no puede evitar que una mujer sea apuñalada en el intervalo. El quinto será abatido poco después en un vídeo que ha dado la vuelta al mundo. En él, un tipo, obviamente, fuera de sí, parece querer decir algo y hace caso omiso de las instrucciones policiales. Se oyen disparos para dar y repartir, pues si algo ha quedado demostrado es que los Mossos d’Escuadra, preparación no, pero munición tienen en abundancia. Uno de ellos parece impactar en el terrorista. “Ya está”, se oye nítidamente. El sujeto vuelve a levantarse, cruza la carretera por el paso de cebra y la policía le suelta dos o tres disparos más. La escena ha sido grabada a pocos metros de distancia por parte de alguien de habla inglesa.
   Veamos, el manual al uso de la policía dice, o debe decir,  que ante un presunto terrorista con un cinturón explosivo hay que dispararle, lo más pronto posible, a la cabeza, sin más historias. De haber llevado un cinturón explosivo de verdad, los policías y el sujeto de la cámara habrían saltado por los aires antes de empezar a grabar. Por tanto, tenga o no un cinturón explosivo, ningún ciudadano, turista o curioso en general, debe estar a esa distancia de los hechos bajo ningún concepto. Y si los policías estaban seguros de que el cinturón explosivo era de pega tenían que hacer lo que hizo la policía de Finlandia al día siguiente en unas circunstancias semejantes: disparar a las extremidades para desarmarlo. Entre otras cosas, porque, en contra de la creencia popular, algunos de estos tipos tan convencidos y tan fanáticos, cambian sorprendentemente de actitud cuando llevan 48 horas en el calabozo.
   Por si acaso el vídeo no hubiese dejado claro que las fuerzas del orden público no están preparadas para circunstancias como estas, los Mossos d’Escuadra, se dedican a escribir un auténtico manual de desinformación. Difunden fotos de presuntos integrantes del comando huidos, algunos de los cuales ya están muertos. Al autor “sin duda” de la matanza de Las Ramblas, que “permanece huido”, se lo identifica horas después como uno de los que cayó en el asfalto de Cambrils. Dado que no hay manera decente de explicar que escapase de la “jaula perfecta" tendida por la policía, “pierde fuerza” la hipótesis de su participación en el atentado de Barcelona. El imán, jefe del grupo, “activamente buscado”, entre otros sitios, en su casa, aparece bajo los escombros de Alcanar, donde había no un muerto, como se dijo inicialmente, sino dos. El Consejero de Interior de la Generalitat, que todavía no sabe si la célula ha sido desarticulada o no, si el conductor de Las Ramblas ha sido identificado o no, si hay terroristas circulando por ahí o no, se ha molestado en averiguar que en el atentado murieron, desgraciadamente, “dos personas catalanas” y algunos miembros “del país vecino”, información ésta que ignoramos si la obtuvo directamente de los apellidos de cada cual o si desvió recursos humanos de la investigación antiterrorista en curso para verificar realmente sus lugares de residencia. Ya que explicar cómo hasta doce terroristas con explosivos, armas y deseos de matar transitaron sin problemas por media Cataluña antes y después del atentado de Las Ramblas provocaría sonrojo ajeno (ellos son incapaces), se alude “a que habían recibido un exhaustivo entrenamiento”, lo cual no hace sino arrojar más leña al fuego de la inoperancia policial. Hasta qué punto el entrenamiento fue “exhaustivo” puede verse en el vídeo, donde, de no indicársenos qué estamos viendo, confundiríamos al terrorista con un borracho o drogadicto más de los que pululan por las noches costeras españolas. Hasta qué punto el ISIS puede proporcionar un entrenamiento “exhaustivo” nos lo muestra su reivindicación de un atentado, que las autoridades rusas tratan como el acto de un enfermo mental, ¡en Siberia! De hecho, un periodista alemán que no tuvo muchos problemas para entrar en contacto con ellos por Internet haciéndose pasar por candidato al “martirio”, narra que le pidieron actuar “cuanto antes”, “contra no importa qué” y que si dejaba algún testimonio de su acción, que dijese que “se lo había ordenado el emir del califato”.
   Cuatro días después, el que ahora es señalado como “autor material con toda seguridad” de la matanza de Las Ramblas, es identificado en Subirats, a 50 Km de Barcelona. Tiene muchas cosas que contar. Tiene que contar cómo si a las autoridades “no le constaba” que estuviese armado al bajarse de la furgoneta, pudo apuñalar a una persona. Tiene que contar cómo pudo escapar de la “jaula”, de los controles policiales y de una auténtica balacera. Tiene que contar si de verdad él conducía la furgoneta o no. Tiene que contar dónde consiguió un cinturón explosivo que no se aprecia en ninguna de las grabaciones que nos han mostrado. Tiene que contar dónde y con quién ha estado esos cuatro días. Pero, sobre todo, tiene que contar cómo un imán que hizo sonar todas las alarmas en Bélgica nada más puso el pie en el país, convenció, reclutó y dirigió a un grupo de jóvenes en Cataluña, moviéndose a sus anchas sin despertar la menor sospecha. Como digo, “no consta” que estuviese armado. Si lleva un cinturón de explosivos, con toda seguridad, será tan falso como el que llevaban los de Cambrils. Y, por encima de todo, tiene muchísimas cosas que contar, así que, según la versión oficial, la policía lo rodea y lo mata disparándole un número indefinido de veces.
   Después del despropósito informativo que hemos vivido, después de quince víctimas inocentes y un centenar largo de heridos que volverán a revivir cada día los atentados, después de tanto papanatas como puebla los cargos de responsabilidad de este país y, todavía más, los del futuro país vecino, hay algo que podemos tener claro: si no hemos vivido una cosa así antes, ha sido por suerte; si no hemos vivido una catástrofe mayor, ha sido por pura suerte; y si el futuro no nos depara algo que deje lo ocurrido en poco más que una anécdota, se deberá o bien a que, por fin, habremos mandado al paro a tanto inepto como nos gobierna, o bien a la lisa y llana suerte. 

domingo, 20 de agosto de 2017

Barcelona (1 de 2)

   Quienes están medianamente informados del tema saben que el levante español, al menos desde Valencia, hasta la frontera con Francia constituye un hervidero de grupúsculos islamistas más o menos radicales. El número de detenciones y operaciones policiales efectuadas al respecto casi no se puede contabilizar. La mayor parte de ellas, es cierto, contra células encargadas del reclutamiento y, sobre todo, de la financiación del ISIS y organizaciones afines. No obstante, también se han desvelado planes, en mayor o menor grado de desarrollo para cometer atentados. El discurso oficial, por tanto, consistía en que la eficacia y el buen hacer policial nos mantenía a salvo de tragedias presenciadas en otros países, teniendo claro, por supuesto, las mutaciones a las que nos tiene acostumbrados la “hidra de mil cabezas” y que implican que “no existe la seguridad al 100%” (aunque sí la vigilancia al 100%). Entre medias, aparecían datos que rechinaban. Sorprende, por ejemplo, que, según cifras oficiales, 3.000 personas están siendo vigiladas a mayor o menor distancia por la policía cuando el número de retornados de Siria y territorios afines, insisto, oficialmente, no supera la veintena. Sorprende, también, que se metiera en las estadísticas a la célula que trató de atentar contra el metro de Barcelona en 2.008. Se trató de un grupo de paquistaníes que recibían órdenes directas de un emir de Warizistán, una de las zonas tribales de Pakistán, en las cuales la única autoridad real del Estado la encarnan los agentes de sus servicios secretos. Por tanto, este caso mostraba un terrorismo de naturaleza bastante ajena al resto de los casos como para incluirse en las mismas cifras.
   En medio de lo que parecía una demostración de lo que hay que hacer y cómo por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, se produjeron los atentados del pasado jueves, los cuales han puesto de relieve una realidad sumamente diferente a la que se nos venía ofreciendo. Para empezar, hablamos de una célula formada por, al menos, una docena de personas. Una célula de semejante tamaño, presenta varios problemas. En primer lugar, necesita una dirección muy clara y eficiente, por parte de alguien con la suficiente ascendencia como para reclutar, instruir y ordenar. No hablamos, pues, de un cualquiera, sino de alguien con claras aptitudes, de los que no menudean y que, sin embargo, no había sido detectado. Hemos de recordar, además, que los terroristas se entienden a sí mismos como activistas de una lucha política o religiosa, con lo que pasar desapercibidos, sobre todo, antes de preparar atentados, no suele constituir uno de sus rasgos definitorios. Los datos que la prensa va filtrando hablan, además, de alguien que ya tuvo contactos con autores de atentados anteriores, con sectores radicales de Bélgica y, para acabar de rematarlo, imán de una mezquita. Así que, nuestro imán, desaparece de su mezquita hace dos meses, sin que nadie le preste la menor atención pese a que los cambios en la dirección de las mezquitas deben ser comunicados a la autoridad pertienente. Junto a él se hallaba, como digo, un grupo de doce personas, entre otros, jovenzuelos en una edad que no suele definirse por el disimulo y la ocultación de las tendencias. 
   A falta de otro lugar donde reunirse, parece que okuparon un chalet en la urbanización de uno de esos pequeños pueblos donde todo el mundo conoce a todo el mundo, a 200 kilómetros de su lugar de residencia. Allí se dedicaron a acumular bombonas de butano y a fabricar el famoso triperóxido de triacetona, uno de los agentes antiterroristas más letales de la historia. El TATP reúne tres características excepcionales para matar terroristas: existen multitud de instrucciones para fabricarlo en Internet, se puede hacer con materias de uso cotidiano y resulta extremadamente inestable por lo que, o se tiene mucha habilidad y suerte o se llega al cielo por la vía rápida. Como en la mayoría de los casos en los que alguien ha intentado fabricarlo, eso fue, una vez más, lo que sucedió. Y aquí empieza el sainete.
   Los Mossos d’Escuadra llegan a un chalet derruido por una explosión que hasta ha herido a los vecinos de la potencia que tuvo, ven las bombonas de butano y lo califican como “una explosión accidental de gas”. Intentar averiguar quién, qué y por qué, formaría parte de una investigación que, ya si eso, se llevaría a cabo en algún momento. Lo que queda de la célula terrorista, por el contrario, se cree al descubierto y, en lugar de interpretar lo ocurrido como un signo de que la voluntad de Alá era que no hubiese muertes inocentes, deciden actuar de inmediato sobre objetivos más próximos. Uno de ellos toma una de las furgonetas del grupo y se lanza Ramblas abajo matando a trece personas. 
   Las altas jerarquías de Interior habían mandado hace meses una circular a los Ayuntamientos pidiéndoles que estudiaran el modo de proteger las zonas peatonales ante el menudeo de atentados terroristas sobre ellas en Europa. El Ayuntamiento de Barcelona, tomó la nota del gobierno del país vecino y decidió que, dado que dificultaría las tareas de limpieza, mejor que bolardos “se aumentaría la vigilancia policial” en las ramblas, ha podido observarse con qué resultado. Hemos de ser justos. No se trata del Ayuntamiento de Barcelona, ningún Ayuntamiento ha hecho caso de tales recomendaciones. La norma fundamental de los Ayuntamientos de este país consiste en que, mientras no haya muertos, ¿para qué se va a gastar el dinero en cosas que no sean festejos y jolgorios?

domingo, 13 de agosto de 2017

Auchinleck (2 de 2)

   La estrategia diseñada por Auchinleck fue tan simple como eficaz, aunque, como resultó habitual en su vida, nadie salvo él confiaba en que funcionase. Mientras los militares y diplomáticos de El Cairo se dedicaban a quemar documentos ante la inminente llegada de los alemanes, él colocó toda la artillería de que disponía en las elevaciones de El Alamein, dando órdenes estrictas a sus unidades acorazas y su infantería de no operar más allá del alcance de estas baterías. Al Sur de El Alamein ya solo quedaban las arenas del desierto, con lo que Auchinleck daba por descontado que Rommel no intentaría rodear su dispositivo. Un intenso minado de la zona y el desgaste al que había sometido a las tropas alemanas en su avance, bastaría para detenerlas justo en las puertas mismas de Egipto.
   Rommel (y Auchinleck) sabía que si se detenía, ya no volvería a avanzar nunca más. Sus tropas estaban exhaustas, el número de unidades acorazadas había disminuido considerablemente y los refuerzos y suministros llegaban con cuentagotas. No obstante confiaba en el poder que le daba llevar la iniciativa, en la superioridad de sus carros de combate y en esa ley que dice que un ejército en retirada ya no deja de retirarse. Lanzó contra El Alamein todo lo que tenía a su disposición. Sin embargo, sus esfuerzos por romper la línea defensiva montada por Auchinleck resultaron infructuosos. Cuando intentaba entrar en contacto con los acorazados británicos, la artillería los repelía y cuando intentaba conquistar las elevaciones con su infantería, ésta se tropezaba con los blindados británicos. Tras sufrir numerosas pérdidas sin lograr nada significativo, decidió retirarse y atrincherarse. Auchinleck, presionado por sus superiores, inició un asalto de las posiciones alemanas en el que no creía y que tampoco consiguió nada. El 31 de julio de 1942, la primera batalla de El Alamein había concluido.
   Los británicos perdieron 13.000 hombres, incluyendo neozelandeses, australianos, sudafricanos, indios e ingleses. 10.000 soldados alemanes e italianos habían caído muertos o heridos, 7.000 habían sido hechos prisioneros. El número de blindados alemanes que seguía en funcionamiento era mínimo y los tanques averiados o dañados tenían una esperanza muy remota de ser puestos de nuevo en funcionamiento. Rommel y Auchinleck sabían que, a partir de ese momento, el tiempo corría a favor de los británicos. La esperanza alemana de alcanzar el canal de Suez, moría allí definitivamente. La batalla de Stalingrado hacía presagiar negros augurios, los alemanes no recibirían nuevos refuerzos y el control marítimo y aéreo del Mediterráneo por parte de los Aliados no podía hacer otra cosa que acrecentarse. Aunque la batalla había terminado en tablas, la detención del avance alemán por sí sola constituía una enorme victoria que presagiaba una más completa y rotunda. Auchinleck tenía claro lo que debía hacer para conseguirla con un mínimo de sacrificios humanos: esperar. Sus cálculos incluían dilatar cualquier ofensiva posterior, como mínimo, dos meses. Para entonces Rommel tendría un problema mayor que la escasez de tropas o de tanques funcionales: la escasez de combustible. Mientras él, Auchinleck, habría recibido numerosos refuerzos por parte de las tropas coloniales. 
   “Esperar” era la única palabra que Churchill no quería oír mencionar así que recompensó la inesperada victoria de Auchinleck con su cese. En su lugar puso a alguien que tampoco soportaba dicha palabra, por mucho que eludirla significara un coste extra de vidas humanas: Bernad Law Montgomery. Tan pronto como llegó a Egipto, elaboró uno de sus famosos planes, basados en optimistas supuestos y no en hechos y lanzó a su infantería contra los campos minados alemanes, dando inicio a la segunda y, esta sí, enormemente popular batalla de El Alamein. A punto estuvo de perderla de no haber sido, como acertadamente previó Auchinleck, por la falta de combustible de Rommel. Mientras, Auchinleck, desaparecía para la historia en un puesto bastante menos brillante, primero en Persia-Irak y, posteriormente, de regreso a su amada India. Allí participó, en un segundo plano, en la defensa de la India contra los japoneses y en la campaña de Birmania. En 1947 se opuso férreamente a la división de la India con ocasión de su independencia. Conocedor de aquellas tierras, previó el baño de sangre que acompañaría la división y que, de ella, en lugar de un país con posibilidades de prosperar, surgirían dos que emplearían buena parte de sus recursos en una lucha fraticida. Como siempre, su juicio fue acertado y aislado en una corriente de opinión británica que no podía dejar de ver con buenos ojos esta segunda posibilidad. Auchinleck dimitió de su cargo y dejó un ejército al que había dedicado su vida como protesta por una decisión que consideraba un disparate. Su soledad no había hecho más que comenzar. Su mujer lo había abandonado y él se retiró a Marrakech, donde moriría, a los 96 años en 1981.
   Hay una estatua de Montgomery en el centro de Londres, casi enfrente de Downing Street. De Auchinleck, que hizo lo que todos los expertos en el arte de la guerra consideran imposible, nadie construyó ninguna.

domingo, 6 de agosto de 2017

Auchinleck (1 de 2)

   Hay una ley de la guerra que dice que un ejército en retirada, ya no deja de retirarse a menos que deje de ser atacado. Existen contadísimas excepciones a esta ley en la historia militar de la humanidad: la batalla de Agincourt en 1415, la de las Ardenas en 1944 y una durante el mismo conflicto, absolutamente olvidada, comandada por Sir Claude Auchinleck. Mientras a los estrategas de los otros casos se los calificó de genios militares, a este hombre, que convirtió un ejército en retirada en un ejército capaz de reagruparse y vencer al enemigo, se lo destituyó y olvidó hasta el punto de que en muchas de las biografías suyas que pueden encontrarse por Internet tal batalla no se menciona... ¡o se dice que fue derrotado en ella!
   Auchinleck nació en Inglaterra, en una familia que sufrió penurias sin cuento tras la muerte de su padre, cuando él contaba ocho años de edad. Ingresó en el ejército por inspiración paterna y para salvar la miseria familiar. Tras graduarse fue enviado a la India, en donde se molestó en aprender la lengua punjabí y las costumbres y tradiciones de una tierra a la que quedaría ligada buena parte de su carrera. Pero su bautizo de fuego se produjo durante la Primera Guerra Mundial, cuando ya tenía el grado de capitán. Fue desembarcado en Basora, en el marco de la operación para liberar a las tropas sitiadas en Kut-al-Amara. Su unidad se vio rodeada por los turcos y apenas doscientos hombres, incluyendo al propio Auchinleck, lograron escapar con vida. Aquella campaña debió constituir toda una lección para él de lo que se debe y lo que no se debe arriesgar en combate. Su trabajo como instructor tras la Primera Guerra Mundial se centró, precisamente, en el modo de mantener la higiene, salud y alimentación de las tropas.
   En 1929, de vuelta a la India, es ascendido a coronel y participa primero en el sometimiento de las insurrecciones de 1933 y 1935 y, después, en la construcción del Ejército Indio. Con toda esta experiencia puede entenderse la lógica que lo llevó en 1940 a ponerlo al mando de las fuerzas británicas... ¡en Noruega! Pese a que la campaña de Noruega constituyó un desastre y los británicos no pudieron hacer nada para repeler el brillante plan de invasión alemán, Auchinleck logró algunas victorias parciales que no impidieron el hundimiento final. Vuelve entonces a la India, de donde es sacado para desembarcar (otra vez) en Basora. Con tropas que conocía muy bien bajo su mando y en un terreno en el que ya había combatido, Auchinleck, logró infringirle sucesivas derrotas al ejército iraquí, hasta conseguir entrar en contacto con la sitiada guarnición inglesa de Habbaniya.
   El éxito en Irak le abrió las puertas para su nombramiento al mando de las tropas británicas en Oriente Medio. Este mando constituyó un auténtico quebradero de cabeza para él. Sufrió interminables injerencias políticas, particularmente de Churchill que no quería oír hablar de ninguna otra cosa que no fuese atacar, ofensivas o conquistas. Sus subordinados vieron en él a un extraño que no entendía la naturaleza del ejército británico en África, rezongando de sus órdenes y pidiendo continuas explicaciones de sus planes. Por si fuera poco, tenía en frente a un general alemán de cierto prestigio, un tal Rommel. 
   Auchinleck se empeñó en algo que no todos tenían claro, que Malta y el bombardeo de las líneas de suministro alemanas era fundamental para lo que ocurriera en el Norte de Africa. Con estas bazas atacó desde Egipto y logró hacer retroceder a los alemanes hasta Trípoli, conquistando todo lo que hoy es Libia. Entre medias, sus líneas de suministro se hicieron inestablemente largas y, en lugar de lanzar la ofensiva final que tanto le reclamaban desde Londres, decidió atrincherarse en la Cirenaica a medio camino entre Trípoli y su retaguardia. 
   En mayo de 1942, un Africa Korps rearmado y con tropas frescas, se lanzó a la ofensiva rodeando las fortificaciones de Auchinleck por el desierto. 50.000 hombres del ejército británico quedaron embolsados y el pánico cundió en toda la jerarquía de mando. Realmente, muy poco había que se interpusiera entre Rommel y el Canal de Suez.  Auchinleck consiguió organizar un repliegue ordenado de lo que quedaba de sus tropas hacia la frontera egipcia mientras que iba desgastando la ofensiva de Rommel con una serie de pequeños enfrentamientos programados a lo largo de su camino. Además, las líneas de suministro alemanas se iban haciendo insosteniblemente largas y la RAF las sometía a un continuo bombardeo. Tras 1.000 kilómetros de retirada, Auchinleck reagrupó su ejército, uniendo lo que quedaba de esta división por aquí con lo que quedaba de aquella por allá, en torno a El Alamein, una insignificante estación ferroviaria rodeada de elevaciones que se adentraban en el desierto.