domingo, 13 de agosto de 2017

Auchinleck (2 de 2)

   La estrategia diseñada por Auchinleck fue tan simple como eficaz, aunque, como resultó habitual en su vida, nadie salvo él confiaba en que funcionase. Mientras los militares y diplomáticos de El Cairo se dedicaban a quemar documentos ante la inminente llegada de los alemanes, él colocó toda la artillería de que disponía en las elevaciones de El Alamein, dando órdenes estrictas a sus unidades acorazas y su infantería de no operar más allá del alcance de estas baterías. Al Sur de El Alamein ya solo quedaban las arenas del desierto, con lo que Auchinleck daba por descontado que Rommel no intentaría rodear su dispositivo. Un intenso minado de la zona y el desgaste al que había sometido a las tropas alemanas en su avance, bastaría para detenerlas justo en las puertas mismas de Egipto.
   Rommel (y Auchinleck) sabía que si se detenía, ya no volvería a avanzar nunca más. Sus tropas estaban exhaustas, el número de unidades acorazadas había disminuido considerablemente y los refuerzos y suministros llegaban con cuentagotas. No obstante confiaba en el poder que le daba llevar la iniciativa, en la superioridad de sus carros de combate y en esa ley que dice que un ejército en retirada ya no deja de retirarse. Lanzó contra El Alamein todo lo que tenía a su disposición. Sin embargo, sus esfuerzos por romper la línea defensiva montada por Auchinleck resultaron infructuosos. Cuando intentaba entrar en contacto con los acorazados británicos, la artillería los repelía y cuando intentaba conquistar las elevaciones con su infantería, ésta se tropezaba con los blindados británicos. Tras sufrir numerosas pérdidas sin lograr nada significativo, decidió retirarse y atrincherarse. Auchinleck, presionado por sus superiores, inició un asalto de las posiciones alemanas en el que no creía y que tampoco consiguió nada. El 31 de julio de 1942, la primera batalla de El Alamein había concluido.
   Los británicos perdieron 13.000 hombres, incluyendo neozelandeses, australianos, sudafricanos, indios e ingleses. 10.000 soldados alemanes e italianos habían caído muertos o heridos, 7.000 habían sido hechos prisioneros. El número de blindados alemanes que seguía en funcionamiento era mínimo y los tanques averiados o dañados tenían una esperanza muy remota de ser puestos de nuevo en funcionamiento. Rommel y Auchinleck sabían que, a partir de ese momento, el tiempo corría a favor de los británicos. La esperanza alemana de alcanzar el canal de Suez, moría allí definitivamente. La batalla de Stalingrado hacía presagiar negros augurios, los alemanes no recibirían nuevos refuerzos y el control marítimo y aéreo del Mediterráneo por parte de los Aliados no podía hacer otra cosa que acrecentarse. Aunque la batalla había terminado en tablas, la detención del avance alemán por sí sola constituía una enorme victoria que presagiaba una más completa y rotunda. Auchinleck tenía claro lo que debía hacer para conseguirla con un mínimo de sacrificios humanos: esperar. Sus cálculos incluían dilatar cualquier ofensiva posterior, como mínimo, dos meses. Para entonces Rommel tendría un problema mayor que la escasez de tropas o de tanques funcionales: la escasez de combustible. Mientras él, Auchinleck, habría recibido numerosos refuerzos por parte de las tropas coloniales. 
   “Esperar” era la única palabra que Churchill no quería oír mencionar así que recompensó la inesperada victoria de Auchinleck con su cese. En su lugar puso a alguien que tampoco soportaba dicha palabra, por mucho que eludirla significara un coste extra de vidas humanas: Bernad Law Montgomery. Tan pronto como llegó a Egipto, elaboró uno de sus famosos planes, basados en optimistas supuestos y no en hechos y lanzó a su infantería contra los campos minados alemanes, dando inicio a la segunda y, esta sí, enormemente popular batalla de El Alamein. A punto estuvo de perderla de no haber sido, como acertadamente previó Auchinleck, por la falta de combustible de Rommel. Mientras, Auchinleck, desaparecía para la historia en un puesto bastante menos brillante, primero en Persia-Irak y, posteriormente, de regreso a su amada India. Allí participó, en un segundo plano, en la defensa de la India contra los japoneses y en la campaña de Birmania. En 1947 se opuso férreamente a la división de la India con ocasión de su independencia. Conocedor de aquellas tierras, previó el baño de sangre que acompañaría la división y que, de ella, en lugar de un país con posibilidades de prosperar, surgirían dos que emplearían buena parte de sus recursos en una lucha fraticida. Como siempre, su juicio fue acertado y aislado en una corriente de opinión británica que no podía dejar de ver con buenos ojos esta segunda posibilidad. Auchinleck dimitió de su cargo y dejó un ejército al que había dedicado su vida como protesta por una decisión que consideraba un disparate. Su soledad no había hecho más que comenzar. Su mujer lo había abandonado y él se retiró a Marrakech, donde moriría, a los 96 años en 1981.
   Hay una estatua de Montgomery en el centro de Londres, casi enfrente de Downing Street. De Auchinleck, que hizo lo que todos los expertos en el arte de la guerra consideran imposible, nadie construyó ninguna.

domingo, 6 de agosto de 2017

Auchinleck (1 de 2)

   Hay una ley de la guerra que dice que un ejército en retirada, ya no deja de retirarse a menos que deje de ser atacado. Existen contadísimas excepciones a esta ley en la historia militar de la humanidad: la batalla de Agincourt en 1415, la de las Ardenas en 1944 y una durante el mismo conflicto, absolutamente olvidada, comandada por Sir Claude Auchinleck. Mientras a los estrategas de los otros casos se los calificó de genios militares, a este hombre, que convirtió un ejército en retirada en un ejército capaz de reagruparse y vencer al enemigo, se lo destituyó y olvidó hasta el punto de que en muchas de las biografías suyas que pueden encontrarse por Internet tal batalla no se menciona... ¡o se dice que fue derrotado en ella!
   Auchinleck nació en Inglaterra, en una familia que sufrió penurias sin cuento tras la muerte de su padre, cuando él contaba ocho años de edad. Ingresó en el ejército por inspiración paterna y para salvar la miseria familiar. Tras graduarse fue enviado a la India, en donde se molestó en aprender la lengua punjabí y las costumbres y tradiciones de una tierra a la que quedaría ligada buena parte de su carrera. Pero su bautizo de fuego se produjo durante la Primera Guerra Mundial, cuando ya tenía el grado de capitán. Fue desembarcado en Basora, en el marco de la operación para liberar a las tropas sitiadas en Kut-al-Amara. Su unidad se vio rodeada por los turcos y apenas doscientos hombres, incluyendo al propio Auchinleck, lograron escapar con vida. Aquella campaña debió constituir toda una lección para él de lo que se debe y lo que no se debe arriesgar en combate. Su trabajo como instructor tras la Primera Guerra Mundial se centró, precisamente, en el modo de mantener la higiene, salud y alimentación de las tropas.
   En 1929, de vuelta a la India, es ascendido a coronel y participa primero en el sometimiento de las insurrecciones de 1933 y 1935 y, después, en la construcción del Ejército Indio. Con toda esta experiencia puede entenderse la lógica que lo llevó en 1940 a ponerlo al mando de las fuerzas británicas... ¡en Noruega! Pese a que la campaña de Noruega constituyó un desastre y los británicos no pudieron hacer nada para repeler el brillante plan de invasión alemán, Auchinleck logró algunas victorias parciales que no impidieron el hundimiento final. Vuelve entonces a la India, de donde es sacado para desembarcar (otra vez) en Basora. Con tropas que conocía muy bien bajo su mando y en un terreno en el que ya había combatido, Auchinleck, logró infringirle sucesivas derrotas al ejército iraquí, hasta conseguir entrar en contacto con la sitiada guarnición inglesa de Habbaniya.
   El éxito en Irak le abrió las puertas para su nombramiento al mando de las tropas británicas en Oriente Medio. Este mando constituyó un auténtico quebradero de cabeza para él. Sufrió interminables injerencias políticas, particularmente de Churchill que no quería oír hablar de ninguna otra cosa que no fuese atacar, ofensivas o conquistas. Sus subordinados vieron en él a un extraño que no entendía la naturaleza del ejército británico en África, rezongando de sus órdenes y pidiendo continuas explicaciones de sus planes. Por si fuera poco, tenía en frente a un general alemán de cierto prestigio, un tal Rommel. 
   Auchinleck se empeñó en algo que no todos tenían claro, que Malta y el bombardeo de las líneas de suministro alemanas era fundamental para lo que ocurriera en el Norte de Africa. Con estas bazas atacó desde Egipto y logró hacer retroceder a los alemanes hasta Trípoli, conquistando todo lo que hoy es Libia. Entre medias, sus líneas de suministro se hicieron inestablemente largas y, en lugar de lanzar la ofensiva final que tanto le reclamaban desde Londres, decidió atrincherarse en la Cirenaica a medio camino entre Trípoli y su retaguardia. 
   En mayo de 1942, un Africa Korps rearmado y con tropas frescas, se lanzó a la ofensiva rodeando las fortificaciones de Auchinleck por el desierto. 50.000 hombres del ejército británico quedaron embolsados y el pánico cundió en toda la jerarquía de mando. Realmente, muy poco había que se interpusiera entre Rommel y el Canal de Suez.  Auchinleck consiguió organizar un repliegue ordenado de lo que quedaba de sus tropas hacia la frontera egipcia mientras que iba desgastando la ofensiva de Rommel con una serie de pequeños enfrentamientos programados a lo largo de su camino. Además, las líneas de suministro alemanas se iban haciendo insosteniblemente largas y la RAF las sometía a un continuo bombardeo. Tras 1.000 kilómetros de retirada, Auchinleck reagrupó su ejército, uniendo lo que quedaba de esta división por aquí con lo que quedaba de aquella por allá, en torno a El Alamein, una insignificante estación ferroviaria rodeada de elevaciones que se adentraban en el desierto.

domingo, 30 de julio de 2017

Dieppe

   Ahora que la película Dunkerque permitirá el reinicio de un pequeño revival de la Segunda Gran Guerra, vuelvo a acordarme de una heroica acción bélica arrumbada en el baúl de los recuerdos: Dieppe. En 1942, Stalin no hacía más que presionar a los aliados con la idea de abrir un segundo frente en Europa que aliviara el peso de la guerra sobre su país. La propia opinión pública exigía hacer algo que los devolviera al continente y Churchill había comenzado a temer que la tan deseada ayuda norteamericana acabara por convertirse en el abrazo del oso, borrando al imperio británico de la primera fila de la historia. Así comenzó a fraguarse la operación Jubilee.
   La idea inicial consistió en abrir una cabeza de puente en la costa francesa, necesariamente limitada, que permitiera operaciones más ambiciosas en un futuro inmediato. Rápidamente se pensó en los 200.000 voluntarios canadienses que llevaban tres años languideciendo en territorio británico. Dispersados por la isla, lejos de sus fríos inviernos, las abundantes lluvias habían ido diluyendo su moral y apenas unas cuantas unidades conservaban el vigor necesario para combatir. El propio plan inicial resultaba insostenible, así que se lo fue recortando. Lo que comenzó siendo un amago de invasión en toda regla se convirtió en un mero ejercicio, el establecimiento de una cabeza de puente se trocó en la demostración de la posibilidad de establecer una cabeza de puente y el desembarco masivo incluyó poco más de 6.000 hombres. El punto elegido, naturalmente, la bonita, turística y extremadamente fortificada por los alemanes Dieppe. Cierto que el plan inicial incluía desembarcos a lo largo de su costa, que presentaba numerosos puntos prácticamente sin defensa, pero al restringir el número de hombres, se concentró en la playa de la propia ciudad, guarecida por acantilados y en donde los alemanes habían colocado, entre otras muchas unidades de artillería, diez cañones de 150mm. La cosa no paraba ahí, la “cabeza de puente”, posteriormente convertida en algo así como unas maniobras con fuego real, también debía constituir una trampa para la Luftwaffe. El alto mando británico había llegado a la conclusión de que la superioridad aérea alemana estaba llegando a su fin. El desembarco debía atraer a gran número de aparatos sobre los que la RAF caería, acabando, definitivamente, con el dominio alemán de los aires. Dicho de otra manera, la aviación aliada no apoyaría el desembarco sino que llevaría a cabo una guerra particular en paralelo.
   Por si fuera poco, a principios de julio, con las tropas preparadas para embarcarse, la climatología empeoró repentinamente y, todavía mejor, los alemanes descubrieron el convoy preparado y lo bombardearon, obligando a cancelar el desembarco. La cancelación del desembarco no significó la cancelación de la operación, sino que ésta sufrió varias modificaciones. La más significativa de todas fue suprimir el bombardeo previo “para no poner en sobre aviso a los alemanes”.
   En la noche del desembarco el ala izquierda del convoy se encontró con naves alemanas, iniciándose un combate que, además de causar serios daños en los navíos aliados, los dispersó, con lo que sólo siete llegaron a la costa francesa. Su llegada desató la alarma general en las defensas costeras, en respuesta a la cual, las naves que los habían transportado se retiraron, dejándolos abandonados en la playa donde hubieron de rendirse.
   El ala derecha del desembarco tuvo más suerte, logró llegar a la playa antes de que se diera la alarma y, tras subir por escarpados terraplenes, alcanzó las defensas de costa logrando inutilizarlas. El desarrollo de la operación fue la base para el manual de asalto a las baterías costeras que se elaboró posteriormente y el único éxito de la operación Jubilee porque el desembarco general tuvo otra naturaleza. Este se realizó justo debajo de las defensas alemanas y con diecisiete minutos de retraso respecto de los otros dos, es decir, cuando los alemanes ya se hallaban alertados de lo que se les venía encima. La mayor parte de los hombres a desembarcar no consiguieron llegar a las playas con vida. Las tres oleadas sucesivas fueron barridas por las defensas en una suerte de tiro al blanco. No obstante, los canadienses combatieron con tal valor y eficacia que algunas unidades consiguieron alcanzar la ciudad, donde fueron definitivamente eliminados o capturados. De los 6.086 hombres a desembarcar 4.384 fueron muertos o capturados en un combate que no duró ni nueve horas. El desastre fue de tal magnitud que la Luftwaffe ni siquiera se molestó en mandar más aviones al combate que los que ya se hallaban en servicio, convirtiéndose, también, en un completo fiasco la supuesta trampa aérea tendida por la RAF.
   Dieppe fue una carnicería sin nombre y casi sin recuerdo, en la que varios miles de voluntarios canadienses encontraron una muerte absurda y sin sentido que no debió haberse producido. A base de sangre vertida por motivos absurdos, como siempre, los aliados sacaron lecciones muy importantes, por ejemplo, que no se debe atacar unas defensas sin bombardearlas antes. Estas lecciones resultarían muy útiles en los posteriores desembarcos, pero seguro que había medios mucho más económicos de sacar tales decisiones si es que a alguien le hubiesen importado las vidas humanas.

domingo, 23 de julio de 2017

Dunkerque

   Esperaba, desde hacía tiempo, el estreno de Dunkerque. Su director, Christopher Nolan, me había fascinado con Following y, sobre todo, con Memento, una película que encierra profundas cuestiones filosóficas y un modo de narrar absolutamente fuera de lo habitual. Desgraciadamente, Memento no sólo llamó mi atención, también llamó la atención de Hollywood que tomó su estructura narrativa como un desafío a sus convencionalismos. Se propusieron asimilar a Nolan y lo consiguieron. Primero le pusieron al frente de un proyecto cargado de estrellas y ligero de ideas, Imsomnia y, después, para rematarlo, le endilgaron la  serie de Batman, al borde mismo de la extinción. Batman ganó con Nolan todo lo que Nolan perdió con Batman. A partir de aquí sus proyectos iniciaron una pendiente sin freno: The Prestige desaprovechaba un libro que ya de por sí desaprovechaba una buena idea, Inception era un puro querer y no poder e Interestelar, un pestiño infumable con final feliz. El propio Nolan pareció darse cuenta de hasta qué punto Hollywood lo había dejado exangüe y decidió intentar salvar lo que pudiese salvarse llevándolo de vuelta a casa. Dunkerque no constituye, pues, la narración de un hecho histórico, también narra lo que intentaba hacer el propio Nolan con su talento cinematográfico.
   El hecho histórico es que en 1940, tras la ruptura de la “Linea Maginot”, el cuerpo expedicionario británico se vio embolsado, por tropas alemanas que avanzaban desde Holanda, Bélgica y, particularmente, Francia. Girando por Abbeville hacia Boulogne, el general Heinz Wilhelm Guderian, como siempre al frente de sus tanques, consiguió plantarse en Calais antes de que los ingleses soñaran siquiera con organizar desde allí su retirada. Entonces intervino el mayor enemigo que tuvieron los ejércitos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, su alto mando con Hitler a la cabeza. Le ordenaron a Guderian que cesara su ofensavia. Durante un tiempo les hizo caso omiso afirmando que "no avanzaba, sólo realizaba acciones de reconocimiento”, pero cuando sus tanques ya habían reducido el perímetro a la ciudad de Dunkerque y su playa inmediata, teniendo una victoria decisiva en sus manos, se vio obligado a acatar las órdenes. 
   Por qué los alemanes permitieron la evacuación de buena parte del cuerpo expedicionario británico sigue sin estar claro hoy día. Parece que Hitler atesoraba la secreta esperanza de que Inglaterra acabaría uniéndosele en el dominio del mundo (sic) y que se dejó convencer por Göring de que la aviación causaría más daño que los tanques a un enemigo arrumbado en las playas sin posibilidad alguna de defensa. Por si fuera poco, muchos, empezando por su superior directo en el mando, von Kluge, veían con escalofríos las audacias de Guderian que, dicho sea de paso, siempre demostró tener la visión correcta de los hechos. 
   El 26 de mayo de 1940 comenzó oficialmente la evacuación de Dunkerque, con lo que quedaba del ejército francés en la zona defendiendo el perímetro y los ingleses tratando de embarcar rumbo a casa 400.000 hombres. Rápidamente la Luftwaffe comprobó la estulticia de Göring pues buena parte de las bombas que arrojaba sobre el enemigo se enterraban en la arena sin explotar. Prefirieron con mucho ametrallar a los soldados en la playa y bombardear los barcos en el mar, tarea que se volvió mucho más complicada cuando el alto mando británico decidió enviar todo tipo de embarcaciones civiles para realizar la repatriación de sus tropas.
   Nada de eso cuenta Nolan en su película porque no le interesa. Dunkerque no pretende ser la narración de un hecho histórico. Dunkerque cuenta lo que ocurre cuando la cadena de mando se ha debilitado lo suficiente como para convertir el instinto de supervivencia en el único motor de conducta, lo que pasa cuando el sentimiento de pertenencia a la manada puede más que los juicios acerca de contra quién se combate, de lo que puede ser heroico o cobarde y de lo que pueda llegar a ser considerado loable o mezquino. Cuenta cómo unos cientos de miles de chavales que acababan de abandonar la adolescencia fueron abandonados en una playa al albur de las bombas, las balas, las olas y su propio miedo. Y, sobre todo, cuenta cómo las guerras, los ejércitos y los gobiernos sacan partido de todo ello para sus propios fines. Lo hace con maestría, con elegancia, con un uso de los saltos narrativos que casa rigurosamente con las necesidades de lo que se quiere contar.
   Dicen que ha convertido en una gran victoria lo que fue una derrota, que ha hecho de la vergüenza de Dunkerque un motivo de orgullo nacional, que ha puesto una piedra fílmica más en la larga tradición de cantar las glorias del imperio de su graciosa majestad. Yo lo dudo. No casa mucho con esos juicios la frialdad con la que un contraalmirante da instrucciones para que un barco de la cruz roja se hunda lo más lejos posible del espigón aunque eso signifique que se ahoguen todos los heridos que van a bordo. No resulta muy heroica la actitud de unos militares que insisten, una y otra vez a lo largo de la película, que los barcos están allí para salvar a los británicos y que para los franceses, que valerosamente mantenían el perímetro permitiendo que la evacuación se llevara a cabo, sólo quedaba la rendición o la muerte. Pero, sobre todo, tales juicios no cuadran con la realidad histórica. Dunkerque fue un gran logro para los británicos, especialmente, teniendo en cuenta lo que pudo haber ocurrido y el discurso de Churchill (que había llegado al cargo de Primer Ministro quince días antes de lo que muestra la película) para la ocasión contiene toda la grandilocuencia característica de los políticos cuando intentan salvar las vergüenzas. 
   Ahora queda por ver si, una vez reagrupadas sus fuerzas, Nolan nos proporciona también grandes éxitos en los años venideros.

domingo, 16 de julio de 2017

Arrival

   Hace tiempo que tenía la película Arrival (La llegada, 2016) en el radar, pero hasta hace unos días no pude por fin sentarme a verla. Varias razones me llevaron a ella: su director, Denis Villeneuve es el encargado de poner en celuloide la innecesaria segunda parte de una de mis películas favoritas, Blade Runner; se supone la adaptación de un multipremiado relato corto de ciencia ficción, La historia de tu vida de Ted Chiang; la banda sonora de Johann Johannsson, fue una de las pocas músicas que me llamaron la atención el año pasado; y, por si fuera poco, la protagoniza Amy Adams. En realidad, lo que cuenta la película es bien poca cosa. Se parte de la idea de que el lenguaje determina el pensamiento y se acaba concluyendo, como hace todo buen determinista, que el tiempo es pura apariencia y, si se adquiere cierto conocimiento especializado, deja de apreciarse. Un recorrido tan breve da, desde luego, para un relato corto, pero no para rellenar cerca de dos horas de efectos especiales, así que el bueno de Villeneuve se dedica a marear un poco la perdiz con falsos flash-backs, con una fotografía que se pretende preciosista y con la música de Johannsson. La escasez de acción, como la escasez de notas en la banda sonora, llena buena parte del minutaje, por lo que no debe extrañarnos que una crítica acostumbrada a la saturación musical y auditiva, haya descrito  el film como un “poema” y le haya encontrado parecidos con la sobrevalodarísima obra de Terrence Malick.
   Me imagino que la primera intención de Chiang fue crear unos marcianos a los que pudiera apodarse los “trípodes”, pero como los chistes resultaban demasiado fáciles pensó en “pentalones”, lo cual no dejaba de proporcionar guasas acerca de la naturaleza de la quinta extremidad y ésta fue la razón por la que se acabaron convirtiendo en “heptalones”, disolviendo la gracia entre tantas patas. Ni que decir tiene que, en cuanto la ven sin máscara, los heptalones quedan fascinados con Amy Adams, cosa lógica porque lo de esta mujer (o lo de su cirujano plástico) no es de este planeta. Aquí les dejo unas fotos de la Sra. Adams en Muérete bonita, su primer papelito cuando contaba 25 años y en la ceremonia de los Oscar de febrero del corriente. 



En efecto, el rostro más reluciente, hermoso y juvenil corresponde al de la mujer que tiene una hija y 18 años más que el otro. Y ahora me lo explican si pueden. A este paso la Sra. Adams acabará siendo un bomboncito en el geriátrico.
   Naturalmente, todo lo anterior no dejan de ser frivolidades por las que no me hubiese molestado en escribir nada. El supuesto meollo del asunto no es otro que la tesis Sapir-Whorf, de la que ya hemos hablado varias veces aquí y que, cuando por fin parecía perder el último reducto de incondicionales, entre Chiang y Villeneuve, la van a convertir en meme de la cultura de masas. Los lingüistas, padres de este cordero y al que tantas oraciones le dedicaron, la abandonaron hace tiempo. Pero los filósofos del siglo XX, que, como los maridos engañados, fueron los últimos en enterarse de todo, todavía hoy la siguen repitiendo cual papagayos: el lenguaje determina el pensamiento, los límites del lenguaje son los límites del pensamiento, hablantes de idiomas distintos viven en mundos distintos. Ya expliqué que si eso fuese así, entonces el español y el italiano serían inconmensurables. Como no me gusta repetirme no voy a aclarar otra vez por qué, mejor voy a presentar una magnífica refutación de dicha tesis, la que muestra la propia película. En efecto, partiendo de que los hablantes de lenguas distintas viven en mundos distintos, es decir, de la tesis Sapir-Whorf y deseando comunicarse con los marcianitos de turno, la intrépida Louise llega a la conclusión de que mejor abandonar el lenguaje hablado y centrarse en un intercambio de signos. Y hete aquí que esta línea de trabajo se convierte en exitosa, pudiendo, primero intercambiar abundante información con los llegados y, posteriormente, hablar su lengua. Además, gracias al manejo de dichos signos, Louise comienza a adentrarse en un nuevo modo de pensar, el cual le permite abandonar las limitaciones del tiempo y ver el futuro. Lo diré de otro modo, se parte de la idea de que la lengua determina el pensamiento y se acaba concluyendo que lo que realmente determina el pensamiento son los signos. Afirmación esta última que, de ninguna de las maneras, cabe en la tesis Sapir-Whorf. En efecto, tomemos dos comunidades que hablan lenguas diferentes, pero que la escriben con los mismos caracteres, ¿se entenderían o habría inconmensurabilidades entre ellos? Obviamente, la tesis Sapir-Whorf, o, por ser más exactos, el bueno de Whorf, concluiría que podrían existir enormes inconmensurabilidades entre ellas, como las que existen, pongamos por caso, entre napolitanos y brandenburgueses. Supongamos ahora lo contrario, quiero decir, una comunidad que maneja una lengua común, pero que escribe dicha lengua con caracteres diferentes. ¿Habría dificultades para entenderse entre ellos? De un modo obvio, la respuesta de Whorf sería negativa. Hasta qué punto dichas intuiciones son correctas podrá apreciarlo si estudia la disolución de Yugoslavia, país compuesto por dos comunidades, serbios y croatas, más una minoría musulmana, que hablaban el mismo idioma pero lo escribían usando grafías diferentes. Pues bien, lo que nos muestra la película es, precisamente, la importancia de los signos con los que apuntalamos nuestro pensamiento y no de la lengua con la que se expresan, algo bastante más cercano de la realidad que lo que se pretendía inicialmente defender. Que semejante contradicción, lejos de valerle el reproche de alguien, le haya proporcionado a la película y al relato en el que se basa, premios y honores de la crítica muestra bien a las claras el chiringuito que hay montado para alejar nuestras miradas del verdadero determinismo que nos atenaza y que no se halla ni en los genes, ni en el lenguaje, ni en un supuesto futuro ya escrito, sino en una mitología montada para volvernos idiotas a todos llenándonos la cabeza de incoherencias. Afortunadamente, la película termina de un modo optimista, mostrándonos en imágenes una de las más acertadas afirmaciones de Karl Marx, a saber, que "todo lo sólido se desvanece en el aire".

domingo, 9 de julio de 2017

Reflexiones sobre la muerte (3)

   El modo en que los modernos occidentales nos enfrentamos a la muerte resulta ridículo. En realidad, se trata únicamente de una consecuencia de nuestro modo erróneo de habérnosla con el tiempo. Casi todo el mundo antes de morir pide precisamente eso, más tiempo. Se trata de otra versión de un problema común en nuestras sociedades y que ya he mencionado varias veces, el problema del más. Queremos más tiempo, queremos vivir más, queremos cumplir más años, todo lo cual puede aceptarse como correcto, pero ¿más para qué? ¿para cometer más veces los mismos errores? ¿para cometer más errores? Si trabaja como comercial para alguna empresa sabrá que dedica más tiempo a planificar su jornada, buscar aparcamiento, circular, hablar con la secretaria o con miembros de la organización sin poder ejecutivo, que a esa entrevista en la que se va a decidir si recibirá un nuevo pedido o no. En muchas profesiones rellenar informes sobre lo que se ha hecho o lo que se va a hacer consume más tiempo que hacerlo. De modo general, utilizamos nuestro tiempo para planificar qué vamos a hacer con el tiempo que viene a continuación y no para vivir el momento en que nos encontramos. Si efectivamente un buen Dios de los cielos nos concediera más tiempo, lo emplearíamos en organizar qué haríamos con el tiempo que nos concedería en la próxima prorroga.
   Muchos occidentales han encontrado la manera de disfrutar de una prórroga perfecta en la creencia en la reencarnación. Primero lo adoptaron todo tipo de actores de Hollywood, tan satisfechos con la vida que habían vivido, que querían vivirla otra vez. Como resulta lógico, una vez proyectada la idea de la reencarnación en imágenes, se extendió. Poder vivir otra vez representa para nosotros el modo mágico de vivir más tiempo. El ridículo encerrado en semejante razonamiento no tiene límites. Para empezar buena parte de los creyentes en la reencarnación no quieren renunciar a un cristianismo adoptado por tradición. Para su mentalidad el budismo o el hinduismo resultan demasiado exóticos. Acuden a su párroco de zona y éste les confirma que sí, que por supuesto, que por qué no van a poder ser cristianos creyendo en la reencarnación. Ya se sabe, tan poca gente marca la casilla de donar sus impuestos a la Iglesia que hay que recolectar feligreses como se pueda. La inmensa mayoría se siente satisfecho con esto y va por ahí tan contento sin entender que ni el cristianismo puede compaginarse con la doctrina de la reencarnación ni ésta representa para las religiones de oriente nada bueno ni deseable. En realidad, todas las religiones que hablan de la reencarnación lo consideran lo malo, lo que debe evitarse a toda costa, el equivalente de nuestro infierno, pues este mundo se caracteriza por el sufrimiento que nos causa y hay que evitar volver a él. Por si fuera poco, toda creencia en que volvemos más de una vez a este mundo, considera necesario un lavado de cerebro para que no quede nada de nuestra vida anterior. Así que, en efecto, volvemos a este mundo, pero volvemos sin recuerdos, sin carácter, sin los seres queridos, sin todo aquello que nos define. ¿Qué diferencia existe entre esto y la simple y llana muerte en la que nada perdura? Muy fácil, que tenemos más tiempo.
   De acuerdo, tengamos más tiempo, pero, una vez más, ¿para qué? Los hombres del siglo XX creen que la vida tiene las mismas características que Facebook, Instagram o Twitter. Uno se apunta a Facebook, sube fotos a su cuenta y cincuenta años después, cuando alguien la consulta, cree que uno sigue saliendo de juerga los fines de semana, que su hijo sigue teniendo tres meses y que aún conserva la gatita aquella que se pasaba las horas muertas mirando la lavadora. Pero no, la gatita llegó a la conclusión de que se divertiría más desde dentro que desde fuera y, en un despiste, apareció ahogada entre la ropa limpia, su hijo se cambió de sexo hace dos años y ahora se dedica a la vida loca y desde que le internó en un geriátrico, Ud. ha dejado de tomar chupitos los fines de semana. 
   El cuerpo humano no se halla diseñado para una longevidad demasiado prolongada. A partir de los 40 años, la naturaleza abandona despiadadamente a las mujeres y, poco después, a los hombres. Las terapias encaminadas a evitar semejante desafecto han logrado hacer los años restantes más penosos pero no han conseguido evitar, afortunadamente, lo que millones de años de selección natural tan sabiamente han tejido. Se puede ir más allá, sin duda, pero el propósito de convertir el siglo en la esperanza media de vida, nos condena a lo que sólo puede considerarse un encarnizamiento terapéutico. La vista no aguanta, el sistema digestivo tampoco, se nos cae todo lo que no tengamos de silicona, se olvida el control de esfínteres y, al final, nos olvidamos de nosotros mismos. Si permitimos que las empresas farmacéuticas sigan en ello, tendremos otra vida en esta, sí, pero, una vez más, con el inevitable borrado de todo lo que en nosotros puede considerarse identidad personal. Y aquí encontramos un elemento clave en esta historia. Tenemos miedo a la pérdida absoluta y definitiva de conciencia, pero no a los olvidos cotidianos, a esos momentos de los que no recordamos nada, a la amnesia causada por el alcohol o las drogas. Nos aterroriza desaparecer cuando nuestra vida se halla plagada de instantes que han desaparecido para nosotros, de entrañables amigos de copas que ya no nos recuerdan, sin que nos importe demasiado. Nos hiela la sangre la posibilidad de que cese nuestro pensamiento cuando dedicamos nuestra vida a hacer todo lo posible para no pensar.

domingo, 2 de julio de 2017

Reflexiones sobre la muerte (2)

   La razón por la que la muerte nos parece terrible se halla en nuestra manía de mirarla a los ojos como individuos concretos y singulares, perdiendo cualquier perspectiva global. Mirar desde un punto de vista limitado y concreto siempre genera un dolor innecesario porque carece de toda lógica. No hay más que pensar en los niños pequeños, en esa etapa en la que duermen mal, se muestran quejicosos e incluso tienen fiebre porque les van a salir los dientes. Puede buscar por Internet y leerá cómo piezas óseas afiladas o romas, tiene que desgarrar las tiernas carnes infantiles y abrir las encías para aflorar. Uno se imagina el sufrimiento interminable de bebecitos que no entienden qué les ocurre y a los que tampoco se les puede explicar ni justificar. Sin embargo, realmente no hay nada de eso. Simplemente, los niños con esta edad carecen de la capacidad de formar recuerdos, así que, por mucho que pueda llegar a dolerles la salida de los dientes no lo recordarán. Mejor aún, por las muestras de dolor que manifiestan, casi puede asegurarse que se trata de poco más que de un escozor, sin duda insufrible para quien parece dispuesto a llorar porque tiene sueño. Pero ahí no termina la cosa. ¿Se imagina Ud. que un día se le empezara a mover un diente? ¿que se le aflojara cada vez más? ¿que llegase un punto en que pudiera retorcerlo, que le sangrase? ¿Cómo lo viviría? ¿No generaría en Ud. un trauma insoportable? Pues no sufra por su hijo, porque para los niños resulta una experiencia divertida.
   De la misma manera, pensamos que todos los seres humanos deben experimentar la muerte como la experimentamos nosotros los occidentales de hoy día. Aún más, pensamos que una persona de 90 años experimenta la muerte como nosotros nos lo imaginamos cuando tenemos 20, 30 ó 40 años. Craso error. Envejecer consiste en un proceso maravilloso por el que la muerte va perdiendo su carácter horrible y la vida su aspecto alegre. Pensar en la clausura de todas las posibilidades mientras el cuerpo se halla adornado por la juventud, la vitalidad, cuando aún no nos ha traicionado de ninguna manera, resulta terrible. Pensar en la no existencia de un mañana cuando en cada momento se toma conciencia de cada hueso, de cada inspiración, de cada instante porque consiste en un puro dolor, cambia mucho la manera de considerar la muerte.
   Tampoco el miedo a la muerte nos ha acompañado desde el primer día que hollamos la faz de la tierra. Para lo que podríamos reconocer como nuestros primeros congéneres, la muerte se hallaría identificada con los depredadores, los ríos con mucho caudal, la lava, el fuego, la inanición o la enfermedad. Debió constituir una experiencia terriblemente descorazonadora descubrir que haber alcanzado un dominio del entorno que permitía dejar estos peligros atrás, no significaba tener asegurada la existencia de un modo indefinido. La muerte del primer ser humano por vejez debió causar un profundo impacto entre los primates que la presenciaron. Tanto que, probablemente, se negaron a aceptar que todo había terminado y trataron de preservar su cuerpo y sus pertenencias en la idea de que, sin nada observable que lo hubiese matado, algo debería perdurar.
   La muerte por envejecimiento, el hecho de que la mortalidad constituye un rasgo que nos caracteriza y de un modo tan propio como la animalidad o la racionalidad, constituyó una experiencia realmente esporádica durante la práctica totalidad del tiempo que llevamos en este planeta. Durante miles de años, la gente no moría por envejecimiento, moría por las guerras, las hambrunas, la enfermedad o los accidentes. La muerte segaba las vidas de un modo azaroso, sin tomar en cuenta posición social, edad, proyecto vital y, mucho menos, el carácter saludable o no de los hábitos adoptados. Dicho de otro modo, durante miles de años, la muerte no mostró su carácter necesario. Los escritos, las canciones, los refranes, lamentaban la incapacidad de los seres humanos para evitar la muerte, no la intrínseca mortalidad de los seres humanos. El hecho de que los seres humanos, necesariamente, tengamos que morir, aparecía casi como una bendición, la gloriosa salida de un mundo de incertidumbres, de un valle de lágrimas. Nuestro modo de entender la muerte hoy conforma, por tanto, nuestro modo de entender la muerte hoy, aquí, nada más. En él no podrán hallarse más que vestigios, coincidencias casuales, tal vez, con el modo de entender la muerte en otros pueblos y culturas. Pero de ningún modo tenemos derecho a erigirnos en los representantes de la condición objetiva de qué significa morir. Esta concepción de la muerte como acontecimiento terrible que se produce tras una enfermedad inevitable, contra la que valerosamente lucha la ciencia, llamada envejecimiento, no deja de constituir parte de una serie de creencias sostenida por nuestra mitología y a este respecto, como conjunto de creencias que forma parte de una cultura, tiene la misma validez que la de algunos pueblos precolombinos que consideraban que las almas de los guerreros se convertían en mariposas que vagaban por los bosques hasta que las disolvían las lluvias.